Cuentan los antiguos griegos que entre los dioses que
poblaban el Olimpo hubo un músico muy famoso.
Tocaba un instrumento muy bello al que llamaba lira, muy parecida al
arpa pero más pequeña. El nombre del joven músico era Orfeo, y era hijo del dios
Apolo y de una de las diosas de las artes. Cuentan que Orfeo tocaba con la lira
melodías tan maravillosas que hasta los animales más salvajes se detenían a
escucharla y no en lugar de atacarlo bailaban como si fueran personas.
—¿Qué haces bailando solo como una boba? —le decía un lobo a
su compañera loba.
—Es Orfeo el que está tocando ese instrumento y no puedo
resistirme a bailar —contestaba la loba—. ¿No oyes?
—¡Oh sí!—le decía el lobo a la loba, y cuando lo indicaba ya
estaba bailando.
Fue en uno de esos días, cuando hombres y animales se
reunían a oír y bailar la música de Orfeo, que vio lejos de la multitud y entre
la vegetación del bosque la figura de una bella y tímida princesa que tenía por
nombre Eurídice. De solo ver lo linda y dulce que se ponía Eurídice cada vez
que Orfeo hacía sonar su lira, este se enamoró de ella. Tanto se enamoró Orfeo
que ya nunca pudo olvidarla, ni amar a otra mujer. Eurídice era la guardiana de
aquel bosque, y todos los pastores y animales la habían proclamado su princesa.
Todos los días el ingenioso Orfeo, lleno de alegría, bajaba
del Olimpo a los bosques en busca de Eurídice. Las aves cantaban a la llegada
del dios y así llamaban a la princesa que acudía corriendo al encuentro de su
amado. Ella se ponía muy feliz. Y el enamorado dios, tocaba una canción y con
ella le declaraba su amor.
—¿Quieres casarte conmigo, Eurídice? —le preguntaba Orfeo.
—¡Claro que sí, mi
Orfeo! —contestaba ella llena de felicidad.
Y no esperaron más días. Esa misma tarde Orfeo se la llevó
al Olimpo y allí la diosa Temis, la que se encargaba de los matrimonios, los
casó. No pocos días fueron de absoluta
felicidad para Eurídice y Orfeo. Sin embargo, allá abajo, los animales y los
pastores extrañaban a su princesa. Las aves piaban con todas sus fuerzas para
que Eurídice las escuchara.
—Baja, Eurídice, es urgente que estés con nosotros —la
llamaba un ruiseñor.
—Sobre mi lomo, Eurídice. Yo te llevo —le decía una cigüeña
lo bastante grande como para poder volar con ella.
Y Eurídice, desesperada, ante el canturreo de las aves que
la llamaban, salió de la ventana y se sentó sobre el lomo de la cigüeña, quien
la llevó hasta el bosque en donde era princesa.
Los animales celebraron.
—¡Hurra! ¡Hurra! —dijo un pato.
—Es bueno que nos hayas visitado, Eurídice. Gracias, cigüeña
por traerla —dijo un pastor.
—Vamos, bañémonos juntos, Eurídice —dijo el pato, señalando
una laguna que estaba cerca. Vamos, tortuga; tú también.
Eurídice fue la primera en correr hasta la laguna y en darse
un chapuzón con ropa y todo. Pero un perverso hombre llamado Aristeo, oculto
entre la hierba, vio a Eurídice sola. Aristeo quería para él a Eurídice. Odiaba
a Orfeo y a todos los animales del bosque. Y, cuando la princesa se encontraba de lo más feliz en
la laguna, Aristeo salió de su escondite y fue hacia ella.
—¡Ja, ja! Ya te tengo para mí. Al fin solos, Eurídice.
—¡Auxilio amigos, auxilio! —pidió ayuda Eurídice a los
animales, quienes aún esperaban a la lentísima tortuga.
Al verse sola, la princesa abandonó la laguna y se echó a
correr. Aristeo fue tras ella. Ya casi había esquivado al malvado cazador, pero
en el camino tropezó con una piedra y una mala caída hizo que Eurídice perdiera
la vida. El cielo del bosque se oscureció.
—¿Qué está pasando? ¡El cielo ya está oscuro y apenas es
mediodía! —dijo el pato.
—¡Dejemos que esta lenta tortuga camine sola —dijo una
liebre—. Vayamos a ver a Eurídice.
Y al pasar por la laguna vieron el hermoso cuerpo de
Eurídice tendido en el suelo. Algunos creyeron que estaba dormida.
—¡No, no está dormida! —dijo un perro—, ¡está muerta,
hermanos! ¡Qué tristeza!
—¡Aristeo la ha matado! —dijo un toro—. Él nos odia y quería
desde hace mucho raptar a Eurídice… ¡Hay que atraparlo ahora!
