sábado, 18 de junio de 2011

CUENTOS DE CHARLES DICKENS 2

FANTASMAS DE NAVIDAD

Me gusta volver a casa en Navidad. Todos lo hacemos, o deberíamos hacerlo. Deberíamos volver a casa en vacaciones, cuanto más largas mejor, desde el internado en el que nos pasamos la vida trabajando en nuestras tablas aritméticas, para así descansar. Viajamos hasta casa a través de un paisaje invernal; por campos cubiertos por una niebla baja, entre pantanos y brumas, subiendo prolongadas colinas, que se van volviendo oscuras como cavernas entre las espesas plantaciones que llegan a tapar casi las estrellas chispeantes; y así hasta que estamos en las amplias mesetas y finalmente nos detenemos, con un silencio repentino, en una avenida. En el aire helado la campana de la puerta tiene un sonido profundo que casi parece terrible; la puerta se abre sobre sus goznes y al llegar hasta una casa grande las brillantes luces nos parecen más grandes tras las ventanas, y las filas de árboles que hay frente a ellas parecen apartarse solemnemente hacia los lados, como para dejarnos pasar. Durante todo el día, a intervalos, una liebre asustada ha salido corriendo a través de la hierba cubierta de nieve; o el repiqueteo distante de un rebaño de ciervos pisoteando el duro hielo ha acabado también, por un minuto, con el silencio. Si pudiéramos verles sus ojos vigilantes bajo los helechos, brillarían ahora como las gotas heladas de rocío sobre las hojas; pero están inmóviles, y todo está callado. Y así, las luces se van haciendo más grandes, y los árboles se apartan hacia atrás ante nosotros para cerrarse de nuevo a nuestra espalda, como impidiéndonos la retirada, y llegamos a la casa.

Probablemente huele todo el tiempo a castañas asadas y otras cosas buenas y reconfortantes, pues estamos contando historias de Navidad, historias de fantasmas, o más vergonzosas para nosotros, alrededor del fuego de Navidad, y no nos hemos movido salvo para acercarnos un poco más a él. Pero dejemos eso. Llegamos a la casa y es una casa antigua, repleta de grandes chimeneas en las que la leña arde en el hogar sobre viejas tenazas, y retratos horrendos (algunos de ellos con leyendas también horrendas) miran con saña y desconfianza desde el entablado de roble de las paredes. Somos un noble de edad mediana y damos una generosa cena con nuestro anfitrión y anfitriona y sus invitados, es Navidad y la vieja casa está llena de invitados, y después nos vamos a la cama. Nuestra habitación es muy antigua. Está recubierta de tapices. No nos gusta el retrato de un caballero vestido de verde colocado sobre la repisa de la chimenea. En el techo hay grandes vigas negras y para nuestro acomodo particular contamos con una enorme cama negra a la que en los pies le sirven de apoyo dos figuras negras también grandes que parecen salidas de dos tumbas de la antigua iglesia que tenía el barón en el parque. Pero no somos un noble supersticioso, y no nos importa. ¡Todo v—, bien! Despedimos a nuestro criado, cerramos la puerta y nos sentamos delante del fuego vestido: con el camisón, meditando en muchas cosas. Final mente, nos metemos en la cama. ¡Muy bien! No podemos dormir. Damos vueltas y más vueltas, pero no podemos dormir. Las ascuas de la chimenea arden bien y dan a la habitación un aspecto fantasmal No podemos evitar escudriñar, por encima del cobertor, las dos figuras negras y el caballero... ese caballero vestido de verde y de apariencia perversa Con la luz parpadeante dan la impresión de avanza y retroceder: lo cual, a pesar de que no seamos et absoluto un noble supersticioso, no resulta agradable. ¡Muy bien! Nos ponemos nerviosos... más y más nerviosos. Decimos: «esto es una verdadera es tupidez, pero no podemos soportarlo; simularemos estar enfermos y llamaremos a alguien». ¡Muy bien Precisamente vamos a hacerlo cuando la puerta cerrada se abre y entra una mujer joven, de palidez mortal y de cabellos rubios y largos que se desliza hasta la chimenea, y se sienta en la silla que hemos dejado allí, frotándose las manos. Nos damos cuenta entonces de que su ropa está húmeda. La lengua se nos pega al velo del paladar y no somos capaces de hablar, pero la observamos con precisión. Su ropa está húmeda, su largo cabello está salpicado de barro húmedo, va vestida según la moda de hace do: cientos años, y lleva en su ceñidor un manojo de 11, ves oxidadas. ¡Muy bien! Se sienta allí y ni siquiera podemos desmayarnos del estado en el que no encontramos. Entonces ella se levanta y prueba todas las cerraduras de la habitación con las llaves oxidadas, sin que encuentre ninguna que vaya bien; después fija la mirada en el retrato del caballero vestido de verde y con una voz baja y terrible exclama:

«¡El hombre lo sabe!» Después se vuelve a frotar las manos, pasa junto al borde de la cama y sale por la puerta. Nos apresuramos a ponernos la bata, cogemos las pistolas (siempre viajamos con ellas) y la seguimos, pero encontramos la puerta cerrada. Damos la vuelta a la llave, miramos en el pasillo oscuro y no hay nadie. Lo recorremos tratando de encontrar a nuestro criado. No es posible. Recorremos el pasillo hasta que despunta el día y luego regresamos a nuestra habitación vacía, caemos dormidos y nos despierta nuestro criado (nunca hay nada que le hechice a él) y el sol brillante. ¡Muy bien! Tomamos un desayuno terrible y todos dicen que tenemos un aspecto extraño. Después del desayuno paseamos por la casa con nuestro anfitrión, y le conducimos hasta el retrato del caballero vestido de verde, y entonces se aclara todo. Se comportó con falsedad con una joven ama de llaves unida en otro tiempo a esa familia, y famosa por su belleza, que se ahogó en un lago y cuyo cuerpo fue descubierto al cabo de mucho tiempo porque los ciervos se negaban a beber el agua. Desde entonces se ha dicho entre susurros que ella atraviesa la casa a medianoche (pero que va especialmente a esa habitación, en donde acostumbraba a dormir el caballero vestido de verde) probando las viejas cerraduras con las llaves oxidadas. ¡Bien! Le contamos a nuestro anfitrión lo que hemos visto, y una sombra cubre sus rasgos tras lo que nos suplica que guardemos silencio; y así se hace. Pero todo es cierto; y lo contamos, antes de morir (ahora estamos muertos) a muchas personas responsables.

Es infinito el número de casas antiguas con galerías resonantes, dormitorios lúgubres y alas encantadas cerradas durante muchos años, por las cuales podemos pasear, con un agradable hormigueo subiéndonos por la espalda y encontrarnos algunos fantasmas, pero quizá sea digno de mención afirmar que se reducen a muy pocos tipos y clases generales; pues los fantasmas tienen poca originalidad y «caminan» por caminos trillados. Sucede, por ejemplo, que en una determinada habitación de un cierto salón antiguo en donde se suicidó un malvado lord, barón, o caballero, hay en el suelo algunas tablas de las que no se puede borrar la sangre. Raspas y raspas, como el actual dueño ha hecho, o cepillas y cepillas; como hizo su padre, o friegas y friegas, como hizo su abuelo, o quemas y quemas con ácidos fuertes, como hizo el bisabuelo, pero la sangre seguirá estando allí, ni más roja ni más pálida, ni en mayor ni en menor cantidad; siempre igual. En otra de esas casas hay una puerta encantada que nunca se abrirá; u otra que nunca se cerrará; o un sonido de una rueda de hilar, o un martillo, o unos pasos, o un grito, o un suspiro, un galope de caballos o el rechinar de unas cadenas. O hay un reloj que a medianoche da trece campanadas cuando va a morir el cabeza de familia, o un carruaje sombrío, negro e inmóvil que ve siempre en esos momentos alguien que aguardaba cerca de las amplias puertas del patio del establo. O sucede, como en el caso de Lady Mary, que fue a visitar una casa situada en los Highlands escoceses, y como estaba fatigada por su largo viaje se retiró pronto a la cama y a la mañana siguiente dijo con toda inocencia en la mesa del desayuno:

—¡Me resultó muy extraño que celebraran una fiesta a una hora tan tardía anoche en este remoto lugar y no me hablaran de ella antes de que me acostara!

Entonces todos preguntaron a Lady Mary lo que quería decir. Y ésta contestó:

—Bueno, anoche todo el tiempo oí carruajes que daban vueltas y más vueltas alrededor de la terraza, bajo mi ventana.

Entonces el dueño de la casa se puso pálido, lo mismo que su señora, y Charles Macdoodle de Macdoodle hizo señas a Lady Mary de que no dijera más, y todos guardaron silencio. Tras el desayuno, Charles Macdoodle le contó a Lady Mary que según una tradición de la familia era un presagio de muerte que los carruajes dieran vueltas por la terraza. Y así fue, pues dos meses más tarde moría la señora de la casa. Y Lady Mary, que era doncella de honor en la Corte, contó a menudo esta historia a la Reina Charlotte; y es por esto que el viejo rey decía siempre: «¿Cómo, cómo? ¿Qué, qué? ¿Fantasmas, fantasmas? ¡No existen, no existen!» Y no dejaba de decir esa frase hasta que se iba a la cama.

Y ahora bien, un amigo de alguien al que casi todos conocemos, cuando era un joven que estaba cursando estudios tenía un amigo especial con e que había hecho el pacto de que, si era posible que e espíritu retornara a esta tierra después de separarse del cuerpo, aquel de los dos que muriera primero se le aparecería al otro. Nuestro amigo se olvidó de ese pacto con el curso del tiempo; los dos jóvenes habían progresado en la vida, habían tomado camino; divergentes y se habían separado. Pero una noche muchos años después, estando nuestro amigo en e norte de Inglaterra, y quedándose a pasar la noche en una posada de Yorkshire Moors, miró desde la cama hacia fuera; y allí, bajo la luz de la luna, apoyado en un buró cercano a la ventana, y mirándole fijamente, vio a su antiguo compañero de estudios Cuando éste se dirigió con solemnidad hacia la aparición, ésta respondió en una especie de susurre pero bien audible:

—No te acerques a mí. Estoy muerto. He venido aquí para cumplir mi promesa. ¡Vengo del otro mundo, pero no puedo revelar sus secretos!

En ese momento empezó a volverse más pálido y se fundió, por así decirlo, con la luz de la luna, desapareciendo en ella.

O está el caso de la hija del primer ocupante de lo pintoresca casa isabelina, tan famosa en nuestra vecindad. ¿Ha oído hablar de ella? ¿No? Bueno, la hija salió una noche de verano en el momento del crepúsculo; era una joven muy hermosa, de diecisiete años de edad, y se disponía a coger flores del jardín: pero de pronto llegó corriendo, aterrada, hasta el salón donde estaba su padre, a quien le dijo:

—¡Ay, querido padre, me he encontrado conmigo misma!

Él la cogió en sus brazos y le dijo que todo era una fantasía, pero ella replicó:

—¡Oh, no! Me encontré conmigo en el camino ancho, y yo estaba pálida, y recogía flores marchitas, y giraba la cabeza y las levantaba!

Y aquella noche murió la joven; y se empezó a hacer un cuadro con su historia, pero no se terminó nunca, y dicen que ha estado hasta hoy en algún lugar de la casa, con el rostro vuelto hacia la pared.

O la historia del tío de la esposa de mi hermano, que volvía a casa cabalgando al atardecer de un hermoso día y en una calle arbolada cercana a su casa vio a un hombre de pie ante él en el centro mismo de la estrecha calzada.

«¿Qué hace ese hombre del manto ahí parado?», pensó. «¿Quiere que pase con el caballo por encima de él?»

Pero la figura no se movió. Al verlo tan quieto tuvo una sensación extraña, pero siguió avanzando, aunque aflojando el trote. Cuando estuvo tan cerca que llegó a tocarlo casi con el estribo el caballo se asustó y la figura se deslizó hacia arriba, hasta la acera, de una manera curiosa y nada natural: hacia atrás, sin que pareciera utilizar los pies, hasta que desapareció. El tío de la esposa de mi hermano exclamó:

—¡Por el Dios de los cielos! ¡Si es mi primo Harry, el de Bombay!

Espoleó el caballo, que de pronto se había puesto a sudar profusamente, y extrañándose de tan rara conducta dio la vuelta para dirigirse hacia la fachada de su casa. Cuando llegó allí vio la misma figura, que pasaba en ese momento junto a la alargada ventana francesa de la sala de estar, en la planta baja. Le pasó las bridas a un criado y se dirigió presurosamente hacia la figura. Allí estaba sentada su hermana, a solas. Alice, ¿dónde está mi primo Harry?

—¿Tu primo Harry, John?

—Sí, el de Bombay. Acabo de encontrarme con él ahora en la avenida, y le vi entrar aquí hace un instante.

Pero nadie había visto a nadie; y tal como después se supo, en ese mismo instante moría en India aquel primo.

O está la historia de esa sensible y anciana dama soltera que murió a los noventa y nueve años de edad manteniendo sus facultades hasta el último momento y vio realmente al chico huérfano. Es una historia que a menudo se ha —contado incorrectamente, pero de la que la verdad auténtica es ésta, lo sé porque en realidad es una historia de nuestra familia, y ella era amiga de la casa. Cuando tenía unos cuarenta años de edad, y seguía poseyendo una hermosura poco común (su amado murió joven, razón por la cual ella nunca se casó, a pesar de tener numerosas ofertas), fijó su residencia en un lugar de Kent, que su hermano, un comerciante con India, había comprado recientemente.

Se contaba la historia de que en otro tiempo aquel lugar estuvo a cargo del tutor de un joven; que ese tutor sería el segundo heredero y que mató

al muchacho con su tratamiento duro y cruel. Ella nada sabía de tales cosas. Se ha dicho que en el dormitorio de ella había una jaula en la que el tutor solía encerrar al muchacho. Es falso. Sólo había un gabinete. Ella se acostó, no hizo llamada alguna durante la noche, pero por la mañana le dijo con toda tranquilidad a la doncella cuando ésta entró:

—¿Quién es ese guapo mocito de aspecto abandonado que estuvo mirando hacia fuera desde el gabinete toda la noche?

La doncella contestó lanzando un fuerte grito y echando a correr al instante. La dama se sorprendió de aquello, pero era una mujer de notable fuerza mental, por lo que se vistió ella sola, bajó las escaleras y acudió a reunirse con su hermano:

—Walter, toda la noche me ha estado inquietando un guapo mocito de aspecto abandonado que constantemente miraba hacia fuera desde el gabinete que hay en mi habitación, y que no puedo abrir. Ahí debe haber algún truco.

—Me temo que no, Charlotte —contestó el hermano—, pues es la leyenda de la casa. Es el huérfano. ¿Qué es lo que hizo?

—Abrió la puerta con suavidad y miró hacia fuera. A veces penetraba uno o dos pasos en la habitación. Entonces yo le llamaba, para animarle, y él se encogía, se estremecía y volvía a meterse de nuevo, cerrando la puerta.

—Charlotte, el gabinete no tiene comunicación con ninguna otra parte de la casa, y está cerrado con clavos.

Aquello era indudablemente cierto y dos carpinteros necesitaron una mañana entera para abrir la puerta y poder examinar el gabinete. Sólo entonces Charlotte quedó convencida de que había visto al huérfano. Pero lo terrible de la historia es que fue visto sucesivamente por tres de los hijos de su hermano, todos los cuales murieron jóvenes. En cada ocasión, el niño enfermaba, regresaba a casa con fiebre, doce horas antes de la muerte, y le decía a su madre que había estado jugando bajo un cierto roble que había en un prado con un chico extraño, un chico de buen aspecto, pero que parecía abandonado, que era muy tímido y le hacía señas. A partir de esa experiencia fatal los padres llegaron a saber que se trataba del huérfano, y que el destino del niño al que había elegido como compañero de juegos estaba seguramente fijado.


LA NOVIA DEL AHORCADO

Era una auténtica casa antigua de muy curios descripción, en la que abundaban las viejas tallas las vigas, los tablones, y que tenía una excelente antigua caja de escalera con una galería o escales superior separada de la primera por una curiosa estacada de roble viejo o de caoba de Honduras. Es y seguirá siendo durante muchos años una casa de notable pintoresquismo; y en la profundidad d los viejos tablones de caoba habitaba un misterio grave, como si fueran lagunas profundas de agua o,, cura, como las que sin duda habían existido entre ellos cuando eran árboles, dando al conjunto un carácter muy misterioso a la caída de la noche.

