jueves, 16 de junio de 2011

CUENTOS DE HANS CHRISTIAN ANDERSEN 4

LOS CAMPEONES DE SALTO

La pulga, el saltamontes y el huesecillo saltarín apostaron una vez a quién saltaba más alto, e invitaron a cuantos quisieran presenciar aquel campeonato. Hay que convenir que se trataba de tres grandes saltadores.
- ¡Daré mi hija al que salte más alto! -dijo el Rey-, pues sería muy triste que las personas tuviesen que saltar de balde.
Presentóse primero la pulga. Era bien educada y empezó saludando a diestro y a siniestro, pues por sus venas corría sangre de señorita, y estaba acostumbrada a no alternar más que con personas, y esto siempre se conoce.
Vino en segundo término el saltamontes. Sin duda era bastante más pesadote que la pulga, pero sus maneras eran también irreprochables; vestía el uniforme verde con el que había nacido. Afirmó, además, que tenía en Egipto una familia de abolengo, y que era muy estimado en el país. Lo habían cazado en el campo y metido en una casa de cartulina de tres pisos, hecha de naipes de color, con las estampas por dentro. Las puertas y ventanas habían sido cortadas en el cuerpo de la dama de corazones.
- Sé cantar tan bien -dijo-, que dieciséis grillos indígenas que vienen cantando desde su infancia - a pesar de lo cual no han logrado aún tener una casa de naipes -, se han pasmado tanto al oírme, que se han vuelto aún más delgados de lo que eran antes.
Como se ve, tanto la pulga como el saltamontes se presentaron en toda forma, dando cuenta de quiénes eran, y manifestando que esperaban casarse con la princesa.
El huesecillo saltarín no dijo esta boca es mía; pero se rumoreaba que era de tanto pensar, y el perro de la Corte sólo tuvo que husmearlo, para atestiguar que venía de buena familia. El viejo consejero, que había recibido tres condecoraciones por su mutismo, aseguró que el huesecillo poseía el don de profecía; por su dorso podía vaticinarse si el invierno sería suave o riguroso, cosa que no puede leerse en la espalda del que escribe el calendario.
- De momento, yo no digo nada -manifestó el viejo Rey-. Me quedo a ver venir y guardo mi opinión para el instante oportuno.
Había llegado la hora de saltar. La pulga saltó tan alto, que nadie pudo verla, y los demás sostuvieron que no había saltado, lo cual estuvo muy mal.
El saltamontes llegó a la mitad de la altura alcanzada por la pulga, pero como casi dio en la cara del Rey, éste dijo que era un asco.
El huesecillo permaneció largo rato callado, reflexionando; al fin ya pensaban los espectadores que no sabía saltar.
- ¡Mientras no se haya mareado! -dijo el perro, volviendo a husmearlo. ¡Rutch!, el hueso pegó un brinco de lado y fue a parar al regazo de la princesa, que estaba sentada en un escabel de oro.
Entonces dijo el Rey:
- El salto más alto es el que alcanza a mi hija, pues ahí está la finura; mas para ello hay que tener cabeza, y el huesecillo ha demostrado que la tiene. A eso llamo yo talento.
Y le fue otorgada la mano de la princesa.
- ¡Pero si fui yo quien saltó más alto! -protestó la pulga-. ¡Bah, qué importa! ¡Que se quede con el hueso! Yo salté más alto que los otros, pero en este mundo hay que ser corpulento, además, para que os vean.
Y se marchó a alistarse en el ejército de un país extranjero, donde perdió la vida, según dicen.
El saltamontes se instaló en el ribazo y se puso a reflexionar sobre las cosas del mundo; y dijo a su vez:
- ¡Hay que ser corpulento, hay que ser corpulento!
Luego entonó su triste canción, por la cual conocemos la historia. Sin embargo, yo no la tengo por segura del todo, aunque la hayan puesto en letras de molde.


LOS CHANCLOS DE LA SUERTE

1. - Cómo empezó la cosa
En una casa de Copenhague, en la calle del Este, no lejos del Nuevo Mercado Real, se celebraba una gran reunión, a la que asistían muchos invitados. No hay más remedio que hacerlo alguna vez que otra, pues lo exige la vida de sociedad, y así otro día lo invitan a uno. La mitad de los contertulios estaban ya sentados a las mesas de juego y la otra mitad aguardaba el resultado del «¿Qué vamos a hacer ahora?» de la señora de la casa. En ésas estaban, y la tertulia seguía adelante del mejor modo posible. Entre otros temas, la conversación recayó sobre la Edad Media. Algunos la consideraban mucho más interesante que nuestra época. Knapp, el consejero de Justicia, defendía con tanto celo este punto de vista, que la señora de la casa se puso enseguida de su lado, y ambos se lanzaron a atacar un ensayo de Orsted, publicado en el almanaque, en el que, después de comparar los tiempos antiguos y los modernos, terminaba concediendo la ventaja a nuestra época. El consejero afirmaba que el tiempo del rey danés Hans había sido el más bello y feliz de todos.
Mientras se discute este tema, interrumpido sólo un momento por la llegada de un periódico que no trae nada digno de ser leído, entrémonos nosotros en el vestíbulo, donde estaban guardados los abrigos, bastones, paraguas y chanclos. En él estaban sentadas dos mujeres, una de ellas joven, vieja la otra. Habría podido pensarse que su misión era acampanar a su señora, una vieja solterona o tal vez una viuda; pero observándolas más atentamente, uno se daba cuenta de que no eran criadas ordinarias; tenían las manos demasiado finas, su porte y actitud eran demasiado majestuosos - pues eran, en efecto, personas reales -, y el corte de sus vestidos revelaba una audacia muy personal. Eran, ni más ni menos, dos hadas; la más joven, aunque no era la Felicidad en persona, sí era, en cambio, una camarera de una de sus damas de honor, las encargadas de distribuir los favores menos valiosos de la suerte. La más vieja parecía un tanto sombría, era la Preocupación. Sus asuntos los cuida siempre personalmente; así está segura de que se han llevado a término de la manera debida.
Las dos hadas se estaban contando mutuamente sus andanzas de aquel día. La mensajera de la Suerte sólo había hecho unos encargos de poca monta: preservado un sombrero nuevo de un chaparrón, procurado a un señor honorable un saludo de una nulidad distinguida, etc.; pero le quedaba por hacer algo que se salía de lo corriente.
- Tengo que decirle aún -prosiguió- que hoy es mi cumpleaños, y para celebrarlo me han confiado un par de chanclos para que los entregue a los hombres. Estos chanclos tienen la propiedad de transportar en el acto, a quien los calce, al lugar y la época en que más le gustaría vivir. Todo deseo que guarde relación con el tiempo, el lugar o la duración, es cumplido al acto, y así el hombre encuentra finalmente la felicidad en este mundo.
- Eso crees tú -replicó la Preocupación-. El hombre que haga uso de esa facultad será muy desgraciado, y bendecirá el instante en que pueda quitarse los chanclos.
- ¿Por qué dices eso? -respondió la otra-. Mira, voy a dejarlos en el umbral; alguien se los pondrá equivocadamente y verás lo feliz que será.
Ésta fue la conversación.


2. - Qué tal le fue al consejero

Se había hecho ya tarde. El consejero de Justicia, absorto en su panegírico de la época del rey Hans, se acordó al fin de que era hora de despedirse, y quiso el azar que, en vez de sus chanclos, se calzase los de la suerte y saliese con ellos a la calle del Este; pero la fuerza mágica del calzado lo trasladó al tiempo del rey Hans, y por eso se metió de pies en la porquería y el barro, pues en aquellos tiempos las calles no estaban empedradas.
- ¡Es espantoso cómo está de sucia esta calle! -exclamó el Consejero-. Han quitado la acera, y todos los faroles están apagados.
La luna estaba aún baja sobre el horizonte, y el aire era además bastante denso, por lo que todos los objetos se confundían en la oscuridad. En la primera esquina brillaba una lamparilla debajo de una imagen de la Virgen, pero la luz que arrojaba era casi nula; el hombre no la vio hasta que estuvo junto a ella, y sus ojos se fijaron en la estampa pintada en que se representaba a la Virgen con el Niño.
«Debe anunciar una colección de arte, y se habrán olvidado de quitar el cartel», pensó.
Pasaron por su lado varias personas vestidas con el traje de aquella época.
«¡Vaya fachas! Saldrán de algún baile de máscaras».
De pronto resonaron tambores y pífanos y brillaron antorchas. El Consejero se detuvo, sorprendido, y vio pasar una extraña comitiva. A la cabeza marchaba una sección de tambores aporreando reciamente sus instrumentos; seguíanles alabarderos con arcos y ballestas. El más distinguido de toda la tropa era un sacerdote. El Consejero, asombrado, preguntó qué significaba todo aquello y quién era aquel hombre.
- Es el obispo de Zelanda -le respondieron.
«¡Dios santo! ¿Qué se le ha ocurrido al obispo?», suspiró nuestro hombre, meneando la cabeza. Pero era imposible que fuese aquél el obispo. Cavilando y sin ver por dónde iba, siguió el Consejero por la calle del Este y la plaza del Puente Alto. No hubo medio de dar con el puente que lleva a la plaza de Palacio. Sólo veía una ribera baja, y al fin divisó dos individuos sentados en una barca.
- ¿Desea el señor que le pasemos a la isla? -preguntaron.
- ¿Pasar a la isla? -respondió el Consejero, ignorante aún de la época en que se encontraba-. Adonde voy es a Christianshafen, a la calle del Mercado.
Los individuos lo miraron sin decir nada.
- Decidme sólo dónde está el puente -prosiguió-. Es vergonzoso que no estén encendidos los faroles; y, además, hay tanto barro que no parece sino que camine uno por un cenagal.
A medida que hablaba con los barqueros, se le hacían más y más incomprensibles.
- No entiendo vuestra jerga -dijo, finalmente, volviéndoles la espalda. No lograba dar con el puente, y ni siquiera había barandilla. «¡Esto es una vergüenza de dejadez!», dijo. Nunca le había parecido su época más miserable que aquella noche. «Creo que lo mejor será tomar un coche», pensó; pero, ¿coches me has dicho? No se veía ninguno. «Tendré que volver al Nuevo Mercado Real; de seguro que allí los hay; de otro modo, nunca llegaré a Christianshafen».
Volvió a la calle del Este, y casi la había recorrido toda cuando salió la luna.
«¡Dios mío, qué esperpento han levantado aquí!», exclamó al distinguir la puerta del Este, que en aquellos tiempos se hallaba en el extremo de la calle.
Entretanto encontró un portalito, por el que salió al actual Mercado Nuevo; pero no era sino una extensa explanada cubierta de hierba, con algunos matorrales, atravesada por una ancha corriente de agua. Varias míseras barracas de madera, habitadas por marineros de Halland, de quienes venía el nombre de Punta de Halland, se levantaban en la orilla opuesta.
«O lo que estoy viendo es un espejismo o estoy borracho -suspiró el Consejero-. ¿Qué diablos es eso?».
Volvióse persuadido de que estaba enfermo; al entrar de nuevo en la calle observó las casas con más detención; la mayoría eran de entramado de madera, y muchas tenían tejado de paja.
«¡No, yo no estoy bien! -exclamó-, y, sin embargo, sólo he tomado un vaso de ponche; cierto que es una bebida que siempre se me sube a la cabeza. Además, fue una gran equivocación servirnos ponche con salmón caliente; se lo diré a la señora del Agente. ¿Y si volviese a decirle lo que me ocurre? Pero sería ridículo, y, por otra parte, tal vez estén ya acostados».
Buscó la casa, pero no aparecía por ningún lado.
«¡Pero esto es espantoso, no reconozco la calle del Este, no hay ninguna tienda! Sólo veo casas viejas, míseras y semiderruidas, como si estuviese en Roeskilde o Ringsted. ¡Yo estoy enfermo! Pero de nada sirve hacerse imaginaciones. ¿Dónde diablos está la casa del Agente? Ésta no se le parece en nada, y, sin embargo, hay gente aún. ¡Ah, no hay duda, estoy enfermo!».
Empujó una puerta entornada, a la que llegaba la luz por una rendija. Era una posada de los viejos tiempos, una especie de cervecería. La sala presentaba el aspecto de una taberna del Holstein; cierto número de personas, marinos, burgueses de Copenhague y dos o tres clérigos, estaban enfrascados en animadas charlas sobre sus jarras de cerveza, y apenas se dieron cuenta del forastero.
- Usted perdone -dijo el Consejero a la posadera, que se adelantó a su encuentro-. Me siento muy indispuesto. ¿No podría usted proporcionarme un coche que me llevase a Christianshafen? La mujer lo miró, sacudiendo la cabeza; luego dirigióle la palabra en lengua alemana. Nuestro consejero, pensando que no conocía la danesa, le repitió su ruego en alemán. Aquello, añadido a la indumentaria del forastero, afirmó en la tabernera la creencia de que trataba con un extranjero; comprendió, sin embargo, que no se encontraba bien, y le trajo un jarro de agua; y por cierto que sabía un tanto a agua de mar, a pesar que era del pozo de la calle.
El Consejero, apoyando la cabeza en la mano, respiró profundamente y se puso a cavilar sobre todas las cosas raras que le rodeaban.
- ¿Es éste «El Día» de esta tarde? -preguntó, sólo por decir, algo, viendo que la mujer apartaba una gran hoja de papel.
Ella, sin comprender la pregunta, alargóle la hoja, que era un grabado en madera que representaba un fenómeno atmosférico visto en Colonia.
- Es un grabado muy antiguo -exclamó el Consejero, contento de ver un ejemplar tan raro-. ¿Cómo ha venido a sus manos este rarísimo documento? Es de un interés enorme, aunque sólo se trata de una fábula. Se afirma que estos fenómenos lumínicos son auroras boreales, y probablemente son efectos de la electricidad atmosférica.
Los que se hallaban sentados cerca de él, al oír sus palabras lo miraron con asombro; uno se levantó, y, quitándose respetuosamente el sombrero, le dijo muy serio:
- Seguramente sois un hombre de gran erudición, Monsieur.
- ¡Oh, no! -respondió el Consejero-. Sólo sé hablar de unas cuantas cosas que todo el mundo conoce.
- La modestia es una hermosa virtud -observó el otro- Por lo demás, debo contestar a vuestro discurso: mihi secus videtur; pero dejo en suspenso mi juicio.
- ¿Tendríais la bondad de decirme con quién tengo el honor de hablar? -preguntó el Consejero.
- Soy bachiller en Sagradas Escrituras -respondió el hombre.
Aquella respuesta bastó al magistrado; el título se correspondía con el traje. «Seguramente -pensó- se trata de algún viejo maestro de pueblo, un original de ésos que uno encuentra con frecuencia en Jutlandia».
- Aunque esto no es en realidad un locus docendi - rosiguió el hombre-, os ruego que os dignéis hablar. Indudablemente habéis leído mucho sobre la Antigüedad.
- Desde luego -contestó el Consejero-. Me gusta leer escritos antiguos y útiles, pero también soy aficionado a las cosas modernas, con excepción de esas historias triviales, tan abundantes en verdad.
- ¿Historias triviales? -preguntó el bachiller.
- Sí, me refiero a estas novelas de hoy, tan corrientes.
- ¡Oh! -dijo, sonriendo, el hombre-, sin embargo, tienen mucho ingenio y se leen en la Corte. El Rey gusta de modo particular de la novela del Señor de Iffven y el Señor Gaudian, con el rey Artús y los Caballeros de la Tabla Redonda; se ha reído no poco con sus altos dignatarios.
- Pues yo no la he leído -dijo el Consejero-. Debe de ser alguna edición recientísima de Heiberg.
- No -rectificó el otro-. No es de Heiberg, sino de Godofredo de Gehmen.
- Ya. ¿Así, éste es el autor? -preguntó el magistrado-. Es un nombre antiquísimo; así se llama el primer impresor que hubo en Dinamarca, ¿verdad?
- Sí, es nuestro primer impresor -asintió el hombre.
Hasta aquí todo marchaba sin tropiezos; luego, uno de los buenos burgueses se puso a hablar de la grave peste que se había declarado algunos años antes, refiriéndose a la de 1494; pero el Consejero creyó que se trataba de la epidemia de cólera, con lo cual la conversación prosiguió como sobre ruedas. La guerra de los piratas de 1490, tan reciente, salió a su vez a colación. Los corsarios ingleses habían capturado barcos en la rada, dijeron; y el Consejero, que había vivido los acontecimientos de 1801, se sumó a los vituperios contra los ingleses. El resto de la charla, en cambio, ya no discurrió tan llanamente, y en más de un momento pusieron los unos y el otro caras agrias; el buen bachiller resultaba demasiado ignorante, y las manifestaciones más simples del magistrado le sonaban a atrevidas y exageradas. Se consideraban mutuamente de reojo, y cuando las cosas se ponían demasiado tirantes, el bachiller hablaba en latín con la esperanza de ser mejor comprendido; pero nada se sacaba en limpio.
- ¿Qué tal se siente? -preguntó la posadera tirando de la manga al Consejero. Entonces éste volvió a la realidad; en el calor de la discusión había olvidado por completo lo que antes le ocurriera.
- ¡Dios mío! pero, ¿dónde estoy? -preguntó, sintiendo que le daba vueltas la cabeza.
- ¡Vamos a tomar un vaso de lo caro! Hidromiel y cerveza de Brema -pidió uno de los presentes-, y vos beberéis con nosotros.
Entraron dos mozas, una de ellas cubierta con una cofia bicolor; sirvieron la bebida y saludaron con una inclinación. Al Consejero le pareció que un extraño frío le recorría el espinazo.
- ¿Pero qué es esto, qué es esto? -repetía; pero no tuvo más remedio que beber con ellos, los cuales se apoderaron del buen señor. Estaba completamente desconcertado, y al decir uno que estaba borracho, no lo puso en duda, y se limitó a pedirles que le procurasen un coche. Entonces pensaron los otros que hablaba en moscovita.
Nunca se había encontrado en una compañía tan ruda y tan ordinaria. «¡Es para pensar que el país ha vuelto al paganismo -dijo para sí-. Estoy pasando el momento más horrible de mi vida». De repente le vino la idea de meterse debajo de la mesa y alcanzar la puerta andando a gatas. Así lo hizo, pero cuando ya estaba en la salida, los otros se dieron cuenta de su propósito, lo agarraron por los pies y se quedaron con los chanclos en la mano... afortunadamente para él, pues al quitarle los chanclos cesó el hechizo.
El Consejero vio entonces ante él un farol encendido, y detrás, un gran edificio; todo le resultaba ya conocido y familiar; era la calle del Este, tal como nosotros la conocemos. Se encontró tendido en el suelo con las piernas contra una puerta, frente al dormido vigilante nocturno.
«¡Dios bendito! ¿Es posible que haya estado tendido en plena calle y soñando? -dijo-. ¡Sí, ésta es la calle del Este! ¡Qué bonita, qué clara y pintoresca! ¡Es terrible el efecto de un vaso de ponche!».
Dos minutos más tarde se hallaba en un coche de punto, que lo conducía a Christianshafen; pensaba en las angustias sufridas y daba gracias de todo corazón a la dichosa realidad de nuestra época, que, con todos sus defectos, es infinitamente mejor que la que acababa de dejar; y, bien mirado, el consejero de Justicia era muy discreto al pensar de este modo.


