Hay un lugar escondido en la tierra donde sucedió una de las más maravillosas historias que ocurrieron en el mundo, nadie sabe exactamente dónde fue; ni los más sabios hombres de ciencia, ni los más acertados adivinos, ni siquiera la gente ni los animales más antiguos. Tal parece que sólo lo supo quien escribió este cuento, pero nunca se animó siquiera a dejarnos su nombre, quizás porque temía que nadie le creyera: Es la historia del niño viento; o mejor dicho, la historia del niño que sopla el viento.
Una flauta mágica
Cuando no había mundo, o no había tantas cosas sobre el mundo nació un niño que se llamaba Airi. No se sabe de quién nació, aunque algunos dicen que se formó de la luz de las estrellas. Lo cierto es que el niño Airi no tuvo un padre o una madre como los tenemos todos. Tampoco necesitaba ropa, porque nadie lo podía ver a no ser él mismo y las montañas que en ese tiempo eran tan altas que lo veían todo. Era transparente, o sea, si había una piedra, una colina, o un árbol detrás de él se podía ver a estos objetos sin ninguna dificultad detrás de su cuerpo. Vivía entre las montañas y eran ellas en ese entonces los únicos amigos que Airi tenía. Las montañas le hablaban y cuidaban; y él, en compensación, les entonaba bonitas melodías con una flauta que llevaba siempre consigo.
Hoy en día cualquiera se reiría si a un niño se le ocurre decir que habla con las montañas. Pero eran épocas muy antiguas en las que las cosas eran bastante distintas. Así que de Airi y de su conversación con las montañas nadie se reiría. Además, reírse de Airi en aquellos años era como morirse. Veamos por qué.
En un principio Airi era un solitario niño que no tenía otra cosa para entretenerse más que sus propias manos, con ellas él formaba figuras de distintas cosas. Las montañas que lo habían criado eran bastante diferentes de la que vemos ahora. Se sentían impotentes de no conseguirle cosas con las cuales jugar, de modo que para compensar ese vacío le solía contar viejas historias sobre las aventuras de las más lejanos estrellas del firmamento.
Pero llegó un día en que a las pobres montañas se le acabaron las historias y desesperadas buscaron cómo entretener al niño de una forma distinta a la que éste se había acostumbrado.
Buscaron y rebuscaron en la Tierra, pero no encontraron más que piedras. Muchos días se sucedieron sin hallar algo que pudiera divertir un poco a Airi. Hasta que cierta vez caminando por un desierto, la más grande de las montañas a la que llamaban Plateada encontró un objeto bastante curioso, una especie de tubo largo hecho de quién sabe qué con una fila de agujeros a un lado de éste: ¡una flauta!
—¡Cielos! –se dijo la montaña plateada— ¿Qué es esto?
Se lo enseñó a las demás montañas, pero las otras se burlaron del asunto. “Es solo un pedazo de cualquier cosa, montaña plateada, nada más”, le decían sus compañeras.
—Bueno, pero de todos modos enseñémoselo a Airi. Al niño le gustan estas cosas novedosas. Podría ser un buen juguete para él.
Todas las montañas se presentaron presurosas ante el niño Airi. La que era plateada puso el instrumento en las manos del niño. Éste lo tomó con sus manos y lo golpeó contra su brazo.
—¡Vaya, pesa mucho! –exclamó Airi— ¿Qué podría ser?...Veamos…No creo que se trate de la vara de un rey, pues es demasiado corta.
Se llevó el instrumento a su nariz pensando que podría ser alguna madera aromática, pero no tenía ningún olor; luego lo puso en su lengua, suponiendo que tal vez podría comerse, pero era insípido. Por último, se dio cuenta de que su forma de caña y los varios agujeros con los que contaba podrían tener alguna finalidad. Miró por su interior, lo acercó a sus labios y la sopló tomando un fuerte aliento. Lo que sucedió después es digno de escribirse: Un incontenible viento salió de la flauta, y a pasar de que Airi dejó segundos después de tocarla, el viento salía fluyendo de ella. Viajó con suma velocidad a lo largo de confines del mundo, llenándolo completamente de un vaho extraño y muy sonoro. Desde ese tiempo comenzaron a existir las corrientes de viento que hasta ahora persisten en la Tierra.
