lunes, 27 de junio de 2011

EL CABALLERO DE LA MANCHA :adaptación (fragmento)

EL CABALLERO DE LA MANCHA

La casa de don Alonso Quijano

En un lugar lejano que llamaban La Mancha vivía un hombre de mediana edad, digamos que pasaba los cincuenta años.  Se llamaba Alonso y tenía una hacienda no muy grande que le bastaba para mantenerlo a él y a su joven sobrina. Tenía, también, una criada que era como su hermana y sus amigos habituales eran un cura y un barbero. Pero la situación cambiaba mientras iba envejeciendo. Los libros de caballería —libros que en aquel tiempo estaban muy de moda— lo distraían de tal forma que al leerlos se olvidaba de barberos, curas y sobrinas. Lo distrajeron a tal punto que se olvidarían de él mismo, de su vida real.


—¡Dónde se ha metido vuestro tío, don Alonso! —decía muy contrariado el Cura a la sobrina del hombre—, hace más de un mes que ni se asoma la nariz en la capilla.
—¡Ay padre Francisco! —exclamaba suspirando la sobrina—, no es por haber flaqueado su fe en el Señor.  Mi tío anda muy raro desde que lee esos benditos libros de caballería; se encierra en la biblioteca y de allí nadie lo saca ¡Pobre de mi tío!
—Lo mismo me dijo el Barbero —respondió al punto el Cura a la sobrina—, que antes don Alonso acostumbraba ir al monte a cazar jabalíes y ordenar un buen banquete con ellos, pero ahora, casi no se lo ve. Apropósito de banquetes, hija ¿no tendrás algún bocado para este pobre ministro del Señor?
Y la criada, que era muy diligente, trajo casi al instante un suculento potaje hecho de liebre. El Cura, no sin antes lanzar agradecimientos a Dios y bendiciones a la casa, se sentó a la mesa.
—Me temo que el problema sean esas enfermizas lecturas de historias de caballería. Es lo único que he oído de sus labios, últimamente —dijo el cura, sacudiendo la cabeza.
—¡Eso mismo!, —contestó la sobrina—, siento que he perdido a mi tío por esas historias. Todo el día habla de caballeros. Pero ¿de qué hablan tales historias, padre Francisco, que han apasionado tanto a mí tío, antes tan dedicado a su hacienda?
—Cosas que hoy en día ya no existen —afirmaba el cura, sin decidirse por hablar o seguir comiendo—: de caballeros que provistos de un caballo, espada y armadura, pretenden acabar con la injusticia, que enfrentan a gigantes, a monstruos, o a turbas de bandoleros y a todo tipo de seres indeseables; así tengan que pasárselas en ello todos los días de su vida. Su única recompensa es que alguna distinguida joven no olvide su nombre…
Y el Cura, después de probar el suculento guisado de liebre, dio gracias a los presentes y, tomándose su redonda barriga, dijo:

—¡De los placeres que Dios consiente tener, el más placentero es comer…!
Consoló a la sobrina, prometiéndose que haría lo imposible para que su tío recuperara la sensatez. Así, con esa promesa dada, tomó su bastón y, acompañado por ella hasta la puerta, se retiró.

El caballero de la mancha

Sobre una silla no muy amplia pero cómoda y llevándose la mano izquierda a su sobresaliente mentón, leía don Alonso Quijano una apasionante novela de caballería. Sus antiguos libros de Filosofía, Ciencias Naturales y Álgebra yacían olvidados en el último lugar de su biblioteca. Tan empolvados estaban los pobres libros de ciencias, que si le hubieran podido hablar a nuestro distraído amigo, le habrían dicho: “oye tú, Alonso, escoge bien, los caballeros tarde o temprano se mueren, por el contrario, las ciencias somos para siempre”.
Pero Alonso era feliz con las historias de magos, dragones, doncellas y héroes invencibles que andaban por cada rincón de la Tierra vigilando severamente que se hiciera justicia a su paso y castigando a los que osaran desafiarla. Leía su libro y se estremecía cada vez que el héroe de la novela vengaba las insolencias de aquellos malhechores que abundaban cuando los hombres valientes comenzaban a escasear. Gustaba de muchos héroes, pero su favorito era un tal Amadis de Gaula.

—¡Así, Amadis! —gritaba eufórico Alonso al leer el libro—. ¡Herid a esos sujetos de alma corrompida; acabad de una vez con ellos!

Y cuando su admirado héroe vencía y se imponía sobre el mal que dominaba en algún pueblo o pequeña ciudad; o una doncella hermosa enaltecía en sus labios el nombre de su caballero salvador; entonces Alonso gritaba de alegría. ¡Él también había triunfado!, ¡él también se sentía un Amadis de Gaula!
“Los caballeros son hombres importantes —se decía— muy queridos en todos los lugares. Hacen grandes cosas. Pero,… nunca pasan por aquí; en la Mancha no los he visto. Y si yo fuera…”.
Se detuvo unos pocos segundos y pensó en algo que lo llenó de regocijo.
—¡Eso mismo! Yo podría ser un caballero. ¡Si no los hay en la Mancha, tendré que serlo yo!
Dejó el libro, no sin antes memorizar la forma en que se vestían los caballeros. Buscó en su habitación algo que le pudiera ayudar, pero no encontró nada útil. No, una armadura o una espada no podría encontrarlas en su habitación. Deberían de estar en otro lugar; por ejemplo, donde se guarden las antigüedades de la casa. ¡Sí, ése era el sitió donde las podría encontrar!