LOS CISNES SALVAJES

Lejos de nuestras tierras, allá adonde van las golondrinas cuando el invierno llega a nosotros, vivía un rey que tenía once hijos y una hija llamada Elisa. Los once hermanos eran príncipes; llevaban una estrella en el pecho y sable al cinto para ir a la escuela; escribían con pizarrín de diamante sobre pizarras de oro, y aprendían de memoria con la misma facilidad con que leían; en seguida se notaba que eran príncipes. Elisa, la hermana, se sentaba en un escabel de reluciente cristal, y tenía un libro de estampas que había costado lo que valía la mitad del reino.
¡Qué bien lo pasaban aquellos niños! Lástima que aquella felicidad no pudiese durar siempre.
Su padre, Rey de todo el país, casó con una reina perversa, que odiaba a los pobres niños. Ya al primer día pudieron ellos darse cuenta. Fue el caso, que había gran gala en todo el palacio, y los pequeños jugaron a «visitas»; pero en vez de recibir pasteles y manzanas asadas como se suele en tales ocasiones, la nueva Reina no les dio más que arena en una taza de té, diciéndoles que imaginaran que era otra cosa.
A la semana siguiente mandó a Elisa al campo, a vivir con unos labradores, y antes de mucho tiempo le había ya dicho al Rey tantas cosas malas de los príncipes, que éste acabó por desentenderse de ellos.
- ¡A volar por el mundo y apañaros por vuestra cuenta! -exclamó un día la perversa mujer-; ¡a volar como grandes aves sin voz!-. Pero no pudo llegar al extremo de maldad que habría querido; los niños se transformaron en once hermosísimos cisnes salvajes. Con un extraño grito emprendieron el vuelo por las ventanas de palacio, y, cruzando el parque, desaparecieron en el bosque.
Era aún de madrugada cuando pasaron por el lugar donde su hermana Elisa yacía dormida en el cuarto de los campesinos; y aunque describieron varios círculos sobre el tejado, estiraron los largos cuellos y estuvieron aleteando vigorosamente, nadie los oyó ni los vio. Hubieron de proseguir, remontándose basta las nubes, por esos mundos de Dios, y se dirigieron hacia un gran bosque tenebroso que se extendía hasta la misma orilla del mar.
La pobre Elisita seguía en el cuarto de los labradores jugando con una hoja verde, único juguete que poseía. Abriendo en ella un agujero, miró el sol a su través y parecióle como si viera los ojos límpidos de sus hermanos; y cada vez que los rayos del sol le daban en la cara, creía sentir el calor de sus besos.
Pasaban los días, monótonos e iguales. Cuando el viento soplaba por entre los grandes setos de rosales plantados delante de la casa, susurraba a las rosas:
- ¿Qué puede haber más hermoso que vosotras? -. Pero las rosas meneaban la cabeza y respondían: - Elisa es más hermosa -. Cuando la vieja de la casa, sentada los domingos en el umbral, leía su devocionario, el viento le volvía las hojas, y preguntaba al libro: - ¿Quién puede ser más piadoso que tú? - Elisa es más piadosa -replicaba el devocionario; y lo que decían las rosas y el libro era la pura verdad. Porque aquel libro no podía mentir.
Habían convenido en que la niña regresaría a palacio cuando cumpliese los quince años; pero al ver la Reina lo hermosa que era, sintió rencor y odio, y la habría transformado en cisne, como a sus hermanos; sin embargo, no se atrevió a hacerlo en seguida, porque el Rey quería ver a su hija.
Por la mañana, muy temprano, fue la Reina al cuarto de baile, que era todo él de mármol y estaba adornado con espléndidos almohadones y cortinajes, y, cogiendo tres sapos, los besó y dijo al primero:
- Súbete sobre la cabeza de Elisa cuando esté en el baño, para que se vuelva estúpida como tú. Ponte sobre su frente -dijo al segundo-, para que se vuelva como tú de fea, y su padre no la reconozca -. Y al tercero: - Siéntate sobre su corazón e infúndele malos sentimientos, para que sufra -. Echó luego los sapos al agua clara, que inmediatamente se tiñó de verde, y, llamando a Elisa, la desnudó, mandándole entrar en el baño; y al hacerlo, uno de los sapos se le puso en la cabeza, el otro en la frente y el tercero en el pecho, sin que la niña pareciera notario; y en cuanto se incorporó, tres rojas flores de adormidera aparecieron flotando en el agua. Aquellos animales eran ponzoñosos y habían sido besados por la bruja; de lo contrario, se habrían transformado en rosas encarnadas. Sin embargo, se convirtieron en flores, por el solo hecho de haber estado sobre la cabeza y sobre el corazón de la princesa, la cual era, demasiado buena e inocente para que los hechizos tuviesen acción sobre ella.
Al verlo la malvada Reina, frotóla con jugo de nuez, de modo que su cuerpo adquirió un tinte pardo negruzco; untóle luego la cara con una pomada apestosa y le desgreñó el cabello. Era imposible reconocer a la hermosa Elisa.
Por eso se asustó su padre al verla, y dijo que no era su hija. Nadie la reconoció, excepto el perro mastín y las golondrinas; pero eran pobres animales cuya opinión no contaba.
La pobre Elisa rompió a llorar, pensando en sus once hermanos ausentes. Salió, angustiada, de palacio, y durante todo el día estuvo vagando por campos y eriales, adentrándose en el bosque inmenso. No sabía adónde dirigirse, pero se sentía acongojada y anhelante de encontrar a sus hermanos, que a buen seguro andarían también vagando por el amplio mundo. Hizo el propósito de buscarlos.
Llevaba poco rato en el bosque, cuando se hizo de noche; la doncella había perdido el camino. Tendióse sobre el blando musgo, y, rezadas sus oraciones vespertinas, reclinó la cabeza sobre un tronco de árbol. Reinaba un silencio absoluto, el aire estaba tibio, y en la hierba y el musgo que la rodeaban lucían las verdes lucecitas de centenares de luciérnagas, cuando tocaba con la mano una de las ramas, los insectos luminosos caían al suelo como estrellas fugaces.
Toda la noche estuvo soñando en sus hermanos. De nuevo los veía de niños, jugando, escribiendo en la pizarra de oro con pizarrín de diamante y contemplando el maravilloso libro de estampas que había costado medio reino; pero no escribían en el tablero, como antes, ceros y rasgos, sino las osadísimas gestas que habían realizado y todas las cosas que habían visto y vivido; y en el libro todo cobraba vida, los pájaros cantaban, y las personas salían de las páginas y hablaban con Elisa y sus hermanos; pero cuando volvía la hoja saltaban de nuevo al interior, para que no se produjesen confusiones en el texto.
Cuando despertó, el sol estaba ya alto sobre el horizonte. Elisa no podía verlo, pues los altos árboles formaban un techo de espesas ramas; pero los rayos jugueteaban allá fuera como un ondeante velo de oro. El campo esparcía sus aromas, y las avecillas venían a posarse casi en sus hombros; oía el chapoteo del agua, pues fluían en aquellos alrededores muchas y caudalosas fuentes, que iban a desaguar en un lago de límpido fondo arenoso. Había, si, matorrales muy espesos, pero en un punto los ciervos habían hecho una ancha abertura, y por ella bajó Elisa al agua. Era ésta tan cristalina, que, de no haber agitado el viento las ramas y matas, la muchacha habría podido pensar que estaban pintadas en el suelo; tal era la claridad con que se reflejaba cada hoja, tanto las bañadas por el sol como las que se hallaban en la sombra.
Al ver su propio rostro tuvo un gran sobresalto, tan negro y feo era; pero en cuanto se hubo frotado los ojos y la frente con la mano mojada, volvió a brillar su blanquísima piel. Se desnudó y metióse en el agua pura; en el mundo entero no se habría encontrado una princesa tan hermosa como ella.
Vestida ya de nuevo y trenzado el largo cabello, se dirigió a la fuente borboteante, bebió del hueco de la mano y prosiguió su marcha por el bosque, a la ventura, sin saber adónde. Pensaba en sus hermanos y en Dios misericordioso, que seguramente no la abandonaría: El hacía crecer las manzanas silvestres para alimentar a los hambrientos; y la guió hasta uno de aquellos árboles, cuyas ramas se doblaban bajo el peso del fruto. Comió de él, y, después de colocar apoyos para las ramas, adentróse en la parte más oscura de la selva. Reinaba allí un silencio tan profundo, que la muchacha oía el rumor de sus propios pasos y el de las hojas secas, que se doblaban bajo sus pies. No se veía ni un pájaro: ni un rayo de sol se filtraba por entre las corpulentas y densas ramas de los árboles, cuyos altos troncos estaban tan cerca unos de otros, que, al mirar la doncella a lo alto, parecíale verse rodeada por un enrejado de vigas. Era una soledad como nunca había conocido.
La noche siguiente fue muy oscura; ni una diminuta luciérnaga brillaba en el musgo. Ella se echó, triste, a dormir, y entonces tuvo la impresión de que se apartaban las ramas extendidas encima de su cabeza y que Dios Nuestro Señor la miraba con ojos bondadosos, mientras unos angelitos le rodeaban y asomaban por entre sus brazos.
Al despertarse por la mañana, no sabía si había soñado o si todo aquello había sido realidad.
Anduvo unos pasos y se encontró con una vieja que llevaba bayas en una cesta. La mujer le dio unas cuantas, y Elisa le preguntó si por casualidad había visto a los once príncipes cabalgando por el bosque. - No -respondió la vieja-, pero ayer vi once cisnes, con coronas de oro en la cabeza, que iban río abajo.
Acompañó a Elisa un trecho, hasta una ladera a cuyo pie serpenteaba un riachuelo. Los árboles de sus orillas extendían sus largas y frondosas ramas al encuentro unas de otras, y allí donde no se alcanzaban por su crecimiento natural, las raíces salían al exterior y formaban un entretejido por encima del agua.
Elisa dijo adiós a la vieja y siguió por la margen del río, hasta el punto en que éste se vertía en el gran mar abierto.
Frente a la doncella se extendía el soberbio océano, pero en él no se divisaba ni una vela, ni un bote. ¿Cómo seguir adelante? Consideró las innúmeras piedrecitas de la playa, redondeadas y pulimentadas por el agua. Cristal, hierro, piedra, todo lo acumulado allí había sido moldeado por el agua, a pesar de ser ésta mucho más blanda que su mano. «La ola se mueve incesantemente y así alisa las cosas duras; pues yo seré tan incansable como ella. Gracias por vuestra lección, olas claras y saltarinas; algún día, me lo dice el corazón, me llevaréis al lado de mis hermanos queridos».
Entre las algas arrojadas por el mar a la playa yacían once blancas plumas de cisne, que la niña recogió, haciendo un haz con ellas. Estaban cuajadas de gotitas de agua, rocío o lágrimas, ¿quién sabe?. Se hallaba sola en la orilla, pero no sentía la soledad, pues el mar cambiaba constantemente; en unas horas se transformaba más veces que los lagos en todo un año. Si avanzaba una gran nube negra, el mar parecía decir: «¡Ved, qué tenebroso puedo ponerme!». Luego soplaba viento, y las olas volvían al exterior su parte blanca. Pero si las nubes eran de color rojo y los vientos dormían, el mar podía compararse con un pétalo de rosa; era ya verde, ya blanco, aunque por mucha calma que en él reinara, en la orilla siempre se percibía un leve movimiento; el agua se levantaba débilmente, como el pecho de un niño dormido.
A la hora del ocaso, Elisa vio que se acercaban volando once cisnes salvajes coronados de oro; iban alineados, uno tras otro, formando una larga cinta blanca. Elisa remontó la ladera y se escondió detrás de un matorral; los cisnes se posaron muy cerca de ella, agitando las grandes alas blancas.