Cuando nada más bajar del coche el señor Goodchild y señor Idle se presentaron por primera vez en la puerta y penetraron en el sombrío y hermoso salón, fueron recibidos por media docena d ancianos silenciosos vestidos de negro, todos exactamente igual, que se deslizaron escaleras arriba junto a los serviciales propietario y camarero, pero sin que pareciera que se estuvieran entrometiendo en su camino, o les importara si lo estaban haciendo no, y que se apartaron hacia la derecha y la izquierda de la vieja escalera cuando los huéspedes entraron en la sala de estar. Era un día claro y brillante, pero al cerrar la puerta el señor Goodchild dijo: —¿Quién demonios son esos ancianos?

Y poco después, cuando ambos salieron y entraron, no observaron que hubiera anciano alguno. Desde entonces los ancianos no volvieron a reaparecer, ni siquiera uno de ellos. Los dos amigos habían pasado una noche en la casa pero no habían vuelto a verlos. El señor Goodchild paseó por la casa, revisó los pasillos y miró en las puertas, pero no encontró ningún anciano; por lo visto, ningún miembro del establecimiento echaba en falta a anciano alguno ni lo esperaba.

Otra circunstancia extraña llamó la atención de los dos amigos. Era que la puerta de la sala de estar no se quedaba quieta un cuarto de hora entero. La abrían con titubeos, o confiadamente, la abrían un poco, o mucho, pero siempre la volvían a cerrar de golpe sin una palabra de explicación. Los dos amigos estaban leyendo, o escribiendo, o comiendo, bebiendo, hablando o dormitando; la puerta se abría siempre en un momento inesperado y ambos miraban hacia ella, la volvían a cerrar de nuevo y no veían a nadie. Cuando esto había sucedido ya unas cincuenta veces, el señor Goodchild le dijo a su compañero en tono de broma:

—Tom, empiezo a pensar que había algo raro en aquellos seis ancianos.

Llegó la segunda noche y ellos estaban escribiendo desde hacía dos o tres horas; escribían una parte de las perezosas notas de las que se han sacado estas perezosas páginas. Habían dejado de escribir, depositando las gafas sobre la mesa, entre ellos. La casa estaba cerrada y tranquila. Alrededor de la cabeza de Thomas Idle, que estaba acostado en su sofá, se hallaban suspendidas guirnaldas de humo fragante Las sienes de Francis Goodchild se hallaban similarmente decoradas mientras estaba recostado hacia, atrás en su sillón, con las dos manos entrelazada: tras la cabeza y las piernas cruzadas.

Habían estado hablando de varios temas, sin omitir el de los extraños ancianos, y se encontraban ocupados todavía en esa conversación cuando el señor Goodchild cambió de actitud abruptamente a tiempo que se ponía a darle cuerda a su reloj. Empezaban a sentirse lo bastante adormecidos como par, dejar de hablar por una actividad tan ligera. Thomas ldle, que estaba hablando en ese momento, s, detuvo y preguntó:

—¿Qué hora es?

—La una—contestó Goodchild.

Y como si hubiese ordenado algo a uno de lo, ancianos, y la orden fuera ejecutada con prontitud (y a decir verdad todas las órdenes eran obedecida, así en aquel excelente hotel), se abrió la puerta i apareció en ella uno de los ancianos. No entró, sino que se quedó en pie con la mano en la puerta.

—¡Tom, por fin, uno de los seis! —exclamó el señor Goodchild con un susurro de sorpresa—. ¿En qué puedo servirle, señor?

—¿En qué puedo servirle, señor? —repitió el anciano.

—Yo no llamé.

—La campana lo hizo —replicó el anciano.

Dijo campana de un modo profundo y potente, como si se estuviera refiriendo a la campana de la iglesia.

—Creo que tuve el placer de verle ayer—comentó Goodchild.

—No puedo estar seguro de ello —fue la respuesta del ceñudo anciano.

—Creo que me vio, ¿no le parece?

—¿Le vi? —preguntó el anciano—. Claro que le vi. Pero veo a muchos que nunca me ven a mí.

Era un anciano reservado, lento, terroso y estable. Un anciano cadavérico de lenguaje calibrado. Un anciano que parecía incapaz de pestañear, como si le hubieran clavado los párpados a la frente. Un anciano cuyos ojos, dos puntos de fuego, no tenían más movimiento que el que le permitiría el hecho de tenerlos unidos con la nuca por unos tornillos que le atravesaran el cráneo y estuvieran remachados y sujetos por el exterior, entre su cabello gris.

La noche se había vuelto tan fría para la capacidad sensorial del señor Goodchild que se estremeció. Comentó a la ligera, como excusándose:

—Me da la impresión de que hay alguien caminando sobre mi tumba.

—No —repuso el extraño anciano—. No hay nadie allí.

El señor Goodchild miró a ldle, pero éste estaba con la cabeza envuelta en humo.

—¿Que no hay nadie allí? —dijo Goodchild.

—No hay nadie en su tumba, se lo aseguro —contestó el anciano.

Había entrado y cerrado la puerta, y ahora se sentó. No se dobló para sentarse como hacen las otras personas, sino que dio la impresión de hundirse mientras estaba erguido, como si cayera en un cuerpo de agua, hasta que la silla le detuvo.

—Mi amigo, el señor Idle —dijo Goodchild, deseoso de introducir a una tercera persona en la conversación.

—Estoy al servicio del señor Idle —dijo el anciano sin mirarle.

—Si vive usted aquí desde hace tiempo —empezó a decir Francis Goodchild.

—Así es.

—Entonces quizá pueda aclararnos una cuestión acerca de la cual mi amigo y yo dudábamos esta mañana. Han ahorcado criminales en el castillo, ¿no es así?

—Así lo creo —contestó el anciano.

—¿Les colocan con el rostro vuelto hacia esa noble vista?

—Te colocan la cabeza de cara al muro del castillo —repuso el otro—. Cuando estás colgado, ves que sus piedras se expanden y contraen violentamente, y una expansión y contracción similares parecen tener lugar en tu propia cabeza y en tu pecho. Luego se produce una acometida de fuego y un terremoto, y el castillo salta por el aire y tú caes por un precipicio.

Daba la impresión de que le molestaba la corbata. Se llevó la mano a la garganta y movió el cuello de un lado a otro. Era un anciano cuya cara estaba como hinchada, y la nariz vuelta e inmóvil hacia un lado, como si tuviera un pequeño gancho insertado en esa ventanilla. El señor Goodchild se sentía muy incómodo y empezó a pensar que la noche era calurosa, en lugar de fría.

—Una potente descripción, señor —comentó.

—Una sensación potente —le corrigió el anciano.

El señor Goodchild volvió a mirar al señor Thomas Idle, pero Thomas estaba boca arriba con el rostro atento y vuelto hacia el anciano, sin hacer señal alguna de reconocimiento. En ese momento le pareció al señor Goodchild que unos hilos de fuego salían de los ojos del anciano en dirección a los suyos, y que se quedaban allí. (El señor Goodchild, al escribir el presente relato de su experiencia, afirma con la mayor solemnidad que tenía la poderosa sensación de que desde ese momento le obligaban a mirar al anciano a través de esos dos hilos de fuego).

—Debo decírselo —afirmó el anciano con una mirada pétrea y fantasmal.

—¿Qué? —preguntó Francis Goodchild.

—Usted sabe dónde sucedió. ¡Ahí!

El señor Goodchild no pudo saber en ese momento, ni nunca lo sabrá, si el anciano señalaba a la habitación de arriba, o a la de abajo, o a cualquier habitación de la antigua casa, o una habitación de alguna otra casa antigua de esa vieja ciudad. Se sintió confundido por la circunstancia de que el índice de la mano derecha del anciano parecía introducirse en uno de los hilos de fuego, encenderse el propio dedo y hacer una embestida de fuego en el aire, como si señalara hacia algún lugar. Y tras señalar, deshizo el gesto.

—Usted sabe que ella era una novia —dijo el anciano.

—Sé que todavía envían tarta nupcial —comentó el señor Goodchild titubeando—. Esta atmósfera me resulta oprimente.

Ella era una novia, había dicho el anciano. Era una joven hermosa, de cabellos blondos y ojos grandes que no tenía carácter ni propósito. Una nada débil, crédula, incapaz e indefensa. No como su madre. No, no. Lo que reflejaba era el carácter del padre.

La madre se había preocupado de asegurárselo todo para ella, para su propia vida, cuando el padre de esta joven (una niña en aquel momento) murió (de un desvalimiento total, no de otra enfermedad) y entonces él renovó la amistad que en otro tiempo había tenido con la madre. Por dinero había dejado el campo libre al hombre de cabellos blondos y ojos grandes (o la no entidad). Pudo tolerar eso por dinero. Y quería una compensación en dinero.

Por ello regresó al lado de aquella mujer, la madre, volvió a enamorarla, bailó a su alrededor y se sometió a sus caprichos. Ella descargó sobre él todo capricho que tuviera, o pudiera inventar. Y él lo soportaba. Y cuanto más lo soportaba, más quería una compensación en dinero, y más decidido estaba a obtenerlo.

¡Pero ay! Antes de que la obtuviera, ella le engañó. En uno de sus estados imperiosos, se quedó congelada y no volvió a descongelarse. Una noche se llevó las manos a la cabeza, lanzó un grito, se quedó rígida, permaneció en esa actitud varias horas y murió. Y él no había obtenido, todavía, una compensación en dinero. ¡Qué el infierno se la llevase! Ni un solo penique.

La había odiado durante toda esa segunda relación y había ansiado vengarse de ella. Falsificó entonces la firma de ella en un documento en el que dejaba todo lo que tenía a su hija, de diez años entonces, a quien traspasaba absolutamente todas sus propiedades, y se designaba a sí mismo como el tutor de la hija. Cuando deslizó el documento bajo la almohada de la cama en la que yacía ella, se inclinó sobre un oído sordo de la muerta y susurró:

—Orgullosa amante, hace tiempo que había decidido que, viva o muerta, me compensarías con dinero.

Y así sólo quedaban ya dos. Él y la hermosa y estúpida hija de cabellos blondos y ojos grandes, que después se convertiría en la novia.

Él la sometió a disciplina. En una casa retirada, oscura y oprimente, la sometió a disciplina con una mujer vigilante y poco escrupulosa.

—Mi digna dama —le dijo—: tiene ante usted una mente que ha de ser formada, eme ayudará a formarla?

Aceptó el encargo. Pues también quería compensación en dinero, y la había obtenido.

La joven fue formada para que tuviera miedo de él, y en la convicción de que no podría escaparse. Desde el principio se le enseñó a considerarlo como a su futuro esposo, al hombre que debía casarse con ella, el destino que la ensombrecía, la certidumbre resignada de que nunca podría escapar. La pobre tonta era como cera blanca y blanda en las manos de ellos, y adoptó la forma con la que la modelaron. se endureció con el tiempo. Se convirtió en parte de si misma. Inseparable de sí misma hasta el punto d que esa forma sólo se separaría de ella si le quitara la vida.

Durante once años había habitado en la casa o: cura y su tenebroso jardín. Él tenía celos incluso d la luz y el aire que llegaban hasta ella, y procuraba mantenerla apartada. Cegó las amplias chimenea: ocultó las pequeñas ventanas, dejó que una hiedra de fuertes tallos se esparciera a su capricho por la fachada de la casa, que el musgo se acumulara en lo frutales sin podar que había en el jardín de muro rojos, que la hierba creciera sobre sus senderos ver des y amarillos. La rodeó de imágenes de pena y desolación. Procuró que estuviera llena de miedo hacia el lugar y las historias que sobre él le contaban, luego, con el pretexto de corregirla, la dejaba sola c la obligaba a que se encogiera en la oscuridad Cuando la mente de la joven se encontraba más deprimida y llena de terrores, entonces salía él de uno de los lugares en los que se ocultaba para vigilarla, se presentaba como su único recurso.

Así, siendo desde su niñez la única encarnación que se presentaba ante su vida con el poder de obligar y el poder de aliviar, el poder de atar y el pode de soltar, quedaba asegurada la ascendencia sobre la debilidad de la joven. Tenía ella veintiún años y veintiún días cuando él llevó a la tenebrosa casa a su boba, asustada y sumisa novia de tres semanas.

Para entonces había despedido ya a la institutriz, lo que le faltaba por hacer lo haría mejor solo, y una noche lluviosa llegaron al escenario de su prolongada preparación. Ella se volvió hacia él en el umbral con la lluvia goteando desde el porche y dijo:

—¡Ay, señor, ahí está el reloj de la muerte sonando para mí!

—¡Muy bien! ¿Y qué si así fuera? —respondió él. —¡Ay, señor! ¡Tráteme amablemente y tenga piedad de mí! Le suplico que me perdone. ¡Si me perdona haré cualquier cosa que usted quiera!

Eso se había convertido en la cantinela constante de la pobre tonta: « le suplico que me perdone». «Perdóneme».

No merecía ni que la odiara, sólo sentía desprecio por ella. Pero ella había estado mucho tiempo en su camino, y hacía también tiempo que él ya se había cansado, el trabajo estaba cerca del final y tenía que realizarlo.

—¡Estúpida, sube las escaleras! —exclamó él.

Ella obedeció inmediatamente, murmurando: «haré todo lo que usted desee». Cuando entró en el dormitorio de la novia, habiéndose retrasado un poco por las fuertes cerraduras que tenía la puerta principal pues estaban solos en la casa, ya que había dispuesto que el personal de servicio tuviera libre el día), la encontró acobardada en la esquina más lejana, y allí de pie se apretaba contra las tablas de la pared como si quisiera meterse entre ellas. Tenía su cabello blondo alborotado sobre el rostro, y sus ojos grandes le miraban con un terror vago.

—¿De qué tienes miedo? Ven y siéntate a mi lado. —Haré todo lo que quiera. Le suplico que me perdone, señor. ¡Perdóneme! —le dijo con su monótona cantinela, tal como acostumbraba.

—Ellen, mañana tendrás que escribir esto, de propio puño y letra. También procurarás que otros te vean atareada en hacerlo. Cuando lo hayas escrito todo perfectamente, y corregido todos los errores, llama a dos personas que haya en la casa y firma con tu nombre delante de ellos. Después métetelo en el pecho para que esté a salvo, y cuando mañana por la noche me vuelva a sentar aquí, me lo das.

Así lo haré todo, con el máximo cuidado. Haré todo lo que usted desee.

—Entonces no tiembles ni vaciles.

—Haré todo lo posible para evitarlo... ¡si usted me perdona!

Al día siguiente ella se sentó en el escritorio e hizo todo tal como se lo habían pedido. Con frecuencia él entraba y salía de la habitación, para observarla, y la veía siempre escribiendo lenta y laboriosamente: repitiéndose en voz alta las palabras que copiaba, con una apariencia totalmente mecánica, y sin preocuparse ni esforzarse por entenderlas, salvo de cumplir el encargo. Él vio que seguía las órdenes que había recibido en todos los aspectos; y por la noche, cuando estaban a solas de nuevo en el mismo dormitorio de la novia, él acercó su silla junto al hogar, ella se le acercó tímidamente desde su distante asiento, sacó el papel del pecho y se lo puso a él en la mano.

Ese documento le concedía todas las posesiones de la joven en caso de que muriera. Colocó a la joven ante él, cara a cara, para poder mirarla fijamente, y le preguntó con numerosas y claras palabras, ni más ni menos que las necesarias, si sabía lo que iba a pasar. Había manchas de tinta en el pecho de su vestido blanco, y hacía que su rostro pareciera todavía más marchito, y sus ojos más grandes, cuando asintió con la cabeza. Había manchas de tinta en la mano que extendió ante él poniéndose de pie, con la que se alisó y arregló nerviosamente su falda blanca.

La cogió por el brazo, la miró al rostro todavía con mayor fijeza y atención, y le dijo:

—¡Y ahora, muere! He terminado contigo.

Ella se encogió y lanzó un grito bajo y reprimido.

—No voy a matarte. No pondré en peligro mi vida por ti. ¡Muere!

