martes, 16 de agosto de 2011

EL GLOBO


Hacía calor y estaba el cielo despejado aquel domingo en que Paulo se levantó de la cama para ir al Wonderful Park con su hermano Andy. Se lo había rogado todo el mes y ahora no existían motivos para negárselo. Andy que tenía veinte años y no once, como Paulo, después de muchas insistencias, dijo que sí; incluso prometió subir a todos los juegos. Después de todo, el Wonderful Park no era un parque de diversiones cualquiera; acudían a éste todo tipo de personas: niños y adultos, gente con dinero de sobra y de falta; solos y acompañados.
Por lo demás, sólo hacían falta cinco soles y las compuertas de ese enorme campo de atracciones mecánicas y electrónicas que llamaban Wonderful Park se abrían al apasionado visitante.


Paulo se alegró. Abrazó a su hermano como desde mucho tiempo atrás no lo hacía; dibujó en su carita una sonrisa larga y plena y luego se quedó en silencio. No se encaprichó, como en otros tiempos, pidiéndole a Andy cosas irrealizables; ni le preguntó por cuánto dinero llevaría al parque; ni exigió que lo llevaran al ‘Oruga Elástica’, juego mecánico que era la atracción de todos los visitantes del Wonderful Park. No, nada de eso. La alegría de Paulo era desinteresada, y hubiera sido dichoso yendo a ese deslumbrante parque de diversiones, como lo sería recostado sobre la grama de cualquier jardín. Lo cierto era que salir, y sobre todo salir lo más pronto posible a la calle, le traería las alegrías que había perdido hacía mucho tiempo.


Desde que se cumplieron dos años del accidente de la muerte de sus padres, Paulo demostraba una impresionante madurez. Ya no pataleaba cada vez que su abuela Martha cocinaba guiso de coliflor o le hacía tomar caldo de cabeza de carnero para protegerlo de cualquier enfermedad. Los progresos de Paulo también se extendían a su colegio. Sus calificaciones mejoraron a tal punto que a nadie le sorprendería si aquel año no necesitara de profesores particulares, ni de psicólogos que lo convencieran de que sus padres estaban, como decía Andy, en un buen lugar.

Por aquel domingo, las nubes estaban bastante dispersas una de otra y se podía ver un amigable azul en el cielo de Lima. Paulo saltó de la cama, corrió hasta la ducha y no pasaron veinte minutos para que acudiera a Andy, haciéndole saber que él estaba listo, muy listo para partir hacia lo prometido.

Pero su hermano aún no estaba siquiera cambiado.

—¡Andy, qué ha pasado —dijo Paulo preocupado—, ¿Vas a romper tu promesa?, a esta hora ya deberíamos estar en el Wonderful Park, o por lo menos camino hacia allá…

—¿Salir a esta hora, Paulo? —contestó Andy desconcertado y mirando su reloj—. Tenemos toda la tarde para estar allí. Por la mañana todo se hace mucho más pesado; sobre todolos domingos. Además, es posible que el Wonderful esté cerrado a esta hora.


—¡No importa si no está abierto, Andy! ¡Vamos! —dijo Paulo con una ternura que dejaba ver la necesidad que tenía de salir de casa—. Hace tiempo que no salgo de mañana, desde que papá y mamá murieron. Que dure mucho o poco el paseo es lo de menos, hermano. Lo único que te ruego es que salgamos ahora…

Entonces Andy vio la urgencia de su hermano de escapar de la casa en la que había estado encerrado, salvo para ir al colegio, más de seis meses.

—Bueno, por mí no hay problema —repuso Andy —, Vayamos por allí. Total, caminar por la calle no cuesta nada.

Y fueron. Paulo tenía la seguridad de que aquel día ocurriría algo distinto, diferente de todos los días que transcurrieron desde que sus padres murieron en aquel irreparable choque del bus que los debía traer de Trujillo a Lima. Los días de Paulo habían sido todos iguales en dolor desde entonces. Pero ese domingo, ¡pareciera que sus propios padres lo hubieran levantado de la cama!