LOS VECINOS

Cualquiera habría dicho que algo importante ocurría en la balsa del pueblo, y, sin embargo, no pasaba nada. Todos los patos, tanto los que se mecían en el agua como los que se habían puesto de cabeza - pues saben hacerlo -, de pronto se pusieron a nadar precipitadamente hacia la orilla; en el suelo cenagoso quedaron bien visibles las huellas de sus pies y sus gritos podían oírse a gran distancia. El agua se agitó violentamente, y eso que unos momentos antes estaba tersa como un espejo, en el que se reflejaban uno por uno los árboles y arbustos de las cercanías y la vieja casa de campo con los agujeros de la fachada y el nido de golondrinas, pero muy especialmente el gran rosal cuajado de rosas, que bajaba desde el muro hasta muy adentro del agua. El conjunto parecía un cuadro puesto del revés. Pero en cuanto el agua se agitaba, todo se revolvía, y la pintura se esfumaba. Dos plumas que habían caído de los patos al desplegar las alas, se balanceaban sobre las olas, como si soplase el viento; y, sin embargo, no lo había. Por fin quedaron inmóviles: el agua recuperó su primitiva tersura y volvió a reflejar claramente la fachada con el nido de golondrinas y el rosal con cada una de sus flores, que eran hermosísimas, aunque ellas lo ignoraban porque nadie se lo había dicho. El sol se filtraba por entre las delicadas y fragantes hojas; y cada rosa se sentía feliz, de modo parecido a lo que nos sucede a las personas cuando estamos sumidos en nuestros pensamientos.
- ¡Qué bella es la vida! -decía cada una de las rosas-. Lo único que desearía es poder besar al sol, por ser tan cálido y tan claro.
- Y también quisiera besar las rosas de debajo del agua: ¡se parecen tanto a nosotras! Y besaría también a las dulces avecillas del nido, que asoman la cabeza piando levemente; no tienen aún plumas como sus padres. Son buenos los vecinos que tenemos, tanto los de arriba como los de abajo. ¡Qué hermosa es la vida!
Aquellos pajarillos de arriba y de abajo - los segundos no eran sino el reflejo de los primeros en el agua - eran gurriatos, hijos de gorriones; habían ocupado el nido abandonado por las golondrinas el año anterior, y se encontraban en él como en su propia casa.
- ¿Son patitos los que allí nadan? -preguntaron los gurriatos al ver flotar en el agua las plumas de las palmípedas.
- ¡No preguntéis tonterías! -replicó la madre-. ¿No veis que son plumas, prendas de vestir vivas como las que yo llevo y que vosotros llevaréis también, sólo que las nuestras son más finas? Por lo demás, me gustaría tenerlas aquí en el nido, pues son muy calientes. Quisiera saber de qué se espantaron los patos. Habrá sucedido algo en el agua. Yo no he sido, aunque confieso que he piado un poco fuerte. Esas cabezotas de rosas deberían saberlo, pero no saben nada; mirarse en el espejo y despedir perfume, eso es cuanto saben hacer. ¡Qué vecinas tan aburridas!
- ¡Escuchad los pajarillos de arriba! -dijeron las rosas-, hacen ensayos de canto. No saben todavía, pero ya vendrá. ¡Qué bonito debe ser saber cantar! Es delicioso tener vecinos tan alegres.
En aquel momento llegaron, galopando, dos caballos; venían a abrevar; un zagal montaba uno de ellos, despojado de todas sus prendas de vestir, excepto el sombrero, grande y de anchas alas. El mozo silbaba como si fuese un pajarillo, y se metió con su cabalgadura en la parte más profunda de la balsa; al pasar junto al rosal cortó una de sus rosas, se la prendió en el sombrero, para ir bien adornado, y siguió adelante. Las otras rosas miraban a su hermana y se preguntaban mutuamente: - ¿Adónde va? -pero ninguna lo sabía.
- A veces me gustaría salir a correr mundo -dijo una de las flores a sus compañeras-. Aunque también es muy hermoso este rincón verde en que vivimos. Durante el día brilla el sol y nos calienta, y por la noche, el cielo es aún más bello; podemos verlo a través de los agujeritos que tiene.
Se refería a las estrellas; pensaba que eran agujeros del cielo. ¡No llegaba a más la ciencia de las rosas!
- Nosotros traemos vida y animación a estos parajes -dijo la gorriona-. Los nidos de golondrina son de buen agüero, dice la gente; por eso se alegran de tenernos. Pero aquel vecino, el gran rosal que se encarama por la pared, produce humedad. Espero que se marche pronto, y en su lugar crezca trigo. Las rosas sólo sirven de adorno y para perfumar el ambiente; a lo sumo, para sujetarlas al sombrero. Todos los años se marchitan, lo sé por mi madre. La campesina las conserva en sal, y entonces tienen un nombre francés que no sé pronunciar, ni me importa; luego las esparce por la ventana cuando quiere que huela bien. ¡Y ésta es toda su vida! No sirven más que para alegrar los ojos y el olfato. Ya lo sabéis, pues.
Al anochecer, cuando los mosquitos empezaron a danzar en el aire tibio, y las nubes adquirieron sus tonalidades rojas, presentóse el ruiseñor y cantó a las rosas que en este mundo lo bello se parece a la luz del sol y vive eternamente. Pero las rosas creyeron que el ruiseñor cantaba sus propias loanzas, y cualquiera lo habría pensado también. No se les ocurrió que eran ellas el objeto de su canto; sin embargo, experimentaron un gran placer y se preguntaban si tal vez los gurriatos no se volverían a su vez ruiseñores.
- He comprendido muy bien lo que cantó el pájaro -dijeron los gurriatos-. Sólo una palabra quisiera que me explicasen: ¿qué significa «lo bello»?
- No es nada -respondió la madre-, es una simple apariencia. Allá arriba, en la finca de los señores, donde las palomas tienen su casa propia y todos los días se les reparten guisantes y grano - yo he comido también con ellas, y algún día vendréis vosotros: dime con quién andas y te diré quién eres -, pues en aquella finca tienen dos pájaros de cuello verde y un mechoncito de plumas en la cabeza. Pueden extender la cola como si fuese una gran rueda; tienen todos los colores, hasta el punto de que duelen los ojos de mirarlos. Se llaman pavos reales, y son la belleza. Sólo con que los desplumasen un poquitín, casi no se distinguirían de nosotros. ¡Me entraban ganas de emprenderlas a picotazos con ellos, pero eran tan grandotes!.
- Pues yo los voy a picotear -exclamó el benjamín de los gurriatos; el mocoso no tenía aún plumas.
En el cortijo vivía un joven matrimonio que se quería tiernamente; los dos eran laboriosos y despiertos, y su casa era un primor de bien cuidada. Los domingos por la mañana salía la mujer, cortaba un ramo de las rosas más bellas y las ponía en un florero, en el centro del armario.
- ¡Ahora me doy cuenta de que es domingo! -decía el marido, besando a su esposa; y luego se sentaban y lean un salmo, cogidos de las manos, mientras el sol penetraba por las ventanas, iluminando las frescas rosas y a la enamorada pareja.
- ¡Este espectáculo me aburre! -dijo la gorriona, que lo contemplaba desde su nido de enfrente; y echó a volar.
Lo mismo hizo una semana después, pues cada domingo ponían rosas frescas en el florero, y el rosal seguía floreciendo tan hermoso. Los gorrioncitos, que ya tenían plumas, hubieran querido lanzarse a volar con su madre, pero ésta les dijo: - ¡Quedaos aquí! - y se estuvieron quietecitos. Ella se fue, pero, como suele ocurrir con harta frecuencia, de pronto quedó cogida en un lazo hecho de crines de caballo, que unos muchachos habían colocado en una rama. Las crines aprisionaron fuertemente la pata de la gorriona, tanto, que parecía que iban a partirla. ¡Qué dolor y qué miedo! Los chicos cogieron el pájaro, oprimiéndole terriblemente: - ¡Sólo es un gorrión! -dijeron; pero no lo soltaron, sino que se lo llevaron a casa, golpeándolo en el pico cada vez que chillaba.
En la casa había un viejo entendido en el arte de fabricar jabón para la barba y para las manos, jabón en bolas y en pastillas. Era un viejo alegre y trotamundos; al ver el gorrión que traían los niños, del que, según ellos, no sabían qué hacer, preguntóles:
- ¿Queréis que lo pongamos guapo?
Un estremecimiento de terror recorrió el cuerpo de la gorriona al oír aquellas palabras. El viejo abrió su caja - que contenía colores bellísimos -, tomó una buena porción de purpurina y, cascando un huevo que le proporcionaron los chiquillos, separó la clara y untó con ella todo el cuerpo del avecilla, espolvoreándolo luego con el oro. Y de este modo quedó la gorriona dorada, aunque no pensaba en su belleza, pues se moría de miedo. Después, el jabonero arrancó un trapo rojo del forro de su vieja chaqueta, lo cortó en forma de cresta y lo pegó en la cabeza del pájaro.
- ¡Ahora veréis volar el pájaro de oro! -dijo, soltando al animalito, el cual, presa de mortal terror, emprendió el vuelo por el espacio soleado. ¡Dios mío, y cómo relucía! Todos los gorriones, y también una corneja que no estaba ya en la primera edad, se asustaron al verlo, pero se lanzaron en su persecución, ávidos de saber quién era aquel pájaro desconocido.
- ¿De dónde, de dónde? -gritaba la corneja.
- ¡Espera un poco, espera un poco! -decían los gorriones. Pero ella no estaba para aguardar; dominada por el miedo y la angustia, se dirigió en línea recta hacia su casa. Poco le faltaba para desplomarse rendida, pero cada vez era mayor el número de sus perseguidores, grandes y chicos; algunos se disponían incluso a atacarla.
- ¡Fijaos en ése, fijaos en ése! -gritaban todos.
- ¡Fijaos en ése, Fijaos en ése! -gritaron también sus crías cuando a madre llegó al nido-. Seguramente es un pavito, tiene todos los colores, y hace daño a los ojos, como dijo madre. ¡Pip! ¡Es la belleza! -. Y arremetieron contra ella a picotazos, impidiéndole posarse en el nido; y estaba la gorriona tan aterrorizada, que no fue capaz de decir ¡pip!, y mucho menos, claro está, ¡soy vuestra madre! Las otras aves la agredieron también, le arrancaron todas las plumas, y la pobre cayó ensangrentada en medio del rosal.
- ¡Pobre animal! -dijeron las rosas-. ¡Ven, te ocultaremos! ¡Apoya la cabecita sobre nosotras!
La gorriona extendió por última vez las alas, luego las oprimió contra el cuerpo y expiró en el seno de la familia vecina de las frescas y perfumadas rosas.
- ¡Pip! -decían los gurriatos en el nido -, no entiendo dónde puede estar nuestra madre. ¿No será una treta suya, para que nos despabilemos por nuestra cuenta y nos busquemos la comida? Nos ha dejado en herencia la casa, pero, ¿quién de nosotros se quedará con ella, cuando llegue la hora de constituir una familia?
- Pues ya veréis cómo os echo de aquí, el día en que amplíe mi hogar con mujer e hijos - dijo el más pequeño.
- ¡Yo tendré mujer e hijos antes que tú! -replicó el segundo.- ¡Yo soy el mayor! -gritó un tercero. Todos empezaron a increparse, a propinarse aletazos y picotazos, y, ¡paf!, uno tras otro fueron cayendo del nido; pero aún en el suelo seguían peleándose. Con la cabeza de lado, guiñaban el ojo dirigido hacia arriba: era su modo de manifestar su enfado.
Sabían ya volar un poquitín; luego se ejercitaron un poco más y por último, convinieron en que, para reconocerse si alguna vez se encontraban por esos mundos de Dios, dirían tres veces ¡pip! y rascarían otras tantas con el pie izquierdo.


LOS VESTIDOS NUEVOS DEL EMPERADOR

Hace de esto muchos años, había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia. No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: "Está en el Consejo", de nuestro hombre se decía: "El Emperador está en el vestuario". La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.
- ¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela-. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes.
Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.
«Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero habla una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz.
«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él».
El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos. «¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas-. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra.
Los dos fulleros le rogaron que se acercase le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela».
- ¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? -preguntó uno de los tejedores.
- ¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.
- Nos da una buena alegría -respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.
Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a su bolsillo, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.
Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.
- ¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.
«Yo no soy tonto -pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.
- ¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador.
Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se
encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.
- ¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados dignatarios-. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos - y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.
«¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».
- ¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada. Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: - ¡oh, qué bonito! -, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela, en la procesión que debía celebrarse próximamente. - ¡Es preciosa, elegantísima, estupenda! - corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella. El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bellacos para que se la prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.
Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: - ¡Por fin, el vestido está listo!
Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los
dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:
- Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. - Aquí tenéis el manto... Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es lo bueno de la tela.
- ¡Sí! - asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.
- ¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones- para que podamos vestiros el nuevo delante del espejo?
Quitóse el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.
- ¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso! - El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle - anunció el maestro de Ceremonias.
- Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? - y volvióse una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.
Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decían:
- ¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo!-. Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.
¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño. - ¡Dios bendito, escuchad la voz de la inocencia! - dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.
- ¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!
- ¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero.
Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.


LOS ZAPATOS ROJOS

Érase una vez una niña muy linda y delicada, pero tan pobre, que en verano andaba siempre descalza, y en invierno tenía que llevar unos grandes zuecos, por lo que los piececitos se le ponían tan encarnados, que daba lástima.
En el centro del pueblo habitaba una anciana, viuda de un zapatero. Tenía unas viejas tiras de paño colorado, y con ellas cosió, lo mejor que supo, un par de zapatillas. Eran bastante patosas, pero la mujer había puesto en ellas toda su buena intención. Serían para la niña, que se llamaba Karen.
Le dieron los zapatos rojos el mismo día en que enterraron a su madre; aquel día los estrenó. No eran zapatos de luto, cierto, pero no tenía otros, y calzada con ellos acompañó el humilde féretro.
Acertó a pasar un gran coche, en el que iba una señora anciana. Al ver a la pequeñuela, sintió compasión y dijo al señor cura:
- Dadme la niña, yo la criaré.
Karen creyó que todo aquello era efecto de los zapatos colorados, pero la dama dijo que eran horribles y los tiró al fuego. La niña recibió vestidos nuevos y aprendió a leer y a coser. La gente decía que era linda; sólo el espejo decía:
- Eres más que linda, eres hermosa.
Un día la Reina hizo un viaje por el país, acompañada de su hijita, que era una princesa. La gente afluyó al palacio, y Karen también. La princesita salió al balcón para que todos pudieran verla. Estaba preciosa, con un vestido blanco, pero nada de cola ni de corona de oro. En cambio, llevaba unos magníficos zapatos rojos, de tafilete, mucho más hermosos, desde luego, que los que la viuda del zapatero había confeccionado para Karen. No hay en el mundo cosa que pueda compararse a unos zapatos rojos.
Llegó la niña a la edad en que debía recibir la confirmación; le hicieron vestidos nuevos, y también habían de comprarle nuevos zapatos. El mejor zapatero de la ciudad tomó la medida de su lindo pie; en la tienda había grandes vitrinas con zapatos y botas preciosos y relucientes. Todos eran hermosísimos, pero la anciana señora, que apenas veía, no encontraba ningún placer en la elección. Había entre ellos un par de zapatos rojos, exactamente iguales a los de la princesa: ¡qué preciosos! Además, el zapatero dijo que los había confeccionado para la hija de un conde, pero luego no se habían adaptado a su pie.
- ¿Son de charol, no? -preguntó la señora-. ¡Cómo brillan!
- ¿Verdad que brillan? - dijo Karen; y como le sentaban bien, se los compraron; pero la anciana ignoraba que fuesen rojos, pues de haberlo sabido jamás habría permitido que la niña fuese a la confirmación con zapatos colorados. Pero fue.
Todo el mundo le miraba los pies, y cuando, después de avanzar por la iglesia, llegó a la puerta del coro, le pareció como si hasta las antiguas estatuas de las sepulturas, las imágenes de los monjes y las religiosas, con sus cuellos tiesos y sus largos ropajes negros, clavaran los ojos en sus zapatos rojos; y sólo en ellos estuvo la niña pensando mientras el obispo, poniéndole la mano sobre la cabeza, le habló del santo bautismo, de su alianza con Dios y de que desde aquel momento debía ser una cristiana consciente. El órgano tocó solemnemente, resonaron las voces melodiosas de los niños, y cantó también el viejo maestro; pero Karen sólo pensaba en sus magníficos zapatos.
Por la tarde se enteró la anciana señora -alguien se lo dijo­ de que los zapatos eran colorados, y declaró que aquello era feo y contrario a la modestia; y dispuso que, en adelante, Karen debería llevar zapatos negros para ir a la iglesia, aunque fueran viejos.
El siguiente domingo era de comunión. Karen miró sus zapatos negros, luego contempló los rojos, volvió a contemplarlos y, al fin, se los puso.
Brillaba un sol magnífico. Karen y la señora anciana avanzaban por la acera del mercado de granos; había un poco de polvo.
En la puerta de la iglesia se había apostado un viejo soldado con una muleta y una larguísima barba, más roja que blanca, mejor dicho, roja del todo. Se inclinó hasta el suelo y preguntó a la dama si quería que le limpiase los zapatos. Karen presentó también su piececito.
- ¡Caramba, qué preciosos zapatos de baile! -exclamó el hombre-. Ajustad bien cuando bailéis - y con la mano dio un golpe a la suela.
La dama entregó una limosna al soldado y penetró en la iglesia con Karen.
Todos los fieles miraban los zapatos rojos de la niña, y las imágenes también; y cuando ella, arrodillada ante el altar, llevó a sus labios el cáliz de oro, estaba pensando en sus zapatos colorados y le pareció como si nadaran en el cáliz; y se olvidó de cantar el salmo y de rezar el padrenuestro.
Salieron los fieles de la iglesia, y la señora subió a su coche. Karen levantó el pie para subir a su vez, y el viejo soldado, que estaba junto al carruaje, exclamó: - ¡Vaya preciosos zapatos de baile! -. Y la niña no pudo resistir la tentación de marcar unos pasos de danza; y he aquí que no bien hubo empezado, sus piernas siguieron bailando por sí solas, como si los zapatos hubiesen adquirido algún poder sobre ellos. Bailando se fue hasta la esquina de la iglesia, sin ser capaz de evitarlo; el cochero tuvo que correr tras ella y llevarla en brazos al coche; pero los pies seguían bailando y pisaron fuertemente a la buena anciana. Por fin la niña se pudo descalzar, y las piernas se quedaron quietas.
Al llegar a casa los zapatos fueron guardados en un armario; pero Karen no podía resistir la tentación de contemplarlos.
Enfermó la señora, y dijeron que ya no se curaría. Hubo que atenderla y cuidarla, y nadie estaba más obligado a hacerlo que Karen. Pero en la ciudad daban un gran baile, y la muchacha había sido invitada. Miró a la señora, que estaba enferma de muerte, miró los zapatos rojos, se dijo que no cometía ningún pecado. Se los calzó - ¿qué había en ello de malo? - y luego se fue al baile y se puso a bailar.
Pero cuando quería ir hacia la derecha, los zapatos la llevaban hacia la izquierda; y si quería dirigirse sala arriba, la obligaban a hacerlo sala abajo; y así se vio forzada a bajar las escaleras, seguir la calle y salir por la puerta de la ciudad, danzando sin reposo; y, sin poder detenerse, llegó al oscuro bosque.
Vio brillar una luz entre los árboles y pensó que era la luna, pues parecía una cara; pero resultó ser el viejo soldado de la barba roja, que haciéndole un signo con la cabeza, le dijo:
- ¡Vaya hermosos zapatos de baile!
Se asustó la muchacha y trató de quitarse los zapatos para tirarlos; pero estaban ajustadísimos, y, aun cuando consiguió arrancarse las medias, los zapatos no salieron; estaban soldados a los pies. Y hubo
de seguir bailando por campos y prados, bajo la lluvia y al sol, de noche y de día. ¡De noche, especialmente, era horrible!


¡NO ERA BUENA PARA NADA!