Y a partir de ese momento, un día tras otro, una noche tras otra se sentó delante de ella, en su tenebroso dormitorio, pronunciando la palabra o transmitiéndosela con la mirada. Siempre que levantaba sus ojos grandes y carentes de significado desde las manos en las que enterraba la cabeza hasta la figura rígida que estaba sentada en la silla con los brazos cruzados y la frente enarcada, leía en los ojos del hombre: «¡muere!» Cuando caía dormida, agotada, recuperaba estremecida la conciencia oyendo en susurros: «¡muere!» Cuando caía en su viejo ruego de ser perdonada, la respuesta era aún: «¡muere!» Después de haber pasado despierta y sufriendo la larga noche, cuando el sol naciente llameaba en la habitación sombría, oía como saludo:

—¿Un día más y no te has muerto? ¡Muere! Encerrada en la desértica mansión, apartada d toda la humanidad y entregada a esa lucha sin respiro alguno, llegó a esta conclusión, que ella, o él, tenían que morir. Él lo sabía muy bien, y por ello con centró su fuerza contra la debilidad de la mujer Una hora tras otra la sujetaba por un brazo hasta que éste se ponía negro, y le ordenaba que muriera Y sucedió, una mañana ventosa, antes del amanecer. Él calculó que debían ser las cuatro y media pero no podía estar seguro porque se había olvidado de darle cuerda al reloj y se había parado. Ella se había apartado de él durante la noche con gritos repentinos y fuertes, los primeros que había expresa do así, y él tuvo que taparle la boca con las manos Desde ese momento ella se había quedado quieta en la esquina entablada en la que se había dejado caer,, él la había dejado y había vuelto a su silla, sentándose con los brazos cruzados y la frente ceñuda.

Más pálida bajo la pálida luz, más incolora que, nunca en el amanecer plomizo, la vio acercarse arrastrándose por el suelo hacia él: una ruina pálida deformada por los cabellos, el vestido y los ojos salvajes, impulsándose hacia delante con una maní doblada e irresuelta.

—¡Ay, perdóneme! Haré cualquier cosa. ¡Ay, señor, le ruego que me diga que puedo vivir!

—¡Muere!

—¿Tan decidido está? ¿No hay esperanza para mí?

—¡Muere!

Ella tensó sus grandes ojos por la sorpresa y el miedo; la sorpresa y el miedo se transformaron en reproche; y el reproche en una nada vacía. Estaba hecho. Al principio él no se sintió muy seguro, salvo de que el sol de la mañana estaba colgando joyas en los cabellos de la joven. Vio el diamante, la esmeralda y el rubí brillando en pequeños puntos mientras la miraba, hasta que la levantó y la dejó sobre la cama.

Fue enterrada enseguida, y ahora todos se habían ido y él había tenido su compensación.

Tenía pensado viajar. Eso no significaba que quisiera malgastar su dinero, pues era un hombre ahorrativo y amaba terriblemente el dinero (en realidad, más que cualquier otra cosa), pero se había cansado de la casa desolada y deseaba volverle la espalda y olvidarla. Sin embargo, la casa valía dinero, y el dinero no debía tirarse. Decidió venderla antes de partir. Para que no pareciera tan en ruinas y obtener así un precio mejor, contrató algunos trabajadores para que asearan el jardín, cubierto de malas hierbas; para que cortaran el tronco muerto, podaran la hiedra que caía en enormes masas sobre las ventanas y el frente de la casa, y para que limpiaran los caminos, en los que la hierba llegaba hasta la mitad de la pierna.

Él mismo trabajó con ellos. Trabajó más tiempo que ellos, y una tarde, al oscurecer, se quedó trabajando a solas con el hocejo en la mano. Era una tarde de otoño y la novia llevaba ya cinco semanas muerta.

«Está oscureciendo demasiado para seguir trabajando —se dijo a sí mismo—. Terminaré por hoy» Detestaba la casa y le horrorizaba entrar en ella Contempló el porche oscuro, que le aguardaba como si fuera una tumba y comprendió que era una casa maldita. Cerca del porche, y cerca de donde t estaba, había un árbol cuyas ramas ondulaban frente al mirador del dormitorio de la novia, donde todo había sucedido. De pronto el árbol se meció le sobresaltó. Volvió a moverse, aunque la noche era tranquila. Al levantar la vista y mirar hacia él, vi una figura entre las ramas.

Era la figura de un hombre joven. Miraba hacia abajo, mientras él levantaba la vista; las ramas crujieron y se movieron; la figura descendió rápida mente y se deslizó hasta hallarse frente a él. Era u joven esbelto, aproximadamente de la edad de la novia, de largos cabellos de color castaño claro.

—¿Qué tipo de ladrón eres tú? —le preguntó cogiendo al joven por el cuello.

El joven, al moverse para quedar libre, le lanzó un golpe con el brazo que le dio en la cara y la garganta. Se enzarzaron, pero el joven se liberó de él retrocedió gritando con gran ansiedad y horror:

—¡No me toques! ¡Antes preferiría que me toca el diablo!

Se quedó quieto, con el hocejo en la mano, mirando al joven. Pues la mirada del joven era como complemento de la última mirada de la novia, y n había esperado volver a verla de nuevo.

—No soy un ladrón. Pero aunque lo fuera, no cogería una sola moneda de tu tesoro, aunque con ella pudiera comprarme las Indias. ¡Asesino!

—¿Cómo?

—Hace ya casi cuatro años que me subí ahí por primera vez—dijo el joven señalando hacia el árbol—. Me subí ahí para verla. La vi. Hablé con ella. Y me he subido al árbol muchas veces para verla y escucharla. Yo era un muchacho, escondido entre las ramas, cuando desde ese mirador me dio esto.

Le enseñó una trenza de cabello blondo atada con una cinta de luto.

—Su vida fue una vida de lamentaciones —siguió diciendo el joven—. Me dio esto como prenda y señal de que estaba muerta para todos salvo para ti. De haber tenido más edad, o de haberla visto antes, la habría salvado de ti. ¡Pero ya estaba atrapada en la tela de araña la primera vez que me subí al árbol, y no podía hacer ya nada para liberarla!

Al decir estas palabras tuvo un ataque de sollozos y llantos: débilmente al principio, y luego más apasionados.

—¡Asesino! Estaba subido al árbol la noche en que la trajiste de nuevo aquí. Aquí, en el árbol, la oí hablar de la muerte que vigilaba en la puerta. Por tres veces estuve en el árbol mientras te encerrabas con ella, matándola lentamente. Desde el árbol la vi yacer muerta sobre la cama. Desde el árbol te he vigilado buscando pruebas y rastros de tu culpa. Cómo lo hiciste sigue siendo un misterio para mí, pero te perseguiré hasta que entregues tu vida al verdugo. Hasta ese momento no te librarás de mí. ¡La amaba! No puedo conocer la piedad hacia ti. Ase no, ¡la amaba!

El joven, que había perdido el sombrero alba del árbol, tenía la cabeza pelada. Se dirigió hacia puerta. Para llegar hasta ella tenía que pasar junto asesino. Cabían, entre uno y otro, dos carruajes los antiguos, y el horror del joven, que se expresa abiertamente en todos los rasgos de su rostro y toe los miembros de su cuerpo, siéndole muy difícil soportar, le hacía mantenerse a distancia. Él (me refiero al otro) no había movido ni mano ni pie des que se quedó quieto para mirar al muchacho. Ahí giró para seguirle con la mirada. Cuando vio la m de color castaño claro ante él, vio también una curva rojiza que iba desde su mano hasta la cabeza del muchacho. Y vio también desde el principio dónde había caído, y digo había caído y no caería, pues percibió claramente que todo había sucedido antes de c él lo hiciera. Le abrió la cabeza y se quedó allí, y el muchacho cayó boca arriba.

Por la noche enterró el cuerpo, al pie del árbol En cuanto salió la luz de la mañana, se dedicó a mover todo el terreno que había alrededor del árbol a cortar y podar los matorrales y las hierbas que lo rodeaban. Cuando llegaron los trabajadores, no ha allí nada sospechoso; y por ello nada sospechara

Pero en un momento había desbaratado to, sus precauciones destruyendo el triunfo del p que durante tanto tiempo había preparado y c con tanto éxito había llevado a cabo. Se había desembarazado de la novia, adquiriendo su fortuna sin poner en peligro su vida; pero ahora, por una muerte con la que nada había ganado, se vería obligado a vivir para siempre con una cuerda alrededor del cuello.

Desde ese momento vivió encadenado a la casa de la tristeza y el horror, que no podía soportar. Temeroso de venderla o abandonarla, para evitar que pudieran descubrir el cadáver, se vio obligado a vivir en ella. Contrató como criados a dos viejos, un hombre y una mujer; y habitó en la casa, temiéndola. Durante mucho tiempo su mayor dificultad fue el jardín. ¿Debía mantenerlo cuidado, tendría que permitir que volviera a su antiguo estado de abandono, cuál sería la manera en la que probablemente llamaría menos la atención?

Tomó una decisión intermedia consistente en trabajarlo él mismo, en las horas libres de la tarde, pidiendo luego al viejo que le ayudara; pero nunca le dejaba a éste que trabajara solo. Y él mismo hizo un emparrado junto al árbol, para poder sentarse allí y ver que estaba a salvo.

Conforme cambiaban las estaciones, y con ellas el árbol, su mente percibía peligros siempre cambiantes. Cuando tenía hojas, pensaba que las ramas superiores estaban adoptando al crecer la forma de un hombre joven... que tomaban exactamente la forma de aquel joven, sentado en una horquilla que se movía con el viento. Cuando caían las hojas, pensaba que al caer del árbol formaban letras sugerentes, o que tendían a amontonarse, sobre la tumba, formando un montículo típico de cementerio. Durante el invierno, cuando el árbol estaba desnudo, creía que las ramas movían hacia él el fantasma del golpe que había dado al joven, y le amenazaban abiertamente En la primavera, cuando la savia ascendía por tronco, se preguntaba si con ella no subían partículas secas de sangre. De esa manera cada año resultaba más evidente que el anterior la figura del joven formada por hojas y agitándose al viento.

Sin embargo, siguió manejando más y más su dinero. Se dedicaba a negocios secretos, al negocio d, oro en polvo, y a casi todos los negocios clandestinos que producían grandes beneficios. En diez año había multiplicado tantas veces su dinero que los comerciantes y transportistas que tenían tratos ce él no mentían en absoluto cuando decían que había incrementado su fortuna doce veces.

Hace cien años que poseía esa riqueza, cuando gente podía perderse fácilmente. Había oído que era el joven, por tener noticia de la búsqueda que había organizado pero la búsqueda fue abandona y el joven olvidado.

La ronda anual de cambios en el árbol se había repetido diez veces desde que enterrara el cadáver pie del árbol cuando se produjo en la zona una gran tormenta. Comenzó a medianoche y azotó la zona hasta la mañana. Lo primero que oyó decir aquel mañana al viejo criado fue que un rayo había golpeado el árbol.

Había derribado el tronco de una manerasorprendente, partiéndolo en dos mitades marchitas una de ellas descansaba sobre la casa, y la otra sol una parte del viejo muro rojizo del jardín, en el que había abierto un boquete con la caída. La fisura había abierto el árbol hasta un poco por encima de la tierra, deteniéndose allí. Existía gran curiosidad por ver el árbol, y al revivir sus antiguos miedos se sentó en su emparrado, como un anciano, a observar a la gente que acudía a verlo.

Empezaron a llegar rápidamente, y en tan gran número que cerró la puerta del jardín y se negó a dejar entrar a nadie. Pero unos científicos llegaron desde muy lejos para examinar el árbol y en mala hora les dejó pasar... ¡que el diablo les confunda!

Los científicos querían cavar hasta la raíces para examinarlas atentamente, lo mismo que la tierra que había encima. ¡Jamás, mientras él viviera! Le ofrecieron dinero por ello. ¡Ellos! Hombres de ciencia a los que podría haber comprado por entero con un trazo de su pluma. Les enseñó de nuevo la puerta del jardín, la cerró y aseguró con una barra.

Pero estaban dispuestos a hacer lo que deseaban, por lo que sobornaron al viejo criado, un miserable desagradecido que se quejaba siempre al recibir su salario de que le estaba pagando poco, y se introdujeron en el jardín por la noche con linternas, picos y palas para cavar junto al árbol. Él estaba acostado en la habitación de la torreta, al otro lado de la casa, pues no se había vuelto a ocupar el dormitorio de la novia, pero soñó enseguida con picos y palas y se levantó.

Acudió junto a una ventana alta de aquel lado, desde donde pudo ver las linternas, a los científicos, y la tierra suelta formando un montículo que él mismo en otro tiempo había hecho y había vuelto a poner en el suelo, y finalmente, surgió a la vista. ¡L, encontraron! Lo iluminaron un momento. Se inclinaron sobre él hasta que uno de ellos dijo:

—El cráneo está fracturado.

—Mira aquí los huesos —añadió otro.

—Y aquí la ropa —replicó otro más.

Y entonces el primero de ellos volvió a cavar exclamó:

—¡Un hocejo oxidado!

Al día siguiente dio cuenta de que estaba sometido a una vigilancia estricta y de que no podía i a parte alguna sin que le siguieran. Antes de que transcurriera una semana fue encarcelado y confinado. Gradualmente las circunstancias se fueros uniendo en su contra, con desesperada malicia y terrible ingenio. ¡Vea cómo es la justicia de los hombres, y cómo llegó hasta él! Acabó siendo acusado d haber envenenado a la joven en su dormitorio. ¡Precisamente él, que cuidadosa y expresamente había evitado poner en peligro un cabello de su cabeza por causa de la novia, y que la había visto morir por s propia incapacidad!

Hubo dudas con respecto a cuál de los dos ases¡ natos debería juzgársele primero; pero eligieron f auténtico, le consideraron culpable y le condenare a muerte. ¡Infelices sedientos de sangre! Le habría considerado culpable de cualquier cosa, tan decid dos estaban a quitarle la vida.

Su dinero no pudo salvarle y fue ahorcado. Élso yo, y fui ahorcado en el castillo de Lancaster de cara al muro hace ya cien años.

Ante esa afirmación terrible el señor Goodchild trató de levantarse y gritar. Pero las dos líneas de fuego que salían de los ojos del anciano y llegaban a los suyos, le mantuvieron quieto y no pudo emitir un sonido. Sin embargo, su sentido del oído era agudo y pudo darse cuenta de que el reloj daba las dos. ¡Y en cuanto el reloj dio esa hora vio ante él a dos ancianos!

Dos.

Los ojos de cada uno de ellos se conectaban con los suyos mediante dos películas de fuego; cada una exactamente igual a la otra; cada una dirigida hacia él en el mismo instante; cada una rechinando los mismos dientes en la misma cabeza, con la misma nariz torcida por encima, y la misma expresión difusa a su alrededor. Dos ancianos. Que no se diferenciaban en nada, igualmente discernibles, con la copia de la misma intensidad que el original, y el segundo tan real como el primero.

—¿A qué hora llegó a la puerta de abajo? —preguntaron los dos ancianos.

A las seis.

—¡Y había seis ancianos en las escaleras!

Después de que el señor Goodchild se limpiara el sudor de la frente, o intentara hacerlo, los dos ancianos dijeron con una sola voz y utilizando la primera persona del singular:

—Había sido anatomizado, pero todavía no habían unido mi esqueleto para colgarlo en un gancho de hierro cuando empezó a susurrarse que la habitación de la novia estaba encantada. Estaba encantada, y yo estaba allí. Nosotros estábamos allí. Ella y yo lo estábamos. Yo, en la silla junto al hogar; ella, de nuevo una ruina pálida, arrastrándose por el suelo hacia mí. Pero no era yo el que hablaba ya, y la única palabra que ella me decía desde la medianoche hasta el alba era: «¡vive!»

» Allí estaba, además, la juventud. En el árbol plantado junto a la ventana. Entrando y saliendo con la luz de la luna, mientras el árbol se inclinaba y estiraba. Desde siempre estuvo él allí, observándome en mi tormento; revelándoseme a ratos, bajo las luces pálidas y las sombras pizarrosas por las que entra y sale, con la cabeza pelada y un hocejo clavado sesgadamente en su cabello.

» En el dormitorio de la novia, todas las noches hasta el amanecer, exceptuando un mes al año, por lo que ahora le diré, él se esconde en el árbol y ella viene hacia mí arrastrándose por el suelo, acercándose siempre, sin llegar nunca, visible siempre como por la luz de la luna, tanto si ésta brilla como si no, diciendo siempre desde medianoche hasta el alba su única palabra: «¡vive!»

» Pero en el mes en que me obligaron a abandonar esta vida, este mes presente de treinta días, el dormitorio de la novia está vacío y tranquilo. Pero no mi antiguo calabozo. No las habitaciones en las que durante diez años habité inquieto y temeroso. Entonces son éstas las que están encantadas. A la una de la mañana, soy lo que vio cuando el reloj dio esa hora: un anciano. A las dos de la mañana, soy dos ancianos. Y tres a las tres. A las doce del mediodía soy doce ancianos, uno por cada ciento por ciento de mis beneficios. Y cada uno de los doce con doce veces mi capacidad de sufrimiento y agonía. Desde esa hora hasta las doce de la noche, yo, doce hombres que presagian angustia y miedo, aguardan la llegada del verdugo. ¡A las doce de la noche, yo, doce hombres desconectados, que oscilan invisibles fuera del castillo de Lancaster, con doce rostros frente al muro!

