martes, 21 de junio de 2011

LUDWIG VAN BEETHOVEN: EL HOMBRE QUE CONVIRTIÓ EN MÚSICA EL SILENCIO (BIOGRAFÍA NOVELADA)

En una tibia primavera del año 1770, la joven María Magdalena Keverich, en una cama modesta, estaba a punto de traer un niño al mundo; tenía mucho miedo a pesar de que la partera y la cocinera la tranquilizaban. Era lógico, temía que pasara lo mismo que con su anterior bebé, quien murió a poco tiempo de nacer. Para colmo de males, Johann, su esposo, no estaba. “seguramente está otra vez bebiendo”, se decía con mucha tristeza. Al fin, entre dolores propios del parto nació el niño. María Magdalena se levantó. El dolor casi ya no lo sentía. La partera le acerco al recién nacido envuelto en una mantilla blanca, y al tenerlo en brazos, dijo María Magdalena: “Se llamará Ludwig, como su abuelo, a mi esposo le dará mucho gusto”.
Ya para entonces Ludwig Van Beethoven (abuelo) se había amistado o por lo menos se había acostumbrado a la  presencia de María Magdalena, su  nuera. Tan es así que aceptó ir al bautizo, del niño, dos semanas después del nacimiento.
-Veo que escogiste mi nombre para el niño, María Magdalena. ¿Tanta amabilidad para alguien a quien detestas? –dijo con ironía el viejo Ludwig.
-¡No lo hago por usted, señor! -respondió María Magdalena en medio de una tos seca que le venía de lo hondo del pecho-. Sé que su hijo, mi esposo, lo admira. ¿Qué puede hacer una pobre mujer, la hija de de una cocinera, como usted dice, ante los requerimientos de una de las familias más ilustres de Colonia?
-¡Ya, ya, no te victimices! Toma esto, es para los gastos de mi nieto.
Le había dado veinte florines, una cantidad considerable en la época. Quizás  el viejo Ludwig se había conmovido, ante el estado de salud lamentable de su nuera, como también es probable que hubiera reparado en los problemas  de alcoholismo de su hijo Johann. El hecho es que el nacimiento del pequeño Ludwig había ablandado el corazón del abuelo, siempre receloso con quienes no llevaban el apellido Beethoven de nacimiento, pero vivían en casa.
De pronto sonó el picaporte de la puerta.  Tocaban con violencia.
El pequeño Ludwig se despertó y rompió en llanto. La madre que había hecho lo indecible para dormirlo, se enojó. Ella misma abrió la puerta. Era su esposo.
-¡María, María! ¡Qué linda mujer tengo! ¿Dónde está mi pequeñín?… Ay, míralo, está llorando el pobre. ¡Es por tu enfermedad, seguro! Los niños perciben todo lo malo mejor que los adultos, todo lo que les puede hacer daño lo captan al instante…
-¡Ya no digas tonterías, Johann! – respondió María Magdalena-. Lo que pasa es que lo has despertado con tu modo de llamar a la puerta. ¡Otra vez has venido borracho! ¡Otra vez, Dios mío!  Por el amor que se merece el niño, Johann, ¡no te presentes ante él ebrio otra vez!
-Ya, está bien, mujer –dijo Johann calmándose y haciendo mimos al bebé que ya estaba más calmado-.Estoy contento porque ya han pasado las primeras tres semanas de riesgo de muerte para un recién nacido. Nuestro Ludwig no morirá, como nuestro primer hijo. Está salvo y tendremos en la familia un nuevo maestro de orquesta de Príncipes… O quizás más… Un nuevo niño genio, como aquél que nació hace mucho, allá en Salzburgo, un tal Mozart.
Efectivamente, el niño se salvó, y se salvaron los dos siguientes dos hijos que tuvieron la pareja, Carl y Johann. Pero la salud de la madre empeoraba. Por otro lado, el  día en que el pequeño Ludwig cumplía tres años, su abuelo dejó de existir. Todos estos hechos afectaron mucho a Johann, tenor y músico de la corte, quien se refugió más en el alcoholismo deteriorando así su capacidad para componer y ejecutar piezas musicales.
El pequeño Ludwig crecía en soledad, su madre apenas tenía fuerzas para atenderlo en lo más indispensable. Johann, conservando el carácter elitista de su padre, no dejaba que su hijo se acerque a otros niños, quería ejercitarlo para que desarrollara un talento precoz, siguiendo la creencia de muchos de que a mayor aislamiento, el genio se templaba. Por suerte había un piano en casa y en la capilla, cuando se lo permitían,  podía  enseñarle al niño a tocar el clarinete y el órgano.
Cierto día Johann  sorprendió a  su hijo tocando sin partitura. Se trataba de una ágil y diáfana improvisación del niño Ludwig, a quien se le veía risueño y hasta contento, muy distinto del niño huraño que conocían sus compañeros las pocas veces que pudo ir a la escuela. Cuando su padre lo oyó, explotó en cólera.
-¡Qué basura es ésa que estás ejecutando ahora! -exclamó Johann, al parecer ebrio.¡Sabes que no soporto eso ! ¡Toca de acuerdo con las notas; de lo contrario, tu manipulación no servirá de mucho!
-Pero, papá, esto es como un ejercicio para mí, es muy divertido
-¿Divertido ? ¡Acaso crees que el piano es un juguete ! ¡No me desesperes Ludwig, no me desesperes, porque…!
-¡Porque qué!  –le increpó María Magdalena a su marido-. ¿Le vas a pegar, acaso? ¡Pégame a mí si quieres, pero al niño…!
La mujer no completó la frase. Una horrible tos la interrumpió y el pequeño Ludwig corrió hacia su madre.
-¿Te sientes mal, mami? –preguntó el pequeño Ludwig.
-No, cariño, todo está bien –respondió María Magdalena, sobreponiéndose a la tos.
-¡Tú eres mi única amiga, mamá! –dijo él.
El pequeño Ludwig hubiera preferido en ese momento que su abuelo aún viviera, él no parecía un dictador, como su padre. Es posible que el abuelo Beethoven fuera un tipo bastante insociable, pero disfrutaba de la música, era un apasionado de la improvisación. Esa noche Ludwig no pudo dormir.
Había noches en que Johann llegaba a casa sumamente extasiado  y se prometía muchos logros con su hijo Ludwig. Pero, pensaba en una buena manera de provocar  a ese niño rebelde, para hacer que explote su talento.
-A ver, Ludwig, apuesto a que no puedes tocar esta sonata en el piano, es sencillísima –decía su padre, mientras la tocaba,  desafiándolo a que lo haga aún más rápidamente.
-Pero Johann –decía su madre-. No presiones al niño  a hacer cosas que no son de su tiempo.
 No hay problema, mamá –replicó el pequeño Ludwig-. Yo puedo.
Y con algo de altivez, mezclada con el infantil deseo de satisfacer a su padre, el niño juntó y flexionó los dedos de sus pequeñas manos –como había observado que hacían los grandes concertistas- y  comenzó a ejecutar la sonata  muy hábilmente, a tal punto que su padre quedó atónito, con la destreza de Ludwig.
-¡Este niño sí que vale oro, ya lo decía yo!- exclamó Johann-. En cuestión de meses, quizás semanas, éste será el nuevo niño genio de esta ciudad y ya nadie se acordará  de ese desabrido niño llamado Mozart.