Claro que cuando sus padres estaban vivos no existía el Wonderful Park; en su lugar estaba una gigantesca de plantación de maíz que poco a poco había sido abandonada por sus propietarios, a tal punto que Paulo solo llegó a ver un puñado de ramas secas y amarillentas. Sus padres habían trabajado en esa chacra muchos años atrás, cuando los maíces eran muchos y verdes. Esto explicaba que no fuera tan difícil escarbar en las áreas verdes del Wonderful Park y encontrar un grano de maíz, y también explicaba el hecho de que las personas grandes lo llamaran también con el nombre de ‘el parque de los maíces’. Todos ellos, e incluso algunos jóvenes, decían que era posible que los espíritus de aquellas nobles plantas, que en otro tiempo alimentaban a muchos pueblos, vivieran ocultos entre los juegos de aquel parque de diversiones: entre la ‘Montaña Rusa’ y el ‘Oruga Elástica’; entre las ‘Sillas Voladoras’ y las salas de cine en las que se veían películas en 3D; y a lo largo de todo el parque. A Paulo, sus padres, de pequeño, le contaban fascinantes y fantasmagóricas leyendas que ocurrían en aquella plantación de maíz, de manera que no había motivo para dudarlo.

Con todo, Andy y Paulo llegaron a las diez y treinta de la mañana y el Wonderful Park estaba cerrado.

—¿Ya ves que no hay nada, Paulo? —le advirtió con mucha razón su hermano Andy—. Pero, podemos aprovechar el buen sol para ir a la canchita que está a la vuelta… Llamas a tus amigos de colegio y… ¡Bacán! Nos jugamos una pichanguita entre todos.

—No, ¡hoy día no, Andy! —le contestó Paulo que parecía sumido en sus recuerdos—, el próximo sábado si quieres, pero hoy no, voy a esperar.

Cuando Paulo tomaba una decisión era difícil hacérsela cambiar, a lo mucho había que darle una poderosa razón para que sea así, y en este caso, su hermano Andy, no la tenía. Entonces decidieron explorar la parte de afuera del Wonderful Park. Vendían allí todo tipo de chucherías, algodones dulces, manzanas azucaradas, helados de copa y cosas así. Pero lo que llamaba más la atención del público era un vendedor con un pintoresco carrito lleno de globos. Éstos eran de todos los tamaños y texturas. Muchos se asemejaban a los que se ven en las fiestas de cumpleaños y no tenían nada de novedosos, pero otros no se parecían siquiera en el material del que estaban hechos. Lucían muy firmes y extravagantes. El vendedor tenía un pequeño aparato en forma de tubo con el que los inflaba y luego los ataba a una vara de plástico. Los colocaba después en su carrito globero, que era de donde los cogía para venderlos.

Una señora y una niña se acercaron al vendedor. La pequeña observaba los globos con encanto, desde los más pequeños y comunes hasta uno de color naranja que brillaba como un metal. Este globo era casi del tamaño de la niña. Ella sacudió la vara que estaba prendida al carro, a fin de que el globo se moviera, pero al ver esto, el vendedor se sobresaltó:

—¡Cuidado, niña! —advirtió éste—, ese globo no es para vender.

En seguida, la señora que la acompañaba, quien al parecer era su madre, reaccionó:

—¡Y por qué ese globo no puede venderlo y los otros sí!

—¡Bueno, señora —respondió el globero sin saber que decir—…, simplemente porque no! Pero si usted quiere, le inflo uno exactamente igual, del mismo color.

Pero la niña sacudió la cabeza al ver los otros globos, todos igual de opacos.

—No, señor, deme uno amarillo —dijo—, me gusta más el color amarillo.

El vendedor sacó de su maletín un globo que desinflado era tan grande como una raqueta de tenis. Enroscó la abertura de éste en la máquina infladora y comenzó a llenarse hasta alcanzar, en cuestión de segundos, un tamaño tan grande como el globo naranja. El globero lo desconectó del inflador y lo ató a una vara plástica.

—¡Ya está! —dijo sonriendo—. Son tres soles.

Y la niña se fue muy contenta con su mamá. Movía de un lado hacia otro su juguete, que parecía escapársele de las manos y elevarse por sí solo cada vez que dejaba de coger la varita. Entonces la volvía a tomar; y luego nuevamente la soltaba hasta hacérsele un juego muy divertido.

Paulo, quien estaba a unos pocos metros de la niña se maravilló con esa escena, y se la hizo saber a su hermano.


—¿Viste Andy? El globo de la chica no se va al suelo cuando se lo suelta, sino flota en el viento, como los globos falsos que se ven en televisión.

—Sí, Paulo. Pero aquellos globos no son falsos. Es el helio que llevan dentro, lo que los hace flotar.