» Cuando el dormitorio de la novia fue encantado por primera vez, se me hizo saber que este castigo no cesaría nunca hasta que pudiera dar a conocer su naturaleza y mi historia a dos hombres vivos al mismo tiempo. Años y años aguardé la llegada de dos hombres vivos al dormitorio de la novia. Por medios que ignoro entró en mi conocimiento la idea de que si dos hombres vivos con los ojos abiertos podían estar en el dormitorio de la novia a la una de la mañana, me verían sentado en mi silla.

» Finalmente, los murmullos según los cuales la habitación estaba espiritualmente turbada atrajeron a dos hombres a intentar la aventura. Apenas había aparecido en el hogar a medianoche (me presenté allí como si el rayo me hubiera lanzado a la existencia), cuando les oí subir las escaleras. Después les vi entrar. Uno de ellos era un hombre activo, audaz y alegre, en el punto culminante de su vida, de unos cuarenta y cinco años de edad; el otro, unos doce años más joven. Llevaban una cesta con provisiones y botellas. Les acompañaba una mujer joven con leña y carbón para encender el fuego. Una vez prendido éste, e hombre activo, audaz y alegre la acompañó por el pasillo exterior a la habitación hasta estar seguro de que había bajado a salvo las escaleras, y regresó riendo.

» Cerró la puerta, examinó el dormitorio, sacó, los contenidos de la cesta colocándolos en la mes situada delante del fuego, llenó las copas, comió bebió. Su compañero, tan alegre y confiado como, él, hizo lo mismo: aunque él era el jefe. Una vez ce nados, colocaron las pistolas sobre la mesa, se volvieron de cara al fuego y empezaron a fumar pipa de tabaco extranjero.

» Habían viajado juntos, habían pasado junto mucho tiempo y tenían numerosos temas de conversación comunes. En mitad de la charla y las risas: el más joven hizo referencia a que el jefe estaba dispuesto siempre para cualquier aventura; fuera aquella o cualquier otra. Le contestó con estas palabra;

» —No es así, Dick; aunque no tema a nada más me temo a mí mismo.

» Su compañero pareció algo confuso con es respuesta, y le preguntó que en qué sentido y cómo, tenía miedo a sí mismo.

» —Es muy fácil, Dick —le replicó—. Hay aquí ui fantasma que debe ser refutado. ¡Pues bien! No puedo responder de lo que provocaría mi fantasía si m hallara solo aquí, o de qué trucos podrían hacer mi sentidos para engañarme si estuviera a merced d ellos. Pero en compañía de otro hombre, y especial mente de ti, Dick, consentiría en retar a todos lo fantasmas de los que en el universo se ha hablado » —No tenía la vanidad de suponer que fuera de tanta importancia esta noche —respondió el otro. » —De tanta que, por la razón que te he dado, por nada del mundo me habría ofrecido a pasar aquí la noche a solas —replicó entonces el jefe, con mayor gravedad de la que había hablado hasta entonces. » Faltaban pocos minutos para la una. El hombre más joven había dejado caer la cabeza con su último comentario, y ahora la volvió a dejar caer más.

» —¡Despierta, Dick! —exclamó el jefe alegremente—. Las horas pequeñas son las peores.

» Lo intentó, pero la cabeza volvió a caerle sobre el pecho.

» —¡Dick! —le presionó el jefe—. ¡Manténte despierto!

» —No puedo —murmuró el otro confusamente—. No sé qué extraña influencia me está afectando. No puedo.

» Su compañero le miró con repentino horror y yo, aunque de una manera diferente, sentí también un horror nuevo; pues estaba a punto de ser la una y sentí que estaba llegando el segundo vigilante, y que pesaría sobre mí la maldición de tener que enviarle a dormir.

» —Levántate y camina, Dick —gritó el jefe—. ¡Inténtalo!

» De nada sirvió que se colocara tras la silla del durmiente y lo agitara. Sonó la una y yo me presenté ante el hombre de más edad, y él permaneció fijo ante mí.

» Me vi obligado a relatarle la historia a él solo, sin esperanza de beneficio. Sólo para él fui un terrible fantasma que hacía una confesión totalmente inútil Comprendí que siempre sería igual. Que dos hombres vivos juntos no llegarían nunca a liberarme Cuando aparezco, los sentidos de uno de los dos quedan trabados por el sueño; él nunca me verá ni me escuchará; siempre me comunicaré con un oyente solitario y nunca servirá de nada. ¡Ay dolor, dolor, dolor

Mientras los dos ancianos se frotaban las mano,, con esas palabras, surgió en la mente del señor Goodchild la idea de que se hallaba en la situación terrible de estar prácticamente a solas con el espectro, y que la inmovilidad del señor Idle se explicaba porque el encantamiento le había hecho quedarse dormido a la una. En el terror indescriptible que le produjo este descubrimiento repentino, se esforzó a máximo para liberarse de los cuatro hilos de fuego, que acabaron por partirse dejando un camino abierto. Como ya no estaba atado, cogió del sofá al señor Idle y bajó precipitadamente las escaleras con él.

—¿Qué sucede, Francis? —preguntó el señor Idle—. Mi dormitorio no está aquí abajo. ¿Por qué diantres me estás transportando? Ahora puedo andar con un bastón. No quiero que me transporten. Déjame en el suelo.

El señor Goodchild lo dejó en el suelo del viejo salón y le miró con ojos enloquecidos.

—¿Qué estás haciendo? ¿Lanzándote como un idiota sobre alguien de tu propio sexo para rescatar le o perecer en el intento? —preguntó el señor Idle con un tono bastante petulante.

—¡El anciano! —clamó el señor Goodchild aturdido—. ¡Y los dos ancianos!

—La única anciana a la que pienso que te refieres —empezó a responder desdeñosamente el señor ldle, al tiempo que a tientas se abría camino por la escalera con la ayuda de su ancha balaustrada.

—Te aseguro, Tom —empezó a decirle el señor Goodchild ayudándole a su lado—, que desde que te quedaste dormido...

—¡Ésa sí que es buena! —exclamó Thomas ldle—. ¡Si ni he cerrado un ojo!

Con la peculiar sensibilidad sobre el tema de la infeliz acción de quedarse dormido fuera de la cama, destino de toda la humanidad, el señor ldle persistió en esa declaración. La misma sensibilidad peculiar impulsó al señor Goodchild, al ser acusado del mismo crimen, a repudiarlo con honorable resentimiento. Así por el momento resultaba complicada la cuestión del anciano y de los dos ancianos, y poco después se volvería imposible. El señor ldle dijo que todo era un lío formado por fragmentos reordenados de las cosas que había visto y pensando durante el día. El señor Goodchild respondió que cómo iba a ser así si no se había dormido. El señor ldle añadió que él era el que no se había dormido, y que nunca se dormiría, mientras que el señor Goodchild, por regla general, estaba dormido siempre. En consecuencia, se separaron para el resto de la noche en la puerta de sus respectivos dormitorios, un poco enfadados. Las últimas palabras del señor Goodchild fueron que en esa real y tangible antigua sala de estar de la real y tangible posada (y suponía que el señor ldle no negaría la existencia de ésta), había tenido todas aquellas sensaciones y experiencias, que estaban ahora a una o dos líneas de completarse, y qué él lo escribiría todo e imprimiría todas las palabras. El señor ldle replicó que lo hiciera si ése era su deseo... y lo era, y ahora está ya escrito.

LA VISITA DEL SEÑOR TESTADOR

El señor Testator alquiló una serie de habitaciones en Lyons Inn, pero tenía un mobiliario muy es caso para su dormitorio y ninguno para su sala de estar. Había vivido en estas condiciones varios meses invernales y las habitaciones le resultaban muy des nudas y frías. Un día, pasada la medianoche, cuando estaba sentado escribiendo y le quedaba todavía mucho por escribir antes de acostarse, se dio cuenta d, que no tenía carbón. Lo había abajo, pero nunca había ido al sótano; sin embargo, la llave del sótano es taba en la repisa de su chimenea y si bajaba y abría e sótano que le correspondía podía suponer que el carbón que en él hubiera sería el suyo. En cuanto a su lavandera, vivía entre las vagonetas de carbón y lo barqueros del Támesis, pues en aquella época había barqueros en el Támesis, en un desconocido agujero junto al río, en los callejones y senderos del otro lado del Strand . Por lo que se refiere a cualquier otra persona con la que pudiera encontrarse o le pudiera poner objeciones, Lyons Inn estaba llena de persona dormidas, borrachas, sensibleras, extravagantes, que, apostaban, que meditaban sobre la manera de renovar o reducir una factura... todas ellas dormidas ( despiertas pero preocupadas por sus propios asuntos).

El señor Testator cogió con una mano el cubo del carbón, la vela y la llave con la otra, y descendió a las tristes cavernas subterráneas del Lyons Inn, desde donde los últimos vehículos de las calles resultaban estruendosos y todas las tuberías de la vecindad parecían tener el amén de Macbeth pegado a la garganta y estar tratando de escupirlo. Tras andar a tientas de aquí para allá entre las puertas bajas sin propósito alguno, el señor Testator llegó por fin a una puerta de candado oxidado en la que ajustaba su llave. Tras abrir la puerta con grandes problemas y mirar al interior, descubrió que no había carbón, sino un confuso montón de muebles. Alarmado por aquella intrusión en las propiedades de otra persona, cerró de nuevo la puerta, encontró su sotanillo, llenó el cubo y volvió a subir las escaleras.

Pero los muebles que había visto pasaban corriendo incesantemente por la mente del señor Testator, como si se movieran sobre cojinetes, cuando a las cinco de la mañana, helado de frío, se dispuso a acostarse. Sobre todo deseaba una mesa para escribir, y el mueble que estaba al fondo del montón era precisamente un escritorio. Cuando por la mañana apareció su lavandera, salida de su madriguera, para hacerle el té, artificiosamente llevó la conversación al tema de los sotanillos y los muebles; pero resultó evidente que las dos ideas no se conectaron en la mente de la criada. Cuando ésta le dejó solo sentado ante el desayuno y pensando en los muebles, se acordó que el cerrojo estaba oxidado y dedujo de ello que los muebles debían estar almacenados en los sótanos desde hacía mucho tiempo... que quizá su propietario los había olvidado, o incluso había muerto. Tras pensar en ello varios días, durante los cuales no pudo obtener en Lyons Inn noticia alguna sobre los muebles, se desesperó y decidió tomar prestada la mesa. Lo hizo aquella misma noche. Y no tenía la mesa cuando decidió tomar prestado también un sillón; y todavía no lo tenía cuando pensó coger una librería, y luego un diván, y luego una alfombra grande y otra pequeña. Para entonces se había dado cuenta de que «se había aprovechado tanto de los muebles» que no podrían empeorar las cosas si los tomaba prestados todos. Y en consecuencia, lo hizo así y dejó cerrado el sotanillo. Siempre lo había cerrado tras cada visita. Había subido cada uno de los muebles en la oscuridad de la noche, y en el mejor de los casos se había sentido tan perverso como un ladrón de cadáveres. Todos los muebles estaban sucios y costrosos cuando los llevó a sus habitaciones, y tuvo que pulirlos, como si fuera un asesino culpable, mientras Londres dormía.


El señor Testator vivió en sus habitaciones amuebladas dos o tres años, o más, y gradualmente se fue acostumbrando a la idea de que los muebles eran suyos. Era ésa una sensación que le resultaba conveniente hasta que de pronto, una noche a una hora tardía, escuchó unos pasos en las escaleras, y una mano que rozaba la puerta buscando el llamador, y luego una llamada profunda y solemne que actuó como un resorte en el sillón del señor Testator, lanzándolo fuera de él, pues con gran prontitud atendió a la llamada,
El señor Testator se acercó a la puerta con una vela en la mano y encontró allí a un hombre muy pálido y alto; estaba un poco encorvado; sus hombros eran muy altos, el pecho muy estrecho y la nariz muy roja; un tipo verdaderamente cursi. Se envolvía en un raído y largo abrigo negro que por delante se cerraba con más agujas que botones, y oprimía bajo el brazo un paraguas sin mango, como si estuviera tocando una gaita.
—Le ruego que me perdone, pero ¿puede usted informarme...? —empezó a decir, pero se detuvo; sus ojos se posaron en algún objeto de la habitación.
—¿Si puedo informarle de qué? —preguntó el señor Testator observando alarmado aquella detención.
—Le ruego que me perdone —prosiguió el desconocido—. Pero... no era ésta la pregunta que iba a hacerle... ¿no estoy viendo un pequeño mueble que me pertenece?
El señor Testator había empezado a decir, tartamudeando, que no sabía, cuando el visitante se deslizó a su lado introduciéndose en la habitación. Una vez dentro, con unas maneras de duende que dejaron congelado hasta el tuétano al señor Testator, examinó primero el escritorio, y dijo: «mío», luego el sillón, del que dijo: «mío», luego la librería, y dijo: «mía»; luego dio la vuelta a una esquina de la alfombra y dijo: «¡mía!» En resumen, inspeccionó sucesivamente todos los muebles sacados del sotanillo afirmando que eran suyos. Hacia el final de la investigación, el señor Testator se dio cuenta de que estaba empapado de licor y que el licor era ginebra, pero l; ginebra no le volvía inestable ni en su manera de hablar ni en su porte, sino que le añadía en ambos aspectos cierta rigidez.
El señor Testator se encontraba en un estado terrible, pues (según redactó la historia) por primer; vez se dio cuenta plenamente de las consecuencias posibles de lo que había hecho intrépida y descuidadamente. Después de que estuvieran un rato en pie mirándose el uno al otro, con voz temblorosa empezó a decir:
—Señor, me doy cuenta de que le debo la explicación, compensación y restitución más completa Los muebles serán suyos. Permítame rogarle que sin malos modos y sin siquiera una irritación natura por su parte, podríamos tener un poco... .
—... de algo para beber —le interrumpió el desconocido—. Estoy de acuerdo.
El señor Testator había pensado decir «un poca de conversación tranquila», pero con gran alivie aceptó la enmienda. Sacó una garrafa de ginebra estaba procurando conseguir agua caliente y azúcar cuando se dio cuenta de que el visitante se había bebido ya la mitad del contenido. Con el agua caliente y azúcar, la visita se bebió el resto antes de llevar una hora en la habitación según las campanas de la iglesia de Santa María del Strand; y durante el proceso susurraba frecuentemente para sí mismo: «¡mío!
Cuando se acabó la ginebra y el señor Testator s preguntó lo que iba a suceder, el visitante se levantó y dijo con creciente rigidez:
—Señor, ¿a qué hora de la mañana resultará conveniente?
—¿A las diez? —se arriesgó a sugerir el señor Testator.
A las diez entonces, señor, en ese momento estaré aquí —afirmó y luego se quedó un rato contemplando ociosamente al señor Testator, para añadir—: ¡qué Dios le bendiga! ¿Y cómo está su esposa?
El señor Testator (que no se había casado nunca) respondió con gran sentimiento:
—Con gran ansiedad, la pobre, pero bien en otros aspectos.
Entonces el visitante se dio la vuelta y se marchó, cayéndose dos veces por las escaleras. Desde ese momento no volvió a saber de él. No supo si se había tratado de un fantasma, o de una ilusión espectral de la conciencia, o de un borracho que no tenía ninguna relación con el cuarto, o del dueño verdadero de los muebles, borracho, con una recuperación transitoria de la memoria; no supo si había llegado a salvo a casa, o no tenía casa alguna a la que ir; no supo si por el camino lo mató el licor, o si vivió en el licor para siempre; no volvió a saber nada de él. Ésta fue la historia, traspasada con los muebles y considerada auténtica por el que los recibió en una serie de habitaciones de la parte superior de la triste Lyons Inn.