Para el cumpleaños número siete de Ludwig, su padre organizó un pequeño recital en donde presentaría al niño como el nuevo prodigio musical, ante el público de la ciudad de Colonia. Si bien los músicos resaltaban la gran destreza del pequeño, lamentaban la falta de técnica de Johann y su nula experiencia pedagógica. Sin herir el ego del padre, el músico Christian Neefe se le acercó y le hizo una interesante propuesta.
-Señor Beethoven, la forma en que toca ese niño el piano es genial. Creo que con una educación musical más intensiva, dentro de muy poco tiempo será capaz de hacer sus primeras composiciones. Si usted me lo permitiera, yo podría encargarme de su instrucción…
-¡Claro! ¡Cómo no! –dudó el padre-. Será mejor así.
Johann hubiera querido encargarse personalmente de educar musicalmente a su hijo. Aquello lo afectó excesivamente. “Es necesario”, se dijo. “Además haría falta más que un tenor y violinista de mediano prestigio en la corte del Príncipe. ¡Cómo podría ser mejor que Mozart si tiene como instructor a un músico mediocre como yo!”.
Y Johann se refugió en la copa de vino que tenía en la mano. Ya no se sentía fuerte como para seguir con el recital.  A los cuatro días, Johann van Beethoven  se enteró  por terceros que había sido expulsado de la Orquesta de la Corte, debido a sus problemas con el alcohol.
 A los once años Ludwig había logrado su primera composición: 9 Variaciones sobre una Marcha de Erns Christoph Dressler.  Neefe, a decir verdad no se había imaginado avances tan  prontos, pero con los progresos que había tenido con Ludwig, era probable que el niño se convirtiera en el nuevo Mozart. Ludwig le tenía una confianza casi paternal y a menudo charlaban de preferencias en común.
-Mire, maestro Neefe, ya puedo ejecutar la  Tocata y fuga en re menor de Bach –decía Ludwig, que aún tenía el tono infantil en su voz.
-Sí, ahora veo, muchacho –respondía Neefe-. Creo que ni el mismo Johann Sebastian Bach la hubiera tocado como lo has hecho. Además dicen que antes que él la había compuesto otro músico, pero para violín…
-Eso es imposible, señor… Bach es insuperable.
-Quizás, quizás… Pero dejemos a Bach, después de todo, la duda lo favorece.
Para 1783, cuando el joven había cumplido 13 años. Neefe decide presentarlo al príncipe de Colonia, Maximilian Franz, días después se convierte en músico de la Corte. Allí, visitando a los maestros de capilla de la Corte y entrando en un nuevo círculo social, conocería a Franz Gerhard Wegeler y otros de los que serían sus grandes amigos durante toda la vida.
La relación con sus padres fue haciéndose distante, sobre todo por las nuevas ocupaciones de Ludwig en la Orquesta y el comportamiento cruel del padre, abrumado casi ya por completo por el alcoholismo.
Cuando ya contaba con 17 años, promovido por el conde de Waldstein, su mecenas, con el propósito de hacerse conocer en esta ciudad y recibir clases de Mozart, Ludwig van Beethoven viaja a Viena.
Beethoven hizo su aparición en la capital austriaca como un prometedor joven músico en la primavera de 1787, pero sólo pudo permanecer allí un breve tiempo. Le presentaron a Mozart e interpretó para él. Mozart, considerando que la pieza ejecutada por Ludwig había sido estudiada previamente, se mostró algo frío para con él en sus expresiones de admiración. Observando esto, Beethoven pidió interpretar un tema improvisado e, inspirado por la presencia del maestro que tanto reverenciaba, interpretó de manera que poco a poco fue captando la total atención de Mozart y, acallando a los presentes, éste último dijo enfáticamente, "¡Recuerden el apellido Beethoven, este joven hará hablar al mundo!”.
Desgraciadamente su visita a Viena no duró mucho, pues se enteró de que el estado de que salud de su madre era muy malo; tenía tuberculosis en estado terminal.
-¡Ludwig, hijo! -balbuceaba María Magdalena, con los ojos entreabiertos-. Hemos conversado poco, hijo. Recuerdo que una vez me dijiste que era una buena amiga
-Mi mejor amiga, mamá, o la única que tengo. Desde que el abuelo murió, yo no tengo amigos, aparte de ti.
-Tu abuelo… No era un mal hombre. Sólo que no se llevaba muy bien con las mujeres, menos con una hija de cocinera como yo… En cambio tu padre, tu padre, es un mal…
-¡Ya, mamá!  Olvídate de mi padre ahora. Él está pagando sus errores con lo que sufre. Mira, te prometo que me encargaré de los estudios de Carl y del pequeño Johann. Me están pagando bien en la Corte.
-¡Gracias, Ludwig! ¡Perdóname como madre…! ¡Siempre fui una madre enfermiza! Espero que tú puedas…
Sus ojos se cerraron definitivamente. Ludwig no lloró, pero su alma le quemaba, y eso era peor que el llanto. Cuántas preguntas habían quedado sin responder. Por qué le pedía perdón su madre. ¿Acaso ella temía que Ludwig termine odiando o temiendo  a las mujeres por no haber tenido a una madre sana y vigorosa? No, su madre era una buena mujer, lo sabía.
Acomodó las manos de la madre en el pecho. Besó su frente y preguntó a la criada por su padre. Ésta le contestó que ignoraba su paradero. Entonces decidió quedarse unos días en casa y encargarse de sus hermanos.
Ludwig ya había llegado a la adultez; su rostro había adquirido cierta dureza, que lo hacía parecer algo mayor de lo que era en realidad. Era de estatura baja, de cabello oscuro y abundante, el cual dejaba crecer cubriéndole la nuca y las orejas. Sus cejas eran sumamente pobladas y  sus mejillas comúnmente se sonrosaban, dándole un aspecto saludable. Nunca fue robusto, pero con los años, la delgadez algo enfermiza que presentaba de joven casi desapareció. Para la época posterior a la muerte de su madre, la insociabilidad de Ludwig, aumentó. Se volvió egocéntrico y altanero. Desde su regreso de Austria el Joven Beethoven había perdido la ternura de los primeros años. Eran contados los amigos que entendían su modo de actuar, muchas veces autoritario. Con todo eso, cumplió la promesa que le hizo a su madre de  cuidar de sus hermanos. Vivió en Colonia cuatro años. Tuvo que mantener a sus hermanos, dando clases de piano y violín. A partir de 1788 se incorporó a otras actividades, como violinista de la Corte y de las orquestas de teatro. Fue una época poco productiva para Ludwig. Los temores de suicidio de Johann, el padre, también fue una de las preocupaciones recurrentes en esos años. Hace mucho que se había sumergido en una severa depresión y en una incapacidad para desarrollar actividades manuales e intelectuales.
 A los 22 años Beethoven volvió a obtener del Príncipe la posibilidad de proseguir su educación musical en Viena; meses después moriría Johann van Beethoven, padre de Ludwig, en una miseria económica y moral.
El  conde de Waldstein, su amigo personal,  lo ayudó a relacionarse en Viena, allí Ludwig ganaría nuevos amigos y la estima de la influyente familia von Breuning.
-¿Adónde me ha traído, Conde de Waldstein? –dijo desconcertado Ludwig al cruzar el enrejado de una impresionante mansión.
