miércoles, 3 de agosto de 2011

EL DÍA EN QUE EL SOL SE ENOJÓ (Episodio 1)


EL DÍA EN QUE EL SOL SE ENOJÓ.

Episodio 1.

Dos amigos espaciales


Hubo un tiempo, bastante  lejano, en el que el Sol y  la Tierra, vivieron muy cerca uno del otro. Aunque el Sol era de mayor edad que la Tierra, los unía una amistad que venía desde sus primeros años de vida.
Si alguien los hubiera visto en esa época, notaría que de niños, eran bastante parecidos entre sí; los dos tenían un color  azul claro, parecido al mar cuando lo vemos desde lejos;  pero al pasar el tiempo cambiaron su aspecto: El Sol creció velozmente hasta convertirse  en un airoso joven vestido de oro puro, de mucha inteligencia, pero que a veces se encolerizaba demasiado. La Tierra, en cambio creció algo menos y estaba cubierta casi en todos sus lados por una espesa capa de nieve. Ella era, a diferencia de su amigo Sol, muy dulce y risueña. Siempre buscaba la manera de arrancarle una sonrisa al enojadizo Sol.

–¿Qué se  siente ser de oro y brillar  en el firmamento, amigo Sol? –le preguntaba  la Tierra.
–Supongo que lo mismo que estar cubierto de hielo, como lo estás tú, es decir nada especial –contestó el Sol con sequedad.

Sus conversaciones se oían muy claras, pues no había otro ruido en el espacio que no fuera el de sus voces. Cierto, existían muchos planetas y estrellas en el universo, pero estaban tan lejos de ellos que se les veía como escurridizas lucecitas que se dejaban ver de vez en cuando en el Cielo. Los dos amigos las veían todos los días, pero nunca se habían topado y menos habían hablado con esos astros desconocidos.

Cierta vez, mientras conversaban de su soledad en el espacio y de la posibilidad de encontrar algún día un tercer amigo o quizás muchos más, la Tierra le preguntó al Sol:

-Oye, Sol, ¿no crees que sería fantástico que no estuviéramos solos?

-Pero no estamos solos, Tierra tontita; observa allá –dijo el Sol en un tono burlesco, mirando a los astros lejanos que se veían como puntos brillantes en el espacio.

-Sí, Sol, pero todas esas estrellas y planetas están muy lejos. Estoy hablando de amigos de verdad, tipos que nos alegren la vida; que se rían con nosotros cuando estén contentos o que lloren cuando estén tristes. A ese tipo de compañía me refiero… ¡Sería lindo!

-Pues no creo que existan seres así.  Todo lo contrario, he oído decir que allá donde están esos puntos luminosos  viven estrellas que son muy crueles; hacen hechizos a quienes se les cruzan en su camino y hasta los desaparecen.

-Lo sé, pero creo que sigues sin entenderme –contestó la Tierra, meneándose-, me refiero a si crees que existan otros seres cerca de nosotros, o entre nosotros, y que quizás sean tan pequeñitos que ni siquiera los hayamos visto en todo este tiempo. Quién sabe, si es que prestáramos más atención, ellos se acerquen y quieran ser nuestros amigos.

-Te estás volviendo loca, amiga tierra –dijo el Sol-. Yo no he visto nada, ni siquiera polvo entre nosotros. Creo que estás loca y muy fatigada. Yo opino que lo mejor es que descansemos un poco.

-Quizás sí, Sol. Bueno,  echemos una pequeña siesta entonces. Adiós, amigo.
-Adiós, Tierra–respondió el Sol.

Así, con esas dudas se durmieron. Se hizo silencio en esa parte del espacio durante mucho tiempo, nadie sabe cuánto. Pero su sueño, al parecer bastante largo, fue de pronto interrumpido por un bullicio insoportable. Era como si se oyeran un conjunto de murmullos de diferentes tonos pero que igualmente alteraban el sueño de ambos astros. Al fin despertaron.

-¡Qué está pasando! ¡Qué es esto! –dijo con desconcierto el Sol.
Sentía una cantidad innumerable de bichos recorriendo su dorado y redondo cuerpo.
-¡Es de lo que hablábamos antes de dormir, los amigos pequeñitos! –respondió muy contenta la Tierra, mientras ella notaba  que también la recorrían extraños individuos.
 El Sol miraba pasmado lo que ocurría.

-Mira, Sol, ¡no estamos solos, no estamos solos! –añadió la Tierra.
-¡Quién nos habrá hecho esta broma! –dijo desconfiado el Sol.
-¡Dios! ¡Seguro que fue Dios quien escucho nuestro  deseo! –contestó la Tierra entre la algarabía de las diminutas criaturas.

Era una bulla inaguantable. Al poco tiempo, ya no se oían siquiera los refunfuños del Sol.

-¡Oigan, ustedes! –llamaba la Tierra con mucha ternura a los individuos que la recorrían-. ¡Cómo se llaman ustedes! ¡Yo me llamo Tierra! ¿Podemos ser amigos? ¡Díganme algo, por favor!

Eran miles, quizás millones de seres los que estaban allí corriendo de un lugar a otro. Pero ninguno oyó a la Tierra que se cansó de  hacerles algunas preguntas, como quiénes eran, de dónde venían quién o quiénes los habían mandado. En medio de tanto bullicio quizás nadie la oiría; ni siquiera el Sol, quien también era invadido por otros habitantes que a lo lejos parecían hormigas.

Finalmente, un pesado sueño cayó sobre los dos astros y se durmieron otra vez. En esta ocasión el sueño fue más largo, tanto que nunca más se supo de conversaciones entre estos antiguos amigos del espacio.

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