SER INFELIZ
Cuando ya eso se había vuelto insoportable —una vez al
atardecer, en noviembre—, y yo me deslizaba sobre la estrecha alfombra de mi
pieza como en una pista, estremecido por el aspecto de la calle iluminada, me
di vuelta otra vez, y en lo hondo de la pieza, en el fondo del espejo, encontré
no obstante un nuevo objetivo, y grité, solamente por oír el grito al que nada
responde y al que tampoco nada le sustrae la fuerza de grito, que por lo tanto
sube sin contrapeso y no puede cesar aunque enmudezca; entonces desde la pared
se abrió la puerta hacia afuera así de rápido porque la prisa era, ciertamente,
necesaria, e incluso vi los caballos de los coches abajo, en el pavimento, se
levantaron como potros que, habiendo expuesto los cuellos al enemigo, se
hubiesen enfurecido en la batalla.
Cual pequeño fantasma, corrió una niña desde el pasillo
completamente oscuro, en el que todavía no alumbraba la lámpara, y se quedó en
puntas de pie sobre una tabla del piso, la cual se balanceaba levemente
encandilada en seguida por la penumbra de la pieza, quiso ocultar rápidamente
la cara entre las manos, pero de repente se calmó al mirar hacia la ventana,
ante cuya cruz el vaho de la calle se inmovilizó por fin bajo la oscuridad.
Apoyando el codo en la pared de la pieza, se quedó erguida ante la puerta
abierta y dejó que la corriente de aire que venía de afuera se moviese a lo
largo de las articulaciones de los pies, también del cuello, también de las
sienes. Miré un poco en esa dirección, después dije: "buenas tardes",
y tomé mi chaqueta de la pantalla de la estufa, porque no quería estarme allí
parado, así, a medio vestir. Durante un ratito mantuve la boca abierta para que
la excitación me abandonase por la boca. Tenía la saliva pesada; en la cara me
temblaban las pestañas. No me faltaba sino justamente esta visita, esperada por
cierto. La niña estaba todavía parada contra la pared en el mismo lugar;
apretaba la mano derecha contra aquélla, y, con las mejillas encendidas, no le
molestaba que la pared pintada de blanco fuese ásperamente granulada y raspase
las puntas de sus dedos. Le dije:
—¿Es a mí realmente a quien quiere ver? ¿No es una
equivocación? Nada más fácil que equivocarse en esta enorme casa. Yo me llamo
así y asá; vivo en el tercer piso. ¿Soy entonces yo a quien usted desea
visitar?
—¡Calma, calma! —dijo la niña por sobre el hombro—; ya todo
está bien.
—Entonces entre más en la pieza. Yo querría cerrar la
puerta.
—Acabo justamente de cerrar la puerta. No se moleste. Por
sobre todo, tranquilícese.
—¡Ni hablar de molestias! Pero en este corredor vive un
montón de gente. Naturalmente todos son conocidos míos. La mayoría viene ahora
de sus ocupaciones. Si oyen hablar en una pieza creen simplemente tener el
derecho de abrir y mirar qué pasa. Ya ocurrió una vez. Esta gente ya ha
terminado su trabajo diario; ¿a quién soportarían en su provisoria libertad
nocturna? Por lo demás, usted también ya lo sabe. Déjeme cerrar la puerta.
—¿Pero qué ocurre? ¿Qué le pasa? Por mí, puede entrar toda
la casa. Y le recuerdo; ya he cerrado la puerta; créalo. ¿Solamente usted puede
cerrar las puertas?
—Está bien, entonces. Más no quiero. De ninguna manera
tendría que haber cerrado con la llave. Y ahora, ya que está aquí, póngase
cómoda; usted es mi huésped. Tenga plena confianza en mí. Lo único importante
es que no tema ponerse a sus anchas. No la obligaré a quedarse ni a irse. ¿Es
que hace falta decírselo? ¿Tan mal me conoce?
—No. En realidad no tendría que haberlo dicho. Más todavía:
no debería haberlo dicho. Soy una niña; ¿por qué molestarse tanto por mí?
—¡No es para tanto! Naturalmente, una niña. Pero tampoco es
usted tan pequeña. Ya está bien crecidita. Si fuese una chica no habría podido
encerrarse, así no más, conmigo en una pieza.
—Por eso no tenemos que preocuparnos. Solamente quería
decir: no me sirve de mucho conocerle tan bien; sólo le ahorra a usted el
esfuerzo de fingir un poco ante mí. De todos modos, no me venga con cumplidos.
Dejemos eso, se lo pido, dejémoslo. Y a esto hay que agregar que no lo conozco
en cualquier lugar y siempre, y de ninguna manera en esta oscuridad. Sería
mucho mejor que encendiese la luz. No. Mejor no. De todos modos, seguiré
teniendo en cuenta que ya me ha amenazado.
—¿Cómo? ¿Yo la amenacé? ¡Pero por favor! ¡Estoy tan contento
de que por fin esté aquí! Digo ‘por fin’ porque ya es tan tarde. No puedo
entender por qué vino tan tarde. Además es posible que por la alegría haya
hablado tan incongruentemente, y que usted lo haya interpretado justamente de
esa manera. Concedo diez veces que he hablado así. Sí. La amenacé con todo lo
que quiera. Una cosa: por el amor de Dios, ¡no discutamos! ¿Pero, cómo pudo
creerlo? ¿Cómo pudo ofenderme así? ¿Por qué quiere arruinarme a la fuerza este
pequeño momentito de presencia suya aquí? Un extraño sería más complaciente que
usted.
—Lo creo. Eso no fue ninguna genialidad. Por naturaleza
estoy tan cerca de usted cuanto un extraño pueda complacerle. También usted lo
sabe. ¿A qué entonces esa tristeza? Diga mejor que está haciendo teatro y me
voy al instante.
—¿Así? ¿También esto se atreve a decirme? Usted es un poco
audaz. ¡En definitiva está en mi pieza! Se frota los dedos como loca en mi
pared. ¡Mi pieza, mi pared! Además, lo que dice es ridículo, no sólo insolente.
Dice que su naturaleza la fuerza a hablarme de esta forma. Su naturaleza es la
mía, y si yo por naturaleza me comporto amablemente con usted, tampoco usted
tiene derecho a obrar de otra manera.
—¿Es esto amable?
—Hablo de antes.
—¿Sabe usted cómo seré después?
—Nada sé yo.
Y me dirigí a la mesa de luz, en la que encendí una vela.
Por aquel entonces no tenía en mi pieza luz eléctrica ni gas. Después me senté
un rato a la mesa, hasta que también de eso me cansé. Me puse el sobretodo;
tomé el sombrero que estaba en el sofá, y de un soplo apagué la vela. Al salir
me tropecé con la pata de un sillón. En la escalera me encontré con un
inquilino del mismo piso.
—¿Ya sale usted otra vez, bandido? —preguntó, descansando
sobre sus piernas bien abiertas sobre dos escalones.
—¿Qué puedo hacer? —dije—. Acabo de recibir a un fantasma en
mi pieza.
—Lo dice con el mismo descontento que si hubiese encontrado
un pelo en la sopa.
—Usted bromea. Pero tenga en cuenta que un fantasma es un
fantasma.
—Muy cierto: ¿pero cómo, si uno no cree absolutamente en
fantasmas?
—¡Ajá! ¿Es que piensa usted que yo creo en fantasmas? ¿Pero
de qué me sirve este no creer?
—Muy simple. Lo que debe hacer es no tener más miedo si un
fantasma viene realmente a su pieza.
—Sí. Pero es que ése es el miedo secundario. El verdadero
miedo es el miedo a la causa de la aparición. Y este miedo permanece, y lo
tengo en gran forma dentro de mí.
De pura nerviosidad, empecé a registrar todos mis bolsillos.
—Ya que no tiene miedo de la aparición como tal, habría
debido preguntarle tranquilamente por la causa de su venida.