—¡Tranquilos, muchachos! —señaló el perro mirando el
cadáver—. Ella ha muerto al caer y no
matada por Aristeo. Más bien debemos buscar la manera menos dolorosa de
decírselo a Orfeo, su esposo.
—¿Decirme qué? —preguntó Orfeo, quien recién había bajado a
la Tierra.
Cuando Orfeo se enteró de lo sucedido todo se volvió
realmente una tragedia. Triste como estaba, arrojó su lira a la laguna y se
pasó toda la tarde al lado del cuerpo de su amada Eurídice. Pero el perro del
bosque le dijo que debía irse antes de que llegara la noche, para que los
espíritus se llevaran a Eurídice al “mundo de los muertos”.
Entonces Orfeo hizo caso al perro, y muy triste, se alejó de
la Tierra, marchándose al Olimpo, de
donde se prometió no salir jamás.
El mundo de los muertos, adonde sería llevada Eurídice, era
un reino de tinieblas y lo gobernaba un dios llamado Plutón. Se bajaba por un
laberinto que estaba debajo de la Tierra, hasta llegar al borde de una laguna
llamada Estigia.
Por la noche, los espíritus se la llevaron hasta el borde de
la laguna, donde la esperaba un barco con un barquero llamado Caronte.
—¿Quién es esa muchacha que me traes? —decía Caronte a uno
de los espíritus.
—En la Tierra se llamaba Eurídice —contestó el espíritu—.
Toma esta moneda, Caronte y llévala en tu barco hasta el inframundo a que
descanse por siempre.
Pasó el tiempo y la vida de Orfeo en el Olimpo era triste,
ya no tocaba la lira, ni bajaba a la Tierra a encantar a los animales. Cierto
día, de tanto pensar en Eurídice, le vino a la cabeza una descabellada idea.
—¿Y si pudiera ir al mundo de los muertos y vivir allá con
Eurídice? —se preguntó.
Y sin pensarlo más, extendió sus alas y bajó hasta los
abismos de la Tierra y caminó por el laberinto que conducía al reino de los
muertos.
Al fin en la orilla de la laguna, se topó con el barco que
conducía Caronte, el barquero de los muertos.
—¿Qué haces aquí, Orfeo? —le preguntó Caronte.
—Vengo a ver a Eurídice, mi esposa —respondió Orfeo.
—Pero tú estás vivo y no puedes entrar aquí —señaló
Caronte—; cuando mueras, te juntarás con ella, pero ahora no.
—¡Entonces quiero llevármela conmigo y devolverle la vida.
—¿Devolverle la vida? Eso es imposible.
Pero el buen Orfeo,
quien había ido acompañado de una lira para amansar a los espíritus que
encontrara en su camino, tocó una melodía muy hermosa con ella.
Y Caronte, quien jamás había escuchado una música tan
alegre, se contentó tanto que le propuso llevarlo al reino de los muertos con
su barco, si es que Orfeo no dejaba de tocar aquella música divina.
—No te detengas, Orfeo —suplicaba Caronte—, que te llevaré
pronto donde está tu amada Eurídice.
De ese modo Orfeo llegó al reino de los muertos. Pero la
entrada de este reino era vigilada por un enorme perro de tres cabezas llamado
Cerbero.
El perro, al darse cuenta de que Orfeo estaba vivo, se
arrojó a atacarlo. Pero, del mismo modo como había hecho con Caronte, tomó su
lira y el perro quedó encantadísimo ante la música celestial del gran Orfeo.
Era un reino muy grande, donde la gente no caminaba sino
flotaba como si no tuvieran peso. Reconoció a muchos que en vida habían sido
sus amigos, aunque no se detuvo porque lo urgente era encontrar a Eurídice.
Entonces sus ojos se encontraron con un enorme hombre de barba roja y de
aspecto terrorífico; se trataba de Plutón, el rey de los muertos.
—¡Qué haces aquí, Orfeo! Tú estás vivo y la entrada para ti
está prohibida —exclamó Plutón.
—Lo sé, Plutón, pero amo a Eurídice y deseo acompañarla en
donde ella se encuentre.
—¡Pues tendrás que esperar a morirte, Orfeo! —gritó Plutón.
—Pues eso lo veremos —contestó Orfeo y en seguida tocó su
lira. Plutón, quien ya conocía los poderes de la música de Orfeo, se tapó los
oídos para no escucharla. Así, esperó a que el joven se cansara de tocar y él
pudiera quitarse las manos de los oídos para arrojarlo del reino de los
muertos. Pero Orfeo no se cansaba; una y otra vez sonaba la lira de Orfeo,
hasta que el rey de los muertos sintió que las manos ya no le obedecían y las
alejó de sus oídos.
Al fin Plutón pudo oír la maravillosa melodía del
instrumento de Orfeo.