LA CASA HECHIZADA

Los mortales de la casa

La casa que es el tema de esta obra de Navidad no la conocí bajo ninguna de las circunstancias fantasmales acreditadas ni rodeada por ninguno de los entornos fantasmagóricos convencionales. La vi a la luz del día, con el sol encima. No había viento, lluvia ni rayos, no había truenos ni circunstancia alguna, horrible o indeseable, que potenciaran su efecto. Más todavía: había llegado hasta ella directamente desde una estación de ferrocarril; no estaba a más de dos kilómetros de distancia de la estación, y en cuanto estuve fuera de la casa, mirando hacia atrás el camino que había recorrido, pude ver perfectamente los trenes que recorrían tranquilamente el terraplén del valle. No diré que todo era absolutamente común porque dudo que exista tal cosa, salvo personas absolutamente comunes, y ahí entra mi vanidad; pero asumo afirmar que cualquiera podría haber visto la casa tal como yo la vi en una hermosa mañana otoñal.
La forma en que yo la vi fue la siguiente.
Viajaba hacia Londres desde el norte con la intención de detenerme en el camino para ver la casa.
Mi salud requería una residencia temporal en el campo, y un amigo mío que lo sabía y que había pasado junto a ella, me escribió sugiriéndomela como un lugar probable. Había subido al tren a medianoche, me había quedado dormido y luego desperté y permanecí sentado mirando por la ventanilla en el cielo las estrellas del norte, y me había vuelto a dormir para despertar otra vez y ver que la noche había pasado, con esa convicción desagradable, habitual en mí, de que no había dormido en absoluto; a este respecto, y en los primeros momentos de estupor de esa condición, me avergüenza creer que me habría dispuesto a pelearme con el hombre que se sentaba frente a mí si hubiera dicho lo contrario. Ese hombre que se sentaba frente a mí había tenido durante toda la noche, tal como tienen siempre los hombres de enfrente, demasiadas piernas y todas ellas muy largas. Además de esta conducta irrazonable (que sólo cabía esperar de él), llevaba un lápiz y un cuaderno y había estado todo el tiempo escuchando y tomando notas. Me habría parecido que esas irritantes notas se referían a los traqueteos y sacudidas del coche, y me habría resignado a que las tomara bajo la suposición general de que era un ingeniero, si no hubiera estado mirando fijamente por encima de mi cabeza siempre que escuchaba. Era un caballero de ojos saltones y aspecto perplejo, y su proceder resultaba intolerable.
La mañana era fría y desoladora (el sol todavía no estaba alto), y cuando miré hacia fuera y vi la pálida luz de los fuegos de aquella comarca del hierro,
así como la pesada cortina de humo que había estado suspendida entre las estrellas y yo, y ahora lo estaba entre yo y el día, me dirigí hacia mi compañero de viaje y le dije:
—Le ruego que me perdone, señor, ¿pero observa algo particular en mí? —pues en realidad parecía que estuviera tomando notas de mi gorra de viaje o de mi pelo con una minuciosidad que daba a entender que se estaba arrogando demasiadas libertades.
El caballero de ojos saltones dejó de fijar la mirada que tenía puesta detrás de mí, como si la parte posterior del coche estuviera a cien millas de distancia, y con una elevada actitud de compasión hacia mi insignificancia dijo:
—¿En usted, señor... B.?
—¿B, señor? —pregunté yo a mi vez, calentándome. —No tengo nada que ver con usted, señor —replicó el caballero—. Le ruego que me escuche... O. Enunció esta vocal tras una pausa, y la anotó.
Al principio me alarmé, pues un lunático en el expreso, sin ninguna comunicación con el revisor, resulta una situación grave. Me alivió el pensar que el caballero podía ser lo que popularmente se llama un médium; perteneciente a una secta de la que algunos miembros me merecen un respeto máximo, aunque no crea en ellos. Iba a hacerle esa pregunta cuando me quitó la palabra de la boca.
—Espero que me excuse —dijo el caballero con, tono despreciativo—, si me encuentro muy avanzado con respecto a la humanidad común como par—, preocuparme por todo esto. He pasado la noche como en realidad paso ahora todo mi tiempo, en una relación espiritual.
—¡Ah! —exclamé yo con cierta acritud.
—Las conferencias de la noche empezaron con este mensaje —siguió diciendo el caballero mientras pasaba varias hojas de su cuaderno—: «las malas comunicaciones corrompen las buenas maneras».
—Es sensato —intervine yo—. ¿Pero te es absolutamente nuevo?
—Es nuevo viniendo de los espíritus —contestó el caballero.
Sólo fui capaz de repetir mi anterior y agria exclamación y preguntar si podía ser favorecido con el conocimiento de la última comunicación.
—Un pájaro en mano vale más que dos en el busque —anunció el caballero leyendo con gran solemnidad su última anotación.
—Soy, verdaderamente, de la misma opinión —comenté yo—. Pero ano debería ser bosque?
—A mí me llegó busque —replicó el caballero. Luego el caballero me informó que en el curso de la noche el espíritu de Sócrates le había hecho esa revelación especial.
—Amigo mío, espero que se encuentre bien. En este coche del tren somos dos. ¿Cómo está usted? Aquí hay diecisiete mil cuatrocientos setenta y nueve espíritus, aunque usted no pueda verlos. Pitágoras está aquí. No puede mencionarlo, pero espera que a usted le sea cómodo el viaje.
También se había dejado caer Galileo con la siguiente comunicación científica: «estoy encantado de verle, amico. ¿Cómo stá? El agua se congelará cuan do esté lo bastante fría. Addio!» En el curso de la noche se había producido también el fenómeno siguiente. El obispo Butler había insistido en deletrea su nombre, «Bubler», quien había sido despedid destempladamente por las ofensas contra la ortografía y las buenas maneras. Jo hn Milton (sospechoso de un engaño intencionado) había repudiado la autoría del Paraíso Perdido, y había introducido como coautores de ese poema a dos desconocidos caballeros llamados respectivamente Grungers y Scadging tone. Y el príncipe Arturo, sobrino del rey Juan d Inglaterra, había informado que se encontraba tolerablemente cómodo en el séptimo círculo, donde e: taba aprendiendo a pintar sobre terciopelo bajo la dirección de la señora Trimmer y de María, la Reina d los Escoceses.
Si a todo esto le unimos la mirada del caballero que me favoreció con aquellas revelaciones confidenciales que se me excusará mi impaciencia por ver el sol naciente y contemplar el orden magnífico del vasto universo. En una palabra, estaba tan impaciente por ello que me alegré muchísimo de bajarme en la estación siguiente y cambiar aquellas nubes y vapore por el aire libre del cielo.
Para entonces hacía ya una mañana hermosa Mientras caminaba pisando las hojas que había caído de los árboles dorados, marrones y rojizos, mientras contemplaba a mi alrededor las maravilla de la creación y pensaba en las leyes inmutable inalterables y armoniosas que las sostenían, la relación espiritual del caballero me pareció de lo más pobre que podía contemplar este mundo. Y en ese estado de infiel llegué frente a la casa y me detuve para examinarla atentamente.
Era una casa solitaria levantada en un jardín tristemente olvidado: un cuadrado de unos dos acres. Pertenecía a la época de Jo rge II; tan rígida, tan fría, tan formal y tan en mal estado como podría desear el más leal admirador del cuarteto completo de Jo rges. Estaba deshabitada, pero hacía uno o dos años que la habían reparado, sin gastar mucho dinero, para hacerla habitable; y digo de una manera barata porque lo habían hecho superficialmente, por lo que aunque los colores se mantuvieran frescos, la pintura y la escayola se estaban cayendo ya. Un tablero colgado sobre el muro del jardín, y más inclinado por un lado que por el otro, anunciaba que «se alquila en condiciones muy razonables, bien amueblada». Resultaba muy sombría por la proximidad excesiva de los árboles, y en particular había seis altos álamos delante de las ventanas principales, lo que las volvía excesivamente melancólicas, pues era evidente que la posición había sido muy mal elegida.
Era fácil ver que se trataba de una casa evitada; una casa a la que rehuía el pueblo, hacia el que se desvió mi vista por causa del campanario de una iglesia situado a menos de un kilómetro; una casa que nadie aceptaría. Y la deducción natural era que tenía fama de ser una casa encantada.
Ningún período de las veinticuatro horas del día y la noche me resulta tan solemne como la primera hora de la mañana. Durante el verano suelo levantarme muy temprano y me dirijo a mi habitación para una jornada de trabajo antes del desayuno, y en esas ocasiones siempre me impresiona profundamente la quietud y soledad que me rodea. Además de eso, siempre hay algo terrible en el hecho de estar rodeado por rostros familiares dormidos, al hacernos pensar que aquellos que nos son más queridos y que más nos quieren se sienten profundamente inconscientes de nosotros, en un estado impasible que anticipa esa condición misteriosa a la que todos tendemos: la vida detenida, los hilos rotos del ayer, el asiento abandonado, el libro cerrado, la ocupación que ha sido abandonada sin que estuviera terminada... todo imágenes de la muerte. La tranquilidad de esa hora es la tranquilidad de la muerte. El calor y el frío producen esa misma asociación. Incluso un cierto aire que adoptan los objetos domésticos familiares cuando emergen de las sombras de la noche pasando a la mañana, un aire de ser más nuevos, tal como habían sido hace tiempo, tiene su contrapartida en el paso del rostro gastado de la madurez o la vejez, con la muerte, al antiguo aspecto juvenil Además, en esa hora vi una vez la aparición de m padre. Estaba vivo y bien, y no dijo nada, pero le vi, la luz del día, sentado, dándome la espalda, en un< silla que hay junto a mi cama. Reposaba la cabeza en su mano y no pude averiguar si estaba dormitando c apesadumbrado. Sorprendido de verle allí, me enderecé en la cama, cambié de posición, salí de ella, le observé. Como él no se moviera, me alarmé y la puse una mano en el hombro, o lo que yo pensaba que lo era... pero no había nada.
Por todas estas razones, y también por otras que no es tan fácil explicar brevemente, la primera hora de la mañana me resulta la más fantasmagórica. En ese momento cualquier casa me parece encantada en mayor o menor medida; y una casa encantada difícilmente puede parecérmelo más en otro momento.
Caminé hasta el pueblo pensando en el abandono de aquella casa y me encontré con el dueño de la pequeña posada echando arena en el umbral. Le encargué el desayuno y saqué el tema de la casa.
—¿Está hechizada? —pregunté.
El posadero me— miró, sacudió la cabeza y respondió:
—Yo no digo nada. —¿Entonces lo está?
—¡Bueno!... Yo no dormiría en ella —me espetó el posadero en un arranque de franqueza que tenía la apariencia de la desesperación.
—¿Y por qué no?
—Si me gustara que sonaran todas las campanas de la casa sin que nadie las tocara; y que golpearan todas la puertas de la casa sin que nadie llamara en ellas; y escuchar todo tipo de pasos sin que ningún pie la recorriera; pues bien, entonces sí dormiría en esa casa —explicó el posadero.
—¿Han visto a alguien allí?
El posadero volvió a mirarme y luego, con su anterior aspecto de desesperación, gritó «¡Ikey!» en dirección al patio del establo.
El grito provocó la aparición de un hombre joven de hombros altos, rostro rojizo y redondeado cabellos cortos de color arenoso, una boca muy ancha y húmeda, nariz vuelta hacia arriba y un enorme chaleco con mangas de rayas moradas y botones d madreperla que parecía crecer sobre él y estar a punto, si no se lo podaba a tiempo, de taparle la cabeza colgarle por encima de las botas.
—Este caballero quiere saber si se ha visto a alguien en los Álamos —dijo el posadero.
—Mujer capuchada con bullo —explicó lkey con gran viveza.
—¿Quiere decir «armando bulla», gritando? —No, señor, un pájaro.
—Ah, una mujer encapuchada con un búho ¡Cielos! ¿La vio a ella alguna vez?
—Vi al bullo.
—¿Y nunca a la mujer?
—No tan bien como al bullo, pero siempre va juntos.
—¿Y alguien ha visto a la mujer tan claramente como al búho?
—¡Que Dios le bendiga, señor! Muchísimos. —¿Quiénes?
—¡Que Dios le bendiga, señor! Muchísimos. —¿Por ejemplo el tendero que está abriendo tienda allí enfrente?
—¿Perkins? Que Dios le bendiga, Perkins no acercaría al lugar. ¡No señor! —comentó el joven con considerable fuerza—. No es muy listo, Perkins no es, pero no es tan tonto como eso.