—Evidentemente, usted todavía nunca ha hablado con
fantasmas; jamás se puede obtener de ellos una información clara. Eso es un de
aquí para allá. Estos fantasmas parecen dudar más que nosotros de su
existencia, cosa que por lo demás, dada su fragilidad, no es de extrañar.
—Pero yo he oído decir que se les puede seducir.
—En ese punto está bien informado. Se puede. ¿Pero quién lo
va a hacer?
—¿Por qué no? Si es un fantasma femenino, por ejemplo —dijo
éste, y subió un escalón.
Pero, al punto cambió de opinión y agregó:
—¡Oh!, pero incluso así, no valdría la pena
Mi vecino estaba ya tan alto que para verme tenía que
agacharse por debajo de una arcada de la escalera.
—Pero no obstante —grité—, si usted ahí arriba me quita mi
fantasma, rompemos relaciones para siempre.
—¡Pero si fue solamente una broma! —dijo, y retiró la
cabeza.
—Entonces está bien —dije.
Y ahora sí que, a decir verdad, podría haber salido
tranquilamente a pasear; pero como me sentí tan desolado preferí subir, y me
eché a dormir.
ONCE HIJOS
Tengo once hijos.
El primero es exteriormente bastante insignificante, pero
serio y perspicaz; aunque lo quiero, como quiero a todos mis otros hijos, no lo
sobrevaloro. Sus razonamientos me parecen demasiado simples. No ve ni a
izquierda ni a derecha ni hacia el futuro; en el estrecho círculo de sus pensamientos,
gira y gira corriendo sin cesar, o más bien se pasea.
El segundo es hermoso, esbelto, bien formado; es un placer
verlo manejar el florete. También es perspicaz, pero además tiene mundo; ha
visto mucho, y por eso mismo la naturaleza de su país parece hablar con él más
confidencialmente que con los que nunca salieron de su patria. Pero es probable
que esta ventaja no se deba únicamente, ni siquiera esencialmente, a sus
viajes; más bien es un atributo de lo irreparable del muchacho, reconocido por
ejemplo por todos los que han querido imitar sus saltos ornamentales en el
agua, con varias volteretas en el aire, y que sin embargo no le hacen perder
ese dominio casi violento de sí mismo. El coraje y el afán del imitador llega
hasta el extremo del trampolín; pero una vez allí, en vez de saltar, se sienta
repentinamente y alza los brazos para excusarse. Pero a pesar de todo (en
realidad debería sentirme feliz con un hijo semejante), mi afecto hacia él no
está libre de limitaciones. Su ojo izquierdo es un poco más chico que el
derecho y parpadea mucho; no es más que un pequeño defecto, naturalmente, que
por otra parte da más audacia a su expresión, y nadie, considerando la
incomparable perfección de su persona, llamaría a ese ojo más chico y
parpadeante un defecto. Pero yo, su padre, sí. Por supuesto, no es ese defecto
físico lo que me preocupa, sino una pequeña irregularidad de su espíritu,
cierto veneno oculto en su sangre cierta incapacidad de utilizar a fondo las
posibilidades de su naturaleza que yo sólo observo. Tal vez esto, por otra
parte, sea lo que hace de él mi verdadero hijo, porque esa falla es al mismo
tiempo la de toda nuestra familia, y sólo en él es tan visible.
El tercer hijo es también hermoso, pero no con la hermosura
que me agrada. Es la belleza de un cantor; los labios bien formados; la mirada
soñadora; esa cabeza que requiere un marco para ser efectiva; el pecho
enormemente amplio; las manos que fácilmente ascienden y demasiado fácilmente
vuelven a caer; las piernas que se mueven delicadamente, porque no soportan el
peso del cuerpo. Y además el tono de su voz no es perfecto; se mantiene un
instante; el entendido se dispone a escuchar; pero poco después pierde el
aliento. Aunque en general todo me tienta a exhibir especialmente a este hijo mío,
prefiero mantenerlo oculto; él, por su lado, no se opone, pero no porque
conozca sus defectos, sino por pura inocencia. Aún más, no se siente cómodo en
nuestra época; como si perteneciera a nuestra familia, pero además, formara
parte de otra, perdida para siempre. Frecuentemente está melancólico y nada
consigue alegrarlo.
Mi cuarto hijo es tal vez el más sociable. Verdadero
exponente de su época, todos lo comprenden, se mueve en un plano común a todos,
y todos lo buscan para saludarlo. Tal vez esta apreciación general otorgue a su
naturaleza cierta ligereza, a sus movimientos cierta libertad, a sus
razonamientos cierta inconsecuencia. Muchas de sus observaciones merecen ser
repetidas, pero no todas, porque en conjunto adolecen de extremada
superficialidad. Es como aquel que se eleva maravillosamente del suelo,
atraviesa los aires como una golondrina, y luego termina con desolación el
vuelo en un oscuro desierto, en una nada. Estos pensamientos me amargan cuando
lo contemplo.
El quinto hijo es bueno y amable; prometía ser menos de lo
que es; es tan insignificante, que realmente uno se sentía solo en su
presencia; pero ahora ha logrado gozar de cierto prestigio. Si me preguntaran
cómo, no sabría contestar. Tal vez la inocencia sea aquello que más fácilmente se
destaca a través del tumulto de los elementos de este mundo, y es inocente.
Quizá demasiado inocente. Amigo de todos. Quizá demasiado amigo. Confieso que
me siento mal cuando me lo elogian. Parece que el valor de los elogios
disminuyera cuando se los prodigan a alguien tan evidentemente digno de ellos
como mi hijo.
Mi sexto hijo parece, por lo menos a primera vista, el más
profundo de todos. Es cabizbajo y sin embargo charlatán. Por eso no es fácil
entenderlo. Si se siente dominado, se entrega a una impenetrable tristeza; si
logra el dominio, lo mantiene a fuerza de conversación. Aunque no le niego
cierta capacidad de apasionamiento y de olvido de sí mismo; a la luz del día,
se le ve con frecuencia debatirse en medio de sus pensamientos, como en un sueño.
Sin estar enfermo —nada de eso, su salud es muy buena—, a veces se tambalea,
especialmente en el crepúsculo, pero no necesita ayuda, no se cae. Tal vez la
causa de ese fenómeno sea su desarrollo físico, porque es demasiado alto para
su edad. Eso hace que en conjunto resulte feo, aunque en ciertos detalles es
hermoso, por ejemplo en las manos y los pies. También su frente es fea; tanto
la piel como la forma de los huesos parecen mal desarrollados.
El séptimo hijo me pertenece tal vez más que todos los demás.
El mundo no sabría apreciarlo como merece; no comprendería su particular
ingenio. Yo no exagero su valor; ya sé que su importancia no es considerable;
si el mundo no cometiera otro error que el de no saber apreciarlo, seguiría
siendo impecable. Pero dentro de mi familia no podría estar sin este hijo.
Introduce cierta inquietud y al mismo tiempo cierto respeto por la tradición, y
sabe equilibrarlos, por lo menos así me parece, en un todo incontestable. Es
verdad que él es el menos capacitado para sacar partido de ese todo; no es él
quien pondrá en movimiento la rueda del futuro; pero esa manera de ser suya es
tan alentadora, tan esperanzada, que me gustaría que tuviera hijos, y que éstos
tuvieran hijos a su vez. Por desgracia, no parece dispuesto a satisfacer ese
deseo. Satisfecho consigo mismo, actitud que me es muy comprensible pero al
mismo tiempo deplorable, y que por cierto se opone notablemente al juicio de
sus conocidos, se pasea por todas partes solo, no se interesa por las
muchachas, y sin embargo no pierde nunca su buen humor.
Mi octavo hijo es mi desesperación y realmente no se a qué
atribuirlo.