-Bueno, necesitas relacionarte, hombre, qué mejor relación aquí en Viena que la de la familia von Breuning –contestó el Conde.
En seguida los recibió una mujer de unos cincuenta años de edad, vestía, con una mezcla de elegancia, típica de los estratos sociales altos y de sobriedad, quizás a causa de su viudez. Recibió al Conde con una familiaridad no imaginada y a Ludwig con una afabilidad casi maternal.
-Es un gusto conocerlo, joven –dijo la mujer extendiéndole la mano-. El Conde no se ha cansado en hablarme de usted. Soy Madame von Breuning. ¡Oh, me olvidaba! Tomen asiento.
Y en seguida se sentaron sobre unos sillones elegantísimos.
-También el Conde me ha hablado de su familia, que estar aquí, es como si se estuviera en la biblioteca de Alejandría –respondió cumplidamente el joven Beethoven.
-Mira, muchacho. De Madame von Breuning  jamás oirás una insensatez, como pasa con la mayoría de señoras en nuestra época. Con ella podrás hablar de todo; desde la compleja filosofía de Kant hasta de la audaz literatura del joven Schiller;  además conoce perfectamente el latín y el francés, incluso algunos progresos de la medicina. Así lo atestigua, su propio médico.
-¿Ha terminado usted de halagarme, señor Conde? –preguntó entre sonriente y ruborizada Madame von Breuning-. Soy solamente una mujer que le da sentido a su ocio, nada más, joven Beethoven. Por lo menos así lo diría el ingeniosísimo Goethe, que anda diciendo cada cosa de los nobles...
-¿Goethe? ¿Conoce usted al poeta Goethe? Me encanta ese señor-exclamó Beethoven-, es agudo, sobre todo en ese modo en que deja en ridículo ciertos comportamientos de los nobles y su aproximación a las ideas revolucionarias de Francia.
Madame von Breuning y el Conde se incomodaron. Trataron de llevar la conversación hacia otro plano. Hubo un silencio largo, hasta que por fin lo irrumpió, la anfitriona.
-Tengo un piano que recién acabo de mandarlo afinar. ¿Le parece si nos deleita, joven Beethoven?
-¡Cómo no! –contestó congratulado Ludwig.
Desenrolló una partitura, que había llevado consigo, la acomodó sobre el piano y comenzó lentamente a ejecutarla. Era la primera vez que la tocaba en público  y tanto el Conde como Madame von Breuning, celebraron el virtuosismo y el ingenio de Beethoven. Sin embrago ocurría algo; el joven apenas podía escuchar la melodía en el piano, era como si su capacidad para oír hubiera disminuido. Esto lo había sentido antes, pero ahora, a los 22 años lo percibía como algo que iba aumentando. No pudo más y detuvo la pieza.
-¡Qué pasó, Ludwig! ¡Por qué te detuviste! ¡Estaba estupendo! – preguntó el Conde con preocupación.
-No es nada, es sólo que tuve un mareo y sentí que desentonaba – replicó Beethoven.
-Bueno, bueno. Ya habrá tiempo para que nos agrades en el piano -dijo  Von Breuning-. Creo que llaman a la puerta.
 La criada se apresuró hacia la puerta.
-Es su hija, señora. Está acompañada del señor Haidyn –se dirigió la muchacha a la anfitriona.
-¡Oh sí! ¡Tráelos hasta aquí! Me había olvidado de hablarles de mis hijos, joven Beethoven. Son unos primores: el mayor se llama Stephan, que promete ser un gran médico, los que les siguen Christoph, Lorenz y la menor, que se llama Helen, como yo; mujer de letras. Ha traducido algunas obras de Shakespeare al alemán. ¡Allí vienen...!
Reconoció al maestro, a Haidyn. Su abuelo e incluso su padre le habían hablado de él casi como de un dios. El mismo Ludwig había ejecutado sus sonatas desde niño. Ahora  él estaba allí. Ya era un aciano.
-Oh Madame Von Breuning, veo que muchos la visitamos hoy –añadió Haidyn con cierta timidez. El Conde y Beethoven se pusieron de pie.
-Sí. Permítanme presentarlos. Joven Beethoven, quizás no lo conozca personalmente, pero es muy probable que haya interpretado su música. Él es el maestro Joseph Haidyn. Joseph, él es un joven músico que viene de Colonia, su nombre es Ludwig van Beethoven.
Se estrecharon la mano. Ludwig miraba al viejo Haidyn  y veía en él algo del abuelo Beethoven.
-Y ella, joven Beethoven -continuó Madame-, es Helen, mi hija. Tiene la esbelta fisonomía de mi fallecido esposo, pero mi implacable propensión a leer y escribir.
-Mucho gusto en conocerlo, joven Beethoven –dijo Helen-. De modo que usted es músico. ¿Sabía que la música es la poesía que no puede decirse con palabras?
Beethoven contestó el saludo, pero más se dedicó a escrutar a la jovencita. Era la primera vez que veía a una mujer y percibía algo que le inquietaba. Su cabello era castaño, muy cercano a ser rojo, sus ojos muy grandes y azules eran como dos abismos que al final de ellos se estremecían aguas inquietas. Era de aspecto frágil como lo había descrito su madre, pero sus formas femeninas delineaban una belleza delicada.
-Madame Breuning invitó a todos a sentarse, mientras el maestro Haidyn era acosado por ella misma para que interprete unas de sus sonatas en el piano.
Cuando el maestro Haidyn se sentó frente al instrumento, Ludwig escuchó las melodías que de niño lo estremecían, eran hermosas, como los monumentos de Roma o como las catedrales europeas. Pero era una belleza como fuera de tiempo. Sentía que le faltaba actualizarse al momento que se estaba viviendo.  Haidyn, como la mayoría de músicos de este tiempo, ejecutan cuartetos, sonatas o sinfonías festivas, cuando las tropas de Napoleón arrasaban Italia y amenazaban Viena. Eso era absurdo, no había concordancia entre lo que se tocaba y lo que se sentía en ese momento ¡Era un himno a la hipocresía! Sí, eso; pensaba Beethoven.
Aplaudieron todos al maestro, quien en medio de los halagos, se animó a proseguir, no sin antes hacer un entremés mientras los presentes degustaban unos bocadillos y de unas copas del delicado vino de Jerez.
Beethoven sintió que le tocaban en el hombro. Se volteó con mucha violencia, pensando que alguien lo había hecho en son de provocación.  Vio la mano de Helen asustadiza suspendida en el aire.
-Sí, yo lo toqué. Discúlpeme –se excusó ella-. Pero lo había visto muy pensativo, mientras el maestro Haidyn estaba en el piano. Pensaba en algo que le causaba indignación ¿verdad?
Beethoven se estremeció ante la manera en que la jovencita había intuido sus pensamientos.
-Sí, pero es algo sin importancia –contestó secamente Ludwig-. Además a un hombre como yo, cuatro, de cinco cosas en que piensa, les producen indignación.
-Pero en este caso se trata de algo que ha ocurrido aquí –dijo Helen-. Yo lo he observado anteriormente y se sentía a gusto. Quizás no sea de su agrado lo que toca el maestro Haidyn; o mejor dicho, acaso usted crea que lo que él interpreta no va con el tiempo; es por eso su enojo ¿verdad?
