sábado, 30 de julio de 2011

Rosa de Lima y Martín de Porres, los primeros santos de América





LIMA, DOMINGO DE RAMOS DEL AÑO 1596.


ROSITA, LA PEQUEÑA.


Un profundo aroma a palma de olivo; a incienso y a flores invadía la pequeña Ciudad de los Reyes. En un anda iba la imagen del Señor, triunfante, presto a encarar a la muerte en su larga Pasión que duraría una semana. Una pequeña niña destacaba dentro de la multitud que se aglomeraba con fervor alrededor de aquella procesión.

La niña se llamaba Rosita y tenía 10 años. Se trepó sobre un mediano árbol que le daba una privilegiada visibilidad ante el paso triunfal de Jesús; pero luego, la pequeña se avergonzó de sí misma.


“¿Estoy buscando comodidad en mi encuentro con Jesús? —se dijo—. ¿Cómo es posible que yo haga eso?; ¡no debería ocupar un lugar tan privilegiado como este árbol!”. Y al instante se bajó y corrió hasta su casa, a su escondite secreto en el huerto.


A este escondite secreto la niña iba cada vez que sentía la necesidad de comunicarse con el Señor. Conversaba mucho con Él, por lo que ya se imaginarán la cantidad de horas que pasaba ella en aquel lugar. Este refugio estaba hecho de algunas hojas de plátano que, con ayuda de su hermano, había construido a manera de una graciosa chocita. Contaba con un pequeño altar, y mirando hacia éste, Rosita se sentía en confianza para comunicarse con el Todopoderoso.


Pero de repente, se oyó una voz que al parecer la estaba llamando. Era su madre, doña María de Oliva. Había estado con la niña antes de que ésta trepase al árbol, y luego la había perdido de vista. Con todo, conocía a su hijita y sabía que, de no estar con ella, Rosita debía de estar en casa.

—¡Rosa!... ¿Dónde está Rosita, Mariana? —preguntó doña María a su criada—. ¿La has visto entrar?


—La niña Rosa acaba de entrar no hace mucho en el huerto, doña María —contestó Mariana, la criada.

—Ah… otra vez en su escondite —dijo doña María—. Pero ella sabe que no es bueno que se ponga a orar metida entre esas plantas. Le picarán los bichos y se enfermará. Los animales no distinguen entre cristianos y paganos.

—Pues pareciera que la niña Rosa y todos los bichos han estado rezándole, juntos, al señor, doña María —concluyó la criada—. Ni uno solo la ha atacado en los dos años que lleva aquella costumbre de orar en el refugio del huerto.

—No lo sé, Mariana —repuso doña María—. Pero no me agrada mucho eso del escondite. Para orar, tenemos la iglesia y el oratorio de la casa. ¡Qué necesidad de hacerlo en el huerto, y a solas!

Y vociferó nuevamente, con estruendosa voz.

—¡Rosa!... ¡Rosa!

La niña no contestaba. Era una costumbre que no lo hiciera cuando la llamaban “Rosa” o “Rosita”, pues éste no era su nombre completo. Finalmente, la criada Mariana advirtió:

—Doña María —dijo Mariana—, está olvidando que el nombre completo de la niña es Rosa de Santa María. Así nos lo dijo el padre Pedro de Loayza, ¿Recuerda, señora? Es posible que esté esperando a que usted la llame así para acudir al punto.

—¡Oh sí! —contestó la madre de la niña—, lo siento, hijita…, mi Rosita de Santa María.

Y se escucharon unos pasos que venían lentamente desde el huerto hasta la sala. Era Rosita, Rosa de Santa María. Ni bien la vio doña María, se apresuró a llenarla de abrazos.

—No te enfades por haberlo olvidado —dijo doña María—, felizmente Mariana me lo recuerda siempre. ¿Estás bien?

—Estoy bien, mamá, y no estoy enojada—contestó la niña—, nunca podría enojarme contigo, pues la gratitud a los padres agrada a Dios. Solo que me entristece que me llames únicamente “Rosa”, las rosas por sí solas, aunque son bellas se mueren rápido. Por el contrario, si me llamaran "Rosa de Santa María", como dice el padre Pedro de Loayza, recordaré que mi alma será como una rosa de la Virgen María. Entonces me cuidaré en no echarme a perder, para que María, madre de Dios, vea a su flor sana y llena de vida, digna de su jardín.

—Qué hermoso es lo que dices, hija —se asombró su madre—. Si hasta pareces una pequeña santa, una criatura que habla por inspiración del Señor.

—No, mamá, no soy santa —dijo Rosa, bastante ruborizada—. Solo trato de ser agradable a Dios, nada más, mamá… Si fuera santa no me habría sentido mal ayer que Hernandito se extrañó de mi nombre Rosa.

—¿Cómo que se extrañó? —le preguntó doña María con el ceño fruncido—. ¿Acaso tu hermano Hernando se ha estado burlando de tu nombre?

—No, mamá. Él jamás haría algo como eso conmigo, solo me dijo que jamás había escuchado un nombre igual al mío.

—Hernandito tiene razón, hijita —dijo doña María—. Tu nombre no lo tiene nadie en Lima, pero así quiso Dios que te llamaras. Ya conoces el motivo por el que te llamamos Rosa. Mariana y tu hermana Bernardina son testigos de que así sucedió.

Y su madre le contó a Rosa, una vez más, el porqué de que le hayan puesto ese bello y original nombre. La historia la contaremos a continuación.

La niña no se había llamado siempre “Rosa”, pues la bautizaron con el nombre de Isabel. Así la llamaron hasta que tuvo tres meses de nacida. Pero cierto día sucedió que, mientras Mariana mecía en una cuna a la niña, descubrió su rostro para comprobar si ya se había dormido. Grande fue la sorpresa de la criada cuando la vio tan hermosa, tan rosada, que se parecía en mucho a las rosas que la familia tenía en su huerto y vendía para su propio sustento. No era el rosado natural de la niña, sino uno idéntico al de aquellas bellas flores. Mariana la tomó en sus brazos y para su mayor sorpresa, aquel tono de su piel no era lo único semejante a las rosas, también lo era el aroma que emanaba su cuerpecito.

Mariana, entonces, llamó a doña María y a Bernardina, madre y hermana de la niña, quienes comprobarían el hecho. Las tres quedaron admiradas de ver aquel prodigioso suceso. Doña María la tomó en sus brazos y, lejos de preocuparse, supo que era un mensaje de Dios; Él había ordenado a través de ese milagro, cómo debían llamar a la niña. En ese mismo momento, doña María Oliva prometió al Señor, en adelante, llamar “Rosa” a su pequeña hija.

—Entonces ¿así lo deseó Dios, madre? —se apuró a decir Rosa.


—¡Y así lo queremos todos, hijita! —le dijo su madre.

Y ambas, madre e hija, se dispusieron a tejer los velos que ellas debían lucir en Viernes Santo, a la par que oraban y esperaban la llegada de don Gaspar flores, miembro de la guardia personal del Virrey, padre de Rosa y esposo de doña María.

Entre tanto, a la salida de la iglesia Nuestra Señora del Rosario, hoy llamada Santo Domingo, se hallaba conversando el padre Pedro de Loayza con don Gaspar Flores, el padre de Rosita.

—¡Qué nuevas me trae, don Gaspar! —decía el sacerdote—. ¡Qué me cuenta de su cristianísima familia y de la angelical Rosita.

—¡Bueno, padre. Usted sabe que es una bendición de Dios tener a ese angelito en casa. Aunque…

—¿Aunque qué, don Gaspar? —preguntaba inquietado el padre Loayza.