—¿Helio? ¿Qué es helio, Andy? —preguntó Paulo—; ¿acaso es algo que sirve para volar?

—Algo así; es un gas, un gas tan liviano que pesa menos que el aire común. Por eso todo lo que se llena de helio, pierde peso y vuela.

—¿Y de qué está hecho el helio? —insistió Paulo, a quien le parecía interesante que existiera algo que hiciera volar a las cosas.

—¡No es una pregunta fácil de responder, Paulo —contestó Andy riéndose un poco—. Pero si quieres saber dónde hay helio de sobra no tienes más que mirar el sol. En ese astro hay mucho helio.

Si bien el sol se parecía en muy poco al globo de la niña; el hecho de saber que allí también había helio, hizo que aquel juguete le pareciera a Paulo aún más atractivo.

—¡Entonces compra un globo lleno de helio, Andy! —suplicó— ; ¡por favor, cómpralo!

Andy revisó sus bolsillos. Cien soles redondos alcanzaban para la ‘Oruga Elástica’, ‘El Martillo, las ‘Sillas Voladoras’, una buena película en 3D, uno que otro antojo; y… ¡para un globo de tres soles, como el de aquella niña!

—¡Sí, lo compraré!¡Quisiera también uno para mí! —confesó Andy resueltamente—. Yo nunca tuve uno de niño... Mejor compremos dos. Sí, mejor…

Así llegaron hasta el puesto del globero. Pero, para mala fortuna de los dos, éste les dijo que se le había acabado el gas para los globos. Les ofreció, en cambio, pintorescos modelos de globos inflados con aire común y corriente.

—Pero, ¿y ese globo que tiene inflado allí por qué no lo vende? —le preguntó Paulo al globero, señalando el mismo globo que no había vendido a la niña.

—¡No, ese globo no lo vendo, es mi muestra! —repuso el globero, un poco contrariado—, usted sabe, joven; un vendedor nunca vende su muestra.

—Pero,… ¿para qué necesita muestra, si ya se le acabó el gas y no venderá hoy más de esos globos? —preguntó Andy—. Véndamelo a mí. ¡Le daré cinco soles si me lo vende!

—¡No lo vendo! ¡Acaso usted no entiende castellano! –contestó el vendedor ásperamente—, ¡no lo vendo! No deseo venderlo, porque es mi globo y me trae suerte.

Andy, al escuchar el modo insolente en que les habló el globero, enrojeció del enojo y apretó los labios.

—¡Y usted —gritó—; acaso usted no entiende que es de gente ordinaria expresarse como lo ha hecho…!

El globero no dijo nada más. Parecía arrepentido de lo que había dicho. Bajó la cabeza y se quedó pensando, tal vez en lo importante que era para esos dos chiquillos tener ese globo.

Y los dos hermanos, apesadumbrados, siguieron su camino hacia los puestos de algodón dulce; pero, al caminar unos metros, se escuchó un silbido sordo. Era el globero quien los llamaba.

—¡Hey; ustedes! —llamó—. Perdonen lo grosero que fui hace un momento. Lo cierto es que no les puedo vender el globo. No es nada personal… Pero, en cambio, se los puedo prestar, se los prestaría únicamente hasta mañana, cuando mi inflador de gas esté nuevamente cargado.

—¿Prestarnos el globo? —preguntó Andy—. ¿Acaso nos está bromeando?

—No, no es broma. Sé que el niño desea tenerlo y sé que no me entenderían si me niego a venderlo. Es difícil de explicarlo. No se trata de cualquier globo.

Andy se encogió de hombros.

—¡Sí, hay que aceptárselo, Andy! —exclamó Paulo con inquietud—. Préstenoslo, señor; mañana mismo se lo devolvemos…

—Hmm… —pensó Andy dudando un poco—. Está bien; se lo aceptamos. Pero con la condición de que se lo pagaremos como si nos lo estuviera vendiendo. Perdone usted, pero no aceptamos préstamos de un desconocido.


—Me parece razonable, joven. Deme los tres soles y el globo será de ustedes hasta mañana.

Era el único globo que no tenía varita para sujetar, sino una cuerda muy suave al tacto. Paulo lo tomó con avidez. Tenía un tamaño poco natural para ser solamente un globo. Parecía un animal extraño agitándose en el aire y tratando de liberarse de la cuerda y de la mano de Paulo. El viento lo llevaba hacia adelante y Paulo, al tomarlo, sintió que sus pasos se hacían más ligeros.