El alcalde estaba de pie ante la ventana abierta; lucía camisa de puños planchados y un alfiler en la pechera, y estaba recién afeitado. Lo había hecho con su propia mano, y se había producido una pequeña herida; pero la había tapado con un trocito de papel de periódico.
- ¡Oye, chaval! - gritó.
El chaval era el hijo de la lavandera; pasaba por allí y se quitó respetuosamente la gorra, cuya visera estaba doblada de modo que pudiese guardarse en el bolsillo. El niño, pobremente vestido pero con prendas limpias y cuidadosamente remendadas, se detuvo reverente, cual si se encontrase ante el Rey en persona.
- Eres un buen muchacho - dijo el alcalde -, y muy bien educado. Tu madre debe de estar lavando ropa en el río. Y tú irás a llevarle eso que traes en el bolsillo, ¿no? Mal asunto, ese de tu madre. ¿Cuánto le llevas?
- Medio cuartillo - contestó el niño a media voz, en tono asustado.
- ¿Y esta mañana se bebió otro tanto? - prosiguió el hombre.
- No, fue ayer - corrigió el pequeño.
- Dos cuartos hacen un medio. No vale para nada. Es triste la condición de esa gente. Dile a tu madre que debiera avergonzarse. Y tú procura no ser un borracho, aunque mucho me temo que también lo serás. ¡Pobre chiquillo! Anda, vete.
El niño siguió su camino, guardando la gorra en la mano, por lo que el viento le agitaba el rubio cabello y se lo levantaba en largos mechones. Torció al llegar al extremo de la calle, y por un callejón bajó al río, donde su madre, de pies en el agua junto a la banqueta, golpeaba la pesada ropa con la pala. El agua bajaba en impetuosa corriente - pues habían abierto las esclusas del molino, - arrastrando las sábanas con tanta fuerza, que amenazaba llevarse banqueta y todo. A duras penas podía contenerla la mujer.
- ¡Por poco se me lleva a mí y todo! - dijo -. Gracias a que has venido, pues necesito reforzarme un poquitín. El agua está fría, y llevo ya seis horas aquí. ¿Me traes algo?
El muchacho sacó la botella, y su madre, aplicándosela a la boca, bebió un trago.
- ¡Ah, qué bien sienta! ¡Qué calorcito da! Es lo mismo que tomar un plato de comida caliente, y sale más barato. ¡Bebe, pequeño! Estás pálido, debes de tener frío con estas ropas tan delgadas; estamos ya en otoño. ¡Uf, qué fría está el agua! ¡Con tal que no caiga yo enferma! Pero no será. Dame otro trago, y bebe tú también, pero un sorbito solamente; no debes acostumbrarte, pobre hijito mío.
Y subió a la pasarela sobre la que estaba el pequeño y pasó a la orilla; el agua le manaba de la estera de junco que, para protegerse, llevaba atada alrededor del cuerpo, y le goteaba también de la falda.
- Trabajo tanto, que la sangre casi me sale por las uñas; pero no importa, con tal que pueda criarte bien y hacer de ti un hombre honrado, hijo mío.
En aquel momento se acercó otra mujer de más edad, pobre también, a juzgar por su porte y sus ropas. Cojeaba de una pierna, y una enorme greña postiza le colgaba encima de un ojo, con objeto de taparlo, pero sólo conseguía hacer más visible que era tuerta. Era amiga de la lavandera, y los vecinos la llamaban «la coja del rizo».
- Pobre, ¡cómo te fatigas, metida en esta agua tan fría! Necesitas tomar algo para entrar en calor; ¡y aún te reprochan que bebas unas gotas! -. Y le contó el discurso que el alcalde había dirigido a su hijo. La coja lo había oído, indignada de que al niño se le hablase así de su madre, censurándola por los traguitos que tomaba, cuando él se daba grandes banquetazos en el que el vino se iba por botellas enteras.
- Sirven vinos finos y fuertes - dijo -, y muchos beben más de lo que la sed les pide. Pero a eso no lo llaman beber. Ellos son gente de condición, y tú no vales para nada.
- ¡Conque esto te dijo, hijo mío! - balbuceó la mujer con labios temblorosos -. ¡Que tienes una madre que no vale nada! Tal vez tenga razón, pero no debió decírselo a la criatura. ¡Con lo que tuve que aguantar, en casa del alcalde!
- Serviste en ella, ¿verdad? cuando aún vivían sus padres; muchos años han pasado desde entonces. Muchas fanegas de sal han consumido, y les habrá dado mucha sed - y la coja soltó una risa amarga -. Hoy se da un gran convite en casa del alcalde; en realidad debieran haberlo suspendido, pero ya era tarde, y la comida estaba preparada. Hace una hora llegó una carta notificando que el más joven de los hermanos acaba de morir en Copenhague. Lo sé por el criado.
- ¡Ha muerto! - exclamó la lavandera, palideciendo.
- Sí - respondió la otra -. ¿Tan a pecho te lo tomas? Claro, lo conociste, pues servías en la casa.
- ¡Ha muerto! Era el mejor de los hombres. No van a Dios muchos como él - y las lágrimas le rodaban por las mejillas -. ¡Dios mío! Me da vueltas la cabeza. Debe ser que me he bebido la botella, y es demasiado para mí. ¡Me siento tan mal! - y se agarró a un vallado para no caerse.
- ¡Santo Dios, estás enferma, mujer! - dijo la coja -. Pero tal vez se te pase. ¡No, de verdad estás enferma! Lo mejor será que te acompañe a casa.
- Pero, ¿y la ropa?
- Déjala de mi cuenta. Cógete a mi brazo. El pequeño se quedará a guardar la ropa; luego yo volveré a terminar el trabajo; ya quedan pocas piezas.
La lavandera apenas podía sostenerse.
- Estuve demasiado tiempo en el agua fría. Desde la madrugada no había tomado nada, ni seco ni mojado. Tengo fiebre. ¡Oh, Jesús mío, ayúdame a llegar a casa! ¡Mi pobre hijito! - exclamó, prorrumpiendo a llorar.
Al niño se le saltaron también las lágrimas, y se quedó solo junto a la ropa mojada. Las dos mujeres se alejaron lentamente, la lavandera con paso inseguro. Remontaron el callejón, doblaron la esquina y, cuando pasaban por delante de la casa del alcalde, la enferma se desplomó en el suelo. Acudió gente.
La coja entró en la casa a pedir auxilio, y el alcalde y los invitados se asomaron a la ventana.
- ¡Otra vez la lavandera! - dijo -. Habrá bebido más de la cuenta; no vale para nada. Lástima por el chiquillo. Yo le tengo simpatía al pequeño; pero la madre no vale nada.
Reanimaron a la mujer y la llevaron a su mísera vivienda, donde la acostaron enseguida.
Su amiga corrió a prepararle una taza de cerveza caliente con mantequilla y azúcar; según ella, no había medicina como ésta. Luego se fue al lavadero, acabó de lavar la ropa, bastante mal por cierto, - pero hay que aceptar la buena voluntad - y, sin escurrirla, la guardó en el cesto.
Al anochecer se hallaba nuevamente a la cabecera de la enferma. En la cocina de la alcaldía le habían dado unas patatas asadas y una buena lonja de jamón, con lo que cenaron opíparamente el niño y la coja; la enferma se dio por satisfecha con el olor, y lo encontró muy nutritivo.
Acostóse el niño en la misma cama de su madre, atravesado en los pies y abrigado con una vieja alfombra toda zurcida y remendada con tiras rojas y azules.
La lavandera se encontraba un tanto mejorada; la cerveza caliente la había fortalecido, y el olor de la sabrosa cena le había hecho bien.
- ¡Gracias, buen alma! - dijo a la coja -. Te lo contaré todo cuando el pequeño duerma. Creo que está ya dormido. ¡Qué hermoso y dulce está con los ojos cerrados! No sabe lo que sufre su madre. ¡Quiera Dios Nuestro Señor que no haya de pasar nunca por estos trances! Cuando yo servía en casa del padre del alcalde, que era Consejero, regresó el más joven de los hijos, que entonces era estudiante. Yo era joven, alborotada y fogosa pero honrada, eso sí que puedo afirmarlo ante Dios - dijo la lavandera -. El mozo era alegre y animado, y muy bien parecido. Hasta la última gota de su sangre era honesta y buena. Jamás dio la tierra un hombre mejor. Era hijo de la casa, y yo sólo una criada, pero nos prometimos fidelidad, siempre dentro de la honradez. Un beso no es pecado cuando dos se quieren de verdad. Él lo confesó a su madre; para él representaba a Dios en la Tierra, y la señora era tan inteligente, tan tierna y amorosa. Antes de marcharse me puso en el dedo su anillo de oro. Cuando hubo partido, la señora me llamó a su cuarto. Me habló con seriedad, y no obstante con dulzura, como sólo el bondadoso Dios hubiera podido hacerlo, y me hizo ver la distancia que mediaba entre su hijo y yo, en inteligencia y educación. «Ahora él sólo ve lo bonita que eres, pero la hermosura se desvanece. Tú no has sido educada como él; no sois iguales en la inteligencia, y ahí está el obstáculo. Yo respeto a los pobres - prosiguió -; ante Dios muchos de ellos ocuparán un lugar superior al de los ricos, pero aquí en la Tierra no hay que desviarse del camino, si se quiere avanzar; de otro modo, volcará el coche, y los dos seréis víctimas de vuestro desatino. Sé que un buen hombre, un artesano, se interesa por ti; es el guantero Erich. Es viudo, no tiene hijos y se gana bien la vida. Piensa bien en esto». Cada una de sus palabras fue para mí una cuchillada en el corazón, pero la señora estaba en lo cierto, y esto me obligó a ceder. Le besé la mano llorando amargas lágrimas, y lloré aún mucho más cuando, encerrándome en mi cuarto, me eché sobre la cama. Fue una noche dolorosa; sólo Dios sabe lo que sufrí y luché. Al siguiente domingo acudí a la Sagrada Misa a pedir a Dios paz y luz para mi corazón. Y como si Él lo hubiera dispuesto, al salir de la iglesia me encontré con Erich, el guantero. Yo no dudaba ya; éramos de la misma clase y condición, y él gozaba incluso de una posición desahogada. Por eso fui a su encuentro y cogiéndole la mano, le dije: «¿Piensas todavía en mí?». «Sí, y mis pensamientos serán siempre para ti sola», me respondió. «¿Estás dispuesto a casarte con una muchacha que te estima y respeta, aunque no te ame? Pero quizás el amor venga más tarde». «¡Vendrá!», dijo él, y nos dimos las manos. Me volví yo a la casa de mi señora; llevaba pendiente del cuello, sobre el corazón, el anillo de oro que me había dado su hijo; de día no podía ponérmelo en el dedo, pero lo hice a la noche al acostarme, besándolo tan fuertemente que la sangre me salió de los labios. Después lo entregué a la señora, comunicándole que la próxima semana el guantero pedirla mi mano. La señora me estrechó entre sus brazos y me besó; no dijo que no valía para nada, aunque reconozco que entonces yo era mejor que ahora; pero ¡sabía tan poco del mundo y de sus infortunios! Nos casamos por la Candelaria, y el primer año lo pasamos bien; tuvimos un criado y una criada; tú serviste entonces en casa.
- ¡Oh, y qué buen ama fuiste entonces para mí! - exclamó la coja -. Nunca olvidaré lo bondadosos que fuisteis tú y tu marido. - Eran buenos tiempos aquellos... No tuvimos hijos por entonces. Al estudiante, no volví a verlo jamás. O, mejor dicho, sí, lo vi una vez, pero no él a mí. Vino al entierro de su madre. Lo vi junto a su tumba, blanco como yeso y muy triste, pero era por su madre. Cuando, más adelante, su padre murió, él estaba en el extranjero; no vino ni ha vuelto jamás a su ciudad natal. Nunca se casó, lo sé de cierto. Era abogado. De mí no se acordaba ya, y si me hubiese visto, difícilmente me habría reconocido. ¡Me he vuelto tan fea! Y es así como debe ser.
Luego le contó los días difíciles de prueba, en que se sucedieron las desgracias. Poseían quinientos florines, y en la calle había una casa en venta por doscientos, pero sólo sería rentable derribándola y construyendo una nueva. La compraron, y el presupuesto de los albañiles y carpinteros elevóse a mil veinte florines. Erich tenía crédito; le prestaron el dinero en Copenhague, pero el barco que lo traía naufragó, perdiéndose aquella suma en el naufragio.
- Fue entonces cuando nació este hijo mío, que ahora duerme aquí. A su padre le acometió una grave y larga enfermedad; durante nueve meses, tuve yo que vestirlo y desnudarlo. Las cosas marchaban cada vez peor; aumentaban las deudas, perdimos lo que nos quedaba, y mi marido murió. Yo me he matado trabajando, he luchado y sufrido por este hijo, he fregado escaleras y lavado ropa, basta o fina, pero Dios ha querido que llevase esta cruz. Él me redimirá y cuidará del pequeño.
Y se quedó dormida.
A la mañana sintióse más fuerte; pensó que podría reanudar el trabajo. Estaba de nuevo con los pies en el agua fría, cuando de repente le cogió un desmayo. Alargó convulsivamente la mano, dio un paso hacia la orilla y cayó, quedando con la cabeza en la orilla y los pies en el agua. La corriente se llevó los zuecos que calzaba con un manojo de paja en cada uno. Allí la encontró la coja del rizo cuando fue a traerle un poco de café.
Entretanto, el alcalde le había enviado recado a su casa para que acudiese a verlo cuanto antes, pues tenía algo que comunicarle. Pero llegó demasiado tarde. Fue un barbero para sangrarla, pero la mujer había muerto.
- ¡Se ha matado de una borrachera! - dijo el alcalde.
La carta que daba cuenta del fallecimiento del hermano contenía también copia del testamento, en el cual se legaban seiscientos florines a la viuda del guantero, que en otro tiempo sirviera en la casa de sus padres. Aquel dinero debería pagarse, contante y sonante, a la legataria o a su hijo.
- Algo hubo entre ellos - dijo el alcalde -. Menos mal que se ha marchado; toda la cantidad será para el hijo; lo confiaré a personas honradas, para que hagan de él un artesano bueno y capaz.
Dios dio su bendición a aquellas palabras.
El alcalde llamó al niño a su presencia, le prometió cuidar de él, y le dijo que era mejor que su madre hubiese muerto, pues no valía para nada.
Condujeron el cuerpo al cementerio, al cementerio de los pobres; la coja plantó un pequeño rosal sobre la tumba, mientras el muchachito permanecía de pie a su lado.
- ¡Madre mía! - dijo, deshecho en lágrimas -. ¿Es verdad que no valía para nada?
- ¡Oh, sí, valía! - exclamó la vieja, levantando los ojos al cielo.
- Hace muchos años que yo lo sabía, pero especialmente desde la noche última. Te digo que sí valía, y que lo mismo dirá Dios en el cielo. ¡No importa que el mundo siga afirmando que no valía para nada!.


PEGAOJOS

En todo el mundo no hay quien sepa tantos cuentos como Pegaojos. ¡Señor, los que sabe!
Al anochecer, cuando los niños están aún sentados a la mesa o en su escabel, viene un duende llamado Pegaojos; sube la escalera quedito, quedito, pues va descalzo, sólo en calcetines; abre las puertas sin hacer ruido y, ¡chitón!, vierte en los ojos de los pequeñuelos leche dulce, con cuidado, con cuidado, pero siempre bastante para que no puedan tener los ojos abiertos y, por tanto, verlo. Se desliza por detrás, les sopla levemente en la nuca y los hace quedar dormidos. Pero no les duele, pues Pegaojos es amigo de los niños; sólo quiere que se estén quietecitos, y para ello lo mejor es aguardar a que estén acostados. Deben estarse quietos y callados, para que él pueda contarles sus cuentos.
Cuando ya los niños están dormidos, Pegaojos se sienta en la cama. Va bien vestido; lleva un traje de seda, pero es imposible decir de qué color, pues tiene destellos verdes, rojos y azules, según como se vuelva. Y lleva dos paraguas, uno debajo de cada brazo.
Uno de estos paraguas está bordado con bellas imágenes, y lo abre sobre los niños buenos; entonces ellos durante toda la noche sueñan los cuentos más deliciosos; el otro no tiene estampas, y lo despliega sobre los niños traviesos, los cuales se duermen como marmotas y por la mañana se despiertan sin haber tenido ningún sueño.
Ahora veremos cómo Pegaojos visitó, todas las noches de una semana, a un muchachito que se llamaba Federico, para contarle sus cuentos. Son siete, pues siete son los días de la semana.


Lunes

* Atiende -dijo Pegaojos, cuando ya Federico estuvo acostado-, verás cómo arreglo todo esto.
Y todas las flores de las macetas se convirtieron en altos árboles, que extendieron las largas ramas por debajo del techo y por las paredes, de modo que toda la habitación parecía una maravillosa glorieta de follaje; las ramas estaban cuajadas de flores, y cada flor era más bella que una rosa y exhalaba un aroma delicioso; y si te daba por comerla, sabía más dulce que mermelada.
Había frutas que relucían como oro, y no faltaban pasteles llenos de pasas. ¡Un espectáculo inolvidable! Pero al mismo tiempo salían unas lamentaciones terribles del cajón de la mesa, que guardaba los libros escolares de Federico.
- ¿Qué pasa ahí? -inquirió Pegaojos, y, dirigiéndose a la mesa, abrió el cajón. Algo se agitaba en la pizarra, rascando y chirriando: era una cifra equivocada que se había deslizado en la operación de aritmética, y todo andaba revuelto, que no parecía sino que la pizarra iba a hacerse pedazos. El pizarrín todo era saltar y brincar atado a la cinta, como si fuese un perrillo ansioso de corregir la falta; mas no lo lograba. Pero lo peor era el cuaderno de escritura. ¡Qué de lamentos y quejas! Partían el alma. De arriba abajo, en cada página, se sucedían las letras mayúsculas, cada una con una minúscula al lado; servían de modelo, y a continuación venían unos garabatos que pretendían parecérseles y eran obra de Federico; estaban como caídas sobre las líneas que debían servirles para tenerse en pie.
- Mirad, os tenéis que poner así -decía la muestra-. ¿Veis? Así, inclinadas, con un trazo vigoroso.
- ¡Ay! ¡qué más quisiéramos nosotras! -gimoteaban las letras de Federico-. Pero no podemos; ¡somos tan raquíticas!
- Entonces os voy a dar un poco de aceite de hígado de bacalao -dijo Pegaojos.
- ¡Oh, no! -exclamaron las letras, y se enderezaron que era un primor.- Pues ahora no hay cuento -dijo el duende-. Ejercicio es lo que conviene a esas mocosuelas. ¡Un, dos, un, dos! -. Y siguió ejercitando a las letras, hasta que estuvieron esbeltas y perfectas como la propia muestra. Mas por la mañana, cuando Pegaojos se hubo marchado, Federico las miró y vio que seguían tan raquíticas como la víspera.