Me trata como a un desconocido y no obstante siento que me
une a él un estrecho vínculo paterno. El tiempo nos ha hecho mucho bien; pero
antes yo solía estremecerme cuando pensaba en él. Sigue su propio camino; ha
roto todo vínculo conmigo, y ciertamente con su cabeza dura su cuerpecito
atlético —aunque cuando era muchacho sus piernas eran muy débiles, pero quizá
con el tiempo ese defecto se haya subsanado— llegará con toda facilidad adonde
se proponga. Muchas veces deseé volver a llamarlo, preguntarle cómo le iba
realmente, por qué se alejaba de ese modo de su padre, y cuáles eran sus deseos
más importantes, pero ahora está tan lejos, y ha pasado tanto tiempo, que es
mejor dejar las cosas como están. He oído decir que es el único hijo mío que
usa barba; naturalmente, eso no puede quedar bien en un hombre tan bajo como
él.
Mi noveno hijo es muy elegante y tiene lo que las mujeres
consideran sin lugar a dudas una mirada seductora. Tan seductora que en ciertas
ocasiones hasta consigue seducirme, aunque sé muy bien que bastaría una esponja
mojada para borrar todo ese brillo ultraterreno. Lo curioso de este muchacho es
que no trata en absoluto de ser seductor; para él el ideal sería pasarse la
vida tendido en el sofá, desperdiciando su seductora mirada en la contemplación
del cielorraso, o mejor aún, dejándola reposar detrás de los párpados cerrados.
Cuando está en esa posición favorita, le gusta hablar y lo hace bastante bien;
concisamente y con sutileza, pero sólo dentro de estrechos límites; si los
transgrede, lo que es inevitable ya que son tan estrechos, su conversación se
vuelve vacua. Uno querría hacerle señas para advertírselo, si hubiera alguna
esperanza de que su mirada soñolienta pudiera siquiera verlas.
Mi décimo hijo pasa por ser de carácter poco sincero. No
quiero negar totalmente ese defecto, ni tampoco afirmarlo. En realidad
cualquiera que lo ve acercarse, con un envaramiento que no corresponde a su
edad, con su levita siempre cuidadosamente abotonada, con un sombrero negro y
viejo pero minuciosamente cepillado, con su rostro inexpresivo, la mandíbula un
poco prominente, las largas pestañas que se curvan sombríamente ante los ojos,
esos dos dedos que tan a menudo se lleva a los labios; el que lo ve así piensa:
‘este es un perfecto hipócrita’. Pero óiganlo hablar. Comprensivo, reflexivo,
lacónico; pregunta y replica con satírica vivacidad, en un maravilloso acuerdo
con el mundo, una armonía natural y alegre; una armonía que necesariamente
vuelve más tenso el cuello y enaltece el cuerpo. Muchos que se suponen muy
agudos y que por ese motivo creyeron experimentar cierta repulsión ante su
aspecto exterior, terminaron por sentirse fuertemente atraídos por su
conversación. Pero en cambio hay otras personas que no ponen reparos a su
aspecto, pero que consideran su conversación demasiado hipócrita. Yo, como
padre, no quiero pronunciar un juicio definitivo, pero debo admitir que estos
últimos críticos son por lo menos más dignos de atención que los primeros.
Mi undécimo hijo es delicado, quizás el más débil de todos;
pero su debilidad es engañosa, porque a veces sabe mostrarse fuerte y decidido,
aunque en el fondo también en esos casos padezca de una fragilidad fundamental.
Pero no es una debilidad vergonzosa, sino algo que sólo parece debilidad a ras
de la tierra. ¿No es acaso, por ejemplo, una debilidad la predisposición al
vuelo, que después de todo consiste en una inquietud y una indecisión y un
aleteo? Algo parecido ocurre con mi hijo. Naturalmente, estas no son cualidades
que regocijen a un padre, es evidente que tienden a la destrucción de la
familia. Muchas veces me mira, como si quisiera decirme: ‘Te llevaré conmigo,
padre’. Entonces pienso: ‘Eres la última persona a quien me confiaría’. Y su
mirada parece replicarme: ‘Déjame entonces ser por lo menos la última’.
Estos son mis once hijos.
UN SUEÑO
Josef K. soñó:
Era un día
hermoso, y K. quiso salir a pasear pero apenas dio dos pasos, llegó al
cementerio. Vio numerosos e intrincados senderos, muy numerosos y nada
prácticos; K. flotaba sobre uno de esos senderos como sobre un torrente, en un
inconmovible deslizamiento. Su mirada advirtió desde lejos el montículo de una
tumba recién cubierta, y quiso detenerse a su lado. Ese montículo ejercía sobre
él casi una fascinación, y le parecía que nunca podría acercarse demasiado
rápidamente. De pronto, sin embargo, la tumba casi desaparecía de la vista,
oculta por estandartes que flameaban y se entrechocaban con fuerza; no se veía
a los portadores de los estandartes, pero era como si allí reinara un gran júbilo.
Todavía buscaba a
la distancia, cuando vio de pronto la misma sepultura a su lado, cerca del
camino; pronto la dejaría atrás. Salto rápidamente al césped. Pero como en el
momento del salto el sendero se movía velozmente bajo sus pies, se tambaleó y
cayó de rodillas justamente frente a la tumba. Detrás de ésta había dos hombres
que sostenían una lápida en la tierra, donde quedó sólidamente asegurada.
Entonces surgió de un matorral un tercer hombre, en quién K. inmediatamente
reconoció a un artista. Sólo vestía pantalones y una camisa mal abotonada; en
la cabeza tenía una gorra de terciopelo; en la mano un lápiz común, con el que
dibujaba figuras en el aire mientras se acercaba.
Apoyó ese lápiz
en la parte superior de la lápida; la lápida era muy alta; el hombre no
necesitaba agacharse, pero si inclinarse hacia adelante, porque el montículo de
tierra (que evidentemente no quería pisar) lo separaba de la piedra. Estaba en
puntas de pie y se apoyaba con la mano izquierda en la superficie de la lápida.
Mediante un prodigio de destreza logró dibujar con un lápiz común letras
doradas y escribió: ‘Aquí yace’. Cada una de las letras era clara y hermosa,
profundamente inscripta y de oro purísimo Cuando hubo escrito las dos palabras,
se volvió hacia K. que sentía gran ansiedad por saber cómo seguiría la
inscripción, apenas se preocupaba por el individuo y sólo miraba la lápida. EL
hombre se dispuso nuevamente a escribir, pero no pudo, algo se lo impedía; dejo
caer el lápiz y nuevamente se volvió hacia K. Esta vez K. lo miró y advirtió
que estaba profundamente perplejo, pero sin poder explicarse el motivo de su
perplejidad. Toda su vivacidad anterior había desaparecido. Esto hizo que
también K. comenzara a sentirse perplejo; cambiaban miradas desoladas; había
entre ellos algún odioso malentendido, que ninguno de los dos podía solucionar.
Fuera de lugar, comenzó a repicar la pequeña campana de la capilla fúnebre,
pero el artista hizo una señal con la mano y la campana cesó. Poco después
comenzó nuevamente a repicar; esta vez con mucha suavidad y sin insistencia;
inmediatamente cesó; era como si solamente quisiera probar su sonido. K. estaba
preocupado por la situación del artista, comenzó a llorar y sollozó largo rato
en el hueco de sus manos. El artista esperó que K. se calmara y luego decidió,
ya que no encontraba otra salida, proseguir su inscripción. El primer breve
trazo que dibujó fue un alivio para K., pero el artista tuvo que vencer
evidentemente una extraordinaria repugnancia antes de terminarlo; además, la
inscripción no era ahora tan hermosa, sobre todo parecía haber mucho menos
dorado, los trazos se demoraban, pálidos e inseguros; pero la letra resultó
bastante grande. Era una J.; estaba casi terminada ya, cuando el artista,
furioso, dio un puntapié contra la tumba y la tierra voló por los aires. Por
fin comprendió K.; era muy tarde para pedir disculpas; con sus diez dedos
escarbó en la tierra, que no le ofrecía ninguna resistencia; todo parecía
preparado de antemano; sólo para disimular, habían colocado esa fina capa de
tierra; inmediatamente se abrió debajo de él un gran hoyo, de empinadas
paredes, en el cual K. impulsado por una suave corriente que lo colocó de
espaldas, se hundió. Pero cuando ya lo recibía la impenetrable profundidad
esforzándose todavía por erguir la cabeza, pudo ver su nombre que atravesaba
rápidamente la lápida, con espléndidos adornos.