(En ese punto el posadero murmuró su confianza en la buena cabeza de Perkins.)
—¿Quién es, o quién fue, la mujer encapuchada del búho? ¿Lo sabe usted?
—¡Vaya! —exclamó Ikey levantándose la gorra con una mano mientras con la otra se rascaba la cabeza—. En general dicen que fue asesinada mientras el búho cantaba.
Ese conciso resumen de los hechos fue todo lo que pude conocer, además de que un joven, tan animoso y bien parecido como nunca he visto otro, había sufrido un ataque y se había venido abajo después de ver a la mujer encapuchada. Y también que un personaje descrito imprecisamente como «un buen tipo, un vagabundo tuerto, que responde al nombre de Jo by, a menos que le desafiaras llamándole por su apodo, Greenwood, a lo que él contestaría: «¿Y por qué no? Y, aún así, ocúpate de tus asuntos», se había encontrado con la mujer encapuchada cinco o seis veces. Pero esos testigos no pudieron ayudarme mucho, por cuanto el primero estaba en California y el último, tal como dijo Ikey (y confirmó el posadero), estaría en cualquier parte.
Ahora bien, aunque contemplo con un miedo callado y solemne los misterios, entre los cuales y este estado de la existencia se interpone la barrera del gran juicio y el cambio que cae sobre todas las cosas que viven, y aunque no tengo la audacia de pretender que sé algo de esos misterios, no por ello puedo reconciliar las puertas que golpean, las campanas que suenan, los tablones del suelo que crujen, e insignificancias semejantes, con la majestuosa belleza la analogía penetrante de todas las reglas divinas que se me ha permitido entender, de la misma forma que tampoco había podido, poco antes, uncir la relación espiritual de mi compañero de viaje con el carro d sol naciente. Además, había vivido ya en dos casas encantadas, ambas en el extranjero. En una de ella un antiguo palacio italiano que tenía fama de haber sido abandonado dos veces por esa causa, viví solo meses con la mayor tranquilidad y agrado: a pesar c que la casa tenía una docena de misteriosos dormitorios que nunca fueron utilizados y poseía en una habitación grande en la que me sentaba a leer muchísimas veces y a cualquier hora, y junto a la cu dormía, una sala hechizada de primera categoría Amablemente le sugerí al posadero esas consideraciones. Y puesto que aquella casa tenía mala reputación, razoné con él, diciéndole que cuántas cosas tienen mala fama inmerecidamente, y lo fácil que manchar un nombre, y que si no creía que si él y empezábamos a murmurar persistentemente por pueblo que cualquier viejo calderero borracho de vecindad se había vendido al diablo, con el tiempo sospecharía que había hecho ese trato. Toda esa prudente conversación resultó absolutamente ineficaz para el posadero, y tengo que confesar que fue el mayor fracaso que he tenido en mi vida.
Pero resumiendo esta parte de la historia, lo de casa encantada me interesó y estaba ya decidido a medias a alquilarla. Por ello, después de desayunar recibí las llaves de manos del cuñado de Perkins, (fabricante de arneses y látigos que regenta la oficina de correos y está sometido a una rigurosísima esposa perteneciente a la secta de la segunda escisión del pequeño Emmanuel), y fui a la casa asistido por mi posadero y por Ikey.
El interior lo encontré trascendentalmente lúgubre, tal como esperaba. Las sombras lentamente cambiantes que se movían sobre el, proyectadas por los altos árboles, resultaban de lo más lúgubre; la casa estaba mal situada, mal construida, mal planificada y mal terminada. Era húmeda, no estaba libre de podredumbre, había en ella un olor a ratas y era triste víctima de esa decadencia indescriptible que se apodera de toda obra hecha con manos humanas cuando ésta ya no recibe la atención del hombre. Las cocinas y habitaciones auxiliares eran demasiado grandes y se encontraban demasiado alejadas unas de otras. Por encima y por debajo de las escaleras, pasillos estériles se cruzaban entre las zonas de fertilidad que representaban las habitaciones; y había un viejo y mohoso pozo sobre el que crecía la hierba, oculto como una trampa asesina cerca de la parte de abajo de las escaleras traseras, bajo la doble fila de campanas. Una de las campanas llevaba la etiqueta, sobre fondo negro con descoloridas letras blancas, de AMO B. Me dijeron que ésa era la campana que más sonaba.
—¿Quién era el Amo B.? —pregunté—. ¿Se sabe lo que hacía mientras el búho ululaba?
—Tocaba la campana —contestó Ikey.
Me sorprendió bastante la destreza y rapidez con la que aquel joven lanzó contra la campana su gorra de piel, haciéndola sonar. Era una campañia fuerte y desagradable que produjo un sonido de le más destemplado. Las otras campanas tenían escrito el nombre de las habitaciones a las que conducían sus cables: como «habitación del cuadro», «habitación doble», «habitación del reloj», etcétera, Siguiendo hasta su origen la campana del Amo B., descubrí que el joven caballero sólo tuvo un acomodo de tercera categoría en una habitación triangular bajo el desván, con una chimenea esquinera que indicaba que el Amo B. tenía que ser muy bajito para poder ser capaz de calentarse con ella, y una parte frontal piramidal hasta el techo digna de Pulgarcito. El empapelado de un lado de la habitación se había venido abajo totalmente llevándose con él trozos de escayola, llegando casi a bloquear la puerta. Daba la impresión de que el Amo B., en su condición espiritual, intentaba siempre tirar abajo el papel. Ni el posadero ni Ikey pudieron sugerir el motivo de que hiciera esa tontería.
No hice ningún otro descubrimiento salvo que la casa tenía un desván inmenso y de distribución irregular. Estaba moderadamente bien amueblada: aunque con escasez. Algunos de los muebles, una tercera parte, eran tan viejos como la casa; lo demás pertenecía a diversos períodos del último medio siglo. Para negociar sobre la casa me enviaron a un comerciante de trigo del mercado de la ciudad. Fui ese mismo día y la alquilé por seis meses.
A mediados de octubre me mudé allí con mi hermana soltera (me puedo permitir decir que tiene treinta y ocho años, pues es muy hermosa, sensata y emprendedora). Llevamos con nosotros a un mozo de caballos sordo, mi sabueso Turk, dos sirvientas y a una joven a la que le llamaban Chica Extraña. Tengo razones para citar a la última de la lista, miembro de las Huérfanas de la Unión de San Lorenzo, pues resultó un error fatal y un compromiso desastroso.
El año estaba muriendo pronto, las hojas caían rápidamente, y fue un día frío cuando tomamos posesión de la casa, cuya tristeza resultaba de lo más deprimente. La cocinera (una mujer amable, pero de débil capacidad intelectual) rompió a llorar al contemplar la cocina y pidió que su reloj de plata se le entregara a su hermana (Tuppintock's Gardens, Ligg's Walk, Clapham Rise) en el caso de que le sucediera algo por la humedad. La doncella, Streaker, fingió alegría, pero era la mayor mártir de todas. La Chica Extraña , que nunca había estado en el campo, fue la única que quedó complacida y tomó las disposiciones necesarias para sembrar una bellota en el jardín, detrás de un roble, cerca de la ventana del fregadero.
Antes de oscurecer habíamos pasado por todas las desgracias naturales (en oposición a las sobrenaturales), lógicas de nuestro estado. Informes desesperanzadores subían (como el humo) desde el sótano porque no había rodillos, tampoco salamandra (lo que no me sorprendió porque no sé lo que es), no había nada en la casa, y lo que había estaba roto, pues sus últimos habitantes debieron vivir como cerdos... ¿cuál sería el significado de lo que había dicho el posadero? A pesar de todos estos males, la Chica Extraña se mostró alegre y ejemplar. Pero cuatro horas después de oscurecer ya habíamos entrado en una cavidad sobrenatural y la Chica Extraña había visto «ojos» y estaba histérica.
Mi hermana y yo acordamos reservar el encantamiento estrictamente para nosotros, y mi impresión era, y sigue siendo, que yo no tenía que dejar que lkey, cuando ayudaba a descargar la carreta, se quedara a solas con ninguna de las mujeres ni siquiera un minuto. Sin embargo, tal como dije, la Chica Extraña había «visto ojos» (no pudimos sacarle ninguna otra explicación) antes de las nueve, y a las diez ya le habíamos aplicado tanto vinagre como para adobar un buen salmón.
Dejo al inteligente lector que juzgue por sí mismo mis sentimientos cuando, tras estas circunstancias indeseables, hacia las diez y media la campanilla del Amo B. empezó a sonar de la manera más furiosa y Turk se puso a aullar hasta que la casa entera resonó con sus lamentaciones.
Espero no volver a encontrarme nunca en un estado mental tan poco cristiano como aquel en el que viví durante unas semanas en relación con la memoria del Amo B. No sé si su campanilla sonaba por causa de las ratas, o los ratones, los murciélagos, el viento o cualquier otra vibración accidental, a veces por una causa y a veces por otra, y otras veces por la unión de varias de ellas; pero lo cierto es que sonaba dos noches de cada tres, hasta que concebí la feliz idea de retorcerle el cuello al Amo B. —en otras palabras, cortar su campanilla—, silenciando a ese caballero, por lo que sé y creo, para siempre.
Pero para entonces la Chica Extraña había desarrollado tal progreso en su capacidad cataléptica que había llegado a convertirse en un ejemplo brillante de ese desgraciado trastorno. En las ocasiones más irrelevantes se quedaba rígida como un Guy Fawkes privado de razón. Me dirigía a los criados de una manera lúcida señalándoles que había pintado la habitación del Amo B., y quitado el papel, que había quitado la campanilla del Amo B. evitando que sonara, y que puesto que podían suponer que ese confundido muchacho había vivido y muerto, revistiéndose de una conducta no mejor que la que incuestionablemente le habría llevado a un estrecho conocimiento entre él y las partículas más afiladas de una escoba de abedul, en su actual e imperfecto estado de existencia, ¿no podían suponer también que un simple y pobre ser humano, como era yo, fuera capaz de esos despreciables medios de contrarrestar y limitar los poderes de los espíritus descarnados del muerto, o de cualquier otro espíritu? Diría que en esos discursos me volvía enfático y convincente, por no decir bastante complaciente, hasta que sin razón alguna la Chica Extraña se ponía de pronto rígida desde los dedos de los pies hacia arriba, y miraba entre nosotros como una estatua petrificada de la parroquia.
También Streaker, la doncella, tenía un incomodísimo atributo de la naturaleza. Soy incapaz de decir si era de un temperamento inusualmente linfático o qué otra cosa le sucedía, pero esta joven se convertía en una simple destilería dedicada a la producción de las más grandes y transparentes lágrimas que he visto nunca. Unido a estas características se daba en esas muestras lacrimosas una peculiar tenacidad de agarre, por lo que en lugar de caer quedaban colgando de su rostro y nariz. En esas condiciones, y sacudiendo suave y deplorablemente la cabeza, su silencio me afectaba más de lo que lo habría hecho el admirable Crichton en una disputa verbal por una bolsa de dinero. También la cocinera me cubría siempre de confusión, como si me colocara un vestido, terminando la sesión con la protesta de que el río Ouse la estaba desgastando y repitiendo dócilmente sus últimos deseos con respecto al reloj de plata.
Por lo que respecta a nuestra vida nocturna, estaba entre nosotros el contagio de la sospecha y el miedo, y no existe tal contagio bajo el cielo. ¿La mujer encapuchada? De acuerdo con los relatos estábamos en un verdadero convento de mujeres encapuchadas. ¿Ruidos? Con ese contagio abajo, yo mismo me quedaba sentado en el triste salón escuchando, hasta haber oído tantos y tan extraños ruidos que hubieran congelado mi sangre de no ser porque yo mismo la calentaba saliendo a hacer descubrimientos. Pruebe el lector a hacerlo en la cama en la quietud de la noche; pruébelo cómodamente frente a su chimenea, en la vida de la noche. Puede encontrar que cualquier casa está llena de ruidos hasta llegar a tener un ruido para cada nervio de su sistema nervioso.
Repito que el contagio de la sospecha y el miedo estaba entre nosotros, y que no existe ese contagio bajo el cielo. Las mujeres (que tenían todas la nariz en un estado crónico de excoriación de tanto oler sales) estaban siempre listas y preparadas para un desmayo, y bien dispuestas a hacerlo a la mínima. Las dos mayores destacaban a la Chica Extraña en todas las expediciones que se consideraban muy arriesgadas, y ella establecía siempre la fama de que la aventura lo había merecido regresando en estado cataléptico. Si después de oscurecer la cocinera o Streaker subían, sabíamos que acabaríamos por escuchar un golpe en nuestro techo; y eso sucedía con tanta frecuencia que era como si andara por la casa un luchador administrando un toque de su arte, una llave que creo que se llama «el subastador», a toda criada con la que se encontraba.
Era inútil hacer nada. Era inútil asustarse, por el momento y por uno mismo, por causa de un búho auténtico, y luego enseñar el búho. Era inútil descubrir, tocando accidentalmente una discordancia en el piano, que Turk siempre aullaba en determinadas notas y combinaciones. Era en vano ser un Radamanto de las campanas, y si una desafortunada campana sonaba sin cesar, echarla abajo inexorablemente y silenciarla. Era en vano dejar que el fuego subiera por las chimeneas, lanzar antorchas al pozo, entrar furiosamente a la carga en las habitaciones y habitáculos sospechosos. Cambiamos de servidumbre y la cosa no mejoró. La nueva escapó, y llegó una tercera sin que mejorara nada. Finalmente, el cuidado confortable de la casa llegó a estar tan desorganizado y echado a perder que una noche, abatido, le dije a mi hermana:
—Patty, empiezo a desesperar de que consigamos criados que vengan aquí con nosotros, y creo que deberíamos abandonar.
Mi hermana, que es una mujer de considerable espíritu, contestó:
—No, Jo hn, no abandones. No te des por vencido, Jo hn. Hay otro modo.
—¿Y cuál es? —pregunté yo.
Jo hn, si no vamos a dejar que nos echen de esta casa, y por ningún motivo lo vamos a permitir, a ti y a mí nos debe resultar evidente que debemos cuidarnos de nosotros y tomar la casa total y exclusivamente en nuestras manos.
—Pero las criadas —dije yo.
—No las tengamos —contestó audazmente m hermana.
Como la mayoría de las personas que ocupar una posición semejante a la mía en la vida, jamó; había pensando en la posibilidad de pasar sin la fie obstrucción de los criados. La idea me resultó tar nueva cuando me la sugirió que la miré dubitativamente.
—Sabemos que llegan aquí predispuestas a asustarse y contagiarse el miedo unas a otras, y sabemos que se asustan y se contagian el miedo unas a otra; —comentó mi hermana.