Martes

No bien estuvo Federico en la cama, Pegaojos, con su jeringa encarnada, roció los muebles de la habitación, y enseguida se pusieron a charlar todos a la vez, cada uno hablando de sí mismo. Sólo callaba la escupidera, que, muda en su rincón se indignaba al ver la vanidad de los otros, que no sabían pensar ni hablar más que de sus propias personas, sin ninguna consideración a ella, que se estaba tan modesta en su esquina, dejando que todo el mundo le escupiera.
Encima de la cómoda colgaba un gran cuadro en un marco dorado; representaba un paisaje, y en él se veían viejos y corpulentos árboles, y flores entre la hierba, y un gran río que fluía por el bosque, pasando ante muchos castillos para verterse, finalmente, en el mar encrespado.
Pegaojos tocó el cuadro con su jeringa mágica, y los pájaros empezaron a cantar; las ramas, a moverse, y las nubes, a desfilar, según podía verse por las sombras que proyectaban sobre el paisaje.
Entonces Pegaojos levantó a Federico hasta el nivel del marco y lo puso de pie sobre el cuadro, entre la alta hierba; y el sol le llegaba por entre el ramaje de los árboles. Echó a correr hacia el río y subió a una barquita; estaba pintada de blanco y encarnado, la vela brillaba como plata, y seis cisnes, todos con coronas de oro en torno al cuello y una radiante estrella azul en la cabeza, arrastraban la embarcación a lo largo de la verde selva; los árboles hablaban de bandidos y brujas, y las flores, de los lindos silfos enanos y de lo que les habían contado las mariposas.
Peces magníficos, de escamas de oro y plata, nadaban junto al bote, saltando de vez en cuando fuera del agua con un fuerte chapoteo, mientras innúmeras aves rojas y azules, grandes y chicas, lo seguían volando en largas filas, y los mosquitos danzaban, y los abejorros no paraban de zumbar: «¡Bum, bum!». Todos querían seguir a Federico, y todos tenían una historia que contarle.
¡Vaya excursioncita! Tan pronto el bosque era espeso y oscuro, como se abría en un maravilloso jardín, bañado de sol y cuajado de flores. Había vastos palacios de cristal y mármol con princesas en sus terrazas, y todas eran niñas a quienes Federico conocía y con las cuales había jugado. Todas le alargaban la mano y le ofrecían pastelillos de mazapán, mucho mejores que los que vendía la mujer de los pasteles. Federico agarraba el dulce por un extremo, pero la princesa no lo soltaba del otro, y así, al avanzar la barquita se quedaban cada uno con una parte: ella, la más pequeña; Federico, la mayor. Y en cada palacio había príncipes de centinela que, sables al hombro, repartían pasas y soldaditos de plomo.
¡Bien se veía que eran príncipes de veras!
El barquito navegaba ora por entre el bosque, ora a través de espaciosos salones o por el centro de una ciudad; y pasó también por la ciudad de su nodriza, la que lo había llevado en brazos cuando él era muy pequeñín y lo había querido tanto; y he aquí que la buena mujer le hizo señas con la cabeza y le cantó aquella bonita canción que había compuesto y enviado a Federico:
¡Cuánto te recuerdo, mi niño querido,
Mi dulce Federico, jamás te olvido!
Besé mil veces tu boquita sonriente,
Tus párpados suaves y tu blanca frente.
Oí de tus labios la palabra primera
Y hube de separarme de tu vera.
¡Bendígate Dios en toda ocasión,
Ángel que llevé contra mi corazón!
Y todas las avecillas le hacían coro, y las flores bailaban sobre sus peciolos, y los viejos árboles inclinaban, complacidos, las copas, como si también a ellos les contase historias Pegaojos.


PULGARCITA

Érase una mujer que anhelaba tener un niño, pero no sabía dónde irlo a buscar. Al fin se decidió a acudir a una vieja bruja y le dijo:
- Me gustaría mucho tener un niño; dime cómo lo he de hacer.
- Sí, será muy fácil -respondió la bruja-. Ahí tienes un grano de cebada; no es como la que crece en el campo del labriego, ni la que comen los pollos. Plántalo en una maceta y verás maravillas.
- Muchas gracias -dijo la mujer; dio doce sueldos a la vieja y se volvió a casa; sembró el grano de cebada, y brotó enseguida una flor grande y espléndida, parecida a un tulipán, sólo que tenía los pétalos apretadamente cerrados, cual si fuese todavía un capullo.
- ¡Qué flor tan bonita! -exclamó la mujer, y besó aquellos pétalos rojos y amarillos; y en el mismo momento en que los tocaron sus labios, abrióse la flor con un chasquido. Era en efecto, un tulipán, a juzgar por su aspecto, pero en el centro del cáliz, sentada sobre los verdes estambres, veíase una niña pequeñísima, linda y gentil, no más larga que un dedo pulgar; por eso la llamaron Pulgarcita.
Le dio por cuna una preciosa cáscara de nuez, muy bien barnizada; azules hojuelas de violeta fueron su colchón, y un pétalo de rosa, el cubrecama. Allí dormía de noche, y de día jugaba sobre la mesa, en la cual la mujer había puesto un plato ceñido con una gran corona de flores, cuyos peciolos estaban sumergidos en agua; una hoja de tulipán flotaba a modo de barquilla, en la que Pulgarcita podía navegar de un borde al otro del plato, usando como remos dos blancas crines de caballo. Era una maravilla. Y sabía cantar, además, con voz tan dulce y delicada como jamás se haya oído.
Una noche, mientras la pequeñuela dormía en su camita, presentóse un sapo, que saltó por un cristal roto de la ventana. Era feo, gordote y viscoso; y vino a saltar sobre la mesa donde Pulgarcita dormía bajo su rojo pétalo de rosa.
«¡Sería una bonita mujer para mi hijo!», dijose el sapo, y, cargando con la cáscara de nuez en que dormía la niña, saltó al jardín por el mismo cristal roto.
Cruzaba el jardín un arroyo, ancho y de orillas pantanosas; un verdadero cenagal, y allí vivía el sapo con su hijo. ¡Uf!, ¡y qué feo y asqueroso era el bicho! ¡igual que su padre! «Croak, croak, brekkerekekex! », fue todo lo que supo decir cuando vio a la niñita en la cáscara de nuez.
- Habla más quedo, no vayas a despertarla -le advirtió el viejo sapo-. Aún se nos podría escapar, pues es ligera como un plumón de cisne. La pondremos sobre un pétalo de nenúfar en medio del arroyo; allí estará como en una isla, ligera y menudita como es, y no podrá huir mientras nosotros arreglamos la sala que ha de ser vuestra habitación debajo del cenagal.
Crecían en medio del río muchos nenúfares, de anchas hojas verdes, que parecían nadar en la superficie del agua; el más grande de todos era también el más alejado, y éste eligió el viejo sapo para depositar encima la cáscara de nuez con Pulgarcita.
Cuando se hizo de día despertó la pequeña, y al ver donde se encontraba prorrumpió a llorar amargamente, pues por todas partes el agua rodeaba la gran hoja verde y no había modo de ganar tierra firme.
Mientras tanto, el viejo sapo, allá en el fondo del pantano, arreglaba su habitación con juncos y flores amarillas; había que adornarla muy bien para la nuera. Cuando hubo terminado nadó con su feo hijo hacia la hoja en que se hallaba Pulgarcita. Querían trasladar su lindo lecho a la cámara nupcial, antes de que la novia entrara en ella. El viejo sapo, inclinándose profundamente en el agua, dijo:
- Aquí te presento a mi hijo; será tu marido, y viviréis muy felices en el cenagal.
- ¡Coax, coax, brekkerekekex! -fue todo lo que supo añadir el hijo. Cogieron la graciosa camita y echaron a nadar con ella; Pulgarcita se quedó sola en la hoja, llorando, pues no podía avenirse a vivir con aquel repugnante sapo ni a aceptar por marido a su hijo, tan feo.
Los pececillos que nadaban por allí habían visto al sapo y oído sus palabras, y asomaban las cabezas, llenos de curiosidad por conocer a la pequeña. Al verla tan hermosa, les dio lástima y les dolió que hubiese de vivir entre el lodo, en compañía del horrible sapo. ¡Había que impedirlo a toda costal Se reunieron todos en el agua, alrededor del verde tallo que sostenía la hoja, lo cortaron con los dientes y la hoja salió flotando río abajo, llevándose a Pulgarcita fuera del alcance del sapo.
En su barquilla, Pulgarcita pasó por delante de muchas ciudades, y los pajaritos, al verla desde sus zarzas, cantaban: «¡Qué niña más preciosa!». Y la hoja seguía su rumbo sin detenerse, y así salió Pulgarcita de las fronteras del país.
Una bonita mariposa blanca, que andaba revoloteando por aquellos contornos, vino a pararse sobre la hoja, pues le había gustado Pulgarcita. Ésta se sentía ahora muy contenta, libre ya del sapo; por otra parte, ¡era tan bello el paisaje! El sol enviaba sus rayos al río, cuyas aguas refulgían como oro purísimo. La niña se desató el cinturón, ató un extremo en torno a la mariposa y el otro a la hoja; y así la barquilla avanzaba mucho más rápida.
Más he aquí que pasó volando un gran abejorro, y, al verla, rodeó con sus garras su esbelto cuerpecito y fue a depositarlo en un árbol, mientras la hoja de nenúfar seguía flotando a merced de la corriente, remolcada por la mariposa, que no podía soltarse.
¡Qué susto el de la pobre Pulgarcita, cuando el abejorro se la llevó volando hacia el árbol! Lo que más la apenaba era la linda mariposa blanca atada al pétalo, pues si no lograba soltarse moriría de hambre. Al abejorro, en cambio, le tenía aquello sin cuidado. Posóse con su carga en la hoja más grande y verde del árbol, regaló a la niña con el dulce néctar de las flores y le dijo que era muy bonita, aunque en nada se parecía a un abejorro. Más tarde llegaron los demás compañeros que habitaban en el árbol; todos querían verla. Y la estuvieron contemplando, y las damitas abejorras exclamaron, arrugando las antenas.


SOPA DE PALILLO DE MORCILLA

1. Sopa de palillo de morcilla

* ¡Vaya comida la de ayer! - comentaba una vieja dama de la familia ratonil dirigiéndose a otra que no había participado en el banquete -. Yo ocupé el puesto vigésimo-primero empezando a contar por el anciano rey de los ratones, lo cual no es poco honor. En cuanto a los platos, puedo asegurarte que el menú fue estupendo. Pan enmohecido, corteza de tocino, vela de sebo y morcilla; y luego repetimos de todo.
Fue como si comiéramos dos veces. Todo el mundo estaba de buen humor, y se contaron muchos chistes y ocurrencias, como se hace en las familias bien avenidas. No quedó ni pizca de nada, aparte los palillos de las morcillas, y por eso dieron tema a la conversación. Imagínate que hubo quien afirmó que podía prepararse sopa con un palillo de morcilla. Desde luego que todos conocíamos esta sopa de oídas, como también la de guijarros, pero nadie la había probado, y mucho menos preparado. Se pronunció un brindis muy ingenioso en honor de su inventor, diciendo que merecía ser el rey de los pobres. ¿Verdad que es una buena ocurrencia? El viejo rey se levantó y prometió elevar al rango de esposa y reina a la doncella del mundo ratonil que mejor supiese condimentar la sopa en cuestión. El plazo quedó señalado para dentro de un año.
- ¡No estaría mal! - opinó la otra rata -. Pero, ¿cómo se prepara la sopa?
- Eso es, ¿cómo se prepara? - preguntaron todas las damas ratoniles, viejas y jóvenes. Todas habrían querido ser reinas, pero ninguna se sentía con ánimos de afrontar las penalidades de un viaje al extranjero para aprender la receta, y, sin embargo, era imprescindible. Abandonar a su familia y los escondrijos familiares no está al alcance de cualquiera. En el extranjero no todos los días se encuentra corteza de queso y de tocino; uno se expone a pasar hambre, sin hablar del peligro de que se te meriende un gato.
Estas ideas fueron seguramente las que disuadieron a la mayoría de partir en busca de la receta. Sólo cuatro ratitas jóvenes y alegres, pero de casa humilde, se decidieron a emprender el viaje.
Irían a los cuatro extremos del mundo, a probar quién tenía mejor suerte. Cada una se procuró un palillo de morcilla, para no olvidarse del objeto de su expedición; sería su báculo de caminante.
Iniciaron el viaje el primero de mayo, y regresaron en la misma fecha del año siguiente. Pero sólo volvieron tres; de la cuarta nada se sabía, no había dado noticias de sí, y había llegado ya el día de la prueba.
- ¡No puede haber dicha completa! - dijo el rey de los ratones; y dio orden de que se invitase a todos los que residían a muchas millas a la redonda. Como lugar de reunión se fijó la cocina. Las tres ratitas expedicionarias se situaron en grupo aparte; para la cuarta, ausente, se dispuso un palillo de morcilla envuelto en crespón negro. Nadie debía expresar su opinión hasta que las tres hubiesen hablado y el Rey dispuesto lo que procedía.
Vamos a ver lo que ocurrió.