-Algo así -contestó Beethoven sonrosado-, pero ¿cómo ha llegado usted a ese razonamiento?
-Mire, sé bastante, más de lo que usted piensa acerca de lo que llaman ‘revolución del arte’. ¿Ha oído hablar usted del Romanticismo?  Lo forman hombres que están en desacuerdo con los con algunas costumbres en la nobleza y sobre el poder que ejercen. No quieren monarquías y apoyan a Napoleón y a las fuerzas de Francia. Mi madre dice que yo estoy contaminada de literatura romanticista, pero la verdad es que no creo que todos sean tan radicales, la mayoría de ellos son amigos de condes y marqueses. Pero es divertido lo que piensan o sienten. Usted podría congeniar en muchas cosas con ellos, hasta me recuerda a Goethe, si desea se lo presento.
-¿Goethe? –preguntó con asombro el joven-. Sería un gusto conocerlo… Pero, pensándolo bien, creo que sería mejor conservar al Goethe que conozco por mis libros, quizás el real acabe por desilusionarme.
-Como quiera usted –contestó Helen con cierta tristeza.
 Cuando acabó el pequeño recital de Haidyn todos aplaudieron y abrazaron al viejo músico vienés. Era muy tarde y todos procedían a despedirse de la viuda von Breuning. El conde Waldstein había coordinado con Haidyn unas lecciones de contrapunto para el joven Ludwig. El compromiso fue aceptado por Ludwig, pero muy en el fondo creía que no progresaría mucho con Haidyn. Sin embargo Madame von Breuning y su hija Helen juzgaron bien dichas lecciones.
El maestro Joseph Haidyn promediaba los sesenta años. Había sido el creador del Cuarteto para cuerda, a mediados del siglo XVIII y uno de los primeros compositores de sinfonías. Era incuestionable su autoridad musical. Y tal como lo había sugerido el conde de Waldstein, si a alguien había que recurrir, para perfeccionar la técnica, era a él.
En el otoño del año 1892 se iniciaron las lecciones de contrapunto de Beethoven con Joseph Haidyn. No fue un buen inicio, por la incompatibilidad en el modo de ver la música que tenían ambos.
-La música viene de Dios y va hacia Él –afirmó el maestro Haidyn.
-A mí me parece que va hacia el oído que la quiera oír –replicó Beethoven.
- ¿Y no crees que el don de oírla o saberla comprender nos lo da Dios?
-¡No desearía hoy lecciones de teología, maestro Haidyn, así que pasemos a lo musical!
Las lecciones de contrapunto que Haidyn impartía a Beethoven fueron tensas; tanto por el deseo de este último de no ser considerado alumno del primero, como del propio Haidyn, de no verse igualado o superado por el virtuosismo del joven Beethoven. Se quejaba a menudo de que había poco que aprender de ese señor y buscó algún maestro del cual pueda instruirse más. Por fin, por medio del abate Gelinek, pudo conocer a Johann Schenk, que finalmente sería una especie de maestro paralelo. Schenk se extrañaba por algunos errores que percibía en los errores que percibía en los ejercicios de contrapunto que había aprendido Beethoven de Haidyn.
-¿Pero de quién has aprendido este ejercicio de contrapunto?
-Me los dicto mi maestro, Joseph Haidyn…-contestaba con desenfado Beethoven.
-¿Haidyn? No lo creo. Pero bueno, comencemos. Hay que corregir aquí…
Y Schenk comenzó a modificar el ejercicio.
-Mira, el problema ya está resuelto. Por favor, no hagas que se entere tu maestro que otra persona lo está corrigiendo –suplicó Schenk.
Pero en el encuentro siguiente que tuvo con Haidyn,  Beethoven hizo notar que el ejercicio que le había impartido estaba errado.
Fue tan clara la equivocación de Joseph Haidyn que se ruborizó y sintió que el joven trataba de hacer burla de él. No dijo una sola palabra. Sólo siguió con sus  lecciones.
Pero el mismo Beethoven notó que estas equivocaciones no se debían a la falta de técnica de Haidyn, sino a la falta de motivación en su enseñanza y su distracción en otras actividades. La muerte de Mozart, uno de los mejores amigos de Haidyn, y de una amiga llamada Marianne von Gensinger, lo afectaron mucho. Además,  se distraía, mientras pensaba en su posibilidad de retornar a Londres, lugar preferido por él, y en sus romances repentinos.  Sin embargo, finalmente Haidyn sí logró instruir a Beethoven, aunque no fuera en contrapunto, sino en la  transmisión de todo ese legado musical de Mozart y el suyo propio a Ludwig van Beethoven.
Hacia agosto de 1795 Haidyn viajaba a Londres dejando  a cargo de sus lecciones a Beethoven al renombrado pedagogo Johann Georg Albrechtsberger. Pero, la dificultad de Beethoven para reconocer el mérito de sus maestros no se limitaba a Haidyn. Tanto él, como Albrechtsberger, apreciaban mucho a Beethoven, pero compartían una opinión acerca de sus hábitos de estudio: decían que Beethoven era tan obstinado y autosuficiente que tenía que aprender muchas cosas en la dura experiencia, la que rehusaba aceptar cuando se la ofrecían como tema de estudio. Sin embargo, cuando se le increpaba al joven Beethoven sobre este supuesto comportamiento, decía: “Con hombres que no creen en mí, no puedo ni quiero asociarme”.
Cuando alcanzaba los 25 años, Beethoven hizo su primer concierto como profesional en Viena. Posteriormente realizaría una gira en ciudades como Praga, Dresde, Leipzig, Berlín y Budapest. Su producción fue reconocida por la Iglesia, los Príncipes y las cortes, que se disputaban su exclusividad y actuaron como sus mecenas. A tanto llegaba su poder y arrogancia que por ese tiempo Karl von Lichnowsky, uno de sus mecenas, en una reunión privada con él, le ordenó que se sentara al piano, a lo que Ludwig van Beethoven respondió: “Usted es príncipe por azar, por nacimiento; en cuanto a mí, yo soy por mí mismo. Hay miles de príncipes y los habrá, pero Beethoven sólo hay uno”. von Lichnowsky,  lejos de enojarse, quedó asombrado por la frase del músico y celebró en silencio su arrebato de rebeldía.
En el año 1800  Beethoven había alcanzado fama como compositor. Impartía clases a señoritas aristócratas con las que en algunos casos sostenía cortos romances. Fue un tiempo bastante productivo para la composición de sonatas, las cuales recorrían la gama total de sentimientos: la pasión, el ensueño, la exuberancia, el heroísmo, la solemnidad, la nobleza y el drama.
Los editores extranjeros se interesaban cada vez más en sus obras (que sin duda habían tenido excelente venta), y de ese modo Beethoven  fue consciente de su importancia, que comenzaba a extenderse hacia otros lugares, y quizás entrevió también las posibilidades de la inmortalidad. El año 1801 presenció la más abundante cosecha de publicaciones, tanto por la cantidad como por el alcance musical, de su carrera hasta ese momento.