—¡Paulo, no camines tan rápido! —indicaba Andy—, apenas comienza el día y debemos guardar energía para otras cosas.

Pero el globo se lo llevaba. Lucía imponente y como envalentonado por el aire que corría con fuerza en los alrededores del Wonderful Park. Tan rápido caminaba Paulo con el globo, que en poco menos de un minuto ya le había llevado cincuenta metros de ventaja a su hermano Andy, quien trataba de agrandar sus pasos con el fin de alcanzarlo. Pero era inútil. Su hermano con el globo parecía un gran velocista.

Llegó un instante en el que Paulo dejó de sentir sus pies. Ya no pesaba. Era como si el globo lo jalara y a la vez absorbiera todo su peso. Giró hacia atrás para ver a su hermano, y se dio cuenta de que tenía los pies suspendidos en el aire. Volaba sobre la avenida que daba al Wonderful Park. Su hermano, muy rezagado, aparecía como una mancha pequeña, cada vez más pequeña.

“¡¡¡Es este globo el que me hace volar —se dijo Paulo para sí mismo—; está lleno de esa cosa que me dijo Andy!!!...”.

Por un momento pensó en soltarlo para volver a tierra deshacerse de él, pero se sentía tan bien, que decidió quedarse flotando unos segundos más o esperar que el globo, en todo caso, bajara por sí mismo.

Para Paulo, volar era como crecer; porque todo a su alrededor se empequeñecía. Era como crecer sin aumentar de tamaño. Esos enrejados del Wonderful Park, se veían ahora insignificantes. De hecho, ya los había cruzado.

“Es una maravilla este globo —se decía—; cada uno debiera tener el suyo: para ir al colegio, para irse de compras, o simplemente para divertirse. ¡Ni siquiera los videojuegos o el fútbol se comparan a esto!… ¡Además, podría jugar todo eso flotando con un globo atado a mi espalda…! ¡Todos deberíamos tener nuestro globo particular!”.

Todo esto se decía, mientras él y su globo flotaban muy cerca de la vista de todos, pero nadie los veía. La gente (incluso los niños), estaba tan ocupada en sus labores o pasatiempos que él y su globo les eran prácticamente invisibles. Los vigilantes del Wonderful Park (Paulo los veía desde arriba) abrieron las puertas del parque y entraron cientos de personas. ¿Y Andy? ¿Dónde estaba su hermano? Probablemente entre esa multitud que entraba en el Wonderful Park y pensando que Paulo había ingresado primero.

“Si pudiera ordenarle a este globo que baje… —pensó Paulo—, lo alcanzaría. Andy se colgaría de mi brazo y haríamos este viaje juntos”.

El globo paseaba por todos los juegos mecánicos. Flotaba entre ellos. Paulo casi se estrelló contra uno de los asientos del ‘Oruga Elástica’. Suspiró de alivió de ver que no pasó de ser un susto. La punta de su zapato izquierdo había tocado uno de sus asientos, y de paso, rozado la espalda de un chiquillo que ni siquiera se percató de su existencia. La gente parecía estar bastante distraída, desinteresada de cómo estaban las cosas allá afuera. Lo mismo ocurría en los demás juegos, a tal punto que Paulo podía jurar que si en ese instante en lugar de él con su globo hubiese aterrizado una nave extraterrestre, nadie notaría nada de nada.

Mientras viajaba, el globo se iba moviendo lentamente en dirección Oeste, como quien se dirige al mar. Los juegos mecánicos ya no se veían como tales. A esa altura, lo mismo podían ser las plantas de maíz que habían estado en su lugar hacía cinco años. A las personas ya no se las veía. Al rato, sólo se distinguían zonas verdes y zonas grises. Las zonas verdes eran obviamente donde estaban los árboles, los jardines y los huertos; y las grises, donde estaban los edificios, las autopistas y las fábricas. Era triste ver que en ciertos lugares casi no existían zonas verdes, y que en donde más abundaban las zonas grises, el aire se enrarecía. Lo sentía él y parecían sentirlo algunos pájaros que volaban a la misma altura de Paulo.

Todas las aves volaban en la misma dirección, que era, además, la misma que tenía el globo. En un inicio parecía entretenido para Paulo verlas volar a su lado, pero la cosa se complicó con ciertas aves de rapiña que Paulo no conocía por sus nombres, pero que tenían la clara intención de picotear el globo, al cual seguramente creerían algo comestible.