—¡Está bien! Tú ganas, Orfeo. No solo podrás ver a Eurídice,
sino que dejaré que te vayas con ella a la Tierra, donde están los hombres
vivos.
—¿Hablas de verdad, Plutón?
—Sí, Orfeo. Puedes llevarte a tu esposa; pero con una
condición: ella deberá marchar detrás de ti; no a tu costado ni adelante, sino
detrás. Tampoco podrán mirar hacia atrás, mientras estén en el reino de los
muertos. Si acaso uno de ustedes se atreve a hacerlo, ella se quedará aquí para
siempre y tú afuera.
Aún bajo los efectos de la bella música, Plutón llamó a
Eurídice, quien se reencontró con Orfeo.
—Tienes que saber, Eurídice que debemos caminar sin voltear
hacia atrás, así como estamos ahora —señalaba Orfeo—, de lo contrario te
quedarás en el reino de los muertos. ¡Así que te ruego que no vuelvas tu cabeza
hacia atrás pase lo que pase!
—Así lo haré, amado esposo —respondió ella.
Caminaban y muchas cosas distarían a los dos, como los
muertos que se acercaban a hablarles o los gemidos de extrañas criaturas que se
oían en la lejanía. Además, el reino de los muertos era un lugar muy helado y
por momentos Orfeo tenía ganas de volverse hacia Eurídice y abrazarla, pero
esto tampoco lo podía hacer, pues si se volteaba, su esposa volvería al reino
de Plutón.
Detrás de Orfeo y delante de Eurídice volaba un extraño
pájaro de oro. Este pájaro era tan bello como aquellos que vivían en el bosque
del que Eurídice era princesa. Piaba una y otra vez, animando a la joven esposa
de Orfeo a que siguiera su camino. También se posaba en la espalda de Orfeo,
pero el músico no se dejaba ganar por la curiosidad. Eurídice quería tomarlo
con las manos, pero renunció a hacerlo para no perder el paso.
Y Cuando ya estaban a punto de llegar a la laguna Estigia,
el pájaro que tanto encantaba a Eurídice, retrasó su vuelo y quedó atrás de los
dos.
—¡Ya casi llegamos, Eurídice! —se alegró Orfeo—. Mira,
esposa mía, las puertas del reino están abiertas y el perro Cerbero está
dormido… ¡Y allá está la laguna con el barco de Caronte!
Pero ella se extrañó por el retraso del pájaro de oro y se
detuvo unos segundos.
—Espera, Orfeo; algo le ha pasado al pájaro que nos seguía
—dijo Eurídice muy preocupada y miró hacia atrás.
—¡Eurídice! ¡Eurídice! —gritó Orfeo; pero su esposa no
respondía. Se la había llevado un helado viento, en el momento en que había
volteado la cabeza para ver al pájaro de oro.
Al ver que ella no respondía, él también volteó. La vio
llevada por el viento cada vez más lejos, de vuelta al reino de los muertos.
—¡Noooo! —gritó Orfeo con desesperación—; ¡qué hiciste
Eurídice! Ahora sí que jamás podremos estar juntos.
Intentó regresar hasta al reino de los muertos, pero esta
vez Cerbero estaba despierto. Intento encantarlo con su lira, pero unos truenos
caídos desde el Cielo no dejaban oír la bella música de Orfeo.
Muy triste y acompañado de su lira, Orfeo regresó a la
Tierra. Los animales y pastores trataban de animarlo, diciéndole que echaban de
menos sus melodías. Pero a él poco le importaba. Aun así, sus canciones eran
siempre hermosas, tan hermosas que muchas mujeres de Grecia se enamoraban al
escucharlas. Pero Orfeo quería estar solo.
Los días pasaban y el cuerpo de Orfeo parecía ya no ser el
mismo. Los animales y los pastores notaron algo sumamente extraño; que Orfeo
iba desapareciendo poco a poco: primero
desapareció su pierna izquierda, luego, la derecha y luego, uno de sus brazos,
hasta que un día observaron que solo de él quedaba su lira. El músico Orfeo
había desaparecido misteriosamente.
Pero en realidad no había desaparecido. Su cuerpo, parte por
parte había marchado hasta el reino de los muertos, para reunirse con su amada
Eurídice. El último de los días también su lira desapareció. Y es que todos los
dioses habían decidido que un amor tan grande, como el de Orfeo y Eurídice, no
podía dejar de existir.
El día en que la lira desapareció de la Tierra, apareció en
el reino de los muertos; volvió al lado de Orfeo, quien desde ese momento
estaría reunido con su amada Eurídice para siempre.
Cuentan, además, que a partir de ese momento el reino de los
muertos ya no es tan terrorífico, pues Orfeo con sus bellas melodías, alegra
los días de los espíritus que viven allá abajo, en el reino que gobierna Plutón.
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