miércoles, 3 de agosto de 2011

EL DÍA EN QUE EL SOL SE ENOJÓ (Episodio 2)



Las aventuras de Ozono

La vida, en todas sus formas apareció y se esparció tanto en el Sol como en la Tierra; numerosas y desconocidas  hierbas comenzaron a florecer, feroces animales hacían sentir su presencia y no mucho después, los primeros hombres comenzaron a crear grupos y familias. Todos ellos  se desarrollaban, sobre los enormes cuerpos de los astros, sin que nadie tuviera la más lejana idea de que dos  gigantescos amigos, una infinidad de tiempo atrás, habían deseado compañía.

Los habitantes en el Sol eran mucho más grandes que en la Tierra. En éste vivían inmensos caballos, tan grandes como una montaña; perros que de un pisotón habrían aplastado a un humano de nuestros días; flores doradas donde se posaban insectos que por su tamaño más parecían toros; gallinas, que con su carne se hubiera alimentado todo un año a una familia numerosa; en fin; cualquier especie animal o vegetal era en ese lugar de un tamaño impresionante.  Existían seres humanos, claro, pero eran un poco diferentes a nosotros; tenían dos corazones, uno en cada lado del pecho;  y se comunicaban tanto con los labios como con sus con sus grandes ojos violetas. Eran todos, desde luego, mucho más grandes que los hombres de la Tierra, pero también mucho más tímidos y asustadizos.

Al otro lado estaba la Tierra, era tal como la conocemos, sólo que estaba cubierta de nieve. Al comienzo, cuando sus habitantes eran pocos, todos convivían generosamente, ayudándose entre sí y lo que encontraban siempre bastaba; pero a medida que aumentaba la población, sobre todo la de los hombres,  los terrícolas se fueron disputando cada vez más el alimento y el territorio; así comenzaron a hacer feroces guerras entre ellos: Primero los animales contra otros animales, luego los hombres contra todos los animales y finalmente la peor de todas; los hombres contra otros hombres.

Como ya hemos dicho, en un inicio la distancia entre el Sol y  la Tierra era muy corta; tan corta que existía un lugar en donde bastaba con un largo salto para pasar de la Tierra al Sol o del Sol a la Tierra. Estos viajes casi siempre los hacían los terrícolas, en busca sobre todo de hierbas raras para curarse o adornar sus casas. En cambio, los habitantes del Sol se contentaban con lo que tenían y rara vez se movían de su lugar de origen.

El brillo del oro del Sol era tan intenso que su claridad llenaba de luz a la Tierra. Su color dorado daba a sí mismo un aspecto bellísimo; tanto así que los primeros hombres trataron de imitar ese magnífico resplandor  tiñendo de dorado algunas piedras con el fin adornar su cuerpo y sus viviendas.  Nada de esto sirvió. El dorado natural del sol era de hermosura incomparable.

 Pero la ambición de los hombres de la Tierra por obtener un brillo similar al Sol pudo más y en cierta ocasión se reunieron los hombres más poderosos en una gran asamblea en la que se discutía qué podrían hacer para que sean más brillantes sus alhajas:

-¡Este oro artificial no sirve para embellecer mi palacio, se destiñe! –dijo un señor vestido con una túnica muy fina.
-¡Lo mismo digo yo! Ayer mi esposa me reclamó, porque su joya se había vuelto marrón y fea –reclamó otro noble.
-Pero señor científico, ¡cómo es posible que no haya podido encontrar ninguna fórmula para volver las piedras feas de la Tierra como el dorado del Sol! –gritó el señor de la túnica muy fina.
-Es que no existe fórmula, señores –respondió el Científico-. El Sol es de oro y lo único que se puede hacer es ir hasta el Sol y traer el oro de allí.
-¡Claro, señor científico, claro! Cómo no se nos ocurrió –dijo un hombre de barba muy larga llamado el Duque-. Muy bien, alisten todos picos y palas –dijo el Duque a sus sirvientes-, que iremos al Sol.

Mandados por el Duque, sus siervos armados con palas picos, y rastrillos marcharon al Sol. Hicieron ese viaje, con mucho temor y cuando llegaron, apenas se atrevieron a raspar con sus rastrillos el cuerpo del dorado astro, haciendo pequeños surcos en el suelo. Con mucho cuidado echaron a un costal un polvo tan brillante que casi los enceguecía. Le mostraron al Duque el producto de su trabajo.