Se acercó una de estas aves, emitiendo un graznido de rabia, similar al de los perros amarrados en los techos de las casas. El ruido que hizo llamó a cuatro aves más del mismo tipo. Todas miraban el globo, como intentando investigar qué hacían éste y Paulo en ese lugar usualmente dominado por ellas. Se pusieron en círculo y comenzaron a mirarlo con ojos amenazadores. Una de las aves, al parecer la líder, hizo un gesto con la cabeza. Se acercó al globo y deslizó su pico por todo el contorno de éste, mientras que las demás permanecían en un angustiante silencio. Paulo transpiraba, pues el pájaro podría reventar el globo de un picotazo y él, caerse desde aquella altura. Sin embargo, el ave dio la vuelta completa alrededor del globo y se echó luego a volar. Las otras la siguieron. ¡Paulo pudo respirar tranquilo!

El globo y Paulo siguieron avanzando hasta que no vieron más zonas verdes ni grises. Las primeras nubes comenzaban a cubrirlo todo; pero debajo de ellas se notaba una masa levemente azul; era el mar.

Allí, lo azul parecía no moverse a no ser de unas delgadísimas rayas blancas que debían de ser las olas. A esas alturas ya no había un solo ave y las montañas mismas se veían pequeñitas, cada vez más pequeñas.

“¡Bah —decía Paulo—, el mundo es igual desde arriba; son las personas las que hacen las diferencias!”. Parloteaba, carcajeaba y luego volvía a hablarse para sí mismo. “Podría estar en el mar de un país lejano y nadie le pediría pasaporte por visitarlo…”. Entonces hablaba para sus adentros otra vez: “Si todos usáramos globos, la gente dejaría de ser tan boba. Los chicos de mi salón de clases que tienen Iphone y piensan que lo han alcanzado todo por eso, se verían tan enanos y simples como esos otros chicos que no tienen ni una calculadora antigua y creen que no han alcanzado nada”… Se reía en el viento y veía pasar las nubes bajo sus pies. Entonces pensaba otra vez y se decía: “¡Éste será mi invento, el globo viajero! Un vehículo que resolverá todos los problemas de combustible y de tránsito. Haría falta perfeccionarlo; ponerle, por ejemplo, un timón y algo así como un lugar para sentarse… En mi colegio me felicitarán. El Alcalde, el Presidente y todos los que tienen un cargo público me pedirán que les fabrique globos en serie… Y yo, le diría al señor globero que hagamos a medias el trabajo. Él los fabricaría y yo los probaría. Nos repartiríamos las ganancias a medias. Sería lo justo, porque yo estaría exponiendo mi vida. ¡Nos haríamos millonarios!, millonarios y famosos. La misma NASA nos pediría que colaboremos con ellos, y nadie hablaría ya de contaminación ambiental. ¿Y Andy?… ¡A Andy le daría la mitad de mis ganancias, pues gracias a él supe del helio!”.

No pocos negocios gigantescos derivados de su ‘descubrimiento’ pasaban por la mente de Paulo, quien ignoraba que hacía 100 años se habían inventado los aerostatos y los dirigibles que eran grandes globos en los que se podía viajar de un lugar a otro utilizando un gas más liviano que el aire.

El ambiente iba cambiando a medida que subía; porque el globo no paraba de subir. Paulo vio hacia abajo y observó una esfera azulada más o menos grande debajo de él. Aquella cosa de tamaño mediano era la Tierra, el planeta en donde habían sucedido todas las cosas que estaban en sus libros y en el que vivían todas las personas que él conocía. Allí corrían los autos, los buques marinos y sobrevolaban los aviones. Era bastante pequeña en comparación a como se la imaginaba. Además, la luz se acababa, a medida que se alejaba de ella.

“¡Qué está pasando!” —se dijo de pronto—. ¡Dónde se está yendo la luz!”.