Por esa época había un compositor alemán, llamado Daniel Steibelt, quien había realizado una gira exitosa por Europa. Cuando llegó a Viena retó a un duelo musical a Beethoven en el palacio del príncipe Karl von Lichnowsky. Se hizo muy popular ese evento sobre todo por la destreza e ingenio mostrados por Ludwig en ese encuentro con Steibelt: Beethoven mientras, ejecutaba sus composiciones interpretaba luego las partituras de Steibelt, modificándolas al mismo tiempo que las iba tocando. Causando así la humillación de dicho músico, quien se prometió no volver a regresar a Viena.
Sea cual fuere la persona que lo escuchaba, Beethoven sabía provocar en el oyente un efecto tal que a menudo todos los ojos se humedecían y muchos terminaban en sonoros sollozos; pues había algo maravilloso en su expresión, además de la belleza y la originalidad de sus composiciones y el estilo exaltado con que las expresaba. Después de concluida una improvisación de esta clase, rompía en sonoras risas y se burlaba de sus oyentes a causa del sentimiento que había provocado en ellos. ¡Tontos!”, decía... ¡Quién puede vivir con estos niños malcriados!.
Todo parecía correr en favor de Beethoven, sin embargo a los 31 años, su sordera había avanzado mucho. En Mayo de 1802, y por recomendación del Doctor Johann Adam Schmidt, Beethoven se trasladó a Heiligenstadt para descansar en la temporada de verano, como era siempre su costumbre y como lo fue a lo largo de toda su vida.
El verano en el campo, era una etapa anual que Beethoven necesitaba de forma imprescindible.  Añoraba la naturaleza, la sensación de libertad, las caminatas por senderos de bosque, etc.  Era también muchas veces el período del año en el cual aparecían sus ideas musicales. Las anotaba en sus innumerables cuadernos de apuntes, y usaba el invierno en Viena para pasar en limpio y terminar, las obras que habían surgido durante el verano.
Ese año en particular, Beethoven estaba atormentado por el aumento de su sordera. Tenía ya la sensación de que era una enfermedad que no lo iba a abandonar fácilmente, y  sentía amenazada toda su vida por ella.  La indicación del doctor Schmidt, abría una esperanza de que con soledad y silencio que una temporada en el campo podría descansar su oído, y recuperar su salud.
Heiligenstadt era en ese momento un  pequeño pueblo separado de Viena. Un lugar al cual se tardaba en llegar no pocos minutos, si se iba en carruaje.

Deprimido y ya incapaz de esconder su afección creciente, el 6 de Octubre de 1802, Beethoven escribió un documento que guardó luego cuidadosamente, y que fue llamado después ‘El Testamento de Heiligenstadt’.
En este conmovedor documento, Beethoven revelaba su enfermedad y su angustia frente a la misma.  El escrito tiene una cualidad emocional verdaderamente impactante, incluso para un lector desapasionado.

Para mis hermanos Carl  y Johann van Beethoven:
¡Oh, hombres que me juzgarán malevolente, terco e insociable! ¡Cuán equivocados están! Desde mi infancia, mi corazón y mi mente estuvieron inclinados hacia el tierno sentimiento de bondad, inclusive me encontré voluntarioso para realizar acciones generosas. Pero reflexionen en que hace ya seis años , me he visto atacado por una dolencia incurable, agravada por médicos insensatos, estafado año tras año con la esperanza de una recuperación, y finalmente obligado a enfrentar, en el futuro, una enfermedad crónica, cuya cura llevará años, o tal vez sea imposible.
Nacido con un temperamento ardiente y vivo, hasta incluso susceptible a las distracciones de la sociedad,  fui obligado tempranamente a aislarme, a vivir en soledad, y cuando en algún momento traté de olvidar,  fui duramente forzado a reconocer la entonces doble  realidad de mi sordera, y aun entonces, era imposible para mí, decirle a los hombres, “¡habla más fuerte!, ¡grita!, porque estoy sordo”.
Cómo era posible que yo admitiera tal deficiencia de un sentido que en mí debería ser más perfecto que en otros, un sentido que una vez poseí en la más alta perfección, una perfección tal como pocos en mi profesión disfrutaban… Perdónenme el día en que los abandone, pues a pesar de que me agradaría estar con ustedes, mi desgracia es doblemente dolorosa porque forzosamente ocasiona que sea incomprendido. Para mí no puede existir la alegría de la compañía humana, ni los refinados  diálogos, ni las mutuas confidencias, sólo me puedo mezclar con la sociedad un poco cuando las más grandes necesidades me obligan a hacerlo. Debo vivir como un exilado, si me acerco a la gente un ardiente terror se apodera de mí, un miedo de que puedo estar en peligro de que mi condición sea descubierta…Así ha sido durante el año pasado que pasé en el campo, ordenado por mi inteligente médico a descansar mi oído tanto como fuera posible, en esto coincidiendo por mi natural disposición, aunque algunas veces quebré la regla, movido por mi instinto sociable.
 Pero qué humillación sentía cuando alguien se paraba a mi lado y escuchaba una flauta a la distancia, y yo no escuchaba nada, o alguien escuchaba cantar a un pastor, y yo otra vez no escuchaba nada, estos incidentes me llevaron al borde de la desesperación, un poco más y hubiera puesto fin a mi vida.
Sólo el arte me sostuvo. Incluso me ha parecido imposible dejar el mundo hasta haber producido todo lo que yo siento que estoy llamado a producir, y entonces he soportado esta existencia miserable, verdaderamente miserable, una naturaleza corporal hipersensible a la que un cambio inesperado puede lanzar del mejor al peor estado.
¡Paciencia!… Está dicho que ahora debo elegirla para que me guíe, así lo he hecho, espero que mi determinación permanezca firme para soportar todo esto, hasta que el inexorable  destino le plazca cortar el hilo. Quizás mejore, quizás no, estoy preparado para todo.
  Estoy forzado ya a mi edad a volverme un filósofo, ¡no es fácil! Y menos fácil para el artista que para otros… Tú, Dios, Tú que miras dentro de lo profundo de mi alma, Tú sabes, Tú sabes que el amor al prójimo y el deseo de hacer el bien, habitan allí…
¡Oh, hombres, cuando algún día lean estas palabras, piensen que han sido injustos conmigo,  y dejen que se consuele algún desventurado al descubrir que hubo alguien semejante a él, que a pesar de todos los obstáculos de la naturaleza, igualmente hizo todo lo que estuvo en sus manos para ser aceptado en la superior categoría de los artistas y los hombres dignos!
Ustedes, mis hermanos Carl y Johann,  tan pronto cuando esté muerto, si el Dr. Schmidt aún vive, pídanle en mi nombre que describa mi enfermedad y guarden este documento con la historia de mi enfermedad de modo que en la medida de lo posible, al menos el mundo se reconcilie conmigo después de mi muerte. Al mismo tiempo los declaro a los dos, como herederos de mi pequeña fortuna (si puede ser llamada de esa forma), divídanla justamente, acéptense y ayúdense uno al otro. Cualquier mal que me hayan hecho, lo saben bien,  hace tiempo que se lo he perdonado. A ti, hermano Carl te doy especialmente las gracias por el afecto que me has demostrado últimamente. Es mi deseo que las vidas de ustedes sean mejores y más libres de preocupación que la mía. Recomienden la virtud a sus hijos, sólo ésta puede dar felicidad, no el dinero, hablo por experiencia. Sólo fue la virtud la que me sostuvo en el dolor, a ésta y a mi arte solamente debo el hecho de no haber acabado mi vida con el suicidio.