Encantado con esta visión, se despertó.
UN GOLPE A LA PUERTA DEL CORTIJO
Fue un caluroso día de verano. Mi hermana y yo pasábamos
frente a la puerta de un cortijo que estaba en el camino de regreso a casa. No
sé si golpeó esa puerta por travesura o distracción. No sé si tan solo amenazó
con el puño sin llegar a tocarla siquiera. Cien metros mas adelante, junto al
camino real que giraba a la izquierda, empezaba el pueblo. No lo conocíamos,
pero al cruzar frente a la casa que estaba inmediatamente después de la
primera, salieron de ahí unos hombres haciéndonos unas señas amables o de
advertencia; estaban asustados, encogidos de miedo. Señalaban hacia el cortijo
y nos hacían recordar el golpe contra la puerta. Los dueños nos denunciarían e
inmediatamente comenzaría el sumario. Yo permanecía calmo, tranquilizaba a mi
hermana. Posiblemente ni siquiera había tocado, y si en realidad lo había
hecho, nadie podría acusarla por eso. Intenté hacer entender esto a las
personas que nos rodeaban; me escuchaban pero absteniéndose de emitir juicio
alguno. Después dijeron que, no sólo mi hermana, sino también yo sería acusado.
Yo asentía sonriente con la cabeza. Todos volvíamos nuestra vista atrás, hacia
el cortijo, tan atentamente como si se tratara de una lejana cortina de humo
tras la cual fuera a aparecer un incendio. Lo que pronto vimos, en realidad,
fue a unos jinetes que entraron por el portón del cortijo. Una polvareda, al
levantarse, lo cubrió todo; sólo brillaban las puntas de las enormes lanzas.
Apenas la tropa había desaparecido en el patio, cuando debió, al parecer, hacer
dar vuelta a sus corceles, pues volvió a salir en dirección nuestra. Aparté a
mi hermana de un empellón, yo me encargaría de poner todo en orden. Ella no
quiso dejarme solo. Le expliqué que para que se viera mejor vestida ante los
señores debía, al menos, cambiarse de ropas. Por fin me hizo caso e inició el
largo camino a casa. Ya estaban los jinetes junto a nosotros y casi al tiempo
de apearse preguntaron por mi hermana.
—No está aquí de momento —fue la temerosa respuesta— pero vendrá mas tarde.
La contestación se recibió con indiferencia. Parecía que,
ante todo, lo importante era haberme hallado. Destacaban, de entre ellos, el
juez, un hombre joven y vivaz, y su silencioso ayudante llamado Assmann. Me
invitaron a pasar a la taberna campesina. Lentamente, balanceando la cabeza,
jugando con los tiradores, comencé a caminar bajo las miradas severas de los
señores. Aún creía que una sola palabra sería suficiente para que yo, que vivía
en la ciudad, fuese liberado, incluso con honores, en ese pueblo campesino.
Pero luego de atravesar el umbral de la puerta, pude escuchar al juez que se
acercó a recibirme:
—Este hombre me da lástima.
Sin duda alguna, no se refería con esto a mi estado actual
sino a lo que me esperaba en el futuro. La habitación se parecía más a la celda
de una prisión que a una taberna rural. De las grandes losas de la pared,
oscura y sin adornos, pendía, en alguna parte, una argolla de hierro, y en el
centro de la habitación algo que era medio catre y medio mesa de operaciones.
¿Podría yo respirar otros aires que los de una cárcel? He
aquí el gran dilema. O, mejor dicho, lo que sería el gran dilema, si yo tuviera
alguna perspectiva de ser dejado en libertad.
UN MÉDICO RURAL
Estaba muy preocupado; debía emprender un viaje urgente; un
enfermo de gravedad me estaba esperando en un pueblo a diez millas de
distancia; una violenta tempestad de nieve azotaba el vasto espacio que nos
separaba; yo tenía un coche, un cochecito ligero, de grandes ruedas,
exactamente apropiado para correr por nuestros caminos; envuelto en el abrigo
de pieles, con mi maletín en la mano, esperaba en el patio, listo para marchar;
pero faltaba el caballo,... el mío se había muerto la noche anterior, agotado
por las fatigas de ese invierno helado; mientras tanto, mi criada corría por el
pueblo, en busca de un caballo prestado; pero estaba condenada al fracaso, yo
lo sabía, y a pesar de eso continuaba allí inútilmente, cada vez más envarado,
bajo la nieve que me cubría con su pesado manto. En la puerta apareció la
muchacha, sola, y agitó la lámpara; naturalmente, ¿quién habría prestado su
caballo para semejante viaje? Atravesé el patio, no hallaba ninguna solución;
distraído y desesperado a la vez, golpeé con el pie la ruinosa puerta de la
pocilga, deshabitada desde hacía años. La puerta se abrió, y siguió oscilando
sobre sus bisagras. De la pocilga salió una vaharada como de establo, un olor a
caballos. Una polvorienta linterna colgaba de una cuerda.
Un individuo, acurrucado en el tabique bajo, mostró su
rostro claro, de ojitos azules.
—¿Los engancho al coche? —preguntó, acercándose a cuatro
patas.
No supe qué decirle, y me agaché para ver qué había dentro
de la pocilga. La criada estaba a mi lado.
—Uno nunca sabe lo que puede encontrar en su propia casa
—dijo ésta. Y ambos nos echamos a reír.
—¡Hola, hermano, hola, hermana! —gritó el palafrenero, y dos
caballos, dos magníficas bestias de vigorosos flancos, con las piernas dobladas
y apretadas contra el cuerpo, las perfectas cabezas agachadas, como las de los
camellos, se abrieron paso una tras otra por el hueco de la puerta, que
llenaban por completo. Pero una vez afuera se irguieron sobre sus largas patas,
despidiendo un espeso vapor.
—Ayúdalo —dije a la criada, y ella, dócil, alargó los arreos
al caballerizo. Pero apenas llegó a su lado, el hombre la abrazó y acercó su
rostro al rostro de la joven. Esta gritó, y huyó hacia mí; sobre sus mejillas
se veían, rojas, las marcas de dos hileras de dientes.
—¡Salvaje! —dije al caballerizo—. ¿Quieres que te azote?
Pero luego pensé que se trataba de un desconocido, que yo
ignoraba de dónde venía y que me ofrecía ayuda cuando todos me habían fallado.
Como si hubiera adivinado mis pensamientos, no se mostró ofendido por mi
amenaza y, siempre atareado con los caballos, sólo se volvió una vez hacia mí.
—Suba —me dijo, y, en efecto, todo estaba preparado.
Advierto entonces que nunca viajé con tan hermoso tronco de
caballos, y subo alegremente.
—Yo conduciré, pues tú no conoces el camino —dije.
—Naturalmente —replica—, yo no voy con usted: me quedo con
Rosa.
—¡No! —grita Rosa, y huye hacia la casa, presintiendo su
inevitable destino; aún oigo el ruido de la cadena de la puerta al correr en el
cerrojo; oigo girar la llave en la cerradura; veo además que Rosa apaga todas
las luces del vestíbulo y, siempre huyendo, las de las habitaciones restantes,
para que no puedan encontrarla.
—Tú vendrás conmigo —digo al mozo—; si no es así, desisto
del viaje, por urgente que sea. No tengo intención de dejarte a la muchacha
como pago del viaje.