—Aunque también tiene sus cosas no tan buenas… Por ejemplo, lo de los escondites para rezar o lo de sentir mucho dolor por culpas que no le corresponden, o peor; lo de sus visiones divinas. Recuerde que a veces el Santo Oficio ve en las personas que tienen visiones sobrenaturales a presuntos brujos o herejes.

—¡Eso es cierto en parte, don Gaspar! —respondió el sacerdote—, pero recuerde usted que esas visiones, a menudo, son dones que el Señor tiene reservados a las seres con espíritus más puros. No son pocos los jóvenes que tienen esta virtud, y no hablo de la lejana España, sino de nuestra ciudad. Ayer mismo conocí a un muchacho tan obediente de la voluntad de Dios, como aquellos que menciona nuestro Redentor en las Bienaventuranzas... Mi alma prejuiciosa no pudo entender en un primer momento cómo un mulato podía ser tan agraciado por el Señor como ese manso joven, pero lo cierto es que en los designios de Dios, el color o el origen de cada quién no tienen ninguna importancia.

—Mucha verdad dice, padre —dijo don Gaspar—. Yo que soy soldado del virreinato, he cargado con estos prejuicios hasta que he visto orar con mi Rosita, a Mariana, la india criada de mi casa. Esa buena mujer conoce de las virtudes cristianas, tanto o más que cualquier español.

—Lo creo, don Gaspar —afirmaba el padre—, como creo que el muchacho mulato que vi ayer tiene el don de la santidad, y apenas tiene diecisiete años.

Don Gaspar entró en el confesionario. Hoy no tenía muchos pecados, pues el padre Loayza apenas le dio una penitencia de tres avemarías y un padrenuestro.


LIMA, BARRIO DE MALAMBO, ALGUNOS AÑOS ATRÁS.

UN JOVEN MULATO DE MALAMBO.


El muchacho del que hablaba el padre Loayza era el hermano Martín de Porres. Un jovencito, nacido en 1579, y llegado del barrio de Malambo, pueblo al que se llegaba cruzando el río Rímac. La gente más pobre vivía en Malambo y no en Lima propiamente dicha. Era hijo de don Juan de Porres, un español de familia noble que había empobrecida con los años, y de Ana de Velázquez, una negra libre llegada desde Panamá al Perú. Don Juan de Porres y doña Ana de Velázquez se amaban a pesar de lo mal vistas que eran las uniones entre blanco y negra por la época. Con todo, la vida de esta simpática familia era difícil, y sus dos niños (Martín y Juana), sufrieron una pobreza indecible. Así, don Juan de Porres tuvo que buscar suerte entre sus parientes acomodados, que estaban en Guayaquil. Debió abandonar la casa.

Dos años después, cuando Martín promediaba los diez años y Juana los ocho, las noticias no serían las mejores la sufrida madre de Martín y Juana; don Juan de Porres, entusiasmado por lo bien que le iba en Guayaquil, regresó para llevarse a sus hijos.

— Ana —suplicó Juan, quien a decir verdad no tenía el deseo de separar a los niños de su madre—. Mi tío, el hidalgo Miguel de Porres, me ha prometido un buen cargo en Guayaquil y una buena educación para los dos niños.

—¡Estás loco, Juan! —le dijo Ana—. ¿Ya te has ido tú de la casa, y quieres llevarte a los niños?

—Es lo mejor para ellos, Ana —repuso él.

—¡Lo mejor, Juan! —dijo Ana—. ¡Tu tío no sabe que los niños son mulatos. ¿ Qué pasará cuando lo sepa?

—Él entenderá —respondió Juan, con resignación.

Pero Ana tuvo que ceder. Contra su voluntad, entregó a los niños que partieron a Guayaquil a la siguiente semana. Y, tal como lo temió ella, los niños, sobre todo Martín, no serían bien tratados. Martín hubo de regresar a Lima al medio año.

—¡Hijo!, hijo! —lo recibió su madre—. ¿Te han maltratado?

—Nada me han hecho —señaló Martín, sin mostrar descontento—, pero yo deseaba volver a Lima. Extrañaba mis plantas, pero más que todo, los sermones del padre Lorenzana cada vez que llega a Malambo ¿hace cuánto que no viene?

—Tres días, hijito. Ah, y apropósito de plantas. Don Mateo Pastor, el barbero, ha estado preguntando por ti. “Tengo una gran noticia para Martín”, me dijo.

Mateo Pastor era el barbero más popular de Lima. Pero, hagamos aquí una precisión: ser barbero por aquel tiempo era un oficio muy importante, puesto que no solo se trataba de rasurar barbas, sino de tareas tan distintas como sacar muelas o aliviar alguna dolencia física de un cliente. Mateo se había interesado en Martín, porque el muchacho era un gran conocedor de plantas curativas, necesarias para su trabajo de barbero. Cuando Mateo le preguntaba a Martín: “¿Cómo sabes que aquella planta sirve para curar tal enfermedad?”, el chiquillo respondía: “Es sencillo, el Señor ha puesto la sanación en todas ellas; Dios pone en las cosas menos llamativas el alivio a nuestros males”.

Pero Martín no sólo quería ser barbero. Deseaba servir al Señor por completo, física y espiritualmente. Cuando el padre Lorenzana o el padre Francisco de la Vega visitaban Malambo, era el primero en entender los misterios de la fe. En su mente guardaba una secreta aspiración. Entregarse totalmente a Dios viviendo en un monasterio. Cuando se lo dijo a su madre, ella lo regañó.

—¡Hijo! —le dijo doña Ana—, te he bautizado y confirmado ya. Pero la vida en un convento no la aceptan los españoles para las personas como nosotros, negros o mulatos.

—Yo creo que sí, mamá —le respondió Martín—. No hay que temer a los hombres si Dios está de nuestro lado. Deseo servir en el monasterio. ¡Vamos!, no hay que temer, mamá. Hoy le pedí a Él para que me aceptaran… ¿Podemos hablar con el padre rector?

—Está bien, hijo —le dijo su madre—. Te acompañaré.

Y doña Ana acompañó a Martín. Enorme fue el asombro del hermano portero al enterarse de las aspiraciones de Martín, y fue mayor aún la del padre prior, Francisco de la Vega.

—Martincito, tu caso es un poco especial —dijo el rector—. ¿Me entiendes verdad?

—Entiendo, padre… Si lo dice por ser mulato, no se preocupe —dijo Martín, con humildad—. Cualquier labor que se me designe será buena para mí, siempre y cuando esté destinada al Señor.

—Te lo dije, hijito —dijo Ana, muy dolida—, nunca ha habido un religioso negro.

—Pues no hay antecedentes en esto, doña Ana —dijo el padre rector—, pero si deseas, Martín, podemos admitirte como aspirante, como donado.

—¿Donado padre? —preguntó doña Ana—. ¿Es eso como ser esclavo en el convento?

—No exactamente, doña Ana —contestó el rector—, es alguien que se ofrece a nuestro Señor, un voluntario de Dios.

—Sí mamá, así es —afirmó Martín—. Yo estaré bien aquí.

Doña Ana aceptó y dejó a su hijo en el Convento del Santísimo Rosario. Martín permanecería como voluntario, hasta los 24 años, edad en la que se hizo fraile, es decir un hermano propiamente dicho.




LIMA, PASCUA DE RESURRECCIÓN DEL AÑO 1596


EL HERMANO MARTÍN.