Pero no solo ocurría eso. Sentía que tenía cada vez menos oxígeno. Pero ¿por qué el globo seguía subiendo? Eso ya no le gustaba tanto a Paulo. Hacía cada vez más esfuerzos para respirar. Fue en ese momento en que además de disgusto, sintió miedo. ¿En dónde estaba y hacía dónde iba? Recordaba que cuando tenía algún problema solía ayudarlo Andy a resolverlo, y cuando el problema era muy grande, también podía ayudarlo su abuela Martha. Pero este problema no podría resolverlo nadie, porque todos ellos estaban abajo y él, arriba. A medida que se iba alejando de su mundo, más se entristecía… ¿Y el globo? Pues éste seguía subiendo sin ninguna perturbación. ¡Total, los globos no necesitan respirar, ni tienen un planeta al cual echar de menos!

Pensó unos segundos. No tenía sentido seguir avanzando colgado de ese globo, si no sabía adónde iba y si había posibilidad de regreso. Además, el globo era siempre el que guiaba la ruta y lejos de ser él más libre que antes, ahora Paulo se había convertido en una especie de viajero esclavo de aquel globo, y por último, ya le dolían sus dos brazos de tanto sujetarlo.

No quería subir más. “Quizás Dios se apiade de mí y no caiga tan violentamente hasta donde tenga que caer”, pensó. Cerró los ojos, soltó la cuerda que lo unía al globo y, acordándose de algunas oraciones que le había enseñado su abuela Martha, se dejó caer.

Sintió que todas las vísceras se le salían de adentro de su cuerpo, y que la cabeza se le convertía en un trozo de hielo. ¿Adónde iría a dar allá abajo? ¿Caería en el Océano?, ¿en la arena de un desierto de un país lejano?; ¿en el Polo Sur?; o, ¿se estrellaría contra algún juego mecánico del Wonderful Park?

Aún con los ojos cerrados, sintió que su caída se detuvo. “¡Ha terminado todo —se decía—; probablemente he muerto y esto es lo que sienten los que ya no tienen vida!”.

Sin embargo, al abrir los ojos, vio algo muy distinto a lo que podría tomarse por muerte. Había caído sobre espumas, o sobre nubes. Era difícil definirlo porque las nubes vistas desde abajo no se parecen a como se las ve desde arriba. Además estas nubes tenían consistencia. Se respiraba muy bien en este lugar; no había comparación con el maloliente aire que había en la ciudad. Dos sombras aparecieron desde la lejanía de esa gigantesca y nubosa colchoneta; pero cada vez se hacían más grandes. Una tenía la silueta de un hombre y la otra la de una mujer, ambas de mediana edad.

—¿Qué es esto? —se preguntó con asombro.

—¿Acaso no nos reconoces, Paulito? —dijo la sombra de mujer—. Apenas han pasado cuatro años desde que te dejamos. Somos tus papás.

Efectivamente, cuando las sombras se acercaron, Paulo vio a sus padres. Estaban exactamente igual que el último día en que los vio, cuando los despidió en el terminal de buses que iban hasta Trujillo. Caminaban con facilidad por la colchoneta gigante.

—¡¡¡Papá, mamá!!! —exclamó desconcertado Paulo—. ¿Cómo han llegado? ¿Acaso no estaban muertos? … O es que es una alucinación mía.

—No, Paulito —dijo su madre—, no es tu alucinación, pero tampoco estamos vivos; por lo menos no estamos vivos como las personas que viven en la Tierra. Pero muertos, o sea, totalmente desaparecidos, no lo estamos.

—Pero, ¿cómo es eso de que no están vivos pero tampoco han desaparecido?

—Hijo —respondió su padre—, nadie desaparece del todo mientras los pensamientos de alguien los contiene.

Paulo corrió hacia ellos y se abrazaron los tres. Sintió que eran de carne y no de aire como dicen que son los fantasmas. Entonces creyó en lo que ellos le dijeron; no habían desaparecido.

—¡Te estábamos esperando, Paulo, desde hacía días —dijo su madre—. Pero esperábamos que haga buen tiempo allá abajo para que subas sin problemas…, y de paso, te puedas divertir viendo las cosas desde arriba.

—¿Entonces, yo llegué hasta aquí porque ustedes me trajeron y no por el impulso del globo de helio?

—No, cariño —repuso su madre—, nosotros no tenemos esos poderes. Tú pudiste llegar porque así lo quisiste, y el globo te ayudó; es todo. Lo que sí es cierto es que aquel globo era el preferido del globero.

—¡Oh, lo siento! —se lamentó Paulo—. Y yo solté el globo. Ahora dónde estará. Se habrá destruido o perdido para siempre.