Adiós, y quiéranse uno al otro. Agradezco a todos mis amigos, particularmente al Príncipe Lichnowsky y al Profesor Schmidt. Deseo que los instrumentos del Príncipe sean conservados por uno de ustedes, pero que no resulte una pelea de este hecho, y si no pueden servirles de mejor fin,  entonces véndanlos,  que me sentiré contento si puedo serles de ayuda desde la tumba.
Con alegría me acerco hacia la muerte. Si ésta llega antes de que tenga la oportunidad de mostrar todas mis capacidades artísticas, habrá llegado demasiado temprano, no obstante mi duro destino, es probable que yo desee que tarde en llegar. Pero aúnen el caso contrario estaré satisfecho. Me liberaré entonces de mi interminable sufrimiento.  Venga cuando venga, la recibiré con valor. Adiós y no me olviden completamente, cuando ya esté muerto; merezco eso de ustedes, habiendo yo pensado en vida tantas veces acerca de cómo hacerlos felices, séanlo ustedes.
Heiglnstadt
Octubre 6, 1802         Ludwig van Beethoven.
Beethoven jamás entregaría esta carta a sus destinatarios, las guardaría entre sus papeles privados durante el resto de su vida y sólo sería descubierta y publicada muchos años más tarde.
De igual modo y en un tono parecido, un año antes había dirigido una carta a su amigo de adolescencia, el médico Gerhard Wegeler, en ella detallaba su deteriorada salud, la incomprensión de quienes lo rodeaban, su nostalgia por Colonia  y, desde luego, la injusticia de su sordera siendo él músico.
Al parecer las cartas tenían un sentido descriptivo, pero la constante referencia que hace él hacia su probable suicidio es contradictoria. Quizás, más que suicidarse, deseaba ser entendido mediante  un lenguaje poético y dramático, mostrar por medio de una carta una carta toda su sensibilidad, su ternura opacada por esa aparente arrogancia con la que se dirigía a veces. Así también, deseaba comunicar las terribles consecuencias de su aislamiento al que se le obligó en su niñez.
Pasados esos primeros años poco productivos y alejados de los conciertos, Beethoven tuvo un nuevo periodo de florecimiento musical. Parece ser que su propio virtuosismo y sobre todo el afán de hacer nuevas composiciones fortalecieron el ánimo de Beethoven. A finales de 1802 regresó a Viena y se dedicó a impartir clases de piano.
El carácter de sus composiciones había cambiado, de ser fresco y ligero se había transformado en épico y vehemente. Era lógico; en Europa un conjunto de potencias monárquicas enfrentaban el embate de Francia en revolución. Pertenecen a ese tiempo las siguientes composiciones: Sonata para piano nº 8 o patética y la nº 14, denominada claro de luna y la sinfonía nº 3, llamada la heroica, ésta última inicialmente se llamaba Sonata para Napoleón, un gran hombre, pero cuando le dijeron que había invadido Austria, tachó el nombre Napoleón de la Partitura. “¡Vaya, este tipo había sido tan ruin como los que llevan peluca! ¡También él pisoteará ahora los derechos del hombre!”, exclamó.
Beethoven había admirado a Napoleón, como a un héroe libertador del absolutismo europeo, pero jamás lo imaginó como Emperador, tan igual  al de Austria y a otros, que a pesar de las adulaciones, siempre prefería evitar. Por eso, cuando las tropas de Napoleón alcanzaban Austria, la nobleza vio, equivocadamente, en el Beethoven que había despreciado a Napoleón, a su defensor.
Por aquel entonces había impartido lecciones de piano a dos hermanas nobles; Josephine y Therese von Brunswick, eran jóvenes que desde un inicio habían mostrado su interés por Ludwig, incluso competían entre ellas para captar mayor atención de él: sin embargo, el recato que debían mantener, por su condición, les impedía ser más audaces, sobre todo a Josephine que había enviudado tempranamente del conde Joseph Graf Deym. Por otro lado, Therese, al no serlo, tuvo más suerte y mantuvo relativamente ocultas sus aspiraciones para con Ludwig; hasta que se llenó de valor para declararle sus sentimientos. Pero Beethoven, pese a que la correspondía en su amor, tardaba en dar una respuesta. Al fin, una mañana de los últimos días del verano del año 1807, acordaron que por la noche abandonarían Viena y se irían a vivir al este de Austria; se encontrarían en la esquina que daba a la Catedral de Stephansdom.
Esa noche Beethoven tardó en llegar, pero finalmente Therese logró identificar  en la oscuridad su a lo lejos su silueta y su modo sinuoso de andar.
-¡Ludwig, mi amadísimo Ludwig! –dijo con alegría Therese-. Por fin llegaste. Pensé que nunca vendrías. Es noche clara, mira. Podemos irnos hoy mismo, o mañana, si tú lo deseas. No me importa hacia dónde sea. Seré feliz contigo.
-Therese. Yo no puedo –contestó gravemente Beethoven-. No soy como tú, ni como nadie. Sólo te haría infeliz. Lo siento. También yo te adoro, pero ni hoy, ni nunca  iremos a ninguna parte… Vamos, te acompaño a casa. Le dirás a tu padre que fuiste a la Catedral, a rezar, sí, a rezar, pues te sentías mal. O si lo prefieres, diles que fue mi idea, que te seduje y te induje a escapar de tu casa… Ya no importa.
-¡Cómo dices! –exclamó horrorizada y llorosa Therese-. ¡Quieres que me vuelva a casa como si nada hubiera pasado! ¡Eso quieres, Ludwig! ¡Eres un miserable! ¡Lárgate! Yo haré el viaje sola, así sea al infierno. ¡Eres un cobarde! ¡Un músico cobarde!
Entonces ella se echó a correr.
 Beethoven sentía el desaliento de alguien que no había podido cumplir su palabra. No tanto por los reproches de ella, pues casi ya no oía, sino porque sentía que ese comportamiento cada día lo sumía cada vez más en la soledad. Además los buenos sentimientos hacia ella se mantuvieron intactos siempre; a menudo, buscaba noticias sobre ella. Un día se enteró que había partido a Hungría. De allí no regresaría nunca; Therese Brunswick se consagraría a la creación y tutela de orfanatos.  
Beethoven, había sido sincero en lo que había dicho a Therese. No se sentía capaz de dar felicidad a alguien. Su temor por las relaciones amorosas tenía su explicación en la tensa vida familiar de sus padres; siempre había sido testigo del maltrato físico del que era víctima María Magdalena, su madre y él mismo como producto de esa relación matrimonial.
A diferencia de Mozart, que acabó en la miseria, Beethoven tuvo muy importantes ingresos por las publicaciones de sus partituras y por los mecenas que lo protegían. Además, cuando ya era conocida su sordera y él aprendió a aceptarla, la nobleza le asignó una pensión anual. Así, Beethoven tuvo mucho más tiempo para dedicarse a sus composiciones musicales. Había conseguido tanto por ello como por las ediciones de sus composiciones, ser el primer músico relativamente independiente, es decir, no  era un empleado más de la Corte.
Por ello, quizás en los años siguientes, Beethoven incrementó su actividad creadora y compuso muchas obras, entre ellas, su única Ópera: Fidelio, la Misa en do mayor la Quinta Sinfonía, la Sinfonía Pastoral, la Obertura Coriolano y la bagatella para piano Para Elisa.