Jesús había triunfado sobre la muerte. Se celebraba en todo el mundo cristiano la victoria de nuestro Señor. Martín también había triunfado. Se cumplían dos años desde aquel día en que llegó, en compañía de su madre, al Convento del Santísimo Rosario. Siempre supo que no llegaría a ser sacerdote, pero ¿acaso solo siendo sacerdote se podía servir a Dios? Su fe le permitía que cualquier tarea, por superficial que fuese, sea un servicio al Santísimo. No había hermano en el convento como Martín, que tocara las campanas para llamar a misa con más alegría que él, o que lavara las vasijas o barriera el convento, sin esperar compensaciones o halagos del sacerdote rector, Francisco de la Vega, ni de los otros hermanos, muchos de ellos futuros sacerdotes. Pero, para el joven Martín de Porres, Dios le tenía reservado un sacerdocio más íntimo aun.

Ya terminada la misa de Resurrección, Martín cerró las puertas del templo, y en el silencio de la mañana festiva, tomó la escoba y se puso a barrer. Tan pronto como lo hizo, un gracioso animalillo corrió raudamente por el suelo. Pero al ver a Martín, su marcha se detuvo. Aquello pasaba a menudo. Los animales, desde los más fieros en apariencia, hasta los más inofensivos se sentían en confianza con el hermano Martín.

—¡Vamos, vamos ratoncillo! —exclamó el hermano—, salta hasta mi mano que tenemos cosas de qué hablar.


El ágil roedor brincó hasta la palma de Martín. Éste acercó su otra palma para sostenerlo mejor y lo miró a los ojos.

—Ya sé hacia dónde te diriges, amigo —le habló como si fuera un humano—. Pero desde ahora no tendrás que bregar tanto por la comida. Ven cuando ya esté amaneciendo; al mediodía, cuando el sol está derecho, o cuando oigas once campanadas. A esas horas no habrá ningún hermano que te vea y encontrarás un plato con todas las delicias que un chico como tú aspira a comer, como aquel que ves debajo de aquella lámpara, ¿de acuerdo?

El ratón no le habló, aunque sí pareció entenderle porque saltó enseguida de su mano y se dirigió, muy complacido, hacia donde estaba el plato.

Pero, en un instante los planes cambiaron para el pobre ratoncillo, porque alguien llamó Martín.

—¡Martín! ¿Dónde estás, Martín? —se oyó una voz.

—¡Pronto, amigo!, ¡al agujero! —le advirtió Martín al roedor—. Luego continúas la merienda.

—¡Martín, Martín! —llamaba el padre rector—. Hijo, tienes una carta para ti. La envían desde Panamá.

—¡Es mi padre!, ¡Dios bendito!, al fin tengo noticias de él.

Martín abrió la carta y leyó estas líneas:

“Querido hijo: Tengo excelentes noticias para ti. Durante muchos años, he tenido que postergar mi ansiado encuentro contigo y con tu hermanita Juana. Nuestra difícil situación económica hizo que, primero me alejara de tu madre y de ustedes; luego, con el permiso de ella, los llevé, a los dos, a Guayaquil por breve tiempo (allí se quedó tu hermana Juana quien acaba de casarse con un excelente hombre). El constante recuerdo que tenías de tu madre y tu vocación de socorrer a los más necesitados, apuraron tu regreso a Lima. Tu buena fama de sanador ha llegado hasta aquí, hasta Panamá, por lo que he pensado en que la medicina sería un oficio muy conveniente para ti. Hay bastante clientela, puesto que gente enferma habrá de sobra. Por eso, he dispuesto que desde ahora, tengas todo lo necesario para que te hagas el mejor médico de Lima. Así lo prometo, y no me será difícil cumplirlo, ya que acaban de nombrarme nada menos que gobernador de Panamá”.


A Martín le cayeron lágrimas de los ojos y corrieron ardientes por sus morenas mejillas. Había esperado el regreso de su padre, pero por el contrario, a éste parecía interesarle más la gubernatura de aquel lejano territorio y la elección de una carrera rentable de su hijo, que la decisión de Martín de entregar su vida al servicio del Señor. Guardó la carta en una caja, se secó las lágrimas y como el padre rector se había retirado, llamó a su amigo ratón con un silbido.

—¡Vamos, amigo! —llamó al ratón, tratando de reanimarse—. ¡A comer!, antes de que llegue el rector.

Pero Martín se sentía afligido. Escribió una carta de contestación a su padre. En ella le dijo que se alegraba de su nuevo cargo en Panamá y del buen matrimonió de su hermana Juana, en Guayaquil; pero para él mismo prefería la vida austera del convento, donde se sentía muy feliz, siendo el menos reconocido, pero más afanoso de todos los hermanos.



PUEBLO DE QUIVES, CANTA, PRIMER DÍA DE JUNIO DE 1598.


UNA MINA SOMBRÍA.

La familia Flores de Oliva se había trasladado a un pequeñísimo pueblo situado a 40 kilómetros al norte de la ciudad de Lima. La situación económica había mejorado levemente para la familia, puesto que don Gaspar acababa de asumir el empleo de administrador de un yacimiento minero de plata.

A pesar de la relativa bonanza económica en Quives, la familia, y más aún, la misma Rosa, quien ahora tenía 12 años, no parecía de lo más contenta. Las frecuentes reuniones con el padre Pedro de Loayza, la preparación permanente para las sagradas fiestas en Lima y los paseos por las pampas de Amancaes, que tanto agradaban sobre todo a doña María y a Bernardina, habían terminado. Quives era frío y la vida en la mina, muy triste. Muchas veces los indios, obreros permanentes de la mina no resistían el trabajo y morían envenenados en oscuras cavernas a las que apenas entraba el oxígeno.

—¡Me equivoqué al aceptar un trabajo como éste! —se lamentaba don Gaspar—. De todos modos, debemos permanecer dos años aquí para poder llevar en Lima una vida no tan penosa.

—Rosita sufre mucho, padre —señalaba su hijo Hernando—, la he visto mirar a los indios sufridamente. Yo le dije que ellos están acostumbrados a esas tareas difíciles, pero ella…, tú la conoces, papá. Sufre por ellos. Anteayer, estuvo a punto de entrar en el socavón, mientras socorrían a un indio herido por un derrumbe en la mina. Mariana y Francisco, uno de los mineros, y yo, la tuvimos que detener. De no haberla detenido, Rosa estaría ahora muerta y sepultada en la mina.

Era verdad, aquella venenosa mina lastimaba el corazón de Rosa. Pero lo peor estaría por venir. Tenía sueños, sueños terribles: un horroroso demonio aparecía en ellos; a veces el demonio estaba dentro de la mina, en otras, en medio de su pequeña casa. Devoraba a los indios, pero también a los blancos. No respetaba nada. Entonces, la pequeña Rosa, en sus sueños pronunciaba una oración al Santísimo y el demonio se disolvía en el aíre, lanzando primero un grito espantoso.

—¡Rosa, Rosa de Santa María!, ¡qué te ocurre! —gritó su madre, despertándola de la pesadilla.

—¡El demonio, mama! Hay un demonio en casa. ¡Pronto, debemos llamar al padre Toribio de Mogrovejo!

—Pero el padre Toribio estará por aquí, todavía en julio, Rosa —dijo su madre.

—¡Entonces, recemos todo lo que podamos, y con mucha fe, mamá! Porque un demonio anda vagando por Quives.

Sin embargo, nadie en la familia tomó en serio las súplicas de Rosa, la única entusiasta fue Bernardina, su hermana mayor, quien oró mucho junto a Rosa. Pero el 30 de junio de ese año, encontraron a la joven hermana de Rosita, muerta sobre su cama. A pesar de ello, desde su fallecimiento, aquel demonio no volvería a aparecer sobre Quives, las oraciones de Rosa y de la propia Bernardina, ahora muerta, lo habían echado muy lejos.

Con la muerte de Bernardina, la pequeña Rosa se aferró aún más a sus oraciones y creó un escondite bastante parecido al que tenía en Lima. Esta vez lo hizo sin ayuda de su hermano Hernando. Rezaba mucho por los indios, y a veces lamentaba no ser uno de ellos para ayudarles en su penoso trabajo.