—Nada de eso, hijo —habló su padre—, mañana volverá a sus manos; ese globo es como los perros que vuelven a sus amos después de vagabundear. Dará unas cuantas vueltas por el mundo y luego volverá hasta su dueño.

—Pero, ¿y Andy?
—¡Ah!, tu hermanito Andy —dijo su madre—, él está durmiendo ahora, y está soñando que busca contigo una cancha para jugar una partidito con tus amigos de colegio.

—¡Sí, hoy, cuando íbamos al Wonderful Park me lo dijo… ¡Ah, esto no lo saben ustedes, papás!: la plantación de maíz, en la que trabajaron de muy jóvenes, ya no existe. Se secó y construyeron allí un parque de diversiones al que llaman Wonderful Park… ¡Lo siento por ustedes, papá, mamá!; debió de ser un lugar bonito y… ¡ahora no está!, lo siento.

—No hay por qué entristecerse tanto, hijo –contestó su padre—, los parques de diversiones también le dan un poco de color a las ciudades. Las personas y sobre todo los niños son felices con ellos… O me vas a decir que no te gustan.

—Sí, son bellos… —contestó Paulo tímidamente—, pero yo pensaba que ustedes…


—No, Paulo —agregó su padre—. No creemos que todo lo nuevo no sea tan bueno como lo antiguo. Cada tiempo tiene su propia manera de pasarla bien.


A Paulo le llamaba la atención verlos en ese colchoneta gigante. No había más gente. ¿Acaso no vivían allí? ¿Eso era acaso lo que llamaban Cielo? Pero faltaban cosas en ese lugar. Le iba a preguntar a su madre acerca de ello, pero vio que sus ojos se movían de un lado hacia otro, como mostrando inquietud.

—Hijito —dijo al fin ella—, no podemos estar mucho tiempo aquí. Debemos irnos a otro lugar; vinimos hasta aquí solo para verte.

—¿Y dónde está ese otro lugar? ¿Más arriba? ¿Qué cosas hay allá que no hay en la Tierra?

—Ésas son cosas que sabrás a su debido momento, hijo… —repuso su madre—. Nosotros ya debemos irnos. Te daré esta almohadilla hecha de nube para que caigas suavemente. Cuando cuente hasta tres, cerrarás los ojos y la tendrás en tus manos. Con ella, te deslizarás por los aires y no te harás daño al caer. Eso sí, cierra bien los ojos. No tengas miedo, que en cuestión de segundos estarás flotando en el jardín de nuestra casa; de allí, entrarás por la ventana de tu cuarto que hoy dejaste abierta; y luego, aterrizarás en tu propia cama. Cuando sientas un suave golpe en tu cuerpo, ya estarás en casa y podrás abrir los ojos. Pensarás que todo ha sido un sueño; porque la almohadilla que te voy a dar se habrá deshecho por completo.

—¿Y Andy? —preguntó Paulo—; ¿Qué pensará Andy al verme entrar por la ventana? ¡Se podría asustar!

—No te preocupes por eso, hijo —habló su padre—. Apropósito; siempre obedece a tu hermano; Andy ya es adulto y sabe más cosas que tú. Él y tu abuela Martha te protegerán; ¡quiérelos! Eso sí, cuando quieras oírnos, solo tendrás que cerrar los ojos y no dejar que te distraigan las cosas que están a tu alrededor. Así nos oirás tan claramente, como ahora…

Se dieron los tres un gran abrazo y se despidieron. Su madre inició la cuenta, y cuando dijo ‘tres’, Paulo cerró los ojos y ella le entregó la almohadilla de nube.

Y bajó tomado de ésta. No sentía esta vez que se le removieran las vísceras. Solo sintió que al final de su viaje su cuerpo chocó con algo blando. ¡Había llegado hasta su cama!

No existían ni rastros de la almohadilla que hasta hacía segundos Paulo juraría haber tocado. Ya había anochecido. En la cama del costado, su hermano dormía profundamente. Paulo se levantó de la suya y fue a despertar a Andy.

—¡Andy despierta! —exclamó Paulo bastante asombrado—, pensé que estabas esperándome en la puerta del Wonderful Park, mientras yo corría con el globo.

—¡Cuál globo! —respondió Andy—. Hoy fuimos a la canchita ¿no te acuerdas?, pero estaba ocupada. Duérmete también, que yo tengo mucho sueño.
Y Paulo recordó lo que le había dicho su madre cuando había estado allá arriba.

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