Muchos minutos después la extraña flauta dejó de soplar aquel gas que contenía. Airi la tomó y le pareció está vez mucho más liviana. Vio a través de su agujero interior, lo sopló para asegurarse de que no había más rastros de ese fantástico vapor y notó que de aquel instrumento salían sonidos bellísimos. Es más, cuando tapó con sus dedos uno, dos y más de los pequeños hoyos que tenía en sus costados los sonidos eran aún más claros y bellos.
Por fin, tapó casi todos los agujeros y comenzó a soplar. Esta vez se hizo una música que se escuchaba donde él lo quisiera. Como la tocó suavemente todo lo que hasta ese momento había en el mundo se ordenó, incluso el viento, que corría desenfrenadamente por el planeta, se hizo suave a partir de ese instante, dado que rebotaba en una y otra montaña de las miles que existían.
Airi se sorprendió de lo maravillosa que era su flauta. La tocó una y otra vez y mientras la tocaba más el paisaje de la Tierra continuaba embelleciéndose.
El niño agradeció a las montañas (especialmente a la plateada) que le hayan regalado aquella flauta, pues de allí en adelante tendría algo con qué acompañar sus días. De hecho, sus amigas montañas lo llamaron Airi “el niño que sopla el viento”.
Airi y las montañas
La Tierra en aquel tiempo tan viejo era bella, pero la gobernaban únicamente los vientos. Uno tras otro caían y el frío que éstos traían era tal que las pobres montañas tenían que moverse de un lado hacia otro para mantenerse en calor. Lo hacían todos los días y todas las horas, pero llegó un momento en que ellas se cansaron de este duro ejercicio y fueron donde el niño Airi, de quien esperaban que las ayudara con su nueva flauta de poderes mágicos.
—Niño Airi —le decía la montaña plateada— la vida para nosotras las montañas es muy fría a causa del viento que brotó de la flauta. Llevamos mucho tiempo corriendo de un lugar a otro para mantenernos calientes, pero ya estamos cansadas de eso. Has algo por nosotras, Airi. Sabemos que la flauta tiene poderes. Tócala y has que cambie nuestra situación.
—No me parece que eso sea un problema, amigas –le contestó el niño—, yo creo que podrían abrazarse una con otra y así mantenerse calientes.
—No, no podemos estar toda la vida abrazadas –decía otra montaña—, sería incómodo.
—Muy bien, amigas. Si eso desean las complaceré ahora mismo.
Cuando se retiraron las montañas, Airi tomó su flauta y tocó una melodía suave y tan ligera que viajó por los cielos. Todas las estrellas se sintieron fascinadas al escucharla. Pero una de ellas, la más brillante y calurosa que entonces existía, se fue acercando de a poquitos para escucharla mejor. La melodía viajaba siempre por el espacio, pues allí los sonidos nunca se detienen. Pero la estrella supo que la música venía de la Tierra y cerca de ella se quedó para siempre. La estrella se llamaba Sol.
Las montañas brincaron de felicidad. Ya no tenían que correr todo el tiempo. Así tendrían momentos para hacer más cosas. Todas planeaban lo que sería de sus vidas de allí en adelante.
Pero con el tiempo el calor del Sol las comenzó a sofocar. Se sentían muy secas y con el peligro de morirse de un inaguantable calor. Comandadas por la montaña plateada todas fueron donde Airi, suplicándole que las ayude.
—Niño Airi –le habló la montaña plateada—, la vida para nosotras las montañas es muy calurosa. Es demasiado el calor de esa estrella que ha venido.
—Pero ¿no era eso lo que deseaban? –preguntó el niño—.Ustedes me decían que morían de frío.