Cierto día, se encontraba rezando en su refugio hecho de ramas de distintos arbustos y oyó unos gritos desgarradores. Los gritos venían de la mina. Se trataba de un indio sobre el que había caído una gran roca que le había destrozado el pecho. El indio agonizaba.

No sin antes dirigir sus oraciones a la persona que diera aquel quejido de dolor, salió de su refugió y corrió hasta la mina. Esta vez no había alguien cerca que pudiera detenerla. Una vez allí encontró aquel cuadro estremecedor que hemos descrito ya, pero también encontró a su padre, don Gaspar Flores.

—¡Qué haces aquí, Rosa! —le grito su padre—¿No ves lo que le ha pasado a este indio? Retírate, que estar aquí es muy peligroso.

—Nada es tan peligroso en compañía de Cristo, papá —respondió Rosa, serenamente—, el hombre herido solo necesita un poco de oración.

—¡No existe oración que valga para este indio pagano, hija! —exclamó don Gaspar—. Ni siquiera está bautizado. Retírate ahora, Rosa, que este hombre ya está por morir.

Rosa no contestó a su padre. Cerró los ojos, extendió las manos y comenzó una oración extraña. Jamás había orado con esas palabras. Entonces los quejidos del hombre se apagaron por completo. ¿Qué había pasado?

—¡Ha muerto ya el indio! —dijo don Gaspar—. Rosa, ahora debes retirarte.


—No, papá, no ha muerto —contestó Rosa—, y como dijo Jesús; habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento.

Inmediatamente se escuchó un gemido, y el ruido de algo que se movía. Era el hombre herido que se zarandeaba en el suelo.

—¡Mis heridas! ¡Mis heridas no están! —exclamó—. ¡La niña me ha curado! ¡Ella ha sido!

—¡Yo no he sido, señor! —contestó Rosa—, sino Dios, nuestro Redentor. Él ha querido curarte para que hoy mismo creas tú y crean los demás en Él.

—¡Milagro! ¡Milagro es, niña! —gritaron los indios de la mina, quienes quedaron eternamente agradecidos de Rosa.

—¡A casa Rosa, a casa! —dijo su padre, aún incrédulo—…Y ustedes, indios; ¡A seguir trabajando!

Dos meses después, el padre Toribio de Mogrovejo llegó a Quives. Allí bautizó a cientos de indios, quienes contagiados por los milagros de Rosa, se hicieron cristianos. También por ese tiempo, Rosa recibiría el sacramento de la Confirmación por parte del mismo sacerdote.





LIMA, 10 DE ENERO DE 1603.


EL REGRESO A CASA.


Hacía tres años la familia Flores de Oliva había regresado de Quives hasta Lima. Su padre, don Gaspar, había envejecido mucho desde entonces. Rosa, entre tanto, contaba 16 años. Secretamente había hecho votos de castidad, abstinencia y pobreza. Sin embargo, a medida que crecía, aumentaban sus responsabilidades sobre su familia. Se hizo muy diestra en los bordados y cuidaba del maravilloso huerto, del que se extraían las flores más bellas de Lima. Pero, más allá del negocio de las rosas, del cual se encargaba su madre, Rosa estaba entusiasmada con la proeza de haber construido ella misma un nuevo escondite, esta vez hecho de adobe; allí tendría más intimidad para comunicarse con Dios.

Hasta los pasatiempos los dedicaba al Señor. Se hizo muy buena tocando una vihuela (instrumento parecido a la guitarra) que su padre había comprado a Bernardina, su hermana. Tocaba por las noches y componía melodías a Dios, con letras que no eran más que oraciones cantadas.

Su madre, por el contrario, pensaba en un futuro bastante diferente para ella. Un hombre de buena fortuna y de no menos distinguida familia, llamado Gonzalo Arriaga, pretendía matrimonialmente a Rosa desde hacía un año. Para esto había acordado una reunión con doña María Oliva y don Gaspar Flores. El matrimonio de Rosa con don Gonzalo Arriaga estaba decidido y sería cosa de un tiempo, el que tardará en convencer María a su hija de que el matrimonio era la mejor opción para el porvenir suyo y de su familia.

Cierta tarde, mientras Rosa tocaba la vihuela, su madre le habló en este modo:

—Rosa, ¿No has pensado en que ya está llegando el tiempo en que pienses en casarte?

—Nunca lo he pensado, madre —contestó Rosa—. Fuera de los caminos de Dios, nada enciende mi corazón.

La joven trataba que sus palabras suenen lo menos ásperas posibles, incluso, tuvo tanta culpa por no coincidir con las decisiones de su madre, que esa a la mañana siguiente fue a confesarse con el padre Pedro de Loayza. “¡No deseo unirme con varón alguno en matrimonio, padre —dijo en confesión—, porque mi verdadero matrimonio espiritual será con Jesús!”.

—Eres demasiado joven para que tengas decidido consagrarte a Dios, Rosa —le respondió el padre—. Date tiempo. Si Dios te requiere para sus servicios, él mismo pondrá la verdad en el corazón de tus padres.

Pero a las súplicas de casamiento por parte de doña María Rosa, se unieron las de don Gaspar. Ambos concretaron una cita con don Gonzalo Arriaga.

—Usted es muy gallardo y honesto —afirmó don Gaspar—, pero sobre todo muy creyente de nuestra religión. Mi Rosa verá con buenos ojos su fe.

—He oído hablar cosas extraordinarias de Rosa, don Gaspar —señaló Arriaga—; que toca la vihuela como los ángeles, que su voz es preciosa. Pero lo que más me fascina de su hija es lo virtuosa que es en el amor a Dios.

—¡Herencia de familia!, don Gonzalo —contestó doña María—. Los Flores de Oliva somos católicos hasta en los huesos.

En ese momento llegaba Rosa de la Iglesia del santísimo Rosario. La pureza de su corazón no fue impedimento para que ella sospechara de que sus padres arreglaban un pronto casamiento suyo con el acomodado Gonzalo de Arriaga.

—Rosita, en buena hora llegas —le habló su padre—, este caballero muere por conocerte. Viene de Castilla y ha conocido, allá en la España, a nuestro Rey, Felipe II. Está admirado por tu fervor religioso, hija…

—¡Que perezca mi cuerpo —contestó Rosa— si caigo en la vanidad por expresar el amor a mi Dios, padre!… Agradezco las buenas intenciones de don Gonzalo. Pero en Lima muchas damas antes que yo, han hecho mejores obras a los ojos del Señor que esta pobre sierva, yo.

Y Rosa, con prisa, se retiró a su habitación. Se sentía pesarosa. Por un lado, lo afligía discutir con sus padres. Comprendía su preocupación, el matrimonio urgía a la familia. Pero ella no pero podía acceder a su deseo. El corazón de Rosa Flores de Oliva pertenecía a nuestro Redentor. Únicamente con Aquél podría tener un matrimonio eterno.

Pero su madre se acercó a su habitación ante la insistencia de don Gaspar, de que Rosa vaya a recibir a Gonzalo de Arriaga.

—¡Rosa! —la reprendió su madre—. ¿No te das cuenta de que lo estás arruinando todo con don Gonzalo?

—Madre, yo he decidido entregarme en matrimonio a Cristo, nuestro Señor.
—¿Acaso pretendes ser monja? —protestó la madre—. Piensa en el maravilloso futuro que te esperaría con ese caballero, Rosa..., en nuestro futuro. Tu padre es ya un anciano y vive de la caridad del Virrey que aún lo conserva en su guardia personal; a tu hermano Hernando no le va bien en Cusco; la venta de flores de nuestro huerto es cada vez menor… ¡Piensa hija! ¡Qué será de nosotros!