—¡Arre! —grita él, y da una palmada; el coche parte,
arrastrado como un leño en el torrente; oigo crujir la puerta de mi casa, que
cae hecha pedazos bajo los golpes del mozo; luego mis ojos y mis oídos se
hunden en el remolino de la tormenta que confunde todos mis sentidos. Pero esto
dura sólo un instante; se diría que frente a mi puerta se encontraba la puerta
de la casa de mi paciente; ya estoy allí; los caballos se detienen; la nieve ha
dejado de caer; claro de luna en torno; los padres de mi paciente salen
ansiosos de la casa, seguidos de la hermana; casi me arrancan del coche; no
entiendo nada de su confuso parloteo; en el cuarto del enfermo el aire es casi
irrespirable, la estufa humea, abandonada; quiero abrir la ventana, pero antes
voy a ver al enfermo. Delgado, sin fiebre, ni caliente ni frío, con ojos
inexpresivos, sin camisa, el joven se yergue bajo el edredón de plumas, se
abraza a mi cuello y me susurra al oído:
—Doctor, déjeme morir.
Miro en torno; nadie lo ha oído; los padres callan,
inclinados hacia adelante, esperando mi sentencia; la hermana me ha acercado
una silla para que coloque mi maletín de mano. Lo abro, y busco entre mis
instrumentos; el joven sigue alargándome las manos, para recordarme su súplica;
tomo un par de pinzas, las examino a la luz de la bujía y las deposito
nuevamente.
—Sí —pienso indignado—; en estos casos los dioses nos
ayudan, nos mandan el caballo que necesitamos y, dada nuestra prisa, nos
agregan otro. Además, nos envían un caballerizo...
En aquel preciso instante me acuerdo de Rosa. ¿Qué hacer?
¿Cómo salvarla? ¿Cómo rescatar su cuerpo del peso de aquel hombre, a diez
millas de distancia, con un par de caballos imposibles de manejar? Esos
caballos que no sé cómo se han desatado de las riendas, que se abren paso
ignoro cómo; que asoman la cabeza por la ventana y contemplan al enfermo, sin
dejarse impresionar por las voces de la familia.
—Regresaré en seguida —me digo como si los caballos me
invitaran al viaje. Sin embargo, permito que la hermana, que me cree aturdido
por el calor, me quite el abrigo de pieles. Me sirven una copa de ron; el
anciano me palmea amistosamente el hombro, porque el ofrecimiento de su tesoro
justifica ya esta familiaridad. Meneo la cabeza; estallaré dentro del estrecho
círculo de mis pensamientos; por eso me niego a beber. La madre permanece junto
al lecho y me invita a acercarme; la obedezco, y mientras un caballo relincha
estridentemente hacia el techo, apoyo la cabeza sobre el pecho del joven, que
se estremece bajo mi barba mojada. Se confirma lo que ya sabía: el joven está
sano, quizá un poco anémico, quizá saturado de café, que su solícita madre le
sirve, pero está sano; lo mejor sería sacarlo de un tirón de la cama. No soy
ningún reformador del mundo, y lo dejo donde está. Soy un vulgar médico del
distrito que cumple con su deber hasta donde puede, hasta un punto que ya es
una exageración. Mal pagado, soy, sin embargo, generoso con los pobres. Es
necesario que me ocupe de Rosa; al fin y al cabo es posible que el joven tenga
razón, y yo también pido que me dejen morir. ¿Qué hago aquí, en este
interminable invierno? Mi caballo se ha muerto y no hay nadie en el pueblo que
me preste el suyo. Me veré obligado a arrojar mi carruaje en la pocilga; si por
casualidad no hubiese encontrado esos caballos, habría tenido que recurrir a
los cerdos. Esta es mi situación. Saludo a la familia con un movimiento de
cabeza. Ellos no saben nada de todo esto, y si lo supieran, no lo creerían. Es
fácil escribir recetas, pero en cambio, es un trabajo difícil entenderse con la
gente. Ahora bien, acudí junto al enfermo; una vez más me han molestado
inútilmente; estoy acostumbrado a ello; con esa campanilla nocturna todo el
distrito me molesta, pero que además tenga que sacrificar a Rosa, esa hermosa
muchacha que durante años vivió en mi casa sin que yo me diera cuenta cabal de
su presencia... Este sacrificio es excesivo, y tengo que encontrarle alguna
solución, cualquier cosa, para no dejarme arrastrar por esta familia que, a
pesar de su buena voluntad, no podrían devolverme a Rosa. Pero he aquí que
mientras cierro el maletín de mano y hago una señal para que me traigan mi
abrigo, la familia se agrupa, el padre olfatea la copa de ron que tiene en la
mano, la madre, evidentemente decepcionada conmigo —¿qué espera, pues, la
gente?— se muerde, llorosa, los labios,
y la hermana agita un pañuelo lleno de sangre; me siento dispuesto a creer,
bajo ciertas condiciones, que el joven quizá está enfermo. Me acerco a él, que
me sonríe como si le trajera un cordial... ¡Ah! Ahora los dos caballos
relinchan a la vez; ese estrépito ha sido seguramente dispuesto para facilitar
mi auscultación; y esta vez descubro que el joven está enfermo. El costado
derecho, cerca de la cadera, tiene una herida grande como un platillo, rosada,
con muchos matices, oscura en el fondo, más clara en los bordes, suave al
tacto, con coágulos irregulares de sangre, abierta como una mina al aire libre.
Así es como se ve a cierta distancia. De cerca, aparece peor. ¿Quién puede
contemplar una cosa así sin que se le escape un silbido? Los gusanos, largos y
gordos como mi dedo meñique, rosados y manchados de sangre, se mueven en el
fondo de la herida, la puntean con su cabecitas blancas y sus numerosas
patitas. Pobre muchacho, nada se puede hacer por ti. He descubierto tu gran
herida; esa flor abierta en tu costado te mata. La familia está contenta, me ve
trabajar; la hermana se lo dice a la madre, ésta al padre, el padre a algunas
visitas que entran por la puerta abierta, de puntillas, a través del claro de
luna.
—¿Me salvarás? —murmura entre sollozos el joven, deslumbrado
por la vista de su herida.
Así es la gente de mi comarca. Siempre esperan que el médico
haga lo imposible. Han perdido la antigua fe; el cura se queda en su casa y
desgarra sus ornamentos sacerdotales uno tras otro; en cambio, el médico tiene
que hacerlo todo, suponen ellos, con sus pobres dedos de cirujano. ¡Como
quieran! Yo no les pedí que me llamaran; si pretenden servirse de mí para un
designio sagrado, no me negaré a ello. ¿Qué cosa mejor puedo pedir yo, un pobre
médico rural, despojado de su criada?
Y he aquí que empiezan a llegar los parientes y todos los
ancianos del pueblo, y me desvisten; un coro de escolares, con el maestro a la
cabeza canta junto a la casa una tonada infantil con estas palabras:
“Desvístanlo, para que cure,
y si no cura, mátenlo.
Sólo es un médico, sólo es un médico...”.
Mírenme: ya estoy desvestido, y, mesándome la barba y
cabizbajo, miro al pueblo tranquilamente. Tengo un gran dominio sobre mí mismo;
me siento superior a todos y aguanto, aunque no me sirve de nada, porque ahora
me toman por la cabeza y los pies y me llevan a la cama del enfermo. Me colocan
junto a la pared, al lado de la herida. Luego salen todos del aposento; cierran
la puerta, el canto cesa; las nubes cubren la luna; las mantas me calientan,
las sombras de las cabezas de los caballos oscilan en el vano de las ventanas.
—¿Sabes —me dice una voz al oído— que no tengo mucha confianza en ti? No
importa cómo hayas llegado hasta aquí; no te han llevado tus pies. En vez de
ayudarme, me escatimas mi lecho de muerte. No sabes cómo me gustaría arrancarte
los ojos.