2. De lo que había visto y aprendido la primera ratita en el curso de su viaje

- Cuando salí por esos mundos de Dios - dijo la viajera - iba creída, como tantas de mi edad, que llevaba en mí toda la ciencia del universo. ¡Qué ilusión! Hace falta un buen año, y algún día de propina, para aprender todo lo que es menester. Yo me fui al mar y embarqué en un buque que puso rumbo Norte. Me habían dicho que en el mar conviene que el cocinero sepa cómo salir de apuros; pero no es cosa fácil, cuando todo está atiborrado de hojas de tocino, toneladas de cecina y harina enmohecida. Se vive a cuerpo de rey, pero de preparar la famosa sopa ni hablar. Navegamos durante muchos días y noches; a veces el barco se balanceaba peligrosamente, v otras las olas saltaban sobre la borda y nos calaban hasta los huesos. Cuando al fin llegamos a puerto, abandoné el buque; estábamos muy al Norte.
Produce una rara sensación eso de marcharse de los escondrijos donde hemos nacido, embarcar en un buque que viene a ser como un nuevo escondrijo, y luego, de repente, hallarte a centenares de millas y en un país desconocido. Había allí bosques impenetrables de pinos y abedules, que despedían un olor intenso, desagradable para mis narices. De las hierbas silvestres se desprendía un aroma tan fuerte, que hacía estornudar y pensar en morcillas, quieras que no. Había grandes lagos, cuyas aguas parecían clarísimas miradas desde la orilla, pero que vistas desde cierta distancia eran negras como tinta. Blancos cisnes nadaban en ellos; al principio los tomé por espuma, tal era la suavidad con que se movían en la superficie; pero después los vi volar y andar; sólo entonces me di cuenta de lo que eran. Por cierto que cuando andan no pueden negar su parentesco con los gansos. Yo me junté a los de mi especie, los ratones de bosque y de campo, que, por lo demás, son de una ignorancia espantosa, especialmente en lo que a economía doméstica se refiere; y, sin embargo, éste era el objeto de mi viaje. El que fuera posible hacer sopa con palillos de morcilla resultó para ellos una idea tan inaudita, que la noticia se esparció por el bosque como un reguero de pólvora; pero todos coincidieron en que el problema no tenía solución. Jamás hubiera yo pensado que precisamente allí, y aquella misma noche, tuviese que ser iniciada en la preparación del plato. Era el solsticio de verano; por eso, decían, el bosque exhalaba aquel olor tan intenso, y eran tan aromáticas las hierbas, los lagos tan límpidos, y, no obstante, tan oscuros, con los blancos cisnes en su superficie. A la orilla del bosque, entre tres o cuatro casas, habían clavado una percha tan alta como un mástil, y de su cima colgaban guirnaldas y cintas: era el árbol de mayo. Muchachas y mozos bailaban a su alrededor, y rivalizaban en quién cantaría mejor al son del violín del músico. La fiesta duró toda la noche, desde la puesta del sol, a la luz de la Luna llena, tan intensa casi como la luz del día, pero yo no tomé parte. ¿De qué le vendría a un ratoncito participar en un baile en el bosque? Permanecí muy quietecita en el blando musgo, sosteniendo muy prieto mi palillo. La luna iluminaba principalmente un lugar en el que crecía un árbol recubierto de musgo, tan fino, que me atrevo a sostener que rivalizaba con la piel de nuestro rey, sólo que era verde, para recreo de los ojos.
De pronto llegaron, a paso de marcha, unos lindísimos y diminutos personajes, que apenas pasaban de mi rodilla; parecían seres humanos, pero mejor proporcionados. Llamábanse elfos y llevaban vestidos primorosos, confeccionados con pétalos de flores, con adornos de alas de moscas y mosquitos, todos de muy buen ver. Parecía como si anduviesen buscando algo, no sabía yo qué, hasta que algunos se me acercaron. El más distinguido señaló hacia mi palillo y dijo:
«¡Uno así es lo que necesitamos! ¡Qué bien tallado! ¡Es espléndido!», y contemplaba mi palillo con verdadero arrobo.
«Os lo prestaré, pero tenéis que devolvérmelo», les dije.
«¡Te lo devolveremos!», respondieron a la una; lo cogieron y saltando y brincando, se dirigieron al lugar donde el musgo era más fino, y clavaron el palillo en el suelo. Querían también tener su árbol de mayo, y aquél resultaba como hecho a medida. Lo limpiaron y acicalaron; ¡parecía nuevo!.
Unas arañitas tendieron a su alrededor hilos de oro y lo adornaron con ondeantes velos y banderitas, tan sutilmente tejidos y de tal inmaculada blancura a los rayos lunares, que me dolían los ojos al mirarlos. Tomaron colores de las alas de la mariposa, y los espolvorearon sobre las telarañas, que quedaron cubiertas como de flores y diamantes maravillosos, tanto, que yo no reconocía ya mi palillo de morcilla. En todo el mundo no se habrá visto un árbol de mayo como aquél. Y sólo entonces se presentó la verdadera sociedad de los elfos; iban completamente desnudos, y aquello era lo mejor de todo. Me invitaron a asistir a la fiesta, aunque desde cierta distancia, porque yo era demasiado grandota.
Empezó la música. Era como si sonasen millares de campanitas de cristal, con sonido lleno y fuerte; creí que eran cisnes los que cantaban, y parecióme distinguir también las voces del cuclillo y del tordo. Finalmente, fue como si el bosque entero se sumase al concierto; era un conjunto de voces infantiles, sonido de campanas y canto de pájaros. Cantaban melodías bellísimas, y todos aquellos sones salían del árbol de mayo de los elfos. Era un verdadero concierto de campanillas y, sin embargo, allí no había nada más que mi palillo de morcilla. Nunca hubiera creído que pudiesen encerrarse en él tantas cosas; pero todo depende de las manos a que va uno a parar. Me emocioné de veras; lloré de pura alegría, como sólo un ratoncillo es capaz de llorar.
La noche resultó demasiado corta, pero allí arriba, y en este tiempo, el sol madruga mucho. Al alba se levantó una ligera brisa; rizóse la superficie del agua de los lagos, y todos los delicados y ondeantes velos y banderas volaron por los aires. Las balanceantes glorietas de tela de araña, los puentes colgantes y balaustradas, o como quiera que se llamen, tendidos de hoja a hoja, quedaron reducidos a la nada. Seis ellos volvieron a traerme el palillo y me preguntaron si tenía yo algún deseo que pudieran satisfacer. Entonces les pedí que me explicasen la manera de preparar la sopa de palillo de morcilla.
«Ya habrás visto cómo hacemos las cosas - dijo el más distinguido, riéndose -. ¿A que apenas reconocías tu palillo?».
«¡La verdad es que sois muy listos!», respondí, y a continuación les expliqué, sin más preámbulos, el objeto de mi viaje y lo que en mi tierra esperaban de él.
«¿Qué saldrán ganando el rey de los ratones y todo nuestro poderoso imperio - dije - con que yo haya presenciado estas maravillas? No podré reproducirlas sacudiendo el palillo y decir: Ved, ahí está la maderita, ahora vendrá la sopa. Y aunque pudiera, sería un espectáculo bueno para la sobremesa, cuando la gente está ya harta».
Entonces el elfo introdujo sus minúsculos dedos en el cáliz de una morada violeta y me dijo:
«Fíjate; froto tu varita mágica. Cuando estés de vuelta a tu país y en el palacio de tu rey, toca con la vara el pecho cálido del Rey. Brotarán violetas y se enroscarán a lo largo de todo el palo, aunque sea en lo más riguroso del invierno. Así tendrás en tu país un recuerdo nuestro y aún algo más por añadidura».
Pero antes de dar cuenta de lo que era aquel «algo más», la ratita tocó con el palillo el pecho del Rey, y, efectivamente, brotó un espléndido ramillete de flores, tan deliciosamente olorosas, que el Soberano ordenó a los ratones que estaban más cerca del fuego, que metiesen en él sus rabos para provocar cierto olor a chamusquina, pues el de las violetas resultaba irresistible. No era éste precisamente el perfume preferido de la especie ratonil.
- Pero, ¿qué hay de ese «algo más» que mencionaste? - preguntó el rey de los ratones.
- Ahora viene lo que pudiéramos llamar el efecto principal - respondió la ratita - y haciendo girar el palillo, desaparecieron todas las flores y quedó la varilla desnuda, que entonces se empezó a mover a guisa de batuta.
«Las violetas son para el olfato, la vista y el tacto - dijo el elfo -; pero tendremos que darte también algo para el oído y el gusto».
Y la ratita se puso a marcar el compás, y empezó a oírse una música, pero no como la que había sonado en la fiesta de los elfos del bosque, sino como la que se suele oír en las cocinas. ¡Uf, qué barullo! Y todo vino de repente; era como si el viento silbara por las chimeneas; cocían cazos y pucheros, la badila aporreaba los calderos de latón, y de pronto todo quedó en silencio. Oyóse el canto del puchero cuando hierve, tan extraño, que uno no sabía si iba a cesar o si sólo empezaba. Y hervía la olla pequeña, y hervía la grande, ninguna se preocupaba de la otra, como si cada cual estuviese distraída con sus pensamientos. La ratita seguía agitando la batuta con fuerza creciente, las ollas espumeaban, borboteaban, rebosaban, bufaba el viento, silbaba chimenea. ¡Señor, la cosa se puso tan terrible, que la propia ratita perdió el palo!
- ¡Vaya receta complicada! - exclamó el rey -. ¿Tardará mucho en estar preparada la sopa?
- Eso fue todo - respondió la ratita con una reverencia.
- ¿Todo? En este caso, oigamos lo que tiene que decirnos la segunda - dijo el rey.

3. De lo que contó la otra ratita

- Nací en la biblioteca del castillo - comenzó la segunda ratita -. Ni yo ni otros varios miembros de mi familia tuvimos jamás la suerte de entrar en un comedor, y no digamos ya en una despensa. Sólo al partir, y hoy nuevamente, he visto una cocina. En la biblioteca pasábamos hambre, y eso muy a menudo, pero en cambio adquirimos no pocos conocimientos. Llegónos el rumor de la recompensa ofrecida por la preparación de una sopa de palillos de morcilla, y ante la noticia, mi vieja abuela sacó un manuscrito. No es que supiera leer, pero había oído a alguien leerlo en voz alta, y le había chocado esta observación: «Cuando se es poeta, se sabe preparar sopa con palillos de morcilla». Me preguntó si yo era poetisa; díjele yo que ni por asomo, y entonces ella me aconsejó que procurase llegar a serlo. Me informé de lo que hacía falta para ello, pues descubrirlo por mis propios medios se me antojaba tan difícil como guisar la sopa. Pero mi abuela había asistido a muchas conferencias, y enseguida me respondió que se necesitaban tres condiciones: inteligencia, fantasía y sentimiento. «Si logras hacerte con estas tres cosas - añadió - serás poetisa y saldrás adelante con tu palillo de morcilla». Así, me lancé por esos mundos hacia Poniente, para llegar a ser poetisa.
La inteligencia, bien lo sabía, es lo principal para todas las cosas: las otras dos condiciones no gozan de tanto prestigio; por eso fui, ante todo, en busca de ella. Pero, ¿dónde habita? Ve a las hormigas y serás sabio; así dijo un día un gran rey de los judíos. Lo sabía también por la biblioteca, y ya no descansé hasta que hube encontrado un gran nido de hormigas. Me puse al acecho, dispuesta a adquirir la sabiduría.


TÍA DOLOR DE MUELAS

¿Qué de dónde hemos sacado esta historia? ¿Quieres saberlo?
Pues la hemos sacado del barril que contiene el papel viejo.
Más de un libro bueno y raro ha ido a parar a la mantequería y a la abacería, no precisamente para ser leído, sino como articulo utilitario. Lo emplean para liar cucuruchos de almidón y café o para envolver arenques, mantequilla y queso. Las hojas escritas son también útiles.
Y a menudo ocurre que va a parar al cubo lo que no debiera.
Conozco a un dependiente de una verdulería, hijo de un mantequero; ascendió de la bodega a la planta baja; es hombre muy leído, con cultura de bolsas de abacería, tanto impresas como manuscritas. Posee una interesante colección, de la que forman parte notables documentos extraídos de la papelera de tal o cual funcionario demasiado ocupado y distraído; cartas confidenciales de un amigo a la amiga; comunicaciones escandalosas que no debieran circular ni ser comentadas por nadie. Es una especie de estación de salvamento para una parte no despreciable de la literatura, y su campo de acción es muy amplio, pues dispone de la tienda de sus padres y de la del dueño, donde ha salvado más de un libro, u hojas de él, que bien merecían ser leídas y releídas.
Me enseñó su colección de cosas impresas y manuscritas sacadas del cubo, la mayoría de ellas de la mantequería. Había allí varias hojas de un cuaderno relativamente abultado, del que me llamó la atención el carácter de letra, muy cuidado y claro.
- Lo escribió un estudiante -me dijo-. Un estudiante que vivía enfrente y que murió hace un mes. Padecía mucho de dolor de muelas, por lo que aquí se ve. ¡Es muy divertida su lectura! Esto es sólo una pequeña parte de lo que escribió, pues había todo un libro y aún algo más. Por él, mis padres dieron a la patrona del estudiante media libra de jabón verde. Esto es todo lo que pude salvar.
Se lo pedí prestado, lo leí y ahora voy a contarlo. El título era:
Tía Dolor de Muelas
De niño, mi tía me regalaba golosinas. Mis dientes resistieron, sin estropearse. Ahora soy mayor, soy ya estudiante, y ella sigue regalándome con dulces; soy poeta, dice.
Cierto que hay algo de poeta en mí, pero no lo bastante. A menudo, yendo por las calles de la ciudad, me parece como si anduviese por el interior de una gran biblioteca; las casas son las estanterías de los libros, y cada piso es un anaquel. Aquí hay una historia cotidiana, allá una buena comedia u obras científicas de todas las ramas, acullá literatura, buena o de pacotilla. Y puedo fantasear y filosofar sobre todos esos libros.
Hay algo de poeta en mí, pero no lo bastante. Muchas personas tienen de ello tanto como yo, y, sin embargo, no ostentan ningún escudo ni collar con el título de poeta.
Para ellos y para mí es un don de Dios, una gracia concedida, bastante para uno mismo, pero demasiado pequeña para que merezca ser comunicada a los demás. Viene como un rayo de sol, llena el alma y el pensamiento; viene como aroma de flores, como una melodía que uno conoce sin acertar a recordar de dónde procede.
Una noche, hace poco, en mi habitación, sentía ganas de leer, pero no tenía ningún libro; y he aquí que de pronto cayó del tilo una hoja verde y tierna. Un soplo de aire la introdujo en mi cuarto.
Contemplé sus numerosas y ramificadas nervaduras; por su superficie se movía un gusanillo, como interesado en estudiar la hoja a conciencia. Aquello me hizo pensar en la ciencia humana. También nosotros nos arrastramos sobre la superficie de una hoja, no conocemos otra cosa, y en seguida nos sentimos con ánimos para pronunciar una conferencia acerca del árbol entero, con su raíz, tronco y copa, el gran árbol: Dios, el mundo y la inmortalidad. Y, sin embargo, de todo ello no conocemos sino una hoja.
Mientras estaba así ocupado, recibí la visita de tía Mille. Le enseñé la hoja con el gusano, le comuniqué mis pensamientos y vi que sus ojos brillaban.
- ¡Eres un poeta! -exclamó-. ¡Quizás el más grande que tenemos! ¡Qué contenta bajaría a la tumba, si yo pudiera verlo! Desde el entierro del cervecero Rasmussen, me has estado asombrando con tu poderosa imaginación.
Así dijo tía Mille, y me besó.
¿Quién era tía Mille y quién el cervecero Rasmussen?
Cuando éramos niños, llamábamos tía a la que lo era de nuestra madre; no la conocíamos por otro nombre.
Nos regalaba confituras y azúcar, a pesar del peligro que suponían para nuestros dientes; pero, como ella decía, los pequeños eran su debilidad. Habría sido cruel privarlos de aquel poquitín de golosinas que tanto les gustaban.
Por eso queríamos tanto a nuestra tía.
Era una vieja solterona. Siempre la conocí vieja. Se había plantado en una misma edad.
Había sufrido mucho de dolor de muelas, y hablaba constantemente de ello; por eso su amigo el cervecero Rasmussen, hombre muy chistoso, la llamaba Tía Dolor de Muelas.
Éste hacia varios años que había dejado el negocio, para vivir de sus rentas; frecuentaba la casa de la tía y era más viejo que ella. No le quedaba ni un diente, aparte dos o tres negros raigones.
De joven había comido mucho azúcar, nos decía; por eso se veía de aquel modo.
Por lo visto, tía nunca debió de haber comido azúcar de pequeña, pues tenía unos dientes magníficos y blanquísimos.
Los cuidaba bien, por otra parte; nunca se iba a dormir con ellos, decía el cervecero Rasmussen.
Los niños sabían que aquello era pura malicia, pero tía afirmaba que lo decía sin mala intención.
Una mañana, a la hora del desayuno, contó un sueño desagradable que había tenido por la noche: que se le había caído un diente.
- Esto significa -dijo- que perderé un buen amigo o una buena amiga.
- Si el diente era postizo -observó el cervecero con una sonrisa burlona-, tal vez sea un falso amigo.
- ¡Es usted un viejo grosero! -replicó tía, enfadada como nunca la he visto.
Posteriormente dijo que había sido una broma de su viejo amigo, quien, a su juicio, era el hombre más noble de la Tierra, y que cuando muriese sería un angelito de Dios en el cielo.
Aquella presunta transformación me dio mucho que pensar. ¿Podría reconocerlo bajo su nueva figura?
De joven había pretendido a mi tía. Ella se lo pensó demasiado tiempo, permaneció indecisa y se quedó soltera, pero siempre fue para él una fiel amiga.
Luego murió el cervecero Rasmussen.
Lo llevaron a la tumba en el coche fúnebre más caro, y hubo nutrido acompañamiento; incluso personajes condecorados y en uniforme.
Tía presenció la comitiva desde la ventana, vestida de luto, rodeada de todos nosotros, sin que faltase mi hermanito menor, traído por la cigüeña una semana antes.
Cuando hubieron desfilado la carroza fúnebre y el séquito, y la calle quedó desierta, tía quiso marcharse, pero yo me opuse; aguardaba al ángel, el cervecero Rasmussen. Estaría convertido en un angelillo alado y no podía dejar de aparecérsenos.
- ¡Tía! -dije-, ¿no crees que va a venir? ¿O que cuando la cigüeña nos traiga otro hermanito será el cervecero Rasmussen?
Tía quedó anonadada ante mi fantasía, y exclamó: «¡Este niño será un gran poeta!». Y lo estuvo repitiendo durante todos mis años escolares aun después de mi confirmación y cuando era ya estudiante.
Fue y sigue siendo para mí la amiga que más simpatiza con el dolor poético y el dolor de muelas. Yo sufro accesos de uno y otro.
- Anota todos tus pensamientos -decía- y guárdalos en el cajón de la mesa; así lo hacía Jean-Paul. Llegó a ser un gran poeta, del cual recuerdo muy poca cosa, lo confieso; no es bastante interesante. Tú debes ser interesante. ¡Y lo serás!
La noche que siguió a aquella conversación me la pasé dominado por el anhelo y el tormento, el afán y la ilusión de ser el gran poeta que mi tía veía y adivinaba en mí. Pero existe un dolor peor que aquél: el dolor de muelas. Éste me atormentaba; me convirtió en un gusano que me retorcía entre vejigatorios y cataplasmas.
- ¡Yo sé lo que es eso! -decía la tía; y su boca dibujaba una triste sonrisa. ¡Cómo brillaban sus dientes!
Pero debo empezar un nuevo capítulo de la historia de mi tía.