Rosa volvió a la sala para recibir a don Gonzalo de Arriaga, más por obediencia a sus padres que por voluntad propia. El hombre, como era de esperarse la llenó de elogios y prometió esperar lo que fuera necesario hasta que Rosa tomara una decisión que satisficiera tanto a él como a la familia Flores de Oliva.

Así, se despidió don Gonzalo, y con aquella aflicción de no poder contradecir a su familia, Rosa se fue a dormir. Esa noche tuvo un extraño sueño: soñó que estaba casada con un cantero, un hombre que se dedicaba a tallar piedras. Éste se los mostraba y le decía a ella aprendiera el oficio y que tuviese cuidado de labrarlas y que no tuviera miedo de aquella labor, porque en tanto ella lo hacía, Él cuidaría de los padres de Rosa. La imagen del cantero, entonces, desapareció y ella despertó.


—Señor mío —dijo Rosa al despertar—, qué infinitas son tus maneras de hacerme entender que mi único compromiso es contigo. El cantero eres Tú, y no debo temer por el futuro de mis padres, pues los tú proveerás de todo lo necesario.

Ya despertada, se miró al espejo y lamentó que hasta ese momento no haya renunciado del todo a la vanidad femenina, a que le digan bella y alegrarse por ello. Tomó unas tijeras, se tomó un gran mechón de su castaño cabello y lo comenzó a cortar apuradamente.

—¡Ya está decidido —se dijo—, me hare hermana terciaria de la orden de Santo Domingo.

Y mientras se cortaba el cabello, iba canturreando entonando canciones escritas por ella misma:


Las doce son dadas,
mi Jesús no viene.
¿Quién será la dichosa
que lo entretiene?

A verla su madre con el cabello muy corto y aún con las tijeras en las manos, la reprendió severamente.

—¡Qué daño nos estás haciendo, Rosa! —le dijo tomándola del brazo—. ¿No entiendes que estás echando a perder un matrimonio con un estupendo hombre? ¿Quieres ver a tu familia muerta de hambre?

No fue fácil para Rosa convencer a su familia de que el matrimonio no era lo suyo. De cualquier modo, sus padres, con el transcurrir de los días, cedieron en sus pretensiones de casarla con Arriaga y aceptaron su voto de castidad, siempre y cuando tomara los hábitos cuanto antes.

Estaba muy resuelta a hacerse una excelente monja; hasta que cierta vez, estando en el propio convento del Santísimo Rosario, y con el permiso de sus padres, tuvo un sueño que parecía una continuación del anterior: Nuevamente aparecía el cantero, pero esta vez le revelaba que no era necesario que fuera monja para que su matrimonio con Dios se llevara a cabo. Podía volver a casa y ayudar a sus padres. Desde afuera del convento, su noviazgo espiritual con el Señor también era posible. “Llevarás los hábitos —le dijo el cantero—, pero solo como terciaria dominica, no como monja”.

De eso modo, Rosa volvió a casa. No descuidaría las flores de su huerto. Pero su nuevo compromiso con Dios ameritaba más oraciones. Para ello construyó una pequeña ermita, algo más grande que la de Quives, en un extremo del huerto de su casa. De allí sólo salía para visitar al Templo de Nuestra Señora del Rosario. Pero, como su fama de sanadora creció, muchas personas, sobre todo indios y negros, concurrían hasta su casa esperando ser sanadas de penosas enfermedades o buscando alivio espiritual para sus últimos días de vida.





LIMA, PRIMER DÍA DE JULIO DE 1606.

DOS HERMANOS SE REENCUENTRAN.


No había persona cuyo nombre se pronunciara más como Martín de Porres, quien ya se había ordenado como fraile: Indios, negros, criollos e incluso españoles buscaban sanación y paz en sus palabras. Pero Martín no solamente oraba por ellos; en el convento, Martín sacaba muelas, tomaba el pulso, palpaba, vendaba, entablillaba, sacaba muelas, extirpaba carnosidades, suturaba, succionaba heridas sangrantes, imponía las manos con destreza y curaba dolencias con extrañas hierbas. Todo el aprendizaje como herbolario y barbero en la botica de Mateo Pastor, hicieron de Martín un hábil curador de enfermos, sobre todo de los más pobres y necesitados, a quienes no dudaba en ayudar. Su fama se hizo muy notoria y acudía gente muy necesitada en grandes cantidades. En el propio convento, tenía un huerto en donde cultivaba una variedad de plantas que luego las aplicaba como remedios para los pobres y enfermos.

—¡Martín de Porres, hemos sido mezquinos contigo —advertía el padre rector—, todo este tiempo te hemos tenido como nuestro muchacho, sin advertir que eres el primero en servicio entre nosotros.

—Eso no tiene importancia, padre —contestó, con humildad, Martín. Para estar en aproximación con Dios no hace falta ser el más celebrado.

—¿Eso lo dices a pesar de que tu padre piensas que aquí te hemos tratado como un esclavo o siervo? —preguntó el padre Francisco.

—¡Qué ocurrencia suya, padre! —exclamó Martín, mientras sonreía. No se puede ser esclavo de los hombres mientras se es siervo de Dios. Ustedes creen que padezco y hago grandes sacrificios con esto, pero lo cierto es que soy muy feliz.

En ese momento uno de los hermanos entró en la habitación lleno de exclamaciones.

—¡Perdone, padre rector—se disculpó el hermano—, pero Martín tiene una visita!

—¡Oh, debo ir enseguida! —contestó Martín—, los enfermos no pueden esperar.

—No, no es un enfermo, Martín —dijo el hermano—. Se trata de Juana de Porres, tu hermana.

Hacía casi diez años que Martín y Juana no se veían. Ella vestía luto, ya que su esposo acababa de morir, pero con ella —y esto sí que era una agradable sorpresa—, venía una agraciada pequeñita.

—Hola tío Martín, llamó la niña.

Martín le respondió el saludo y la cargó a sus brazos.

—¡Juana!, hermana mía —dijo Martín—. Eres madre, la madre de una linda pequeña.

—Sí, Martín. Ella es la alegría de mi vida, la única, desde que murió mi esposo, herido en una batalla. Estuve con un gran hombre —contestó Juana.

—Vive en Dios ahora, entonces —repuso Martín.

—Martín, he venido para vivir en Perú. Deseo volver a nuestra antigua casa. Además esta niña soñaba con conocerte…

—Sí, tío Martín —dijo la niña—, quería conocerte. Dicen que has hecho muchos milagros y mucha gente se ha sanado gracias a ti.

—No, niñita —contestó tiernamente a la pequeña que se llamaba Carolina—, los milagros solo los hace Dios. Yo únicamente curo, gracias a lo que aprendí con don Mateo Pastor.

—Tu tío es bastante modesto, hijita —corrigió Juana de Porres—, él ha sacado a muchas personas de una muerte casi segura. Conoce de medicina mucho más que cualquier médico español. Para curar, se vale solo de plantas medicinales y únicamente utiliza el bisturí para cortar las heridas ponzoñosas y los tumores.

—Tío, ¿es verdad que cuidabas ratones? —preguntó, deseosa de respuesta, Catalina.

—Hasta ahora los cuido, pequeña —respondió Martín—, son divertidos, aunque a Juana, tu madre, no le gustaban tanto. También tengo amigos perros, amigos gatos. ¡No hay enemigos entre las criaturas del Señor!

Los tres hablaron mucho en esa corta visita. Martín les enseñó un pequeño perro que criaba a escondidas del padre rector y que lo había seguido a él desde su visita al barrio de los indios. Lo llamaba “Alco”. No tenía pelo y era bastante manso. Disfrutaba de la compañía de Martín.