—En verdad —dije yo—, es una vergüenza. Pero soy médico.
¿Qué quieres que haga? Te aseguro que mi papel nada tiene de fácil.
—¿He de darme por satisfecho con esa excusa? Supongo que sí.
Siempre debo conformarme. Vine al mundo con una hermosa herida. Es lo único que
poseo.
— Joven amigo —digo—, tu error estriba en tu falta de
empuje. Yo, que conozco todos los cuartos de los enfermos del distrito, te
aseguro: tu herida no es muy terrible. Fue hecha con dos golpes de hacha, en
ángulo agudo. Son muchos los que ofrecen sus flancos, y ni siquiera oyen el
ruido del hacha en el bosque. Pero menos aún sienten que el hacha se les
acerca.
—¿Es de veras así, o te aprovechas de mi fiebre para
engañarme?
—Es cierto, palabra de honor de un médico juramentado. Puedes
llevártela al otro mundo.
Aceptó mi palabra, y guardó silencio. Pero ya era hora de
pensar en mi libertad. Los caballos seguían en el mismo lugar. Recogí
rápidamente mis vestidos, mi abrigo de pieles y mi maletín; no podía perder el
tiempo en vestirme; si los caballos corrían tanto como en el viaje de ida,
saltaría de esta cama a la mía. Dócilmente, uno de los caballos se apartó de la
ventana; arrojé el lío en el coche; el abrigo cayó fuera, y sólo quedó retenido
por una manga en un gancho. Ya era bastante. Monté de un salto a un caballo;
las riendas iban sueltas, las bestias, casi desuncidas, el coche corría al azar
y mi abrigo de pieles se arrastraba por la nieve.
—¡De prisa! —grité—. Pero íbamos despacio, como viajeros,
por aquel desierto de nieve, y mientras tanto, el nuevo el canto de los
escolares, el canto de los muchachos que se mofaban de mí, se dejó oír durante
un buen rato detrás de nosotros:
"Alégrense, enfermos,
tienen al médico en su propia cama".
A ese paso nunca llegaría a mi casa; mi clientela está
perdida; un sucesor ocupará mi cargo, pero sin provecho, porque no puede
reemplazarme; en mi casa cunde el repugnante furor del caballerizo; Rosa es su
víctima; no quiero pensar en ello. Desnudo, medio muerto de frío y a mi edad,
con un coche terrenal y dos caballos sobrenaturales, voy rodando por los
caminos. Mi abrigo cuelga detrás del coche, pero no puedo alcanzarlo, y ninguno
de esos enfermos sinvergüenzas levantará un dedo para ayudarme. ¡Se han burlado
de mí! Basta acudir una vez a un falso llamado de la campanilla nocturna para
que lo irreparable se produzca.
UN MENSAJE IMPERIAL
El Emperador, tal va una parábola, te ha mandado, humilde
sujeto, que eres la insignificante sombra arrinconándose en la más recóndita
distancia del sol imperial, un mensaje: el Emperador desde su lecho de muerte
te ha mandado un mensaje para ti únicamente. Ha comandado al mensajero a
arrodillarse junto a la cama, y ha susurrado el mensaje; ha puesto tanta
importancia al mensaje, que ha ordenado al mensajero se lo repita en el oído.
Luego, con un movimiento de cabeza, ha confirmado que está correcto. Sí, ante
los congregados espectadores de su muerte —Toda pared obstructora ha sido
tumbada, y en las espaciosas y colosalmente altas escaleras están en un círculo
los grandes príncipes del Imperio— ante
todos ellos él ha mandado su mensaje. El mensajero inmediatamente embarca en su
viaje; es un poderoso, infatigable hombre; ahora empujando con su brazo
diestro, ahora con el siniestro, taja un camino al través de la multitud; si
encuentra resistencia, apunta a su pecho, donde el símbolo del sol repica de
luz; al contrario de otro hombre cualquiera, su camino así se le facilita. Mas
las multitudes son tan vastas; sus números no tienen fin. Si tan sólo pudiera
alcanzar los amplios campos, cuán rápido él volaría, y pronto, sin duda alguna,
escucharías el bienvenido martilleo de sus puños en tu puerta.
Pero, en vez, cómo vanamente gasta sus fuerzas; aún todavía
traza su camino tras las cámaras del profundo interior del palacio; nunca
llegará al final de ellas; y si lo lograra, nada se lograría en ello; él debe,
tras aquello, luchar durante su camino hacia abajo por las escaleras; y si lo
lograra, nada se lograría en ello; todavía tiene que cruzar las cortes; y tras
las cortes, el segundo palacio externo; y una vez más, más escaleras y cortes;
y de nuevo otro palacio; y así por miles de años; y por si al fin llegara a
lanzarse afuera, tras la última puerta del último palacio —pero nunca, nunca
podría llegar eso a suceder—, la capital imperial, centro del mundo, caería
ante él, apretada a explotar con sus propios sedimentos. Nadie podría luchar y
salir de ahí, ni siquiera con el mensaje de un hombre muerto. Pero te sientas
tras la ventana, al caer la noche, y te lo imaginas, en sueños.
UNA CONFUSIÓN COTIDIANA
Un incidente cotidiano, del que resulta una confusión
cotidiana. A tiene que cerrar un negocio con B en H. Se traslada a H para una
entrevista preliminar, pone diez minutos en ir y diez en volver, y se jacta en
su casa de esa velocidad. Al otro día vuelve a H, esta vez para cerrar el
negocio. Como probablemente eso le exigirá muchas horas, A sale muy temprano.
Aunque las circunstancias (al menos en opinión de A) son precisamente las de la
víspera, tarda diez horas esta vez en llegar a H. Llega al atardecer, rendido.
Le comunican que B, inquieto por su demora, ha partido hace poco para el pueblo
de A y que deben haberse cruzado en el camino. Le aconsejan que espere. A, sin
embargo, impaciente por el negocio, se va inmediatamente y vuelve a su casa.
Esta vez, sin poner mayor atención, hace el viaje en un
momento. En su casa le dicen que B llegó muy temprano, inmediatamente después
de la salida de A, y que hasta se cruzó con A en el umbral y quiso recordarle
el negocio, pero que A le respondió que no tenía tiempo y que debía salir en
seguida.
A pesar de esa incomprensible conducta, B entró en la casa a
esperar su vuelta. Y ya había preguntado muchas veces si no había regresado
aún, pero seguía esperándolo siempre en el cuarto de A. Feliz de hablar con B y
de explicarle todo lo sucedido, A corre escaleras arriba. Casi al llegar
tropieza, se tuerce un tendón y a punto de perder el sentido, incapaz de
gritar, gimiendo en la oscuridad, oye a B —Tal vez muy lejos ya, tal vez a su
lado— que baja la escalera furioso y que
se pierde para siempre.
UNA MUJERCITA
Es toda una mujercita; aunque muy delgada, suele además usar
un corsé ajustado; la veo siempre con el mismo vestido gris amarillento, algo
así como el color de la madera, adornado discretamente con borlas en forma de
botón, de igual color; siempre sale sin sombrero, el rubio cabello opaco y
lacio es ordenado, pero también muy suelto. Aunque está encorsetada se mueve
con agilidad, y a veces exagera esa facilidad de movimiento; le gusta llevarse
las manos a la cintura y girar el torso hacia uno u otro lado, con asombrosa
rapidez. Apenas puedo dar una ligera idea de la impresión que me causa su mano,
si digo que jamás he visto una cuyos dedos estén tan agudamente diferenciados
entre sí como la suya; y sin embargo no presenta ninguna peculiaridad
anatómica, es completamente normal.