Llevaba un mes en una nueva casa. Un día hablaba de ello con mi tía.
- Es una familia muy tranquila. No se preocupan de mí ni cuando llamo tres veces. Enfrente hay un barullo infernal, con los ruidos del viento y de la gente. Vivo exactamente encima del portal; cada coche que entra o sale hace mover los cuadros de las paredes. Tiembla toda la casa, como en un terremoto. Desde la cama siento la vibración en todo el cuerpo, pero supongo que esto fortifica los nervios. Cada vez que hay tormenta - ¡y cuidado que aquí son frecuentes!, - los ganchos de las ventanas oscilan y golpean contra las paredes. A cada ráfaga suena la campanilla de la puerta del patio vecino.
Nuestros inquilinos regresan a casa a gotas, ya anochecido o muy avanzada la noche. El que reside encima de mi cuarto, que durante el día da lecciones de trombón, es el que vuelve más tarde y antes de acostarse se da un paseíto por la habitación, con paso recio y botas claveteadas.
No hay doble ventana, y sí en cambio un cristal roto, sobre el cual la patrona ha pegado un papel. El viento sopla por la raja, con notas comparables a las del zumbido del tábano. Es mi canción de cuna. Y si llego a dormirme, no tarda en despertarme el canto del gallo. Los pollos y gallinas del gallinero del tendero del sótano me anuncian que pronto será día. Los caballitos que, a falta de establo, están atados en el cuartucho de debajo la escalera, no paran de cocear contra la puerta y el panel para desentumecerse.
En cuanto alborea, el portero, que duerme con su familia en la buhardilla, baja las escaleras con gran ruido: matraquean sus abarcas, sus portazos hacen temblar la casa, y una vez pasado el temporal el inquilino de arriba empieza con su gimnasia, levantando con cada mano una bola de hierro que no puede sostener, por lo que se le cae una vez y otra, mientras la chiquillería de la casa, que debe ir a la escuela, se precipita por las escaleras saltando y gritando. Yo me voy a la ventana, la abro para que entre aire puro, y me doy por satisfecho cuando puedo obtenerlo, cosa que sólo sucede cuando la solterona del piso trasero no está lavando guantes con agua de lejía, pues tal es su oficio. Aparte esto, es una casa estupenda, y la familia es muy tranquila.
Éste fue el relato que hice a mi tía acerca de mi pensión. Claro que le di algo más de vivacidad, pues la exposición oral tiene siempre acentos más vivos y amenos que la escrita.
- ¡Eres un poeta! -exclamó mi tía-. Pon esta descripción por escrito, eres tan bueno como Dickens. ¡Y mucho más interesante! Pintas, cuando hablas. Describes tu casa tan bien, que me parece verla. ¡Me entran escalofríos! No te quedes ahí: ponle algo vivo, personas, personas que conmuevan, de preferencia desgraciados.
Y, efectivamente, trasladé al papel la descripción de la casa tal como era, ruidosa y alborotada, pero sólo conmigo en ella, sin acción. Ésta vendrá después.


TIENE QUE HABER DIFERENCIAS

Era el mes de mayo. Soplaba aún un viento fresco, pero la primavera había llegado; así lo proclamaban las plantas y los árboles, el campo y el prado. Era una orgía de flores, que se esparcían hasta por debajo de los verdes setos; y justamente allí la primavera llevaba a cabo su obra, manifestándose desde un diminuto manzano del que había brotado una única ramita, pero fresca y lozana, y cuajada toda ella de yemas color de rosa a punto de abrirse. Bien sabía la ramita lo hermosa que era, pues eso está en la hoja como en la sangre; por eso no se sorprendió cuando un coche magnífico se detuvo en el camino frente a ella, y la joven condesa que lo ocupaba dijo que aquella rama de manzano era lo más encantador que pudiera soñarse; era la primavera misma en su manifestación más delicada. Y quebraron la rama, que la damita cogió con la mano y resguardó bajo su sombrilla de seda. Continuaron luego hacia palacio, aquel palacio de altos salones y espléndidos aposentos; sutiles cortinas blancas aleteaban en las abiertas ventanas, y maravillosas flores lucían en jarros opalinos y transparentes; en uno de ellos - habríase dicho fabricado de nieve recién caída - colocaron la ramita del manzano entre otras de haya, tiernas y de un verde claro. Daba alegría mirarla.
A la ramita se le subieron los humos a la cabeza; ¡es tan humano eso!. Pasaron por las habitaciones gentes de toda clase, y cada uno, según su posición y categoría, permitióse manifestar su admiración. Unos permanecían callados, otros hablaban demasiado, y la rama del manzano pudo darse cuenta de que también entre los humanos existen diferencias, exactamente lo mismo que entre las plantas. «Algunas están sólo para adorno, otras sirven para la alimentación, e incluso las hay completamente superfluas», pensó la ramita; y como sea que la habían colocado delante de una ventana abierta, desde su sitio podía ver el jardín y el campo, lo que le daba oportunidad para contemplar una multitud de flores y plantas y efectuar observaciones a su respecto. Ricas y pobres aparecían mezcladas; y, aún se veían, algunas en verdad insignificantes.
- ¡Pobres hierbas descastadas! -exclamó la rama del manzano-. La verdad es que existe una diferencia. ¡Qué desgraciadas deben de sentirse, suponiendo que esas criaturas sean capaces de sentir como nosotras. Naturalmente, es forzoso que haya diferencias; de lo contrario todas seríamos iguales.
Nuestra rama consideró con cierta compasión una especie de flores que crecían en número incontable en campos y ribazos. Nadie las cogía para hacerse un ramo, pues eran demasiado ordinarias. Hasta entre los adoquines crecían: como el último de los hierbajos, asomaban por doquier, y para colmo tenían un nombre de lo mas vulgar: diente de león.
- ¡Pobre planta despreciada! -exclamó la rama del manzano-. Tú no tienes la culpa de ser como eres, tan ordinaria, ni de que te hayan puesto un nombre tan feo. Pero con las plantas ocurre lo que con los hombres: tiene que haber diferencias.
- ¡Diferencias! -replicó el rayo de sol, mientras besaba al mismo tiempo la florida rama del manzano y los míseros dientes de león que crecían en el campo; y también los hermanos del rayo de sol prodigaron sus besos a todas las flores, pobres y ricas.
Nuestra ramita no había pensado nunca sobre el infinito amor de Dios por su mundo terrenal, y por todo cuanto en él se mueve y vive; nunca había reflexionado sobre lo mucho de bueno y de bello que puede haber en él - oculto, pero no olvidado -. Pero, ¿acaso no es esto también humano?
El rayo de sol, el mensajero de la luz, lo sabía mejor. - No ves bastante lejos, ni bastante claro. ¿Cuál es esa planta tan menospreciada que así compadeces?
- El diente de león -contestó la rama-. Nadie hace ramilletes con ella; todo el mundo la pisotea; hay demasiados. Y cuando dispara sus semillas, salen volando en minúsculos copos como de blanca lana y se pegan a los vestidos de los viandantes. Es una mala hierba, he ahí lo que es. Pero hasta de eso ha de haber. ¡Cuánta gratitud siento yo por no ser como él!
De pronto llegó al campo un tropel de chiquillos; el menor de todos era aún tan pequeño, que otros tenían que llevarlo en brazos. Y cuando lo hubieron sentado en la hierba en medio de todas aquellas flores amarillas, se puso a gritar de alegría, a agitar las regordetas piernecillas y a revolcarse por la hierba, cogiendo con sus manitas los dorados dientes de león y besándolos en su dulce inocencia.
Mientras tanto los mayores rompían las cabecitas floridas, separándolas de los tallos huecos y doblando éstos en anillo para fabricar con ellos cadenas, que se colgaron del cuello, de los hombros o en torno a la cintura; se los pusieron también en la cabeza, alrededor de las muñecas y los tobillos - ¡qué preciosidad de cadenas y grilletes verdes! -. Pero los mayores recogían cuidadosamente las flores encerradas en la semilla, aquella ligera y vaporosa esfera de lana, aquella pequeña obra de arte que parece una nubecilla blanca hecha de copitos minúsculos. Se la ponían ante la boca, y de un soplo tenían que deshacerla enteramente. Quien lo consiguiera tendría vestidos nuevos antes de terminar el año - lo había dicho abuelita.
Y de este modo la despreciada flor se convertía en profeta.
- ¿Ves? -preguntóle el rayo de sol a la rama de manzano-. ¿Ves ahora su belleza y su virtud?
- ¡Sí, para los niños! -replicó la rama.
En esto llegó al campo una ancianita, y, con un viejo y romo cuchillo de cocina, se puso a excavar para sacar la raíz de la planta. Quería emplear parte de las raíces para una infusión de café; el resto pensaba llevárselas al boticario para sacar unos céntimos.
- Pero la belleza es algo mucho más elevado -exclamó la rama del manzano-. A su reino van sólo los elegidos. Existe una diferencia entre las plantas, de igual modo como la hay entre las personas.
Entonces el rayo de sol le habló del infinito amor de Dios por todas sus criaturas, amor que abraza con igual ternura a todo ser viviente; y le habló también de la divina justicia, que lo distribuye todo por igual en tiempo y eternidad.
- ¡Sí, eso cree usted! -respondió la rama.
En eso entró gente en el salón, y con ella la condesita que tan lindamente había colocado la rama florida en el transparente jarrón, sobre el que caía el fulgurante rayo de sol. Traía una flor, o lo que fuese, cuidadosamente envuelta en tres o cuatro grandes hojas, que la rodeaban como un cucurucho, para que ni un hálito de aire pudiese darle y perjudicarla: y ¡la llevaba con un cuidado tan amoroso! Mucho mayor del que jamás se había prestado a la ramita del manzano. La sacaron con gran precaución de las hojas que la envolvían y apareció... ¡la pequeña esferita de blancos copos, la semilla del despreciado diente de león! Esto era lo que la condesa con tanto cuidado había cogido de la tierra y traído para que ni una de las sutilísimas flechas de pluma que forman su vaporosa bolita fuese llevada por el viento. La sostenía en la mano, entera e intacta; y admiraba su hermosa forma, aquella estructura aérea y diáfana, aquella construcción tan original, aquella belleza que en un momento disiparía el viento. Daba lástima pensar que pudiera desaparecer aquella hermosa realidad.
- ¡Fijaos que maravillosamente hermosa la ha creado Dios! -dijo-. La pintaré junto con la rama del manzano. Todo el mundo, encuentra esta rama primorosa; pero la pobre florecilla, a su manera, ha sido agraciada por Dios con no menor hermosura. ¡Qué distintas son, y, sin embargo, las dos son hermanas en el reino de la belleza!
Y el rayo de sol besó al humilde diente de león, exactamente como besaba a la florida rama del manzano, cuyos pétalos parecían sonrojarse bajo la caricia.


UNA HISTORIA

En el jardín florecían todos los manzanos; se habían apresurado a echar flores antes de tener hojas verdes; todos los patitos estaban en la era, y el gato con ellos, relamiéndose el resplandor del sol, relamiéndoselo de su propia pata. Y si uno dirigía la mirada a los campos, veía lucir el trigo con un verde precioso, y todo era trinar y piar de mil pajarillos, como si se celebrase una gran fiesta; y de verdad lo era, pues había llegado el domingo. Tocaban las campanas, y las gentes, vestidas con sus mejores prendas, se encaminaban a la iglesia, tan orondas y satisfechas. Sí, en todo se reflejaba la alegría; era un día tan tibio y tan magnífico, que bien podía decirse:
- Verdaderamente, Dios Nuestro Señor es de una bondad infinita para con sus criaturas.
En el interior de la iglesia, el pastor, desde el púlpito, hablaba, sin embargo, con voz muy recia y airada; se lamentaba de que todos los hombres fueran unos descreídos y los amenazaba con el castigo divino, pues cuando los malos mueren, van al infierno, a quemarse eternamente; y decía además que su gusano no moriría, ni su fuego se apagaría nunca, y que jamás encontrarían la paz y el reposo. ¡Daba pavor oírlo, y se expresaba, además, con tanta convicción...! Describía a los feligreses el infierno como una cueva apestosa, donde confluye toda la inmundicia del mundo; allí no hay más aire que el de la llama ardiente del azufre, ni suelo tampoco: todos se hundirían continuamente, en eterno silencio. Era horrible oír todo aquello, pero el párroco lo decía con toda su alma, y todos los presentes se sentían sobrecogidos de espanto. Y, sin embargo, allá fuera los pajarillos cantaban tan alegres, y el sol enviaba su calor, y cada florecilla parecía decir: «Dios es infinitamente bueno para todos nosotros». Sí, allá fuera las cosas eran muy distintas de como las pintaba el párroco.
Al anochecer, a la hora de acostarse, el pastor observó que su esposa permanecía callada y pensativa.
- ¿Qué te pasa? -le preguntó.
- Me pasa... -respondió ella-, pues me pasa que no puedo concretar mis pensamientos, que no comprendo bien lo que dijiste, que haya tantas personas impías y que han de ser condenadas al fuego eterno. ¡Eterno...! ¡Ay, qué largo es esto! Yo no soy sino una pobre pecadora, y, sin embargo, no tendría valor para condenar al fuego eterno ni siquiera al más perverso de los pecadores. ¡Cómo podría, pues, hacerlo Dios Nuestro Señor, que es infinitamente bueno y sabe que el mal viene de fuera y de dentro! No, no puedo creerlo, por más que tú lo digas.
Había llegado el otoño, y las hojas caían de los árboles; el grave y severo párroco estaba sentado a la cabecera de una moribunda: un alma creyente y piadosa iba a cerrar los ojos; era su propia esposa.
- ...Si alguien merece descanso en la tumba y gracia ante Dios, ésa eres tú -dijo el pastor. Le cruzó las manos sobre el pecho y rezó una oración para la difunta.
La mujer fue conducida a su sepultura. Dos gruesas lágrimas rodaron por las mejillas de aquel hombre grave. En la casa parroquial reinaban el silencio y la soledad: el sol del hogar se había apagado; ella se había ido.
Era de noche; un viento frío azotó la cabeza del clérigo. Abrió los ojos y le pareció como si la luna brillara en el cuarto, y, sin embargo, no era así. Pero junto a su cama estaba de pie una figura humana: el espíritu de su esposa difunta, que lo miraba con expresión afligida, como si quisiera decirle algo.
El párroco se incorporó en el lecho y extendió hacia ella los brazos:
- ¿Tampoco tú gozas del eterno descanso? ¿Es posible que sufras, tú, la mejor y la más piadosa?
La muerta bajó la cabeza en signo afirmativo y se puso la mano en el pecho.
- ¿Podría yo procurarte el reposo en la sepultura?
- Si -llegó a sus oídos.
- ¿De qué manera?
- Dame un cabello, un solo cabello de la cabeza de un pecador cuyo fuego jamás haya de extinguirse, de un pecador a quien Dios haya de condenar a las penas eternas del infierno.
- ¡Oh, será fácil salvarte, mujer pura y piadosa! -exclamó él.
- ¡Sígueme, pues! -contestó la muerta-. Así nos ha sido concedido. Volarás a mi lado allá donde quiera llevarte tu pensamiento; invisibles a los hombres, penetraremos en sus rincones más secretos, pero deberás señalarme con mano segura al condenado a las penas eternas, y tendrás que haberlo encontrado antes de que cante el gallo.
En un instante, como llevados por el pensamiento, estuvieron en la gran ciudad, y en las paredes de las casas vieron escritas en letras de fuego los nombres de los pecados mortales: orgullo, avaricia, embriaguez, lujuria, en resumen, el iris de siete colores de las culpas capitales.
- Sí, ahí dentro, como ya pensaba y sabía -dijo el párroco­ moran los destinados al fuego eterno -. Y se encontraron frente a un portal magníficamente iluminado, de anchas escaleras adornadas con alfombras y flores; y de los bulliciosos salones llegaban los sones de música de baile. El portero lucía librea de seda y terciopelo y empuñaba un bastón con incrustaciones de plata.
- ¡Nuestro baile compite con los del Palacio Real! - dijo, dirigiéndose a la muchedumbre estacionada en la calle. En su rostro y en su porte entero se reflejaba un solo pensamiento: «¡Pobre gentuza que miráis desde fuera, para mí todos sois canalla despreciable!».
- ¡Orgullo! -dijo la muerta-. ¿Lo ves?
- ¿Ese? -contestó el párroco-. Pero ése no es más que un loco, un necio; ¿cómo ha de ser condenado a las penas eternas?
- ¡No más que un loco! -resonó por toda la casa del orgullo. Todos en ella lo eran.
Entraron volando al interior de las cuatro paredes desnudas del avariento. Escuálido como un esqueleto, tiritando de frío, hambriento y sediento, el viejo se aferraba al dinero con toda su alma. Lo vieron saltar de su mísero lecho, como presa de la fiebre, y apartar una piedra suelta de la pared. Allí había monedas de oro metidas en un viejo calcetín. Lo vieron cómo palpaba su chaqueta androjosa, donde tenía cosidas más monedas, y sus dedos húmedos temblaban.
- ¡Está enfermo! Es puro desvarío, una triste demencia envuelta en angustia y pesadillas.
Se alejaron rápidamente, y muy pronto se encontraron en el dormitorio de la cárcel, donde, en una larga hilera de camastros, dormían los reclusos. Uno de ellos despertó, y, como un animal salvaje, lanzó un grito horrible, dando con el codo huesudo en el costado del compañero, el cual, volviéndose, exclamó medio dormido:
- ¡Cállate la boca, so bruto, y duerme! ¡Todas las noches haces lo mismo!
- ¡Todas las noches! -repitió el otro- ...¡Sí, todas las noches se presenta y lanza alaridos y me atormenta! En un momento de ira hice tal y cual cosa; nací con malos instintos, y ellos me han llevado aquí por segunda vez; pero obré mal y sufro mi merecido. Una sola cosa no he confesado. Cuando salí de aquí la última vez, al pasar por delante de la finca de mi antiguo amo, se encendió en mí el odio. Froté un fósforo contra la pared, el fuego prendió en el tejado de paja y las llamas lo devoraron todo. Me pasó el arrebato, como suele ocurrirme, y ayudé a salvar el ganado y los enseres. Ningún ser vivo murió abrasado, excepto una bandada de palomas que cayeron al fuego, y el perro mastín, en el que no había pensado. Se le oía aullar entre las llamas... y sus aullidos siguen lastimándome los oídos cuando me echo a dormir; y cuando ya duermo, viene el perro, enorme e hirsuto, y se echa sobre mí aullando y oprimiéndome, atormentándome... ¡Escucha lo que te cuento, pues! Tú puedes roncar, roncar toda la noche, mientras yo no puedo dormir un cuarto de hora -. Y en un arrebato de furor, pego a su campanero un puñetazo en la cara.
- ¡Ese Mads se ha vuelto loco otra vez! -gritaron en torno; los demás presos se lanzaron contra él, y, tras dura lucha, le doblaron el cuerpo hasta meterle la cabeza entre las piernas, atándolo luego tan reciamente, que la sangre casi le brotaba de los ojos y de todos los poros.
- ¡Vais a matarlo, infeliz! -gritó el párroco, y al extender su mano protectora hacia aquel pecador que tanto sufría, cambió bruscamente la escena.
Volaron a través de ricos salones y de modestos cuartos; la lujuria, la envidia y todos los demás pecados capitales desfilaron ante ellos; un ángel del divino tribunal daba lectura a sus culpas y a su defensa; cierto que ello contaba poco ante Dios, pues Dios lee en los corazones, lo sabe todo, lo malo que viene de dentro y de fuera; Él, que es la misma gracia y el amor mismo. La mano del pastor temblaba, no se atrevía a alargarla para arrancar un cabello de la cabeza de un pecador. Y las lágrimas manaban de sus ojos como el agua de la gracia y del amor, que extinguen el fuego eterno del infierno.
En esto cantó el gallo.
- ¡Dios misericordioso! ¡Concédele paz en la tumba, la paz que yo no pude darle!
- ¡Gozo de ella, ya! -exclamó la muerta-. Lo que me ha hecho venir a ti han sido tus palabras duras, tu sombría fe en Dios y en sus criaturas. ¡Aprende a conocer a los hombres! Aun en los malos palpita una parte de Dios, una parte que apagará y vencerá las llamas de infierno.
El sacerdote sintió un beso en sus labios; había luz a su alrededor: el sol radiante de Nuestro Señor entraba en la habitación, donde su esposa, dulce y amorosa, acababa de despertarlo de un sueño que Dios le había enviado.