La ocupación napoleónica en Austria hizo alguna mella en las presentaciones de Beethoven, por lo que éste estaba decidido a trasladarse por un tiempo a Holanda, pero gracias a sus protectores, entre los que estaba el príncipe Lobkowitz, lograron mantener al músico en Viena ofreciéndole una atractiva compensación.
Durante aquella época Beethoven se dedicó mucho a escribir. Pasaba bastante tiempo  en su casa de Schwarzspanierhaus. Al fin, una tarde un evento lo sacaría de su cotidianidad.
-¡Señor Beethoven, señor Beethoven! –dijo de pronto la criada-,  la espera en la puerta una señora que se hace llamar Madame Wegeler.
-¿Madame Wegeler? ¿Quién es ésa? ¿Acaso una pariente de mi amigo Gerhard? ¡Ah para qué habrá venido! ¡Hazla pasar!
Estaba comenzando una alentadora carta a su hermano Carl, diciéndole que tenía intenciones de ir a Colonia. Pero fue interrumpido por una voz tan aguda que pudo oírla claramente, pese a su sordera muy avanzada.
-¡Ludwig! ¿Acaso no me recuerda?-sonrió ella y se puso frente a Beethoven esperando que la descubriera.
-¡Oh Pero si es usted, Helen von Breuning, la señorita que llegó con Haidyn! -exclamó con sorpresa el músico.
-No, ahora soy Madame Wegeler. Gerhard y yo nos casamos hace tres años…
El semblante de Beethoven se desencajó ante la noticia  –no necesitó que se lo digan otra vez, ya que Ludwig sabía leer los labios-. Él sólo la había visto una noche, aquella en que había intuido lo que pasaba por la cabeza de Ludwig, mientras Haidyn tocaba el piano;  pero lo abatía la noticia. Es cierto, le agradaba la coincidencia de que su gran amigo de adolescencia y ella se hayan casado, pero Ludwig había pensado que una mujer así, tan discordante con su sociedad, tan libre, jamás se casaría.
-¡Querido Ludwig! Aún no le he dicho por qué estoy aquí. Bueno, se trata de algo que me entusiasmó, pero que jamás llegó a realizarse. Más por obstinación suya que por mi poco esmero. Hoy tenemos a Goethe en Viena… Bueno, no exactamente en Viena sino en el pueblo de Treplitz.
-¡Y qué hace Goethe cerca de Viena! ¿Vino con Napoleón?- replicó con sarcasmo Beethoven.
-Sólo prométame que iremos mañana. Él ha aceptado la entrevista, Ludwig.
En realidad a Beethoven le interesaba muy poco conocer personalidades de la literatura o de otras artes. Desde el desencanto que le produjo Napoleón no había vuelto a sentir admiración por alguien. Pero allí estaba Helen, que creía una necesidad de la historia el  reunir a dos hombres impredecibles en su voluntad y en su genio.
Era ya el día siguiente. Ludwig Había ordenado muy temprano al cochero que preparara el viaje hacia la estancia de Goethe desde, pero Helen, fascinada por el radiante sol de ese día, lo convenció para hacer el camino a pie. Tardarían menos de una hora y de paso aprovecharían ese momento para charlar. Helen le hablaba de Wegeler, su esposo, quien había salido de Viena, pero que había encargado a Helena el decirle a Ludwig que acudiera a la casa de un amigo suyo inventor llamado Johan Mäzel, pues se había inspirado en Beethoven para inventar algunos aparatos para contrarrestar la sordera.
El camino hacia Treplitz era llano. A Goethe le gustaba la campiña cada vez que llegaba a Viena, pero ésta no estaba muy lejos del centro de la ciudad.
Helen detuvo su paso dando a entender que aquella casa era la estancia de Goethe. Beethoven en ese momento tuvo grandes deseos de regresarse a Viena, consideraba absurda la visita. 
-Aquí es. Espérame. Voy a llamar  a la puerta.
Salió al llamado la criada y Helen le hizo una señal a Ludwig para que  entraran en la casa. Al entrar vieron a Goethe; tendría él unos cincuenta años, vestía con un frac azul, un chaleco amarillo, unas calzas o pantalones ceñidos y unas botas en forma de embudo. Ése era Goethe, el que su fama había traspasado, Alemania, Austria, Inglaterra, Francia; al que el mismo Napoleón había leído con fervor. Pero, al examinarlo el músico encontró que su vestimenta desmentía lo que proclamaba su literatura, ese espíritu invencible de libertad, no estaba en ese traje. Beethoven recordó su adolescencia, cuando había leído Werther, la primera novela de Goethe y sintió el desmoronamiento de quien había sido su escritor preferido. Se saludaron.
-¡Señor Beethoven -exclamó el escritor-, el gran Mozart alguna vez me ha habló de usted!  ¡Es un músico genial! Es un gusto tenerlo aquí. Lo envidio, aun cuando algunos me llenen de halagos diciéndome “eres una gran poeta”, porque la poesía jamás puede más que la música. La poesía es sólo la aproximación verbal al ritmo de la naturaleza, al canto de las aves…
-Es posible, señor Goethe –contestó Ludwig-, pero si uno fuera sordo, la poesía sería el mejor reemplazo de la música.
Y cuando dijo aquello Beethoven sintió una amargura en su alma. Quería ser irónico consigo mismo, pero el temor de quedarse sordo por completo pudo más.
Percibiendo una conversación que se volvía melancólica, Helen sugirió un paseo por la ciudad. Ambos aceptaron.
Al llegar a una de las calles principales vieron un gran coche que al parecer, llevaba a una personalidad importante. Finalmente, una mujer, finísimamente vestida salió de él y empezó a hacer sola el camino, escoltada por algunos hombres. Se dirigía al gran teatro de la ciudad que estaba muy cerca. Era la Emperatriz de Austria.
Al  estar a unos pocos pasos de ella y su corte, Goethe se hizo a un lado y le hizo una reverencia quitándose el sombrero; Beethoven, en cambio, siguió de largo y sin desviar su camino, fijó bien el sombrero en su cabeza, lo cual era una ofensa a la Emperatriz. Cuando ésta hubo cruzado del todo, Beethoven no pudo ocultar su disgusto por la sumisión de Goethe.
-¡Vaya señor Goethe, usted sí que se comporta como un lacayo!
Ese día tuvo una gran discusión con Helen, sobre ese incidente.
-¡Ludwig, exijo una explicación del comportamiento que tuvo en Treplitz! ¡No me parece correcto lo que ha hecho!
-¡Pero entonces qué es lo correcto! ¿comportarme como tu amigo Goethe? A Goethe le gusta demasiado el ambiente de la Corte; le gusta más de lo que puede convenir a un poeta.
-Sólo sé que está enloqueciendo, Ludwig. Quizá sea usted más bonapartista de lo que cree.
Fue la última vez en que se vio con Helen von Breuning. A  partir de ese evento se hizo más retraído. Esa noche se deshizo de muchas cartas que conservaba aún desde su llegada a Viena, a la par que se repetía una frase: “Para ti, pobre Beethoven, no hay felicidad en el mundo, tienes que crearla en ti mismo. Solamente en las regiones del ideal puedes hallar amigos”.