-Duque  –dijeron los excavadores-, aquí le traemos el oro del Sol, verá usted que es bello, sobre todo por su brillo.
-Vaya, es hermosísimo- dijo el Duque-. Nada he visto comparado con esto… Bueno, está muy bien, siervos. Pero, muéstrenme los demás costales. ¡Con esto sí que me haré el más rico de los humanos! Todos los nobles vendrán a comprarme estas bellezas al precio que yo ponga...
-Pero…, pero Duque -dijo nervioso uno de sus trabajadores-. Es todo lo que hemos traído. No creímos conveniente traer más. Quizás nos caiga una maldición.
-¿Maldición? –exclamó el Duque fuera de sí-. ¡Voy a mandarlos a azotar y a meter en el calabozo sin un solo pan y sin una sola gota de agua, para que sepan lo que realmente es una maldición! ¡Cómo se les ocurre que con esta cantidad ridícula de oro me voy a hacer rico! ¡Vayan de nuevo a llenar todo lo que aguanten los cientos de sacos que les he dado! ¡Son una sarta de haraganes! Hagan muchos viajes para traer, si es posible, todo el oro del Sol. Y no se presenten ante mí hasta que lo hayan cumplido…

El Duque había ordenado llenar los costales con oro a sus siervos. Pero no era el único hombre que había pensado en esto. También lo habían pensado y ordenado a sus siervos el hombre de la túnica fina, el noble que se quejaba de su esposa y muchos otros que debido a tener mucha gente a su servicio, podían hacerlo con facilidad.  El Científico también viajó, pero sólo con el deseo de investigar el oro y no para usarlo como adorno.

De esta manera, sirvientes de distintos lugares cruzaban, con saltos largos, de la Tierra hasta el Sol; hundiendo luego sus herramientas en el astro hasta sacar de su corteza gruesas capas de oro puro. Todos competían en su deseo de llenar sus sacos para que sus amos quedaran complacidos. Las pobres criaturas del Sol, al ver a los hombres terrícolas con esos instrumentos,  se escabullían, escondiéndose en algunas cuevas ocultas y cubiertas por arbustos.

Finalmente, los hombres  llenaron sus sacos y se fueron. Habían dejado enormes agujeros  en todo el cuerpo del Sol, antes totalmente redondo. Hubo desde allí gran riqueza y lujo entre los hombres  más poderosos de la Tierra. Se pagaban fortunas por aquel deseado metal; sin embargo los humanos no cesaron en su codicia y siguieron haciendo viajes, casi diariamente.

Debieron de ser tan fuertes las punzadas en el cuerpo del Sol causadas  por los picos y palas que el astro comenzó a despertar después de un sueño que se había prolongado muchísimo tiempo. Vio a su alrededor y notó su cuerpo magullado y deforme. Lloró por haberse quedado dormido tanto tiempo. Llamó a su compañera Tierra, pero su voz  ya no la escuchaba nadie, porque la gran algarabía en la Tierra impedía oír voces  de otros lugares.

-¡La Tierra está dormida, señor Sol! –dijo, de pronto, una voz tan fina que parecía la de una niña. Era la Luna, que se había formado mientras el Sol y la Tierra habían permanecido dormidos.
-¡Qué está pasando, niña! Dime tú que has estado despierta.
-Esos individuos de la Tierra se han vuelto locos por el oro de su cuerpo, señor Sol. Y lo han excavado tanto que le han quitado su belleza –le comentó la Luna.
-¡Pero, cómo es eso! –respondió el Sol, enfureciéndose-. ¿Acaso no existen habitantes en la Tierra y otros aquí?
-Si señor Sol –dijo la Luna-, pero los terrícolas son muy ambiciosos y además, los pobladores del Sol, muy asustados al verlos, se han escondido en sus cuevas.
-¡Que cosa! Yo he estado dormido, quizás un millón de años; La Tierra, sigue durmiendo, pobre de ella; sus habitantes me invaden y mutilan mi cuerpo…; y para colmo, ¡los míos se esconden como cobardes!

La Luna cerró los ojos, horrorizada. Toda ella parecía una gran bola de cristal en la que cualquier cuerpo, incluso el del Sol, podía verse como en un espejo. Involuntariamente ésta mostró el reflejo del Sol o de lo que quedaba de él.