No sin antes, prometerles, Martín, una visita a ellas ya su madre, las dos mujeres abandonaron el convento. Prometió también llevarle un perro ala pequeña.

—¿Hoy día también visitarás a los pobres tío?

—¡Sí, Catalina —contestó Martín—, aunque esta vez se trata de un pobre con mucho dinero. Está enfermo y necesita que le oren… Como verás, Catalina, ante los ojos de Dios hasta los más ricos, tienen una gran pobreza.

Y se despidieron los tres afectuosamente. Tres días después, Martín se reunió con su madre, su hermana y su sobrina. A esta última le llevó un perro que Martín había acostumbrado a alimentarse de alfalfa y leche; pues amaba demasiado a los animales como para usarlos como comida.



LIMA, 10 DE AGOSTO DE 1613.


LA SABIDURÍA DE UNA JOVEN.



A la casa de Isabel Flores de Oliva acudían enfermos y necesitados de todo color. A veces sucedía que, mientras la esperaban y ella rezaba en su ermita, ellos sanaban sus dolencias. Jesús presidía la sala de su casa donde atendía a los enfermos que llevaba a curar.

Con él, como medico divino, obtenía curaciones milagrosas, cuando no había remedio humano.

Pero, en la mayoría de los casos, ocurría que las personas querían verla antes de morir. Entonces, sus padres, sobre todo su madre se enfadaba de la infatigable piedad de su hija.

— Rosa, ¿no crees que exageras con la caridad? —le preguntó doña María.

— La caridad nunca es exagerada, madre —le contestó Rosa.

—Pero, mientras sanas a esos enfermos con tus oraciones, y alivias el espíritu de aquellos que agonizan, tú dejas de comer, hija.

—¿Y eso tiene importancia, madre? —dijo Rosa—. Nuestro Señor dijo que miremos a las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros, y sin embargo, nuestro Padre Celestial las alimenta, ¿qué no haría Él por nosotros?

—Ésas son metáforas, hija. Además, tu salud ha empeorado mucho desde que te decidiste a ser enfermera. Dios sabe qué enfermedades traerán consigo esos pecadores.
—Cualquier cosa que haga es poco, madre —expresó Rosa—. Y, te diré lo mismo que al padre Loayza. A veces quisiera haber nacido hombre, únicamente para ocuparme en la conversión de las almas.

—¡Que quisieras ser hombre! —preguntó doña María, contrariada—. ¿Eso le dijiste al padre?

—Sí, los que llegan hasta esta casa son pocos en comparación a los que no tienen amparo de nadie y no conocen la Buena Nueva del Señor. Iría a las haciendas, conversaría con los indios, los negros; como lo hace Fray Martín de Porres.

—¡Ah ese mulatillo curandero! —dijo doña María—, deja que él se encargue de aquella gente. Tú ocúpate de ti, Rosita. Estás débil, mírate, hija. Has adelgazado mucho en este mes.

Era cierto, Rosa estaba enferma. Cada vez hacía más ayunos por semana, aunque su rostro luciera saludable aún. Una semana antes había conocido a Martín de Porres, causándole una grata impresión. Por esa época, las oraciones de santa Rosa se hicieron mucho más frecuentes. Oraba en todo momento, mientras bordaba, cuidaba de las plantas, caminaba hasta la Iglesia, en todo momento.

Mariana, la criada, era testigo de los cambios que se daban alrededor de Rosa. A veces la veía conversando con un ángel de color azulado, muy alegremente, en otras, el olor a flores se hacía muy intenso. Cuando Mariana contaba cosas como éstas a don Gaspar o a doña María, ellas comenzaban a dudar de la salud de su hija.

—Me preocupa Rosa, María —dijo don Gaspar a su esposa, con rostro de nerviosismo.

—Pero ella ha sanado a mucha gente —contestó ella—, y siempre con oración.
—Eso es lo que más me preocupa, mujer. Mucho se está hablando de que Rosa hace milagros, de que es una santa. Si todavía se valiera de hierbas como lo hace el mulato Martín de Porres… Mucha gente ha sido juzgada por el santo Oficio solo por haber hecho cosas sobrenaturales o por haberlas visto.

—Pero nuestra Rosa viste el hábito de los dominicos —repuso doña María.

—Es solo una terciaria dominica —insistió Gaspar, tomándose la cabeza—, ni siquiera es una monja. No se cansa de decir que está casada con Dios.

—¿No crees que exageras, Gaspar?

—No exagero, mujer… Bueno. Te lo diré todos. De cualquier modo lo sabrás. El padre Juan de Lorenzana me ha hablado ayer y me ha dicho que el Santo Oficio vendrá a hacerle algunas preguntas a nuestra Rosa.

Así sucedió, la mañana del día siguiente, una comitiva de sacerdotes encabezados por el padre Lorenzana y el padre Bilbao. Rosa salió a recibirlos con suma tranquilidad.

—¡Padre Lorenzana! —dijo—, hoy el Señor me ha dicho que debemos orar mucho, pues la ciudad de Lima corre un grave peligro.

—De eso precisamente, queríamos hablarte, Rosa —contestó Lorenzana—. Quisiera hacerte algunas preguntas acerca de aquello que llamas “tu matrimonio con Jesús”. Tú sabes, es una cuestión bastante compleja. Además, mucha gente comenta de tus milagros y de su conversión gracias a ti, sobre todo indios y negros ¿Qué tienes que decir ante ello?

—Padre, yo no hago milagros —contestó, serena, Rosa—, éstos los hace mi Cristo, mi santo y perfecto doctor que todo lo puede. Y bueno, muchos se han convertido, pero no por mí sino por acción del Santísimo. ¡Es un gran regocijo estar consagrada, casada con el Señor!

—¿Casada? —preguntó Lorenzana—. No hay compromiso en ti, Rosita, porque tú no eres monja. Quizás estés confundiendo los términos.

Se habló de muchas cosas, de las visiones de Rosa, de su poder adivinatorio, de su reclusión en la ermita. A todas las preguntas, ella respondió con tanta lucidez que el padre Lorenzana y el padre Bilbao quedaron admirados, diciendo el primero: “Nunca he conocido a una persona tan sabia y agradable a Dios. Oculta a los altivos las sublimes verdades; pero las revela a los pequeños y humildes. No he estado hablando con una mujer sino con un teólogo”.

A partir de ese momento, la santidad de Rosa Flores de Oliva se hizo incuestionable en Lima y en donde se hablara de ella.






LIMA, MES DE JULIO DE 1614.


UNA CARIDAD SIN LÍMITES.



Martín era un fraile poco común. A pesar de dedicar gran parte de sus días a la oración, era conocido por acudir a cuanto llamado le hicieran desde los alrededores de Lima, en busca de alivio corporal o espiritual

—¡Hermano Martín! ¡Hermano Martín! —llamó fray Barragán, un robusto y simpático hermano del monasterio, compañero de Martín—. Un indio ha sido apuñalado en la puerta del convento y ruega que alguien le dé auxilio.

Martín no estaba seguro de ir. El padre rector y otros sacerdotes le habían prohibido dedicarse a la medicina en lugar de la oración. Martín les debía obediencia, pero además había que ser obediente cumpliendo la caridad que el mismo Jesús había enseñado. Muy confundido, Martín optó por llevar al enfermo a su modesta habitación. Pero cuando se enteró el hermano rector, lo reprendió con gran aspereza, y Martín trasladó al indio a casa de su hermana Juana, que vivía cerca. Más tarde, apenado Martín del disgusto que le había ocasionado al hermano rector, una noche le preparó un potaje que sabía era de su gusto.