Se fue a buscar al antiguo cuarto de sus bisabuelos que ahora usaban para guardar pinturas deterioradas, muebles sin usar y otros artículos que la familia se había dispuesto a echar a la basura. Buscó por un lado y por otro y no encontró nada. Había pasado una hora hurgando allí y lo único sorprendente que encontró fue una araña casi del tamaño de una palma de una mano mediana. Entonces se dio cuenta de que le faltaba rebuscar en un último lugar, un baúl que estaba arrinconado en la esquina de esa pieza y tapado con muchas ropas viejas.
—¡El baúl —exclamó Alonso—; es lo único que me falta. Habrá que quitar todo lo que tiene encima.
Al cabo de cinco minutos, había sacado todo lo que había en el baúl. Lo abrió y encontró allí todo tipo de vejestorios: cartas, un reloj de arena, monedas de plata de Francia, alfombras echadas a perder; hasta que encontró lo que buscaba: una armadura de hierro. No estaba en las mejores condiciones, pero era cuestión de pulirla un poco. También encontró una espada en estado un poco más conservado que la armadura. Ante su hallazgo, se fue contento a su cuarto. Se probó la armadura y le sentaba bien.  Se comparó con las ilustraciones que había en el libro de Amadis. No había mucha diferencia, sólo que le faltaba un caballo y estar en el campo de batalla.

“¡Con esto sí que parezco un verdadero caballero!”, se dijo y preparó su armadura para que lo proteja de las duras disputas que no tardarían en llegar.
Pero un caballero sin caballo era como una casa sin techo. Era necesario un caballo. Tenía seis en su pequeña hacienda, pero sólo a uno lo veía adecuado. Se dirigió a la caballeriza.
Claro que sus caballos no eran la gran cosa; pues eran todos  igual de flacos. Pero a Alonso, uno le pareció el más adecuado. Su sobrina lo llamaba ‘Rocín’.

—¡Oh hermoso caballo! —dijo Alonso—, es una pena que tengas un nombre tan feo. ¿Qué cosa es Rocín? ¿Llamaría así un caballero andante a su esbelto amigo que lo lleva en su lomo? ¡No y No!… El caballo de Amadis, por ejemplo, se llama ‘Rutilante’. En cambio, tú tienes el nombre de un caballo común y corriente.
Alonso se puso a pensar un poco más, hasta que una luz se encendió en su rostro.
—¡Rocinante! —dijo al fin—. Ése será tu nombre de ahora…, suena bien y a nadie se le ha ocurrido antes. Vamos Rocinante, debo de ensillarte y arreglarte como un caballo digno de tu propósito.
Mientras ensillaba su caballo, pensó en que tampoco su propio nombre era bueno.
—¡Cualquier mortal se llama Alonso —se dijo—, hasta un criador de puercos! Es preciso que haga lo mismo que con mi caballo. Tampoco mi apellido es bueno; hay muchos que se apellidan Quijano, pero al menos suena mejor que Alonso.
Se sentó en una piedra grande, que su sobrina usaba como asiento cuando estaba allí. Pasó poco menos de una hora y entonces gritó:
—¡Claro!, puedo cambiar un poco el apellido Quijano, por ejemplo ‘Quijón’, o  mejor ‘Quijote’. ¡Sí, Quijote está perfecto! ¡Soy desde ahora el caballero Quijote! ¡el Quijote, es un apelativo de caballero.
Pero después cayó en la cuenta que decir ‘el Quijote’ a secas, sonaba muy simple y de que los héroes de los relatos usaban nombres del lugar de donde Venían: don Rodrigo de Valencia, don Víctor de Toledo, don Amadis de Gaula. Absolutamente todos mencionaban su lugar de procedencia. Pensó un poco más y concluyó en esto:
—¡Sí, el lugar de procedencia!... ¡Amadis es del pueblo de Gaula, y yo…! ¡Pues yo soy de la Mancha!… ¡Sí, soy Quijote y de la Mancha!,… ¡don Quijote de la Mancha!
Y repitió su nuevo nombre casi cien veces: con su maltratada armadura puesta y la espada ya pulida por él mismo de una manera esmerada, ensilló a Rocinante. Estaba muy feliz, contentísimo de ser el Caballero de la Mancha, un pueblo escaso de valientes, pero que desde hoy tendría un representante a la altura de los grandes caballeros justicieros de todas las tierras del Señor.

 Salió a todo galope de su hacienda y marchó a buscar la gloria en algún pueblo cercano o lejano. ¡Bah!, eso que importaba; podía recorrer el mundo entero y no sentirse fatigado o asaltado por el hambre, el frío o el calor. Además, había leído en las novelas de caballería que todos los héroes tenían doncellas que bendecían sus hazañas y que los esperaban en algún lugar lejano del mundo, una vez que la justicia se haya impuesto sobre la maldad definitivamente. Cuando se alzara con el triunfo total sobre sus siniestros enemigos, nuestro caballero, don Quijote de la Mancha, podría al fin besar la mano de su doncella; una mano tan blanca como los copos de nieve que caen en la Mancha en los inviernos; tan pura como el agua de los manantiales que brotan de las entrañas de la Tierra; y tan dulce, que su nombre no podría ser otro sino Dulcinea…

“¡Sí, Dulcinea —se dijo—, y vive en el Toboso, aquel lugar increíblemente bello que conocí de niño!”.




TRABAJO ESCRITO PARA EDITORIAL ARSAM EN 2011. © TODOS LOS DERECHOS DE AUTOR RESERVADOS.ADQUIERE LA VERSIÓN COMPLETA E ILUSTRADA DE ESTA OBRA.

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