—Con la excepción de Bottles —comenté yo el tono meditativo.
(Me refería al mozo de establo sordo). Lo había cogido a mi servicio, y seguía manteniéndolo, como un fenómeno de mal humor del que no podía encontrarse otro ejemplo en Inglaterra.)
—Evidentemente, Jo hn —asintió mi hermana—. Salvo Bottles. ¿Y qué prueba eso? Bottles no habla con nadie, y no escucha a nadie a menos que se le grite desenfrenadamente, ¿y qué alarma ha producido o recibido Bottles? Ninguna.
Eso era absolutamente cierto; el individuo en cuestión se retiraba todas las noches a las diez en punto a su cama, colocada encima de la cochera, sin más compañía que un aventador y un cubo de agua. Había yo fijado en mi mente, como un hecho digno de recordar, que si a partir de ese momento me colocaba sin anunciar en el camino de Bottles, el cubo de agua caería sobre mi cabeza y el aventador me cruzaría el cuerpo. Bottles tampoco se había enterado lo más mínimo de los numerosos alborotos que montábamos. Hombre imperturbable y sin habla, se había sentado a tomar su cena mientras Streaker se desmayaba y la Chica Extraña se volvía de mármol, y lo único que hacía era coger otra patata o aprovecharse de la desgracia general para servirse más ración de pastel del carne.
—Y por ello —siguió diciendo mi hermana—, descarto a Bottles. Y considerando, Jo hn, que la casa es demasiado grande, y quizá demasiado solitaria, para que la podamos mantener bien entre Bottles, tú y yo; propongo que busquemos entre nuestros amigos a un número selecto de entre los más voluntariosos y dignos de confianza, que formemos una sociedad aquí durante tres meses, ayudándonos unos a otros en las tareas de la casa, que vivamos alegre y socialmente y veamos lo que sucede.
Me sentí tan encantado con mi hermana que la abracé allí mismo y me dispuse a poner en marcha su plan con el mayor ardor.
Por aquel entonces nos encontrábamos en la tercera semana de noviembre, pero emprendimos las medidas con tanto vigor, y fuimos tan bien secundados por los amigos en los que confiábamos, que todavía faltaba una semana para expirar el mes cuando nuestro grupo llegó conjunta y alegremente y pasó revista a la casa encantada.
Mencionaré ahora dos pequeños cambios que realicé mientras mi hermana y yo estábamos todavía solos. Se me ocurrió que no sería improbable que Turk aullara en la casa durante la noche, en parte porque quería salir de ella, por lo que lo dejé en la perrera exterior, pero sin encadenarlo; y advertí seriamente al pueblo que cualquiera que se pusiera delante del perro no debía esperar separarse de él sin un mordisco en la garganta. Luego , de modo casual, pregunté a Ikey si sabía juzgar bien una escopeta.
—Claro, señor, conozco una buena escopeta nada más verla —respondió él, y yo le supliqué el favor de que se acercara a la casa y examinara la mía.
—Es una de verdad, señor —dijo Ikey tras inspeccionar un rifle de doble cañón que unos años antes había comprado en Nueva York—. No hay ningún error sobre ella, señor.
—Ikey—le dije yo—. No lo mencione, pero he visto algo en esta casa.
—¿No, señor? —susurró abriendo codiciosamente los ojos—. ¿La mujer capuchada, señor?
—No se asuste —repliqué yo—. Era una figura bastante parecida a usted.
—¡Dios mío, señor!
—¡Ikey! —exclamé yo estrechándole las manos calurosamente; podría decir que afectuosamente—. Si hay algo de verdad en esas historias de fantasmas, el mayor favor que puedo hacerle es disparar a esa figura. ¡Y le prometo por el cielo y la tierra que lo haré con esta escopeta si vuelvo a verla!
El joven me dio las gracias y se despidió con cierta precipitación tras rechazar un vaso de licor. Le di a conocer mi secreto porque jamás había olvidado el momento en el que lanzó la gorra a la campana; porque en otra ocasión había observado algo muy semejante a un gorro de piel que yacía no muy lejos de la campana una noche en la que ésta había roto a sonar; y porque había observado que siempre que venía él por la tarde para consolar a las criadas luego nos encontrábamos mucho más fantasmales. Pero no debo ser injusto con Ikey. Tenía miedo de la casa y creía que estaba hechizada; aun así, estaba seguro de que él exageraría sobre el aspecto del encantamiento en cuanto tuviera una oportunidad. El caso de la Chica Extraña era exactamente similar. Recorría la casa en un estado de auténtico terror, pero mentía monstruosa y voluntariamente e inventaba muchas de las alarmas que ella misma extendía y producía muchos de los sonidos que escuchábamos Lo sabía bien porque les había estado vigilando a 1os dos. No es necesario que explique aquí ese absurdo estado mental; me contento con observar que ese es del conocimiento general de todo hombre inteligente que tenga una buena experiencia médica, 1egal o de cualquier otro tipo de vigilancia; que es un estado mental tan bien establecido y tan común como cualquier otro con el que están familiarizados los observadores; y que es uno de los primeros elementos, por encima de todos los demás, del que sospecha racionalmente; y que se busca estrictamente, separándola, cualquier cuestión de este tipo
Pero volvamos a nuestro grupo. Lo primero que hicimos cuando estuvimos todos reunidos fue echar suertes los dormitorios. Hecho eso, y después de que todo dormitorio, en realidad toda la casa, hubiera sido minuciosamente examinado por el grupo completo, asignamos las diversas tareas domésticas como si nos encontráramos entre un grupo de gitanos, o u grupo de regatas, o una partida de caza o hubiéramos naufragado. Después les conté los rumores concernientes a la dama encapuchada, el búho y el Amo B junto con otros que habían circulado todavía con mayor firmeza durante nuestra ocupación de la casa, relativos a una ridícula y vieja fantasma que subía y bajaba llevando el fantasma de una mesa redonda; también a un impalpable borrico a quien nadie fu capaz nunca de capturar. Creo realmente que los sirvientes de abajo se habían comunicado unos a otros estas ideas de una manera enfermiza, sin transmitirlas en forma de palabras. Después, solemnemente, nos dijimos unos a otros que no estábamos allí para ser engañados ni para engañar, lo que nos parecía en gran parte lo mismo, y que con un serio sentido de la responsabilidad seríamos estrictamente sinceros unos con otros y seguiríamos estrictamente la verdad. Quedó establecido que cualquiera que escuchara ruidos inusuales durante la noche, y deseara rastrearlos, llamaría a mi puerta; y acordamos finalmente que en la noche duodécima, la última noche de la sagrada Navidad , todas nuestras experiencias individuales desde el momento de la llegada conjunta a la casa encantada serían comunicadas para el bien de todos, y que hasta entonces mantendríamos silencio sobre el tema a menos que alguna provocación notable exigiera que lo rompiéramos.
En cuanto al número y el carácter éramos como ahora describo: en primer lugar estábamos nosotros dos, mi hermana y yo. Al echar las habitaciones a suertes, a mi hermana le correspondió su dormitorio, y a mí el del Amo B. Después estaba nuestro primo hermano Jo hn Herschel, llamado así por el conocido astrónomo; y supongo de él que es mejor con un telescopio que como hombre. Con él estaba su esposa: una persona encantadora con la que se había casado la primavera anterior. Consideré que, dadas las circunstancias, había sido bastante imprudente el traerla con él, porque no se sabe lo que una falsa alarma puede provocar en esos momentos, pero imagino que él conocerá bien sus propios asuntos y sólo debo decir que de haber sido mi esposa en ningún momento habría dejado de vigilar su rostro cariñoso brillante. Les correspondió la habitación del reloj. . Alfred Starling, un joven inusualmente agradable, de veintiocho años, por el que sentía yo el mayor agrado, le correspondió la habitación doble; la que había sido mía, y que se designaba con ese nombre por tener en su interior un vestidor y que incluía dos amplias y molestas ventanas que no conseguí evitar que dejaran de moverse fuera cual fuera el tiempo, con viento o sin él. Alfredo es un joven que pretende ser «n pido» (tal como entiendo yo el término, otra palabra para decir «vago»), pero que es muy bueno y sensible para ese absurdo, y se habría distinguido antes d ahora si por desgracia su padre no le hubiera dejad una pequeña independencia de doscientas libras < año, teniendo en cuenta que su única ocupación e la vida ha sido la de gastar seiscientas. Sin embargo, tengo la esperanza de que su banquero pueda entra en quiebra o que participe en alguna especulación que garantice un veinte por ciento, pues estoy convencido de que si consiguiera arruinarse su fortuna estaría hecha. Belinda Bates, amiga íntima de mi hermana, y una joven deliciosa, amable e intelectual pasó a ocupar la habitación del cuadro. Tiene verdadero talento para la poesía, unido a una verdadera seriedad para los negocios, y «encaja», por utilizar un expresión de Alfred, en la misión de la Mujer, los de techos de la Mujer, los errores de la mujer y todo, aquello que lleve la palabra Mujer con una M mayúscula, o todo aquello que no es y debería ser, o que es y no debería ser.
—¡Mi queridísima y digna de alabanzas, que el cielo te siga haciendo prosperar! —le susurré la primera noche cuando me despedí de ella en la puerta de la habitación del cuadro—. Pero no te excedas. Y con respecto a la gran necesidad que hay, querida mía, de que haya más empleos al alcance de la mujer de los que nuestra civilización les ha asignado todavía, no arremetas violentamente contra los desafortunados hombres, incluso aquellos hombres que a primera vista se interponen en tu camino, como si fueran los opresores naturales de tu sexo; pues créeme, Belinda, que a veces se gastan el salario entre esposas e hijas, hermanas, madres, tías y abuelas; y no toda la obra es Caperucita y el Lobo, sino que tiene también otras partes.
Sin embargo, esto es una digresión. Como ya he mencionado, Belinda ocupaba la habitación del cuadro. Nos quedaban tres aposentos: la habitación de la esquina, la habitación del armario y la habitación del jardín. Mi antiguo amigo Jack Governor, «estiró el catre», tal como él lo expresó, en la habitación de la esquina. Siempre he considerado a Jack como el marinero de mejor aspecto que ha navegado nunca. Ahora tiene canas, pero sigue tan guapo como hace un cuarto de siglo... qué va, mucho más guapo. Es un hombre de hombros anchos, rollizo, alegre y bien constituido, con una sonrisa franca, ojos oscuros y brillantes y cejas espesas. Las recuerdo bajo sus cabellos oscuros y todavía parecen mejor por su tono plateado. Ha estado en todas partes en las que ondea la bandera de la Unión, y he conocido
a colegas suyos, en el Mediterráneo y al otro lado de Atlántico, que se han animado sólo al oír mencionar ese nombre, y han gritado:
—¿Conoce a Jack, Governor? ¡Entonces conoce: un príncipe!
¡Y eso es lo que es! Y, además, es un oficial de La marina de manera tan inequívoca que si el lector lo viera salir de una choza de nieve esquimal vestido con pieles de foca, se sentiría vagamente persuadid( de que iba vestido con el uniforme naval completo
En un tiempo, Jack había puesto su mirada brillante en mi hermana; pero se casó con otra dama y se la llevó a Sudamérica, donde murió ésta. De ese hace doce años, o más. Trajo con él a nuestra casi hechizada un pequeño barril de vaca salada; pues está convencido de que cualquier vaca salada que no haya preparado él es pura carroña, por lo que invariablemente, cuando va a Londres, incluye un trozo en su maleta ligera. Se había ofrecido también, traer con él a un tal «Nat Beaver», un antiguo camarada suyo, capitán de un mercante. El señor Beaver con una figura y un rostro como de madera, y aparentemente tan duro como un bloque, resultó ser un hombre inteligente con todo un mundo de experiencias marinas y un gran conocimiento práctico. A veces mostraba un curioso nerviosismo, por lo visto consecuencia de una antigua enfermedad, pero rara vez duraba muchos minutos. Le correspondió la habitación del armario, que habitó al lado del señor Undery, mi amigo y procurador legal, quien acudió, como aficionado, «para examinar esto», tal como él dijo, y que es mejor jugador de «whist» que toda la lista de abogados, del extremo del principio hasta el del final.
Nunca me sentí más feliz en mi vida, y creo que ése era el sentimiento general entre nosotros. Jack Governor, un hombre siempre de recursos maravillosos, se convirtió en el jefe de cocina, e hizo algunos de los mejores platos que he comido nunca, incluyendo unos «curries» inaccesibles. Mi hermana se dedicó a las tartas y dulces. Starling y yo éramos ayudantes de cocina por turnos, aunque en las ocasiones especiales el jefe de cocina «presionaba» al señor Beaver. Hacíamos muchos ejercicios y deportes al aire libre, pero nada se olvidaba dentro de la casa, y no había mal humor ni malos entendidos entre nosotros, por lo que nuestras tardes eran tan placenteras que al menos teníamos una buena razón para no desear irnos a la cama.
Al principio tuvimos algunas alarmas nocturnas. La primera noche me despertó Jack llevando en la mano un maravilloso farol de barco, que asemejaba las agallas de algún monstruo de las profundidades, para decirme que «iba a arribar al palo principal» para derribar la veleta. Era una noche tormentosa y puse objeciones, pero Jack llamó mi atención sobre el hecho de que producía un sonido semejante a un grito de desesperación, y añadió que si no se hacía así alguien iba a «invocar a un fantasma». Así que subimos a la parte de arriba de la casa, donde apenas sí podía sostenerme por culpa del viento, acompañados por el señor Beaver; y allí Jack, con el farol y todo, seguido por el señor Beaver, subieron arrastrándose hasta la parte superior de la cúpula, situad—, a unos diez metros por encima de la chimeneas, sir nada sólido sobre lo que sostenerse, derribando fríamente la veleta hasta que ambos se sintieron tan animados por el viento y la altura que llegué a pensar que nunca bajarían de allí. Otra noche volvieron aparecer junto a mi puerta para derribar un sombrerete de chimenea. Otra noche se dedicaron a cortas una tubería que sollozaba y sorbía. Otra noche descubrieron algo más. En varias ocasiones, ambos, de la manera más fría, salieron simultáneamente por su; respectivas ventanas agarrándose de las colchas de la cama, para «examinar» algo misterioso que había en el jardín.
El compromiso que habíamos aceptado todos, se cumplió fielmente y nadie reveló nada. Lo único que sabíamos era que, si la habitación de alguno estaba, hechizada, nadie parecía tener peor aspecto por ello
El fantasma de la habitación del Amo B.