—Desenójese, padre rector —dijo—, y coma esto, que ya sé le sabe tan bien como a mí la corrección que he recibido.

—Yo no me enojo con la persona —precisó el hermano rector—, sino con la culpa. Pídele perdón a Dios, a quien has ofendido.

Pero, yo no he pecado en ello, hermano rector —señaló Martín.

—¿Cómo que no? —dijo el padre rector—. ¿No has contravenido mi orden?

—Así es, hermano rector, pero creo que contra la caridad no hay regla que se oponga, ni siquiera la obediencia.

Ese año Martín curó cientos de enfermos en la ciudad de Lima. Con ayuda de otros enfermeros, él se llegaba a cada doliente, siempre jovial: “¿Qué han de necesitar los siervos de Dios?”, les decía. Apenas alguien necesitaba algo, fray Martín se apersonaba al punto, a cualquier hora del día o de la noche, de modo que los enfermos se quedaban asombrados, no sabiendo ni cuándo ni dónde dormía, ni cómo sacaba tiempo y fuerzas.

Solía distinguir con una precisión asombrosa, que iba más allá del ojo clínico, si una enfermedad era fingida o real, leve, grave o mortal. Y cuando él había de intervenir, preparaba sus brebajes, emplastos o vendajes, y decía: “yo te curo, Dios te sane”. Los resultados eran muchas veces prodigiosos.

Normalmente los remedios por él dispuestos eran los indicados para el caso, pero en otras ocasiones, cuando no disponía de ellos, acudía a medios inverosímiles con iguales resultados. Con unas vendas y vino tibio sanó a un niño que se había partido las dos piernas, o aplicando un trozo de suela al brazo de un donado zapatero le curó una grave infección. Entonces, hasta los hermanos incrédulos decían que Martín curaba con el poder sanador de Jesucristo.

Aunque él trataba de ocultarse, su fama de santo crecía día por día. Así, contra su propia voluntad, su prestigio de hombre virtuoso fue noticia incluso entre las altas autoridades, incluido el virrey. Ya nadie reparaba en el origen de Martin, sino en su santidad.


LIMA, SEMANA SANTA DE 1615.




UN MATRIMONIO ESPIRITUAL.


Las virtudes de Rosa Flores de oliva hicieron que en poco menos de dos años contara con no pocas seguidoras en Lima. Decenas de muchachas, inspiradas en la santidad de Rosa, decidieron seguir su ejemplo. Seguían sus penitencias, su caridad y su devoción, a la par de que vestían el hábito dominico, al igual que Rosa.

Era Domingo de Ramos de 1615. Los religiosos habían repartido todas las palmas que bendijeron, de modo que alcanzó una para Rosa. Ella quedó entristecida; pero enseguida, volviéndose a la sagrada imagen, que existe hasta el día de hoy en la Iglesia de Santo Domingo, arrepentida de tal sentimiento por cosa de tan poca importancia, pidió perdón.


—Señora mía —suplicó Rosa a la Virgen, de quien se había hecho devotísima—, no quiero palmas de hombres, espero recibir la que por intercesión tuya me ha de dar mi Señor Cristo.

Y continuando en oración, vio que el rostro de Nuestra Señora y el de su niño estaban gozosos. Tanto así, que se oyó una voz. ¡Era el Niño quien le hablaba!

—Rosa de mi Corazón —decía una voz—, sé mi esposa.

—Señor aquí está tu servidora eterna — respondió la santa, arrodillada.

Volvió a casa con este pensamiento y determinó proveerse de un anillo, señal de su matrimonio espiritual. Confió su visión a su hermano Hernando —quien había regresado a Lima— y le pidió encarecidamente que mandase hacer un anillo y que grabase sobre éste, el nombre de Jesús y un corazón.


Hecho el anillo, después de hacerlo colocar en el altar durante los días de Semana Santa, la mañana de Pascua lo recibió de manos del Padre Maestro Fray Alonso Velásquez. Ya nadie cuestionaba el propósito santo de Rosa.

Pero no todas eran buenas noticias. Pocos días después se cumplía uno de los vaticinios mencionados tiempo atrás por Rosa. Un puñado de buques corsarios holandeses se aprestaban a atacar Lima, la capital del virreinato peruano.


La noticia corrió pronto hasta Lima y con ello la proximidad y desembarco en el Callao, lo que alteró los ánimos de los ciudadanos. Ante esto, Rosa reunió a las mujeres de Lima en la Iglesia de Nuestra Señora del Rosario para orar ante el Santísimo por la salvación de Lima. Y, apenas llegada la noticia del desembarco, Rosa subió al Altar, y cortándose los vestidos y remangándose los hábitos puso su cuerpo para defender a Cristo en el Altar. Los ánimos del vecindario eran alarmantes, llegando a huir muchos de Lima hacia lugares distantes.

Misteriosamente el capitán de la flota holandesa falleció en su barco días después, y ello supuso la retirada de sus naves, sin atacar el Callao. En Lima, todos atribuyeron el milagro a Rosa.




LIMA 12 DE NOVIEMBRE DE 1616.

EL LLANTO DE MARTÍN.



Todos los miércoles, Martín de Porres los guardaba para la oración y para ir al barrio de malambo para visitar a su madre, su hermana y su sobrina Catalina. Conversaban, hablaban de las anécdotas que vivía en el monasterio y no pocas veces traía algunas semillas de las plantas medicinales que usaba en sus curaciones. Últimamente había llevado algunos perros callejeros con los que jugaba Catalina, la graciosa sobrina de Martín de Porres. Pero un miércoles Martín tuvo un extraño llamado de ir, a casa de sus parientes, más temprano de lo acostumbrado. Su oración se detuvo, de repente en el oratorio del monasterio.

Cuando llegó, encontró a Juana, su hermana y a la pequeña Catalina esperándolo afuera de la humilde casa. Lloraban.

—¡Martín, hermano mío! —dijo Juana—, nuestra madre no se ha levantado de la cama hoy. He aplicado los auxilios que me recomendaste, pero parece que…

—¡Vamos a verla! —respondió Martín presintiendo algo irreversible.
Hizo oraciones a su madre, aunque tenía bastante claro que el designio de Dios era llevársela. Con todo, doña Ana Velásquez consiguió abrir los ojos. Por entonces, Ana tenía 68 años.

—Martín, hijito —dijo su madre—. Soñé que estaba en un lugar donde la luz siempre está. No había mar, ni hacía falta… Pero en cambio, se oían melodías encantadoras entonadas por ángeles, uno de ellos decía tu nombre.

—¿Eso quiere decir que un angelito te va a sanar, abuelita? —preguntó la pequeña Catalina—. ¿Eso quiere decir, tío Martín?

—Eso quiere decir —contestó su tío— que tu abuelita hará un hermoso viaje, conocerá a tu papá… A ese lugar iremos todos, si somos buenos cristianos.

Doña Ana balbuceó algunas frases, hasta que cerró los ojos y no los abrió más. Todos lloraron, sin embargo se consolaron ante la idea de que la verían algún día. Una hora después todo el convento del santísimo Rosario sabía de la infausta noticia.


Todos los hermanos mostraron sus condolencias a Martín. El rector del convento, el padre Francisco de la Vega, fue el más efusivo de todos. Fray Barragán le hizo un chiste disipar la tristeza de tus ojos, pero nono consiguió arrancarle una sonrisa al pobre Martín. Hasta los gatos, los perros y los ratones hicieron menos picardías aquel día. Todo el pueblo de Lima, desde los más pobres hasta los nobles se condolió del pobre Martín de Porres. El mismo Virrey le envió recado para expresarle sus compasiones.




LIMA, 1617.



LAS PUERTAS DEL CIELO SE ABREN A ROSA.