Al día siguiente se levantó temprano con la idea de visitar a Mäzel, el amigo de Wegeler. La casa del inventor no estaba lejos, de modo que fue allí muy temprano.
-Buenos días maestro Beethoven –saludó sorprendido Mäzel-. Es realmente un gusto verlo por aquí. Le comenté a Gerhard que había creado algunos aparatos con la intención de no perdernos sus geniales composiciones.
-Buen día, señor Mäzel. Si esos instrumentos funcionan conmigo le estaré eternamente agradecido –contestó Beethoven.
-Entonces pasemos, maestro Beethoven.
E ingresaron a un salón amplio lleno de instrumentos jamás vistos.
-Éste es un audífono- afirmó Mäzel-, es capaz de amplificar el nivel de audición en un cincuenta por ciento. Si usted oye muy poco, con él puesto, podrá conversar sin necesidad de leer los labios. De hecho le servirá en sus composiciones y ejecuciones. Este otro es el panarmónico, un dispositivo que permite tocar o hacer sonar varios instrumentos en forma simultánea y armoniosa. Es mi preferido y le predigo un gran futuro. Pero usted seguramente se asombrará con éste último, se llama metrónomo, un aparato utilizado para indicar tempo o compás de las composiciones musicales… Mire usted…
-¡Funciona, por lo menos el audífono funciona!- exclamó Beethoven eufórico, al comprobar que algo lo podía sacar de una sordera casi completa.
Johann Mäzel trabajaba para la corte y su objetivo era  que Ludwig vuelva a componer, más aún cuando había anunciado su sinfonía: La victoria de Wellington. Era importante para la sociedad austriaca que una figura como Beethoven reconozca la supremacía austriaca y monárquica en Europa, ante las tropas napoleónicas.
-¡Sí, funciona el metrónomo, según las indicaciones! Vaya, es maravilloso volver a escuchar; romper el silencio, claro, siempre y cuando sea para mejorarlo.
El 8 de diciembre de 1813 se estrenó la obra con gran acogida en el público de Viena durante el cual se estrenó también la Séptima sinfonía. El éxito colosal del concierto, y en especial de la Victoria de Wellington, parece ser que tuvo mucho que ver con el sobresalto patriótico que recorría Austria por esa época.
Al terminar el concierto, Beethoven abandonó el teatro con la idea de haber compuesto la obra más estúpida de su vida. Sintió por algún momento que su carrera como compositor estaba en decadencia, pero el público estaba tan eufórico con la Victoria sobre Napoleón que cualquier cosa que se hiciera para celebrarla estaba bien.
A los 43 años cumplidos, siguió una racha de desgracias al consolidado músico. Sus patrocinadores estaban en problemas: El príncipe Kinsky había fallecido repentinamente y sus herederos no continuaron cumpliendo las obligaciones que tenía para con Beethoven; su buen amigo, el príncipe Lobkowitz, sufrió quiebra económica que lo imposibilitó para seguir siendo el mecenas de Beethoven. En abril de 1815 Beethoven hace uno de sus últimos conciertos públicos, con el estreno del  Trío Opus 97.

 Pocos meses después recibió la noticia de la muerte de su hermano Carl y entonces viajó a Colonia con el fin de encargarse de la tutela de su sobrino: Allí sostuvo una candente disputa con la viuda de su hermano Carl. En el testamento Carl había establecido como heredero a su hermano Ludwig, pero en la agonía se había desdicho y designó una tutoría conjunta entre él y la viuda.  Sin embargo, Ludwig sentía una irracional antipatía hacia su cuñada. En esos años él se empeñó en culturizar musicalmente a su sobrino, pero éste no se interesaba mayormente por ese asunto. Prefería la compañía de su madre.

En Viena los editores se quejaban de que las obras de Beethoven estaban sobrevaluadas y planeaban disminuir su cotización. Por otro lado, sus constantes comentarios contrarios a la Contrarrevolución habían mellado la popularidad de Beethoven; frases como "Las instituciones sirven para aplastar los derechos humanos" hicieron que los partidarios del Imperio Austriaco, se alejen del músico, lo que permitiría el auge de otros compositores como Gioachino Rossini.
En 1823 en medio de las disputas, hizo los primeros esbozos de la novena sinfonía, la última de sus grandes composiciones; la sinfonía había sido creada bajo la idea de que evoque  la libertad, el espíritu original de la Revolución francesa y la ramificación de ésta en Europa. Para entonces se comunicaba con sus amigos únicamente, por cuadernos de conversación ya que su sordera era total. Si bien recibía dinero desde Viena, era éste en su totalidad destinado a la herencia de su sobrino.
Un Beethoven que superaba los cincuenta años y que estaba bastante abatido por  las enfermedades fue el que se presentó en el teatro de la Corte de Viena para el estreno de su novena y última sinfonía. Todos los nobles y las altas autoridades de Austria habían estado esperando ese día. Beethoven fue largamente aclamado en la que sería su última presentación, pero para él ya todo era silencio: no pudo oír lo que había compuesto. Sólo había viajado para esa presentación. Luego regresaría a Colonia.
Los tres últimos años de la vida de Beethoven fueron realmente penosos. Padecía enfermedades, una tras otra, y salvo algunos amigos, su hermano Johann y su sobrino, no recibía visitas. Al parecer fue en este periodo en el que su sobrino Carl se encariñó con Beethoven. A éste se le veía decrépito, pese a su no tan avanzada edad. En 1826, finalmente Ludwig y su sobrino viajaron a Viena. El camino que siguieron y el transporte eran ciertamente lamentables, tanto que, al encontrar una taberna en la ruta, Ludwig afiebrado y apenas con fuerzas para salir se encaminó a ésta, en la que sólo le ofrecieron agua helada, lo que agravaría su estado.
A la llegada a Viena, Beethoven apenas tenía conciencia de sí mismo. Todos sus antiguos amigos, los que aún vivían,  acudieron a su domicilio de la Schwarzspanierhaus, incluso algunos músicos ingleses que sabían de él por la composición La victoria de Wellington, para expresarle sus deseos de una pronta recuperación, aunque en lo profundo la mayoría supiera del fatal desenlace.
En la agonía recibió la extremaunción. Pronunciaba algunas frases inconexas pero con sentido propio “¡Doctor, cierre las puertas a la Muerte”. “La música volverá a ayudarme en esta hora de necesidad!”.“¡Potencias hostiles, las desafío!, ¡Márchense! ¡Dios está conmigo!”. Luego tendría un breve periodo de lucidez. En éste, se amistó con su cuñada y le pidió que cuide e instruya bien a su sobrino Carl. Y finalmente, le dirigió unas palabras a su hermano Johann: “Hermano, tú pensarás que he sido un canalla, pero cuando llegues a leer algo que escribí hace mucho tiempo para nuestro hermano Carl y para ti, comprenderás lo pesada que ha sido mi cruz. Pero muy a pesar de todo, hermano creo que he hecho cosas muy productivas, el abuelo Beethoven, nuestra madre y nosotros mismos somos testigos de ello”.
 Y al terminar de decir estas palabras a su hermano cerró los ojos.


TRABAJO ESCRITO PARA EDITORIAL ARSAM EN 2011.©  TODOS LOS DERECHOS DE AUTOR RESERVADOS.ADQUIERE LA VERSIÓN COMPLETA E ILUSTRADA DE ESTA OBRA.

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