—No está mal que nos calentemos, pero con el calor también nos quedamos secas y sedientas. Queremos algo para beber, que mantenga húmedos nuestros cuerpos. Si pudieras traer con tu flauta mágica algo que nos refresque, te lo agradeceríamos mucho, Airi.
—Muy bien, vayan tranquilas, montañas que ya no se morirán de calor.
Marcharon las montañas y el niño tomó su flauta. Tocó una melodía bastante triste. La melancólica música llegó a los cielos y unas criaturas muy sensibles a las que en el firmamento llamaban nubes, la oyeron y se acercaron a la Tierra. Al oír la melodía claramente, todas las nubes se pusieron a llorar. Lloraron tanto que sus lágrimas gruesas cayeron sobre la Tierra. La melodía viajaba siempre por el espacio, pues allí los sonidos nunca se detienen. Pero las sensibles nubes supieron que la música venía de la Tierra y allí caían sus lágrimas cada vez que la oían. A sus lágrimas con el tiempo las llamaron agua.
Y las montañas, que hasta ese entonces habían estado secas se empaparon con sus dulces lágrimas. Todas ellas se humedecieron y refrescaron ¡Nunca habían sentido tanto alivio!
—¿Y ahora son felices, amigas? —preguntó Airi—. Ya tienen el líquido refrescante que tanto deseaban.
—Sí, niño; somos felices —dijo la montaña plateada que se había empapado completamente del agua.
Pero como todos los días ocurría lo mismo y siempre acababan empapadas, a las montañas ya no les gustaba tanto. Lejos de refrescarse a veces se enfermaban. Entonces todas las montañas comandadas por la más grande de ellas se acercaron al niño, quien tocaba una juguetona melodía.
—Niño Airi, tus amigas las montañas tenemos ahora otro problema.
—Pero si ahora tienen mucha agua para refrescarse y la tienen todos los días.
—Sí, y te lo agradecemos, pero ahora nos ocurre otra cosa: esa agua es demasiada para nosotras y nos molesta. Sería mejor si hubiera algo o alguien que utilizara el sobrante. ¡No sería justo que se echara a perder!
—Pero ¿no les molestaría a ustedes compartir el agua con otros? –preguntó el niño.
—¡No nos molestaría! –respondió firmemente la montaña plateada y también lo dijeron sus compañeras.
—Bueno, entonces desde ahora compartirán el agua con otros seres –dijo Airi.
El niño se recostó sobre las rocas y comenzó a tocar con su flauta una melodía muy festiva. El sonido de su flauta fue a dar esta vez en todos los lugares de la Tierra y, a medida que llegaba a cada sitio, lo que había sido antes desierto se convirtió en campos verdes. Así nacieron los vegetales: en algunos lugares sólo aparecía hierba, en otros, asomaban cosas más hermosas como plantas con flores y en otros más crecían rápidamente unos enormes y formidables seres que más tarde se llamarían árboles.
La Tierra se cubrió de todas estas criaturas y ellas se alimentaron del agua que les sobraba a las montañas. Es más, si algo de agua aún sobraba, ésta era depositada en los lugares menos altos de la Tierra y distantes de las montañas a los que con el tiempo llamaron mares y ríos.
Pero pasado un tiempo, las montañas comenzaron a molestarse; los árboles crecían demasiado y mientras más lo hacían, impedían la visibilidad entre una y otra. Entonces las montañas ya no se sentían tan satisfechas como en un comienzo. Y, como siempre lo hacían, todas ellas, encabezadas por la montaña plateada fueron en busca del niño.
—Hola, montañas, ¿qué las trae por aquí? –las saludó el niño con muy buen humor.
—Más problemas, niño –contestó la montaña plateada—. Aquellas plantas que nos regalaste son muy bellas y útiles, pero son muchas y como nada detiene su crecimiento se extienden hasta tocar el cielo. Ya no nos podemos ver ni comunicar entre nosotras. Si tocaras tu flauta e hicieras algo para que estas plantas no crezcan tanto y nosotras podamos vernos todas las mañanas, te lo agradeceríamos, niño.