El astro dorado, se reconoció en el reflejo de la Luna. Su figura era aterradora. Habían cercenado grandes partes de su inmenso cuerpo. Entonces entró en una rabia endemoniada, contra sus propios habitantes que no habían sabido defenderlo, contra la Tierra que se había dormido y sobre todo, contra esos tipos crueles a quienes llamaban humanos.

Dentro de sí sentía un calor como nunca antes había experimentado. Era como una fiebre general. El oro de su cuerpo, se volvió rojo, por el calor. Perdió la razón y creyó que unas llamas que salían de lo más hondo de él acabarían por quemarlo.

El Sol estaba tan enojado que comenzó a encenderse. Desde su interior  brotaban vapores infernales y el oro se calentaba tanto que comenzaba a derretirse en líquidos que surcaban su cuerpo como ríos y que pronto se convirtieron en llameantes destellos.  Los habitantes del Sol comenzaron a salir, pero sólo los hombres consiguieron escapar, pues  casi todos  los animales, que eran grandes y pesados, se hundieron en el suelo que ya estaba medio fundido.

Los hombres que habitaban en el Sol, mucho más altos y corpulentos que los de la Tierra, buscaron salvarse. Hubo uno entre ellos que había escuchado de un lugar en donde se podía llegar hasta la Tierra con sólo dar un gran salto. Se lo dijo a los demás. Todos lo siguieron, pero sólo algunos pudieron cruzar el precipicio, muchos cayeron, pues no estaban entrenados para dar  grandes saltos o actividades físicas muy rigurosas.

Cuando llegaron a la Tierra los sobrevivientes se quedaron pasmados. El frío era terrible. De modo que comenzaron a caminar lo más rápido posible para calentarse. “Los hombres de la Tierra”, decía uno de ellos, “deben de ser muy feroces, pues soportan este frío y este hielo”. Por temor, los hombres del Sol, separados ya unos de otros, dejaban de caminar o lo hacían muy lentamente. Fue peor para ellos, porque, uno a uno, fueron muriendo congelados. Pero el Sol, que en el fondo los amaba, se compadeció de ellos y ya muertos, les quitaría con su calor el hielo de sus cuerpos y les haría brotar ramas, hojas, flores y frutos. Son las únicas criaturas del Sol que sobreviven hasta hoy en la Tierra: los árboles.

Pero no todos los seres del Sol que sobrevivieron, viajaron en ese grupo,  uno de ellos, o más bien dos, habían conseguido  salvarse a último momento del incendio solar. En las cavernas de los lugares más recónditos del Sol vivía una de las alpacas gigantes más viejas que existían allí; era de un color azul claro, como es el cielo de las mañanas más despejadas. Durante el desastre, ella  había permanecido dormida y cubierta por  el duro techo de oro de la cueva, por lo que no se había hecho daño, pero el calor pronto llegaría hasta allí. No mucho tiempo después, un niño de unos nueve años llamado Ozono, quien era su amo, llamó al animal por su nombre. Era el único de los humanos del Sol que no había partido aún a la Tierra y que había sobrevivido.

-Chaska ¿qué haces allí? –dijo Ozono que la había estado buscando por todos lados- .¡Vamos, sal de de ese lugar porque estamos en peligro! El Sol está ardiendo.
El inmenso cuerpo de la alpaca se movió con lentitud. Como era costumbre entre ambos, ella se dejó montar y juntos se fueron hacia la zona del Sol más cercana de la Tierra. Estaba muy lejos.
-¡Vamos, Chaska; más rápido! -le advirtió Ozono-. ¡Sé que debes de estar cansada, pero si estamos aquí demasiado tiempo, no podremos sobrevivir!
La alpaca hacía gestos con su cabeza en señal de aprobación. Llegaron cuando el Sol calentaba tanto que ambos tenían la sensación de derretirse.

–¡Vamos Chaska, Salta, Salta!
La alpaca tenía miedo. Jamás había hecho ese viaje. Además temía por la vida del niño en el caso de que cayera al vacío y no a la Tierra. Pero muy pronto percibió el fuego en el Sol que casi lo cubría en su totalidad.

-¡Salta Chaska o nos vamos a morir!