Ahora bien, esta mujercita está muy descontenta conmigo,
siempre tiene algo que objetarme, siempre cometo toda clase de injusticias con
ella, cada paso mío la irrita; si la vida pudiera cortarse en trozos
infinitesimales y cada pedacito pudiera ser juzgado, estoy seguro de que cada
partícula de mi vida sería para ella motivo de disgusto. A menudo he pensado en
eso: ¿por qué la irrito tanto? Podría ser que todo en mí ofendiera su sentido
de la belleza, su idea de la justicia, sus costumbres, sus tradiciones, sus
esperanzas; hay naturalezas humanas muy incompatibles, pero ¿por qué se
preocupa tanto por eso? No hay en verdad ninguna relación entre nosotros que la
obligue a soportarme. Debería decidirse a considerarme un perfecto desconocido,
lo que en realidad soy, teniendo en cuenta que semejante decisión no me
molestaría, más bien se la agradecería mucho, sólo debería decidirse a olvidar
mi existencia, una existencia que nunca quise obligarla a soportar, y jamás
querré; y evidentemente, todos sus tormentos terminarían. Hago total
abstracción de mis sentimientos y no tengo en cuenta que su actitud también es
para mí, naturalmente, muy dolorosa, y no lo tengo en cuenta porque reconozco
perfectamente que mis molestias no son nada al lado de sus sufrimientos. De
todos modos, siempre he sabido que esos sufrimientos no son causados por el
afecto; no le interesa en absoluto mejorarme, y además todo lo que en mí le
desagrada es justamente lo que menos puede impedirme mejorar. Pero tampoco le
importa que yo progrese, solamente le importan sus intereses personales, que
consisten en vengarse de los sufrimientos que le provoco, e impedir los
sufrimientos con que pueda volver a amenazarla. Ya una vez intenté indicarle la
mejor manera de poner fin a este resentimiento perpetuo, pero sólo logré
suscitar en ella tal arrebato de furor, que nunca más repetiré esa tentativa.
Además, esto representa para mí, si así puedo decirlo,
cierta responsabilidad, porque por menos intimidad que haya entre la mujercita
y yo, y por más evidente que sea que la única relación existente es la
irritación que le produzco, o más bien la irritación que ella permite que yo le
produzca, no por eso puedo sentirme indiferente ante los visibles perjuicios
físicos que le produce. De vez en cuando, y estos últimos tiempos más a menudo,
me llegan informes de que esa mañana amaneció pálida, insomne, con dolor de
cabeza y casi incapacitada para el trabajo; esto hace que sus familiares se
pregunten perplejos cuál será el origen de esos estados, y hasta ahora no lo
han descubierto. Sólo yo lo sé, es la antigua y siempre renovada irritación.
Claro que no comparto totalmente las preocupaciones de sus familiares; ella es
fuerte y resistente; quien puede enojarse hasta ese punto, puede con seguridad
también pasar por alto las consecuencias del enojo; hasta tengo la sospecha de
que ella —por lo menos a veces— simula
sufrimientos para dirigir hacia mí las sospechas de la gente. Es demasiado
orgullosa para decir abiertamente cómo sufre por culpa de mi simple existencia;
recurrir a los demás contra mí le parecería rebajarse a sí misma; sólo la
repugnancia, una incesante repugnancia que no deja de impelerla, consigue que
se ocupe de mí; discutir abiertamente algo tan impuro le parecería demasiada
vergüenza. Pero también es demasiado para ella callar constantemente algo que
la oprime sin cesar. Por eso prefiere, con astucia femenina, un término medio:
callar, y sólo mediante las apariencias exteriores de un sufrimiento oculto,
llamar la atención pública sobre el asunto. Tal vez espere, posiblemente, que
en cuanto la atención pública fije en mí todas sus miradas, se concrete un
rencor general y público, y con todos sus vastos poderes éste consiga
condenarme definitivamente, con mucho más vigor y rapidez que sus relativamente
débiles rencores privados, entonces se retiraría de la escena, respiraría con
alivio y me volvería la espalda. Ahora bien, si estas son realmente sus
esperanzas, se engaña. La opinión pública no la sustituirá en su papel; la
opinión pública nunca encontraría en mí tantos motivos de reproche, aunque me
estudiara a través de su lupa de mayor aumento. No soy un hombre tan inútil
como ella cree; no quiero exagerar mis méritos, y mucho menos cuando se trata
de este asunto; pero si no llamo la atención por mis condiciones
extraordinarias, tampoco la llamo por mi falta de condiciones; sólo para ella,
para sus ojos llameantes y casi lívidos de ira, soy así; no podrá convencer a
nadie más. Por lo tanto, ¿puedo sentirme por completo tranquilo en lo que a
esto respecta? No, tampoco; porque cuando sea realmente de conocimiento público
que mi comportamiento está provocando positivamente su enfermedad, y algún
observador, por ejemplo mis más activos informadores, estén a punto de
advertirlo, o por lo menos adopten la actitud de advertirlo, y la gente venga a
preguntarme por qué hago sufrir a esta pobre mujercita con mis acciones
incorregibles, o si tengo la intención de llevarla a la tumba, y cuándo llegará
el momento de mostrarme más sensato y de demostrar suficiente compasión para
poner fin a todo eso; cuando la gente me haga esta pregunta, me costará
bastante responder. ¿Confesaré francamente que no creo en sus síntomas de
enfermedad, lo que producirá la desagradable impresión de que para librarme de
mi culpa culpo a otro, y justamente de una manera tan poco galante? ¿Y cómo
podría decir abiertamente que yo, aun cuando creyera que ella está realmente
enferma, no siento un poco de compasión, que la mujer en cuestión es para mí
una perfecta desconocida, y que la relación que existe entre nosotros es pura
invención de su parte y totalmente inexistente? No digo que no me creerían; más
bien ni una cosa ni la otra; no se tomarían el trabajo de dudar; simplemente,
se tomaría nota de la respuesta relativa a una mujer débil y enferma, y esto no
me haría mucho honor. Tanto con ésta como con cualquier otra respuesta,
chocaría inevitablemente con la incapacidad de la gente de impedir, en un caso
como éste, la sospecha de una relación amorosa, aunque es más evidente que la
luz del día que semejante relación no existe, y que si existiera, se originaría
más bien en mí y no en ella, ya que realmente yo sería muy capaz de admirar en
esta mujercita la potente rapidez de sus juicios y la infatigabilidad de sus
conclusiones, cuando esas mismas cualidades no estuvieran al servicio constante
de mi tormento. Pero en todo caso, ella no muestra el menor deseo de llegar a
una relación amistosa; en eso es honrada y veraz; en eso reside mi última
esperanza; sería imposible que la conveniencia de su plan de campaña la llevara
a hacerme creer en una relación de ese tipo, olvidándose de sí misma hasta el
punto de cometer una acción semejante. Pero la opinión pública, absolutamente
incapaz de sutilezas, seguirá siempre pensando lo mismo en este sentido, y
siempre se decidirá en mi contra.
Por lo tanto, lo único que me resta es cambiar a tiempo,
antes que intervengan los demás, lo suficiente no para anular el rencor de la
mujercita, que es inconcebible, sino por lo menos para dulcificarlo. Y en
efecto, muchas veces me he preguntado si me agrada tanto mi estado actual que
ya no quiero modificarlo, y si no sería posible provocar en mí algunos cambios,
no porque me parecieran necesarios, sino simplemente para calmar a la
mujercita. Y he tratado honradamente de hacerlo, no sin fatigas ni problemas;
hasta me hacía bien, casi me divertía; logré ciertas modificaciones visibles
desde muy lejos, no necesitaba llamar la atención de la mujercita sobre ellas,
ya que se da cuenta de esas cosas antes que yo, puede percibir por la expresión
de mi cara las intenciones de mi mente; pero no logré ningún éxito. ¿Cómo
hubiera podido lograrlo? Su disconformidad conmigo es, como bien lo comprendo
ahora, fundamental; nada puede hacerla desaparecer, ni siquiera mi propia
desaparición; su furor ante la noticia de mi suicidio sería posiblemente
inmenso.