Cuando me instalé en la buhardilla triangular que tan distinguida fama había obtenido, mis pensamientos se centraron, lógicamente, en el Amo B. Mis especulaciones con respecto a él eran muchas y resultaban inquietantes. Si su nombre de pila fuese Benjamin, Bissextile (por haber nacido en año bisiesto), Bartholomew o Bill. Si la inicial perteneciese a su apellido, y si éste fuese Baxter, Black, Brown, Barker, Buggins, Baker o Bird. Si fuese un inclusero, y por eso se le había bautizado como B. Si fuese un muchacho con corazón de león, y por eso B. era una abreviatura de Britano. Si pudiese ser pariente de una ilustre dama que animó mi propia infancia, y procedía de la sangre de la Brillante Madre Bunch.
Me atormenté mucho con estas inútiles meditaciones. También traté de unir la misteriosa letra con la apariencia y las actividades del fallecido, preguntándome si vestiría Bien, llevaría Botas (no debía ser Bizco), era un chico Brillante, le gustaban los Barcos, sabía jugar bien a los Bolos, tenía alguna habilidad como Boxeador, incluso si en su Boyante y Baja edad se Bañaba en una máquina de Bañar en Bognor, Bangor, Bournemouth, Brighton o Broadstairs, Botando como una Bola de Billar.
Así que para empezar me sentí hechizado por la letra B.
No pasó mucho tiempo hasta que me di cuenta de que nunca, ni por azar, había soñado con el Ar B. ni con nada que le perteneciera. Pero en cuan despertaba del sueño, a cualquier hora de la noche mis pensamientos se centraban en él, y deambulaban tratando de unir su letra inicial con algo que fuera adecuado.
Pasé así seis noches preocupado en la habitación del Amo B. cuando empecé a darme cuenta de que las cosas estaban yendo por mal camino.
Su primera aparición se produjo a primera he de la mañana, cuando empezaba a iluminar la luz del día. Estaba de pie, afeitándome frente al espejo cuando descubrí de pronto con consternación asombro que no me estaba afeitando a mí mismo un hombre de cincuenta años, sino a un muchacho ¡Evidentemente el Amo B.!
Me eché a temblar y miré por encima del hombro, pero no había nadie allí. Volví a mirar el espejo y vi claramente los rasgos y la expresión de un muchacho que se estaba afeitando no para quitarse barba, sino para conseguir que le saliera. Extremadamente turbado en mi mente, di varias vueltas F la habitación y volví frente al espejo, resuelto a asesinarme y terminar la operación en la que me había turbado. Al abrir los ojos, que había cerrado hasta recuperar la firmeza, vi en el espejo, mirándome, rectamente, los ojos de un joven de veinticuatro veinticinco años. Aterrado por ese nuevo fantasma cerré los ojos e hice un esfuerzo voluntarioso por recuperarme. Al abrirlos de nuevo vi en el espejo afeitándose, a mi padre, quien hacía ya tiempo que había muerto. Incluso llegué a ver a mi abuelo, a quien no había llegado a conocer.
Aunque muy afectado, lógicamente, por esas visitas asombrosas, decidí guardar el secreto hasta el momento fijado para la revelación general. Agitado por una multitud de pensamientos curiosos me retiré a mi habitación esa noche dispuesto a enfrentarme a alguna experiencia nueva de carácter espectral. ¡No fue innecesaria mi preparación, pues al despertar de un inquieto sueño exactamente a las dos de la madrugada imagine el lector lo que sentí al descubrir que estaba compartiendo la cama con el esqueleto del Amo B.!
Me levanté como impulsado por un resorte y el esqueleto hizo lo mismo. Escuché entonces una voz quejumbrosa que decía:
—¿Dónde estoy? ¿Qué ha sido de mí?
Al mirar fijamente en esa dirección, percibí el fantasma del Amo B.
El joven espectro iba vestido siguiendo una moda obsoleta: o más bien que vestido podía decirse que iba embutido en un paño de mezclilla de calidad inferior que unos botones brillantes volvían horrible. Observé que, en una doble hilera, esos botones llegaban hasta los hombros del joven fantasma dando la impresión de que descendían por su espalda. Unas chorreras le cubrían el cuello. La mano derecha (que vi con toda claridad que estaba manchada de tinta) la tenía sobre el estómago; relacionando ese gesto con algunos granos que tenía en
su semblante, y con su aspecto general de sentir náuseas, llegué a la conclusión de que era el fantasma de un muchacho que había tenido que tomas excesivas medicinas.
—¿Dónde estoy? —preguntó el pequeño espectro con voz patética—. ¿Y por qué tuve que nacer en la época del calomelanos, y por qué me tuvieron que dar tanto calomelanos?
Le contesté con la sinceridad más formal que por mi alma que no podía decírselo.
—¿Dónde está mi hermanita y dónde mi angélica y pequeña esposa, y dónde el chico con el que iba a la escuela?
Le rogué al fantasma que se consolara, pero por encima de todas las cosas me tomé muy seriamente la pérdida del muchacho con el que iba a la escuela. Traté de convencerle, partiendo de mi experiencia humana, de que probablemente de haber sabido lo que había sido de ese chico nunca le habría parecido bien. Le hice entender que yo mismo, en mi vida posterior, me había encontrado con varios chicos de los que habían sido compañeros de escuela, y ninguno de ellos había respondido a mis expectativas. Le expresé mi humilde creencia de que ese muchacho no habría respondido. Le hablé de un compañero mío que tenía un carácter mítico y que resulté un engaño y un chasco. Le conté que la última ves que lo había visto fue en una cena detrás de una enorme corbata blanca, sin ninguna opinión concluyente sobre ningún tema, y una capacidad de silencioso aburrimiento absolutamente titánica. Le relaté que como habíamos estado juntos en «Old Doylance's», se había invitado él solo a desayunar conmigo (una ofensa social de la mayor magnitud); que en un intento de reavivar las débiles ascuas de mi creencia en los muchachos de Doylance's, se lo había permitido, y que resultó ser un vagabundo terrible que perseguía a la raza de Adán con inexplicables ideas concernientes a la moneda y con la propuesta de que el banco de Inglaterra, so pena de ser abolido, debía librarse instantáneamente y poner en circulación de Dios sabe cuántos miles de millones de billetes de dieciséis peniques.
El fantasma me escuchó en silencio y con la mirada fija.
—¡Barbero! —me apostrofó cuando terminé.
—¿Barbero? —dije yo repitiendo la pregunta, pues no pertenezco a esa profesión.
—Condenado a afeitar constantemente a clientes cambiantes —añadió el fantasma—... ahora yo... luego un hombre joven... luego a sí mismo... luego su padre... luego su abuelo; condenado también a acostarse con un esqueleto cada noche, y a levantarse con él cada mañana...
(Me estremecí al escuchar ese terrible anuncio.)
—¡Barbero! ¡Sígame!
Antes incluso de que pronunciara las palabras había sentido que un hechizo me obligaría a seguir al fantasma. Lo hice así inmediatamente, y ya no me encontré en la habitación del Amo B.
Muchas personas saben las largas y fatigosas jornadas nocturnas a las que se sometía a las brujas que solían confesar, y que sin duda contaban exactamente la verdad; sobre todo porque se las ayudaba con preguntas capciosas y porque la tortura estaba siempre preparada. Pues afirmo que durante el tiempo en el que ocupé la habitación del Amo B. el fantasma, que la tenía hechizada me condujo en expediciones tan largas y salvajes como la que acabo de mencionar Claro que no me presentó a ningún anciano andrajoso con rabo y cuernos de cabra (algo situado entro Pan y un ropavejero), celebrando con ellos recepciones convencionales tan estúpidas como las de la vid, real pero menos decentes; pero encontré otras cosa, que me parecieron tener mayor significado.
Esperando que el lector confíe en que digo la ver dad, y en que seré creído, afirmo sin vacilación que seguí al fantasma, la primera vez sobre una escoba, después sobre un caballito balancín. Estoy dispuesto a jurar que incluso olí la pintura del animal, especial mente cuando al calentarse con mi roce empezó brotar. Después seguí al fantasma en un simón; una verdadera institución cuyo olor desconoce la generación actual, pero que de nuevo estoy dispuesto a jurar que es una combinación de establo, perro cae sarna y un fuelle muy viejo. (Para que me confirmes o me refuten, apelo en esto a las generaciones anteriores.) Seguí al fantasma en un asno sin cabeza, un asno tan interesado por el estado de su estómago que tenía siempre allí su cabeza, investigándolo; sobre potros que habían nacido expresamente para cocea por detrás; sobre tiovivos y balancines de las ferias, en el primer coche de punto, otra institución olvidad en la que el pasaje solía meterse en la cama y el conductor les remetía las mantas.
No le molestaré con un relato detallado de todos los viajes que hice persiguiendo al fantasma del Amo B., mucho más largos y maravillosos que los de Simbad el Marino, y me limitaré a una experiencia que le servirá al lector para juzgar las múltiples que se produjeron.
Me vi maravillosamente alterado. Era yo mismo, y, sin embargo, no lo era. Era consciente de algo que había en mi interior, que había sido igual a lo largo de toda mi vida y que había reconocido siempre en todas sus fases y variedades como algo que nunca cambiaba, y, sin embargo, no era yo el yo que se había acostado en el dormitorio del Amo B. Tenía yo el más liso de los rostros y las piernas más cortas, y había traído a otro ser como yo mismo, también con el más liso de los rostros y las piernas más cortas, tras una puerta, y le estaba confiando una proposición de la naturaleza más sorprendente.
La proposición era que deberíamos tener un harén.
El otro ser asintió calurosamente. No tenía la menor noción de respetabilidad, lo mismo que me pasaba a mí. Era una costumbre de oriente. Era lo habitual del Califa Haroun Alraschid (¡permítanme por una vez escribir mal el nombre porque está lleno de fragancias a dulces recuerdos!), su utilización era muy laudable y de lo más digno de imitación.
—¡Oh, sí! Tengamos un harén —dijo el otro ser dando un salto.
El hecho de que comprendiéramos que debía mantenerlo en secreto ante la señorita Griffin t debió a que tuviéramos la menor duda con respecto al meritorio carácter de la institución oriental nos proponíamos importar. Fue porque sabía que la señorita Griffin estaba tan desprovista de simpatías humanas que era incapaz de apreciar la grandeza del gran Haroun. Y como la señorita Griffin a quedar envuelta irremediablemente en el mismo decidimos confiárselo a la señorita Bule.
Éramos diez personas en el establecimiento señorita Griffin, junto a Hampstead Ponds; las damas y dos caballeros. La señorita Bule , quien según pensaba yo había alcanzado la edad madura a los ocho o los nueve, ocupó el papel principal sociedad. En el curso de ese día le hablé del tema y le propuse que se convirtiera en la favorita.
La señorita Bule , tras luchar con la timidez tan natural y encantadora resultaba en su adorable sexo, expresó que se sentía halagada por la idea deseó saber las medidas que proponíamos todo con respecto a la señorita Pipson. La señorita Bule que en Servicios y Lecciones de la Iglesia completos en dos volúmenes con caja y llave había jurado a esa joven dama una amistad compartiéndolo todo sin secretos hasta la muerte, dijo que como a mi Pipson no podía ocultarse a sí misma, ni a mí Pipson no era un ser común.
Ahora bien, como la señorita Pipson tenía cabellos claros y rizados y ojos azules (lo que se ajustaba a mi idea de cualquier ser femenino y mortal que se llamara Hada), contesté rápidamente que consideraba a la señorita Pipson como un hada circasiana.
—¿Y entonces, qué? —preguntó pensativamente la señorita Bule.
Contesté que debía ser engañada por un mercader, traída hasta mí cubierta con velos y vendida como esclava.
(El otro ser había pasado ya a ocupar el segundo papel masculino dentro del Estado y designado como Gran Visir. Más tarde se resistió a que se hubiera dispuesto así de los acontecimientos, pero le tiré del pelo hasta que cedió.)
—¿Y no me sentiré celosa? —quiso saber la señorita Bule haciendo la pregunta con la mirada baja.
—Zobaida, no —contesté yo—. Tú serás siempre la sultana favorita; el principal lugar en mi corazón, y en mi trono, serán siempre para ti.
Una vez segura de eso, la señorita Bule consintió en proponer la idea a sus siete hermosas compañeras. En el curso de ese mismo día se me ocurrió que sabíamos que podríamos confiar en un alma sonriente y afable llamada Tabby, que era la esclava servil de la casa y no representaba más valor que una de las camas, y cuyo rostro estaba siempre más o menos manchado de color plomo, por lo que tras la cena deslicé en la mano de la señorita Bule una pequeña nota a ese efecto considerando que esas manchas plomizas hubieran sido en cierta manera depositadas por el dedo de la providencia, designaba a Tabby como Mesrour, el famoso jefe de los negros del harén.
Hubo dificultades para la formación de la deseada institución, como las hay siempre en todo lo que exige combinaciones. El otro ser demostró tener u carácter bajo, y al haber sido derrotado en sus aspiraciones al trono simuló tener escrúpulos de conciencia para postrarse delante del califa; no se dirigiría a él con el título de jefe de los fieles; le hablar de manera ligera e incoherente designándole como simple «compañero»; y él, el otro ser, dijo que «n jugaría»... ¡jugar!, y fue en otros aspectos rudo ofensivo. Sin embargo, esa disposición maligna fue derrotada por la indignación general de un haré unido, y yo fui bendecido por las sonrisas de ocho de las más hermosas hijas de los hombres.
Las sonrisas sólo podían concederse cuando señorita Griffin miraba hacia otra parte, y aun entonces sólo de una manera muy cautelosa, pues había una leyenda entre los seguidores del profeta que ella vio en un pequeño ornamento redondo en medio del dibujo de la parte posterior de su chal. Por todos los días, después de la cena, nos reuníamos durante una hora y entonces la favorita y el resto del harén real competían acerca de quién era la que debía divertir el ocio del Sereno Haroun en su reposo de las preocupaciones del Estado; que genera mente eran, como la mayoría de los asuntos de Estado, de carácter aritmético, y el jefe de los fieles sólo era un amedrentado miembro más.
En esas ocasiones, el entregado Mesrour, jefe los negros del harén, acudía siempre ( la señorita Griffin solía llamar a ese oficial, al mismo tiempo con gran vehemencia), pero no actuaba jamás de una manera digna de su fama histórica. En primer lugar, su forma de pasar la escoba por el diván del califa, incluso cuando Haroun llevaba sobre sus hombros la túnica roja de la cólera (la pelliza de la señorita Pipson ), aunque pudiera hacerse entender en ese momento nunca quedaba satisfactoriamente explicada. En segundo lugar, su forma de irrumpir en sonrientes exclamaciones de «¡vigile a sus bellezas!» no era ni oriental ni respetuosa. En tercer lugar, cuando se le ordenaba especialmente que dijera «¡Bismillah!», siempre exclamaba «¡aleluya!» Este oficial, a diferencia de los demás de su categoría, siempre estaba de demasiado buen humor, mantenía la boca demasiado abierta, expresaba su aprobación hasta un punto incongruente, e incluso una vez —con ocasión de la compra de la hermosa circasiana por quinientas mil bolsas de oro, y fue barata—, abrazó a la esclava, a la favorita, al califa y a todos los demás. (¡Permítaseme decir, entre paréntesis, que Dios bendiga a Mesrour, y que pueda tener hijos e hijas en ese tierno pecho que hayan suavizado desde entonces muchos días terribles!)
La señorita Griffin era un modelo de decoro, y me cuesta encontrar palabras para imaginar los sentimientos que habría tenido la virtuosa mujer de haber sabido que, cuando desfilaba por la calle Hampstead abajo de dos en dos caminaba con paso majestuoso a la cabeza de la poligamia y el mahometanismo. Creo que la causa principal de que conserváramos nuestro secreto era una alegría terrible y misteriosa que nos inspiraba la contemplación de la señorita Griffin en ese estado inconsciente, y una sensación formidable, predominante entre nosotros, de que había un poder temible en nuestro conocimiento de lo que no sabía la señorita Griffin (cuando en cambio sabía todas las cosas que podían aprenderse en los libros). El secreto se mantuvo maravillosamente, aunque en una ocasión estuvo a punto de traicionarse. El peligro, y la escapatoria, se produjo un domingo. Estábamos los diez situados en una zona bien visible de la iglesia, con la señorita Griffin a la cabeza, tal como hacíamos todos los domingos, percibiendo el lugar de una manera profana, cuando acertaron a leer la descripción de Salomón en su gloria. En el momento en que se referían así al monarca, la conciencia me susurró: «¡también tú, Haroun!» El ministro oficiante tenía un defecto en la vista y eso hacía que pareciera que estuviera leyendo personalmente para mí. Un sonrojo carmesí, unido a una sudoración debida al miedo, cubrió mis rasgos. El Gran Visir se quedó más muerto que vivo y todo el harén enrojeció como si la puesta de sol de Bagdad brillara directamente sobre sus rostros maravillosos. En ese momento portentoso se levantó la temible Griffin y vigiló con tristeza a los hijos del Islam. Mi propia impresión fue la de que la Iglesia y el Estada habían iniciado con la señorita Griffin una conspiración para descubrirnos, y que todos seríamos puestos en sábanas blancas y exhibidos en la nave central. Pero el sentido de la rectitud de la señorita Griffin era tan occidental, si se me permite la expresión en oposición a las asociaciones orientales, que pensó que aquello era un disparate y nos salvamos.
He solicitado una reunión del harén sólo para preguntar si el jefe de los fieles debería ejercer el derecho de besar en ese santuario del palacio en el que se dividían sus habitantes sin igual. Zobaida reivindicó como favorita su derecho a rascarse, la hermosa circasiana a poner el rostro como refugio en una bolsa verde de bayeta, pensada originalmente para libros. Por otro lado, una joven antílope de belleza trascendente que procedía de las fructíferas llanuras de Camdentown (adonde había sido llevada por unos comerciantes en la caravana que dos veces por año cruzaba el desierto intermedio tras las vacaciones), sostenía opiniones más liberales, pero reivindicaba que se limitara el beneficio de éstas a ese perro e hijo de perro, el Gran Visir, quien no tenía derecho si no estaba en cuestión. Finalmente la dificultad fue obviada mediante el nombramiento de una esclava muy joven como delegada. Ésta, en pie sobre un escabel, recibió oficialmente en sus mejillas los saludos dirigidos por el gracioso Haroun a las otras sultanas y fue recompensada privadamente por las arcas de las damas del harén.
Y entonces, en la altura máxima del placer de mi éxtasis, me vi gravemente turbado. Empecé a pensar en mi madre, y en lo que ella opinaría del hecho de que en el solsticio estival me hubiera llevado a casa a ocho de las más hermosas hijas de los hombres, sin que a ninguna de ellas se la esperara. Pensé en el número de camas que habíamos hechos en nuestra casa, todas con los ingresos de mi padre, y en el panadero, y mi desaliento se redobló. El harén y el malicioso Visir, adivinando la causa de la infelicidad de su señor, hicieron todo lo posible por aumentarla Profesaron una fidelidad sin límites y afirmaron que vivirían y morirían con él. Reducido a la máxima desdicha por esas protestas de unión, permanecía despierto durante horas meditando sobre mi terrible destino. En mi desesperación creo que había aprovechado la menor oportunidad de caer de rodillas ante la señorita Griffin , declarando mi semejanza con Salomón y rogando fuera tratado de acuerdo con las leyes violentas de mi país si no se abría ante mí algún medio impensable de escape.
Un día salimos a pasear de dos en dos —con ocasión de lo cual el Visir había dado sus instrucciones habituales de observar al muchacho de la barrera di portazgo, teniendo en cuenta que si miraba profanamente (tal como hacía siempre) a las bellezas del harén habría que ahorcarlo durante el curso de la noche— cuando sucedió que nuestros corazones se vieron velados por la melancolía. Un inexplicable acto de la antílope había sumido al Estado en la de gracia. En la representación que se había hecho el di anterior por su cumpleaños, en la que grandes tesoros habían sido enviados en una canasta para su celebración (ambas afirmaciones carentes de base), embaucadora había invitado en secreto pero vehementemente a treinta y cinco príncipes y princesas vecinos a un baile y una cena: con la estipulación especial de que «no se les iría a buscar hasta las doce». Tal extravío del capricho de la antílope fue la causa de la sorprendente llegada ante la puerta de la señorita Griffin , con diversos equipajes y variadas escoltas, de un abultado grupo vestido de gala que se quedó en el escalón superior con grandes expectativas y fue despedido con lágrimas. Al principio de la doble llamada que acompaña a estas ceremonias, el antílope se había retirado a un ático trasero encerrándose con cerrojo en él; con cada nueva llegada la señorita Griffin se iba poniendo más y más frenética hasta que finalmente se la vio desgarrarse la parte delantera. La capitulación última por parte de la ofensora la llevó a la soledad en el cuarto de la ropa a pan y agua, y produjo una conferencia ante todo el grupo, de vengativa extensión, en la que la señorita Griffin utilizó las expresiones siguientes: en primer lugar, «creo que todos lo sabían»; en segundo lugar, «cada uno de ustedes es tan perverso como los demás»; en tercer lugar, «son un grupo de seres mezquinos».
Dadas las circunstancias, caminábamos apesadumbrados; y especialmente yo, sobre el que pesaban gravemente las responsabilidades musulmanas, me encontraba en un bajísimo estado mental; entonces un desconocido abordó a la señorita Griffin y tras caminar a su lado un rato hablando con ella, me miró a mí. Suponiendo yo que sería un esbirro de la ley, y que había llegado mi hora, eché a correr al instante con el propósito general de huir a Egipto.
Todo el harén empezó a gritar cuando me vieron correr tan rápido como me lo permitían mis piernas (tenía la impresión de que girando por la primera calle a la izquierda, y dando la vuelta a taberna, encontrar el camino más corto hacia las pirámides), la señorita Griffin gritó detrás de mí, el infiel Visir corrió detrás de mí, y el muchacho de la barrera de portazgo me acorraló en una esquina, como si fuera una oveja, y me cortó el paso. Nadie me riñó cuan do fui apresado y conducido de regreso; la señorita Griffin sólo dijo, con una amabilidad sorprendente que aquello era muy curioso. ¿Por qué había escapa do cuando el caballero me miró?
De haber tenido yo aliento para responder, m atrevo a decir que no habría respondido; pero como no me quedaba aliento, por supuesto que no lo, hice. La señorita Griffin y el desconocido me tomaron entre ellos y me condujeron de regreso al palacio con escaso ánimo; pero en absoluto sintiéndome culpable (con gran asombro por mi parte, no podía sentirme así).
Cuando llegamos allí entramos sin más en un salón y la señorita Griffin a su ayudante, Mesrour, jefe de los oscuros guardianes del harén. Cuando le susurró algo, Mesrour comenzó a derramar lágrima;
—¡Preciosa mía, bendita seas! —exclamó el oficial tras lo cual se volvió hacia mí—. ¡Su papá está bastante malo!
—¿Está muy enfermo? —pregunté yo mientras corazón me daba un vuelco.
—¡Que el Señor le atempere los vientos, cordero mío! —exclamó el buen Mesrour arrodillándose par que yo pudiera tener un hombro consolador sobre el que descansar mi cabeza—. ¡Su papá ha muerte
Ante esas palabras, Haroun Alraschid huyó; el harén se desvaneció; desde ese momento no volví a ver a ninguna de las ocho hijas más hermosas de los hombres.
Fui conducido a casa, y allí en el hogar estaba la Deuda al mismo tiempo que la Muerte, y se celebró allí una venta. Mi propia camita estaba tan ceñuda mente vigilada por un Poder que me era desconocido, nebulosamente llamado «El Comercio», que una carbonera de latón, un asador y una jaula de pájaros tuvieron que ponerse en el lote, y luego se empezó una canción. Así lo oí mencionar y me pregunté qué canción, y pensé qué canción tan triste debió cantarse.
Después fui enviado a una escuela grande, fría y desnuda de muchachos mayores; en donde todo lo que había de comer y vestir era espeso y grueso, sin resultar suficiente; en donde todos, grandes y pequeños, eran crueles; en donde los muchachos lo sabían todo sobre la venta antes de que yo hubiera llegado allí, y me preguntaron lo que había conseguido, y quién me había comprado, y me gritaban. «¡Se va, se va, se ha ido!» En ese lugar jamás dije que yo había sido Haroun, o que había tenido un harén; pues sabía que si mencionaba mis reveses me sentiría tan preocupado que acabaría por ahogarme en la charca embarrada que había junto al campo de juego, y se parecía a la cerveza.
¡Ay de mí, ay de mí! Ningún otro fantasma ha acosado la habitación del muchacho, amigos míos, desde que yo la ocupé, salvo el fantasma de mi propia infancia, el de mi inocencia, el de mis alegres creencias. Muchas veces he perseguido al fantasma; nunca con esta zancada de adulto que podría alcanzarle, nunca con estas manos de adulto que podría tocarle, nunca más con este corazón mío de adulto para retenerlo en su pureza. Y aquí me veis planificando, tan alegre y agradecidamente como puedo mi destino de agitar en la copa un cambio constante de clientes, y de acostarme y levantarme con el esqueleto que se me ha asignado como mi compañero mortal.

No hay comentarios:

Publicar un comentario