La salud de Rosa había comenzado a deteriorarse desde un año atrás, pero ella no le daba la importancia que seguramente le habría dado a cualquier otro. Cientos de vidas fueron salvadas por Rosa; no obstante nada quiso usar en su beneficio ¿Qué sentido tenía cuidarse el cuerpo ahora que había contraído un matrimonio espiritual con Nuestro Señor?



Dada la popularidad de Rosa, como mujer virtuosa, cientos de personas se aglomeraban alrededor de su casa, no solo para pedirle ayuda, sino para mostrarle su agradecimiento. Pero Rosa no deseaba ser aclamada por multitudes, pues esto conllevaba vanidad. Por ese tiempo se hizo muy amiga de doña María de Uzcátegui, esposa del Contador Real de Lima, don Gonzalo de la Maza. Esta mujer tuvo una excelente idea.



—Rosa —dijo doña María Uzcátegui—, sé que sufres la fama, pues eres una santa mujer que no se envanece en alabanzas. He pensado en que mi casa sería un buen refugio para ti. ¿Qué te parece?


—No diga usted que soy santa, doña María —contestó Rosa—, pero aceptaré su propuesta si mis padres lo tienen a bien y si usted me promete que no descuidaré mis servicios de oración y curación a los enfermos.


—Te lo prometo, Rosa —dijo doña María Uzcátegui.


De ese modo lo acordaron. La familia Flores de Oliva estuvo de acuerdo con el pedido de Rosa de mudarse a casa de doña María Uzcátegui, sobre todo, porque pensaron que Rosa cuidaría más de sí misma y dejaría de preocuparse por el bienestar corporal y espiritual de los otros. Pero no fue así; en aquella casa, Rosa siguió tan austera consigo misma y benéfica con los demás, como antes, aunque menos expuesta a multitudes.


Tenía 30 años cuando comenzó lo más severo de su enfermedad. Ya no tenía control sobre un lado de su cuerpo. Padecía dolores de costillas en ambos sitios. Al iniciarse el invierno de 1917, Rosa sufrió una fiebre que no hubo manera de pararla.


Hacia los primeros días de abril de aquel año, ya todo era llanto y lamento entre la familia de Rosa, sobre todo en doña María de Oliva. Entretanto, don Gaspar confiaba en la recuperación de su hija, incluso pensó en llamar a Martín de Porres, pero cuando Rosa predijo su propia muerte se le acabaron las esperanzas.

—¡Llamen al padre Lorenzana! —gritó rosa.

—Tu padre piensa llamar a fray Martín de Porres —dijo su madre—, dicen que él ha podido sanar a otros en peor estado.

—Eso Dios lo decide, madre. Y mi Dios ha decidido llevarme cuanto antes.

El padre Lorenzana le dio los Santos Oleos, a petición de ella misma. 

Rosa le dijo:

—¡Padre Lorenzana —dijo Rosa—, ahora sí voy a conocer de verdad la Verdad. ¿Recuerda las preguntas que me hizo? Pues ahora las sabré todas.

El padre Lorenzana recordó el interrogatorio a Rosa y éste se tomó los ojos para que no lo vean llorar.

—¡No padre, no llore usted —le dijo Rosa— . Éste es un gran día ¡Ahora voy a contemplar para siempre el rostro que he buscado desde todo el tiempo de mi peregrinación y que he deseado con ansia, mi Dios amado.

Rosa pidió la presencia de don Gaspar Flores, su padre, quien en ese momento era ya un venerable anciano de 92 años, y apenas podía sostenerse en pie.

—¡Quiero a mi padre, a mi madre, a todos mis hermanos! —exclamó Rosa en voz muy alta—. Esta misma noche, al romper el día, al comenzar la fiesta de San Bartolomé, partiré para la fiesta eterna. Estoy invitada en el cielo para este espléndido y exquisito banquete. La hora está ya fijada. ¿Cómo no voy a entrar si la puerta está abierta?

—No morirás, Rosita —dijo, sollozante e incrédula, su madre.

—No entristezca nadie —contestó Rosa—… Quiero escuchar la vihuela. ¿Dónde está Luisa?

Rosa se refería a Luisa Daza, una joven que la admiraba y que había aprendido de ella a tocar la vihuela. Luisa trajo el instrumento musical y se puso a tocarlo, nerviosamente. Rosa, canturreó, cargada, de pronto, de una gran energía:


Joven celestial, vuela al Criador,
dile que sin vida yo, viviendo estoy.
Dile de mis ansias el grande rigor,
pues vive el que espera y me muero yo.
Ruégale que venga hacia mí veloz,
muéstrame su rostro, que muero de amor.

Pero terminando esta estrofa, su boca se cerró para no abrirse más. Había expirado. Era entonces, 30 de agosto de 1617.

Rosa Flores de Oliva sería beatificada en 1668, y canonizada en 1671, como Patrona de América, Filipinas y las Indias Occidentales.





LIMA, 1619-1639



LOS ÚLTIMOS AÑOS DE FRAY MARTÍN DE PORRES.


Mientras se iniciaba el proceso de beatificación de Rosa Flores de Oliva, nadie discutía el prestigio de santo de Martín de Porres. Había curado al Virrey, quien en agradecimiento, financió la fundación del asilo y escuela de Santa Cruz, un albergue en el que se alimentaba a todos los indigentes huérfanos y limosneros de todas las clases. Muchos enfermos, en su lecho de agonía, decían: "Quiero ver al santo hermano Martín". Y él nunca negaba un favor a quien podía hacerlo.


Pero no solo tenía bondad para con los hombres. Junto con su hermana Juana y su sobrina Catalina, llegaron a salvar de la segura muerte a casi un centenar de perros, los cuales vivieron en una insólita armonía en la humilde casa de los Porres.

En cierta ocasión, el arzobispo Feliciano Vega, que iba a tomar posesión de la sede de México, enfermó de algo que parece haber sido pulmonía, y mandó llamar a Fray Martín.

Al llegar éste a la presencia del prelado enfermo, Martín se arrodilló.

—Levántese y ponga su mano aquí, donde me duele —le dijo el Arzobispo.

—¿Para qué quiere un príncipe la mano de un pobre mulato? —preguntó el santo.

Sin embargo, durante un buen rato puso la mano donde lo indicó el enfermo y, poco después, el arzobispo estaba curado.

Pero al llegar el año 1639, fray Martín de Porres había enfermado gravemente. En ese año nuestro santo fraile estrenó un hábito nuevo, cosa inusual en él, por lo que fray Juan de Barbazán, uno de los hermanos del convento, lo felicitó con solemnidad irónica.

—Ya era tiempo Fray Martín —le dijo—, un hábito nuevo.

—Así es, fray Juan —contestó Martín—, nuevo es, pero con este mismo hábito me han de enterrar.

A mediados de octubre, y teniendo sesenta años, Martín de Porres se puso enfermo, con grandes fiebres y dolores. Tenía tifus, pero no se quejó ni pidió alivios. Se confesó varias veces, comulgó con suma devoción y recibió la unción de los enfermos. El 3 de noviembre, estando los frailes de la comunidad acudieron a su habitación.

Martín estaba bastante tranquilo, a pesar del gran padecimiento de su cuerpo:

—He aquí el fin de mi peregrinación sobre la tierra, hermanos— dijo—. Dios se ha valido de esta enfermedad para hacerme recordar que no soy yo quien salva y sana, sino Él.

Así, diciendo estas palabras expiró el 3 de noviembre de 1639,dando besos constantemente a un crucifijo que tenía en la mano.

El 8 de agosto de 1837, fray Martín de Porres fue declarado beato y el 6 de mayo de 1962, el Papa Juan XXIII le declaró santo.

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