—¿Pero están seguras de que ésa será la Solución? –preguntó el niño a todas las montañas.
—¡Sí, estamos seguras, Airi! –contestaron todas a la vez.
—Muy bien, que no se hable más –contestó el niño—. Vayan tranquilas que nada habrá que las impida verse.
Esta vez el niño sopló con su flauta una melodía lenta y en tono muy grave, su tonada llegó hasta los espesos bosques que se habían formado en todo aquel tiempo. De él aparecieron grandes criaturas con abundante pelaje, bestias de cuellos largos y otros seres más bien pequeños. Airi a los más grandes les dio nombres como caballos, camellos, elefantes, jirafas y otros más; y a los pequeñitos los llamó ardillas, pájaros, cuyes, comadrejas y de otras muchas maneras.
Así la tierra se pobló de estos bellísimos animales. Todos se alimentaban de las plantas que habían crecido durante años en los bosques y las comieron tanto que de allí en adelante éstas dejaron de crecer hasta el cielo y dejaron que las montañas puedan verse una con otra. De este modo las montañas estuvieron felices ya que podían verse y conversar todos los días.
Pero no tardó en surgir otro problema para las montañas. Los juguetones animales que el niño Airi había creado las usaban como escondite, creaban sus nidos en ellas, estropeaban sus formas y les restaban su belleza. ¡Ya no era divertido! Los animales se multiplicaron tanto que fueron una plaga para las pobres montañas que ya no podían siquiera dormir en paz.
Con mucha vergüenza las montañas se acercaron al niño Airi, quien estaba descansando tranquilamente en algún lugar profundo de la Tierra, y le dijeron estas palabras:
—Niño, ahora tenemos otro problema. Los animales que has creado son muy bellos y alegran las mañanas, pero al ser tantos no nos dejan descansar en paz, hacen sus nidos, invaden nuestras cuevas y sus fuertes pisadas; cuando caminan sobre nuestras faldas, no las podemos soportar. Sería bueno que toques tu flauta para que yo y mis amigas montañas no nos llenemos de esos animales, de lo contrario moriríamos del fastidio que nos generan sus ruidos.
—¿Están seguras de que si los animales no llegan a molestarlas podrían ser ustedes felices? –preguntó el niño.
—¡Estamos seguras! –dijeron todas al mismo tiempo.
—Vayan tranquilas, amigas que voy a solucionar su problema.
Entonces el niño tomó nuevamente su flauta e hizo una tonada que sonaba salvaje. Ya no era tan musical como en las veces anteriores sino que tenía algo de terrorífica y siniestra. Las mismas montañas tuvieron temor de oírla. La melodía cayó sobre las cuevas y los escondites más inesperados.
Al estrellarse contra sus paredes nacieron criaturas de largos colmillos, de garras muy filosas, en fin, de un apetito voraz. Airi las llamó leones, tigres, lobos, lagartos, águilas y les dio otros nombres. No se alimentaron de plantas, sino de aquellos animales que se comían a las plantas. Entonces los animales que comían plantas ya no anduvieron solitarios por las montañas sino que se comenzaron a juntar formando lo que hasta hoy conocemos como rebaños.
Las montañas fueron felices nuevamente, los nuevos y atemorizantes animales no eran muchos y les desagradaba bastante la vida en las montañas. Ellas se sentían mucho más libres y dueñas de sí mismas.
Pero las fieras que habían poblado el mundo con el tiempo asustaron a las montañas; sus rugidos le parecían a ellas espeluznantes. No podían moverse con libertad y la una no podía visitar a la otra sin ser víctima de algún feroz mordiscón. Hubo miedo entre ellas, porque cada vez las fieras se hacían más violentas.
Entonces la montaña plateada que era la única que se atrevía a moverse, a pesar de su temor, se acercó una mañana con mucha precaución hasta donde estaba el niño Airi y le dijo:
—Niño, es curioso, pero ahora estamos peor que antes. Vivimos entre el miedo a estos feroces animales. Si tocaras tu flauta y algo pudiera controlarlos, nosotras podríamos visitarnos y conversar como antes lo hacíamos.