Ahora bien, no puedo imaginarme que ella, una mujer tan
aguda, no comprenda todo esto tan bien como yo, no comprenda tanto la inutilidad
de sus esfuerzos como mi propia inocencia, mi incapacidad (a pesar de la mejor
voluntad del mundo) de conformarme a sus requisitos. Seguramente lo comprende,
pero como es de naturaleza combativa, lo olvida en el apasionamiento del
combate, y mi desdichada manera de ser, que no puedo imaginar diferente porque
me pertenece de nacimiento, consiste justamente en susurrar suaves consejos a
quien está enfurecido. De este modo, naturalmente, no llegaremos jamás a
entendernos. Día tras día saldré de la casa con mi habitual alegría matutina,
para encontrarme con ese rostro amargado, con la curva desdeñosa de esos
labios, la mirada investigadora (y ya antes de investigar, segura de lo que
encontrará) que me explora y a la que nada escapa, sea cual sea su brevedad, la
sonrisa sarcástica que abre surcos en sus mejillas adolescentes, la mirada
lastimera elevada hacia el cielo, las manos que se plantan en las caderas, para
reunir más aplomo, y luego, el temblor y la palidez de la ira al estallar.
No hace mucho —y por primera vez, como advertí asombrado
entonces— mencioné algo de este asunto a
un buen amigo mío, sólo de pasada, sin darle importancia; con sólo dos palabras
le hice un rápido resumen de la situación; tan poca cosa me parece cuando la
contemplo desde afuera, que hasta llegué a reducir un poco sus proporciones.
Inesperadamente, mi amigo no se desinteresó de la cuestión, sino que por cuenta
propia le dio más importancia que yo, no quería cambiar de tema, e insistía en
discutirlo. Más inesperado aún fue que él, a pesar de todo, subestimara el
problema en uno de sus aspectos más importantes, porque me aconsejó seriamente
que me alejara por un tiempo, que viajara. Ningún consejo podría ser más
incomprensible; la situación es bastante clara, cualquiera que la estudie de
cerca puede llegar a comprenderla perfectamente, pero no es sin embargo tan
simple que una simple partida la solucione del todo, o por lo menos en una
parte. Nada de eso, tengo que cuidarme mucho de no alejarme; porque si me
decido a seguir algún plan, éste debe consistir esencialmente en mantener el
asunto dentro de los reducidos límites que hasta ahora ha tenido, no dejar
penetrar en él al mundo exterior, o sea quedarme tranquilo donde estoy, y no
permitir que el asunto ocasione ningún cambio considerable e importante, lo que
significa no hablar con nadie de la cuestión; pero todo esto no porque se trate
de un peligroso misterio, sino porque es una cuestión desdeñable, puramente
personal, y como tal indigna de tanta atención; y porque no debe dejar de
serlo. Por eso las observaciones de mi amigo no fueron totalmente inútiles; no
me revelaron nada nuevo, pero fortificaron mi primitiva resolución.
En efecto, si se lo considera atentamente, las
modificaciones que con el correr del tiempo parece haber sufrido este asunto,
no son modificaciones del tema en sí, sino tan sólo un desarrollo de mi actitud
ante él, una indicación de que esta actitud se ha vuelto por una parte más
tranquila, más viril, más cerca del fondo de la cuestión, y por otra parte,
bajo la incesante influencia de estos continuos sobresaltos, por
insignificantes que parezcan, ha provocado cierta alteración de mis nervios.
Este asunto me preocupa menos que antes, porque comienzo a
creer que comprendo que por más cerca que hayamos creído encontrarnos de una
crisis decisiva, es muy poco probable que ésta ocurra; se está predispuesto a
calcular con demasiado apresuramiento, en especial cuando se es joven, la
rapidez con que se producen las crisis decisivas; cada vez que mi pequeño juez femenino,
debilitado por culpa de mi mera presencia, se dejaba caer de costado en una
silla sosteniéndose con una mano sobre el respaldo, y aflojándose los lazos del
corpiño con la otra, mientras lágrimas de furor y desesperación corrían por sus
mejillas, yo creía que el instante de la crisis había llegado, y que de un
momento a otro me vería obligado a dar explicaciones. Pero nada de momento
decisivo, nada de explicaciones, las mujeres se desvanecen con facilidad, la
gente ni tiene tiempo de ocuparse de sus manías. ¿Y qué sucedió realmente
durante todos estos años? Muy simple: estas situaciones se repitieron, a veces
más violentamente, a veces menos, y que en consecuencia su suma total ha
aumentado. Y la gente acecha en torno, deseosa de intervenir, si pudieran
descubrir una oportunidad que se lo permitiera; pero no encuentran ninguna,
hasta ahora se han visto obligados a reducirse a lo que podían olfatear en el
ambiente, y bastante había como para mantenerlos ampliamente ocupados, pero
allí terminaba todo. Pero siempre ha sido fundamentalmente así, siempre
existieron esos inútiles espectadores y esos olfateadores, que excusaban su
presencia con pretextos ingeniosos, con preferencia de parentesco, siempre
espiando, siempre olfateando toda clase de pistas, pero la consecuencia de todo
esto es simplemente que allí están todavía. La única diferencia consiste en que
poco a poco he llegado a conocerlos, y a distinguir sus caras; en otros
tiempos, yo creía que acudían paulatinamente de todas partes, que las repercusiones
del asunto aumentaban y provocarían por sí solas la crisis definitiva; hoy creo
saber que todos ésos estaban aquí desde mucho antes, y que la crisis definitiva
poco o nada tiene que ver con ellos. Y esa crisis ¿por qué la dignifico con un
nombre tan pomposo? Suponiendo que algún día —que no será seguro mañana ni
pasado mañana ni probablemente nunca—
ocurriera que la opinión pública se interesara en este asunto, lo que
insisto en repetir, no le compete, no saldré seguramente indemne de dicho
proceso, pero también es indudable que tendrán en consideración el hecho de que
la opinión pública no le desconoce totalmente, y que hasta ahora siempre he
vivido a la plena luz, confiado y digno de confianza, y que esta insignificante
y desdichada mujercita, recién llegada a mi vida, a quien, hago notar de paso,
otro hombre habría considerado hace mucho como insignificante y, sin llamar en
lo más mínimo la atención de la opinión pública, la habría aplastado bajo sus
pies; esta mujer, en el peor de los casos, sólo podría agregar un odioso adorno
al diploma que desde hace tiempo me certifica ante la opinión pública como
miembro respetable de la sociedad. Así están actualmente las cosas, de modo que
no tengo muchos motivos de preocupación.
El hecho de que con los años yo haya llegado a sentirme un
poco inquieto no tiene nada que ver en realidad con el significado esencial del
asunto; es simple: es insoportable ser el constante motivo de ira de otra
persona, aun cuando se sabe perfectamente que esa ira es infundada; uno se
siente inquieto, se empieza, de una manera puramente física, a eludir las
crisis decisivas, aun cuando honradamente no crea demasiado en su posibilidad.
Además, esto representa en cierta forma un síntoma de envejecimiento; la
juventud lo mejora todo; las características desagradables se pierden en la
fuente de vigor inagotable de la juventud; si una persona tiene mirada astuta
cuando es joven no se considera un defecto, ni siquiera se advierte, ni
siquiera él mismo lo advierte; pero lo que perdura en la vejez son restos, todo
es necesario, nada se renueva, todo está expuesto a examen, y la mirada astuta
de un hombre que envejece es francamente una mirada astuta, y no es difícil
reconocerla. Sólo que tampoco en este caso constituye un empeoramiento real de
su condición.
Por lo tanto, de cualquier ángulo que se lo considere
resulta evidente, y a esa evidencia me atengo, que si consigo mantener este
pequeño asunto bajo control, aun sin esforzarme, todavía podré seguir viviendo
durante mucho tiempo la vida que hasta ahora he vivido, imperturbado por el
mundo, a pesar de todos los arrebatos de esta mujer.
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