El viejo animal saltó con todas sus fuerzas. Sus patas delanteras apenas se aferraron a la nieve de la Tierra que ya comenzaba a quebrarse, por el calor.
-¡Muy bien, Chaskita! –dijo el niño abrazando su pescuezo-. Te debo la vida. Eres una alpaca linda; muy linda y valiente…
El niño observó que la Tierra era muy diferente del Sol.  Era blanca, por la nieve que la cubría y en el camino encontraban  cristalinas lagunas donde unos patos, que Ozono y  Chaska, creían colibríes, nadaban sobre ellas.

 -¡Mira, Chaska,  este lugar está cubierto de hielo! ¡Mira esos pequeños helechos, esa pequeña laguna, esos pequeños perros que parecen ratones!… Es como si todo fuera hecho por enanos.

 Chaska, sin embargo meneó la cabeza y señaló con su hocico una colina al costado de la cual se levantaba un objeto verdaderamente grande.

-¿Qué es esa cosa, Chaska?, parece una planta grande –dijo Ozono-. Nada es aquí del tamaño de nosotros, sólo esa planta.

 Y era uno de los tantos árboles en quienes el Sol había transformado a algunos de sus propios habitantes congelados en la Tierra

Luego de mucho tiempo de viajar, encontraron una caverna en donde la nieve casi se había derretido por completo. Allí se refugiaron y se echaron a dormir.
De pronto, en medio de su sueño, el niño sintió que algo le tocaba la espalda. Era la pata de Chaska.

-¿Qué haces despierta, Chaska? ¡Duérmete!

La inmensa alpaca estaba enferma. Quién sabe si era por la pena de ver su mundo al otro lado, destruido, por su falta de costumbre a la Tierra o porque ya era muy vieja para seguir viviendo. Recogió sus patas y bajó la cabeza, para que su pequeño amigo se la acariciara.

-¡Chaskita, qué te pasa! –dijo el niño. Y en el momento vio que el animal guardaba un bulto debajo de su cuerpo; era una hermosa capa. El pequeño se alegró. Pero ese breve instante de regocijo terminó al ver  que la parte trasera de una de sus patas estaba pelada.

-Chaska, Chaskita, ¿me has tejido una linda capa con la lana de tu cuerpo, sabiendo que te sería a ti útil, con el frío que hace aquí?

La alpaca cerró los ojos y se dejó caer en el suelo. Había muerto.

-¡Mi Chaskita, por qué hiciste eso! ¡Por qué lo hiciste! –dijo el niño que lloraba al ver muerta a su amiga de toda la vida.

Enterró a Chaska en la cueva que los había cobijado y salió después a buscar alimento. Toda la nieve que había en la Tierra para entonces se había derretido y Por el contrario, hacía un calor insoportable, era como si el ardor del Sol estuviera próximo a llegar a la Tierra. En ese momento vio a unos hombres que al parecer se quejaban de que sería imposible vivir dentro de poco.

-Señor Científico, ¡díganos que está pasando que la nieve de La Tierra se ha derretido! – exclamó el Duque.
-Es el calor del Sol, señor Duque. Vamos a morir achicharrados. Sólo un milagro podría salvarnos
-¡Qué milagro!, díganos. ¿Hay que destruir el Sol? –decía el Duque que era además de ambicioso una persona de poca inteligencia.
-No, señor Duque, creo que el problema comenzó cuando nos trajimos el oro de allá - respondió el Científico-. Hicimos muy mal señor. Quizás si le devolviéramos su oro el Sol se apiade de nosotros.
-¡Yo no devolveré nada! –dijo el Duque. Prefiero morirme así.
-Allá usted, señor. Veré si puedo convencer a los demás…
El Científico  se marchó bastante arrepentido de haber participado en el robo de oro del Sol, pero ya era tarde. Estaba cabizbajo y preocupado. Sudaba mucho y dudaba que alguien quisiera devolver al Sol un solo pedazo del precioso metal.

Ozono lo había observado todo. Sentía lástima por lo que habían hecho esos infelices, sobre todo por el Científico. Quiso ayudarlo, pero temía que los hombres lo vieran; Ozono era un humano del Sol, un gigante en la Tierra y era posible que si lo vieran los hombres, confundiéndolo con un monstruo, asustados, terminaran matándolo a pedradas. Casi ya estaba resignado a que la tierra se consumiera cuando de pronto sintió una voz. Era el Sol.