—Siempre me dices lo mismo, montaña plateada –respondió Airi—, pero será la última vez que ceda a los caprichos tuyos y de tus amigas. Me he prometido no hacer aparecer más criaturas, pues sigo pensando que ésta no es la solución. Puedes irte, montaña, que las fieras ya no serán una amenaza.
El niño Airi tomó su flauta e hizo una melodía, pero esta vez la pensó más. No fue ni dulce, ni salvaje, ni grave, ni triste, ni festiva; sino una combinación de todas ellas. Jamás se había escuchado en la Tierra una música tan agradable a los oídos como aquélla. Se oyó en todos los lugares: cayó en las cuevas y los animales más feroces se pusieron a bailar; rebotó en los prados y los animales mansos mugieron tiernamente; se adentró en los árboles y éstos se tambalearon de emoción. Por último, la oyeron las montañas y fueron nuevamente dichosas.
De esa melodía se formaron unas criaturas que eran las únicas que podían caminar en dos patas y coger las cosas con las patas que no caminaban. A esas criaturas Airi las llamó hombres. Muy pronto la Tierra se llenó de muchos hombres. Éstos controlaron a las fieras, y las montañas pudieron sentirse a salvo.
—Airi –dijo la montaña plateada— creo que esta vez has hecho lo mejor. Esos hombres se encargan de todo lo que antes hacían las demás criaturas: controlan que no crezcan demasiado las plantas, domestican a los animales mansos y ahuyentan a las fieras.
Las montañas lucían contentas con sus nuevos amigos, los hombres quienes se admiraban por el enorme tamaño de las montañas, las veneraban e incluso algunos las tenían como diosas. Ellas les contaban historias de estrellas perdidas en el espacio y éstos le comentaban lo importante que eran ellas para la gente del mundo. Las montañas, entonces, se enorgullecieron tanto que se sintieron superiores a toda la creación; a las plantas, los animales, a los mismos hombres; incluso se olvidaron del niño Airi, su viejo amigo. Después de todo ellas eran divinas y todos los homenajes que se hacían en el mundo estaban destinados a ellas.
Pero pasó el tiempo y de entre los hombres surgió un individuo que destacaba por su capacidad de transformar el mundo y buscar la verdad de las cosas, sin necesidad de recurrir a las montañas a quienes consideraba muy simpáticas pero que se habían vuelto con los años muy soberbias: el nombre de ese sabio era Pachacuti.
Desde ese momento ya nadie creía en las leyendas que las montañas contaban acerca de las cosas desconocidas del mundo. A los hombres, ya no les parecían diosas sino simples embusteras y dejaron de hablarles y visitarlas. Para ellos sólo las palabras del sabio Pachacuti, y las suyas propias, les eran importantes para la construcción de un mundo mejor.
Las montañas, entristecidas y llorosas lamentaron lo arrogantes que habían sido y recordaron a su amigo Airi. Fueron, después de muchos años, hasta su escondite secreto, el cual apenas recordaban.
—¿Cómo les va, amigas montañas? –saludó Airi con el mismo humor de siempre—, me supongo que por su ausencia ahora son felices.
—No, Airi no somos felices –contestó la montaña plateada—, cuando tuvimos la felicidad nos hicimos demasiado soberbias y nos creíamos los seres más sabios y perfectos del mundo. Los hombres nos trataban como diosas hasta que un día eso se acabó… Toca tu flauta, niño Airi, y haz que todo vuelva a ser como antes, que seamos tus únicos amigos.
Pero Airi hizo silencio. No podría esta vez complacerlas, porque se había prometido no hacer aparecer más cosas con su flauta mágica.
Entonces todas las montañas regresaron muy tristes cada una a su lugar. Como nadie les prestó atención, dejaron su costumbre de hablar y de caminar. Algunas hasta el día de hoy son homenajeadas de cuando en cuando por los hombres más ancianos, pero otras más tristes, como la montaña plateada viven sus días en soledad.
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