UNA HOJA DE CIELO

A gran altura, en el aire límpido, volaba un ángel que llevaba en la mano una flor del jardín del Paraíso, y al darle un beso, de sus labios cayó una minúscula hojita, que, al tocar el suelo, en medio del bosque, arraigó en seguida y dio nacimiento a una nueva planta, entre las muchas que crecían en el lugar.
- ¡Qué hierba más ridícula! - dijeron aquéllas. Y ninguna quería reconocerla, ni siquiera los cardos y las ortigas.
- Debe de ser una planta de jardín - añadieron, con una risa irónica, y siguieron burlándose de la nueva vecina; pero ésta venga crecer y crecer, dejando atrás a las otras, y venga extender sus ramas en forma de zarcillos a su alrededor.
- ¿Adónde quieres ir? - preguntaron los altos cardos, armados de espinas en todas sus hojas -. Dejas las riendas demasiado sueltas, no es éste el lugar apropiado. No estamos aquí para aguantarte.
Llegó el invierno, y la nieve cubrió la planta; pero ésta dio a la nívea capa un brillo espléndido, como si por debajo la atravesara la luz del sol. En primavera se había convertido en una planta florida, la más hermosa del bosque.
Vino entonces el profesor de Botánica; su profesión se adivinaba a la legua. Examinó la planta, la probó, pero no figuraba en su manual; no logró clasificarla.
- Es una especie híbrida - dijo -. No la conozco. No entra en el sistema.
- ¡No entra en el sistema! - repitieron los cardos y las ortigas. Los grandes árboles circundantes miraban la escena sin decir palabra, ni buena ni mala, lo cual es siempre lo más prudente cuando se es tonto.
Acercóse en esto, bosque a través, una pobre niña inocente; su corazón era puro, y su entendimiento, grande, gracias a la fe; toda su herencia acá en la Tierra se reducía a una vieja Biblia, pero en sus hojas le hablaba la voz de Dios: «Cuando los hombres se propongan causarte algún daño, piensa en la historia de José: pensaron mal en sus corazones, mas Dios lo encaminó al bien. Si sufres injusticia, si eres objeto de burlas y de sospechas, piensa en Él, el más puro, el mejor, Aquél de quien se mofaron y que, clavado en cruz, rogaba:
¡Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen!"».
La muchachita se detuvo delante de la maravillosa planta, cuyas hojas verdes exhalaban un aroma suave y refrescante, y cuyas flores brillaban a los rayos del sol como un castillo de fuegos artificiales, resonando además cada una como si en ella se ocultase el profundo manantial de las melodías, no agotado en el curso de milenios. Con piadoso fervor contempló la niña toda aquella magnificencia de Dios; torció una rama para poder examinar mejor las flores y aspirar su aroma, y se hizo luz en su mente, al mismo tiempo que sentía un gran bienestar en el corazón. Le habría gustado cortar una flor, pero no se decidía a hacerlo, pues se habría marchitado muy pronto; así, se limitó a llevarse una de las verdes hojas que, una vez en casa, guardó en su Biblia, donde se conservó fresca, sin marchitarse nunca.
Quedó oculta entre las hojas de la Biblia; en ella fue colocada debajo de la cabeza de la muchachita cuando, pocas semanas más tarde, yacía ésta en el ataúd, con la sagrada gravedad de la muerte reflejándose en su rostro piadoso, como si en el polvo terrenal se leyera que su alma se hallaba en aquellos momentos ante Dios.
Pero en el bosque seguía floreciendo la planta maravillosa; era ya casi como un árbol, y todas las aves migratorias se inclinaban ante ella, especialmente la golondrina y la cigüeña.
- ¡Esto son artes del extranjero! - dijeron los cardos y lampazos -. Los que somos de aquí no sabríamos comportarnos de este modo.
Y los negros caracoles de bosque escupieron al árbol.
Vino después el porquerizo a recoger cardos y zarcillos para quemarlos y obtener ceniza. El árbol maravilloso fue arrancado de raíz y echado al montón con el resto:
- Que sirva para algo también - dijo, y así fue.
Mas he aquí que desde hacía mucho tiempo el rey del país venía sufriendo de una hondísima melancolía; era activo y trabajador, pero de nada le servía; le leían obras de profundo sentido filosófico y le leían, asimismo, las más ligeras que cabía encontrar; todo era inútil. En esto llegó un mensaje de uno de los hombres más sabios del mundo, al cual se habían dirigido. Su respuesta fue que existía un remedio para curar y fortalecer al enfermo: «En el propio reino del Monarca crece, en el bosque, una planta de origen celeste; tiene tal y cual aspecto, es imposible equivocarse». Y seguía un dibujo de la planta, muy fácil de identificar: «Es verde en invierno y en verano. Coged cada anochecer una hoja fresca de ella, y aplicadla a la frente del Rey; sus pensamientos se iluminarán y tendrá un magnífico sueño que le dará fuerzas y aclarará sus ideas para el día siguiente».
La cosa estaba bien clara, y todos los doctores, y con ellos el profesor de Botánica, se dirigieron al bosque. Sí; mas, ¿dónde estaba la planta?
- Seguramente ha ido a parar a mi montón - dijo el porquero y tiempo ha está convertida en ceniza; pero, ¿qué sabía yo?
- ¿Qué sabías tú? - exclamaron todos -. ¡Ignorancia, ignorancia! -. Estas palabras debían llegar al alma de aquel hombre, pues a él y a nadie más iban dirigidas.
No hubo modo de dar con una sola hoja; la única existente yacía en el féretro de la difunta, pero nadie lo sabía.
El Rey en persona, desesperado, se encaminó a aquel lugar del bosque.
- Aquí estuvo el árbol - dijo -. ¡Sea éste un lugar sagrado!
Y lo rodearon con una verja de oro y pusieron un centinela. El profesor de Botánica escribió un tratado sobre la planta celeste, en premio del cual lo cubrieron de oro, con gran satisfacción suya; aquel baño de oro le vino bien a él y a su familia, y fue lo más agradable de toda la historia, ya que la planta había desaparecido, y el Rey siguió preso de su melancolía y aflicción.
- Pero ya las sufría antes - dijo el centinela.


UNA ROSA DE LA TUMBA DE HOMERO

En todos los cantos de Oriente suena el amor del ruiseñor por la rosa; en las noches silenciosas y cuajadas de estrellas, el alado cantor dedica una serenata a la fragante reina de las flores.
No lejos de Esmirna, bajo los altos plátanos adonde el mercader guía sus cargados camellos, que levantan altivos el largo cuello y caminan pesadamente sobre una tierra sagrada, vi un rosal florido; palomas torcaces revoloteaban entre las ramas de los corpulentos árboles, y sus alas, al resbalar sobre ellas los oblicuos rayos del sol, despedían un brillo como de madreperla.
Tenía el rosal una flor más bella que todas las demás, y a ella le cantaba el ruiseñor su cuita amorosa; pero la rosa permanecía callada; ni una gota de rocío se veía en sus pétalos, como una lágrima de compasión; inclinaba la rama sobre unas grandes piedras, - Aquí reposa el más grande de los cantores -dijo la rosa-. Quiero perfumar su tumba, esparcir sobre ella mis hojas cuando la tempestad me deshoje. El cantor de la Ilíada se tornó tierra, en esta tierra de la que yo he brotado. Yo, rosa de la tumba de Homero, soy demasiado sagrada para florecer sólo para un pobre ruiseñor.
Y el ruiseñor siguió cantando hasta morir.
Llegó el camellero, con sus cargados animales y sus negros esclavos; su hijito encontró el pájaro muerto, y lo enterró en la misma sepultura del gran Homero; la rosa temblaba al viento. Vino la noche, la flor cerró su cáliz y soñó:
Era un día magnífico, de sol radiante; acercábase un tropel de extranjeros, de francos, que iban en peregrinación a la tumba de Homero. Entre ellos iba un cantor del Norte, de la patria de las nieblas y las auroras boreales. Cogió la rosa, la comprimió entre las páginas de un libro y se la llevó consigo a otra parte del mundo a su lejana tierra. La rosa se marchitó de pena en su estrecha prisión del libro, hasta que el hombre, ya en su patria, lo abrió y exclamó: «¡Es una rosa de la tumba de Homero!».
Tal fue el sueño de la flor, y al despertar tembló al contacto del viento, y una gota de rocío desprendida de sus hojas fue a caer sobre la tumba del cantor. Salió el sol, y la rosa brilló más que antes; el día era tórrido, propio de la calurosa Asia. Se oyeron pasos, se acercaron extranjeros francos, como aquellos que la flor viera en sueños, y entre ellos venía un poeta del Norte que cortó la rosa y, dándole un beso, se la llevó a la patria de las nieblas y de las auroras boreales.
Como una momia reposa ahora el cadáver de la flor en su Ilíada, y, como en un sueño, lo oye abrir el libro y decir: «¡He aquí una rosa de la tumba de Homero!».


VISIÓN DEL BALUARTE

Es otoño. Estamos en lo alto del baluarte contemplando el mar, surcado por numerosos barcos, y, a lo lejos, la costa sueca, que se destaca, altiva, a la luz del sol poniente. A nuestra espalda desciende, abrupto, el bosque, y nos rodean árboles magníficos, cuyo amarillo follaje va desprendiéndose de las ramas. Al fondo hay casas lóbregas, con empalizadas, y en el interior, donde el centinela efectúa su monótono paseo, todo es angosto y tétrico; pero más tenebroso es todavía del otro lado de la enrejada cárcel, donde se hallan los presidiarios, los delincuentes peores.
Un rayo del sol poniente entra en la desnuda celda, pues el sol brilla sobre los buenos y los malos. El preso, hosco y rudo, dirige una mirada de odio al tibio rayo. Un pajarillo vuela hasta la reja. El pájaro canta para los buenos y los malos. Su canto es un breve trino, pero el pájaro se queda allí, agitando las alas. Se arranca una pluma y se esponja las del cuello; y el mal hombre encadenado lo mira. Una expresión más dulce se dibuja en su hosca cara; un pensamiento que él mismo no comprende claramente, brota en su pecho; un pensamiento que tiene algo de común con el rayo de sol que entra por la reja, y con las violetas que tan abundantes crecen allá fuera en primavera. Luego resuena el cuerno de los cazadores, melódicos y vigorosos. El pájaro se asusta y se echa a volar, alejándose de la reja del preso; el rayo de sol desaparece, y vuelve a reinar la oscuridad en la celda, la oscuridad en el corazón de aquel hombre malo; pero el sol ha brillado, y el pájaro ha cantado.
¡Seguid resonando, hermosos toques del cuerno de caza! El atardecer es apacible, el mar está en calma, terso como un espejo.


LAS HABICHUELAS MÁGICAS

Periquín vivía con su madre, que era viuda, en una cabaña del bosque.
Como con el tiempo fue empeorando la situación familiar, la madre determinó mandar a Periquín a la ciudad, para que allí intentase vender la única vaca que poseían.
El niño se puso en camino, llevando atado con una cuerda al animal, y se encontró con un hombre que llevaba un saquito de habichuelas.
-Son maravillosas -explicó aquel hombre-. Si te gustan,te las daré a cambio de la vaca.
Así lo hizo Periquín, y volvió muy contento a su casa. Pero la viuda, disgustada al ver la necedad del muchacho, cogió las habichuelas y las arrojó a la calle. Después se puso a llorar.
Cuando se levantó Periquín al día siguiente, fue grande su sorpresa al ver que las habichuelas habían crecido tanto durante la noche, que las ramas se perdían de vista.
Se puso Periquín a trepar por la planta, y sube que sube, llegó a un país desconocido.
Entró en un castillo y vio a un malvado gigante que tenía una gallina que ponía un huevo de oro cada vez que él se lo mandaba.
Esperó el niño a que el gigante se durmiera, y tomando la gallina, escapó con ella. Llegó a las ramas de las habichuelas, y descolgándose, tocó el suelo y entró en la cabaña.
La madre se puso muy contenta. Y así fueron vendiendo los huevos de oro, y con su producto vivieron tranquilos mucho tiempo, hasta que la gallina se murió y Periquín tuvo que trepar por la planta otra vez, dirigiéndose al castillo del gigante.
Se escondió tras una cortina y pudo observar como el dueño del castillo iba contando monedas de oro que sacaba de un bolsón de cuero.
En cuanto se durmió el gigante, salió Periquín y, recogiéndo el talego de oro, echo a correr hacia la planta gigantesca y bajó a su casa. Así la viuda y su hijo tuvieron dinero para ir viviendo mucho tiempo.
Sin embargo, llegó un día en que el bolsón de cuero del dinero quedó completamente vacío.
Se cogió Periquín por tercera vez a las ramas de la planta, y fue escalándolas hasta llegar a la cima.
Entonces vió al ogro guardar en un cajón una cajita que, cada vez que se levantaba la tapa, dejaba caer una moneda de oro.
Cuando el gigante salió de la estancia, cogió el niño la cajita prodigiosa y se la guardó.
Desde su escondite vió Periquín que el gigante se tumbaba en un sofá, y un arpa, oh maravilla!, tocaba sóla, sin que mano alguna pulsara sus cuerdas, una delicada música. El gigante, mientras escuchaba aquella melodía, fue cayendo en el sueño poco a poco.
Apenas le vió asi Periquín, cogió el arpa y echó a correr. Pero el arpa estaba encantada y, al ser tomada por Periquín, empezó a gritar:
-Eh, señor amo, despierte usted, que me roban!
Despertose sobresaltado el gigante y empezaron a llegar de nuevo desde la calle los gritos acusadores:
-¡Señor amo, que me roban!
Viendo lo que ocurria, el gigante salió en persecusión de Periquín.
Resonaban a espaldas del niño pasos del gigante, cuando, ya cogido a las ramas empezaba a bajar. Se daba mucha prisa, pero, al mirar hacia la altura, vio que también el gigante descendía hacia él.
No había tiempo que perder, y así que gritó Periquín a su madre, que estaba en casa preparando la comida:
-Madre, traigame el hacha en seguida, que me persigue el gigante!
Acudió la madre con el hacha, y Periquín, de un certero golpe, cortó el tronco de la trágica habichuela.
Al caer, el gigante se estrelló, pagando así sus fechorías, y Periquín y su madre vivieron felices con el producto de la cajita que, al abrirse, dejaba caer una moneda de oro.

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