-¡Hola, Ozono!
-¡Pero si eres tú quien habla, Sol! –respondió el niño.
-Pensarás que he sido muy cruel y vengativo desde que dejé que desaparezcan el resto de tus amigos del Sol. Todo lo contrario, no permití que mueran en la Tierra y los convertí en seres como el que está frente a ti.

Ozono vio el hermoso árbol y quedó maravillado. Sus dos corazones, como los tenían los humanos del Sol, latieron al mismo tiempo e intensamente, por la emoción.

-Son muy bellos, Sol –exclamó Ozono al observar a lo lejos otros árboles-, pero si tu fuego sigue calentando la Tierra ellos morirán…, moriremos todos: ellos, yo y los que viven en este lugar.

-Mira, Ozono, esto es algo que yo mismo no entiendo. Trato de olvidar lo que hicieron los terrícolas, pero ha sido tanto el daño que me han hecho que me temo que este fuego de mi cólera jamás se apague. Entonces, como me dijo la Luna, sólo puedo hacer una cosa, alejarme.
-¿Alejarte? -dijo Ozono, sorprendido por su decisión.
 -Sí, me alejaré de la Tierra para no acabar con la vida que hay allí. Si yo me alejo un poco, entonces tú, los árboles y tus amigos terrícolas podrán vivir tranquilamente. ¿Te sigo pareciendo injusto todavía, Ozono?
-Gracias, Sol. Aquí te lo agradecerán –dijo con alegría el niño.
-No creo, -contestó con desesperanza el Sol-. Pero de todos modos me alejaré. Sólo te pido un favor, Ozono, sé que eres un niño muy hábil: Teje una manta, una gigantesca manta que envuelva a la Tierra, pues me avergonzaría que ella no vea enfrente a su gran amigo de cuerpo dorado, sino a esta bola de fuego sin gracia en la que me he convertido. Téjela y sé feliz porque se salvarán los habitantes de la Tierra.

El niño se lo prometió. En realidad jamás había tejido algo, pero luego pensó  en la bonita capa que le había tejido Chaska, le serviría como modelo para tejer una manta tan grande que pudiera envolver a la Tierra. Luego se encontró con otro problema. ¿Con qué la tejería, si los hombres se habían apoderado de todos los animales que tenían lana? Si se acercaba a los rebaños era posible que se encontrase con manadas de lobos  y sobre todo, con hombres.

En ello se quedó pensando mucho tiempo. Hasta que se decidió por algo que en realidad no deseaba, pero que era el único camino.

-Lo único que podré hacer es tejer la manta con la propia lana de Chaska –afirmó apenado Ozono-. Tendré que desenterrarte, Chaskita. Después de todo eres bastante grande, y si llego a hilar muy pero muy fino, es posible que con tu lana haga una manta que cubra la Tierra.

El niño fue a desenterrar a Chaska con mucha tristeza, peló totalmente su lana y la deshizo en finísimos hilos con los que comenzó a tejer. Día y noche tejía, esperando cumplir la promesa que le hizo al Sol y en ese espacio de tiempo pasaron muchos años, ya que la Tierra es muy grande y una manta de esas medidas no podía hacerse de un día para otro. En esa cueva vivió únicamente con el deseo de terminar la manta para el Sol,  y salía sólo por las noches para alimentarse de algunas raíces que crecían alrededor.

Cuando el finísimo hilo de la madeja se había agotado y la manta ya estuvo lista, Ozono había dejado de ser niño hacía ya muchísimo tiempo, tenía nada menos que 109 años. El Sol había cumplido, mucho tiempo atrás, su promesa de retirarse, pero aún quedaba pendiente el cubrir la Tierra con la manta acabada.

-¡La tengo! Ya está la manta. ¡Soy feliz! ¡Soy feliz! –dijo Ozono, cuando era ya muy viejo, y la extendió, Era  tan grande como ninguna otra cosa en este mundo y pesaba tan poco que el viento la levantó apenas estuvo terminada. El viejo ozono se llenó de satisfacción. Había sobrevivido hasta los 109 años sólo para ver terminada su obra y en ese momento de alegría infinita, al fin pudo morir con una sonrisa en los labios. 

El Sol al ver la manta desde lejos fue dichoso y le puso como nombre ‘la Capa de Ozono’, pues era justo que todos recordaran el nombre de quien había pasado nada menos que un siglo tejiéndola.

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