Las aventuras de Ozono
La vida, en todas
sus formas apareció y se esparció tanto en el Sol como en la Tierra; numerosas
y desconocidas hierbas comenzaron a
florecer, feroces animales hacían sentir su presencia y no mucho después, los primeros
hombres comenzaron a crear grupos y familias. Todos ellos se desarrollaban, sobre los enormes cuerpos
de los astros, sin que nadie tuviera la más lejana idea de que dos gigantescos amigos, una infinidad de tiempo
atrás, habían deseado compañía.
Los habitantes en
el Sol eran mucho más grandes que en la Tierra. En éste vivían inmensos
caballos, tan grandes como una montaña; perros que de un pisotón habrían
aplastado a un humano de nuestros días; flores doradas donde se posaban
insectos que por su tamaño más parecían toros; gallinas, que con su carne se
hubiera alimentado todo un año a una familia numerosa; en fin; cualquier
especie animal o vegetal era en ese lugar de un tamaño impresionante. Existían seres humanos, claro, pero eran un
poco diferentes a nosotros; tenían dos corazones, uno en cada lado del pecho; y se comunicaban tanto con los labios como con
sus con sus grandes ojos violetas. Eran todos, desde luego, mucho más grandes
que los hombres de la Tierra, pero también mucho más tímidos y asustadizos.
Al otro lado
estaba la Tierra, era tal como la conocemos, sólo que estaba cubierta de nieve.
Al comienzo, cuando sus habitantes eran pocos, todos convivían generosamente,
ayudándose entre sí y lo que encontraban siempre bastaba; pero a medida que
aumentaba la población, sobre todo la de los hombres, los terrícolas se fueron disputando cada vez
más el alimento y el territorio; así comenzaron a hacer feroces guerras entre
ellos: Primero los animales contra otros animales, luego los hombres contra
todos los animales y finalmente la peor de todas; los hombres contra otros
hombres.
Como ya hemos
dicho, en un inicio la distancia entre el Sol y
la Tierra era muy corta; tan corta que existía un lugar en donde bastaba
con un largo salto para pasar de la Tierra al Sol o del Sol a la Tierra. Estos
viajes casi siempre los hacían los terrícolas, en busca sobre todo de hierbas
raras para curarse o adornar sus casas. En cambio, los habitantes del Sol se
contentaban con lo que tenían y rara vez se movían de su lugar de origen.
El brillo del oro
del Sol era tan intenso que su claridad llenaba de luz a la Tierra. Su color
dorado daba a sí mismo un aspecto bellísimo; tanto así que los primeros hombres
trataron de imitar ese magnífico resplandor
tiñendo de dorado algunas piedras con el fin adornar su cuerpo y sus
viviendas. Nada de esto sirvió. El
dorado natural del sol era de hermosura incomparable.
Pero la ambición de los hombres de la Tierra
por obtener un brillo similar al Sol pudo más y en cierta ocasión se reunieron
los hombres más poderosos en una gran asamblea en la que se discutía qué
podrían hacer para que sean más brillantes sus alhajas:
-¡Este oro
artificial no sirve para embellecer mi palacio, se destiñe! –dijo un señor
vestido con una túnica muy fina.
-¡Lo mismo digo
yo! Ayer mi esposa me reclamó, porque su joya se había vuelto marrón y fea
–reclamó otro noble.
-Pero señor
científico, ¡cómo es posible que no haya podido encontrar ninguna fórmula para
volver las piedras feas de la Tierra como el dorado del Sol! –gritó el señor de
la túnica muy fina.
-Es que no existe
fórmula, señores –respondió el Científico-. El Sol es de oro y lo único que se
puede hacer es ir hasta el Sol y traer el oro de allí.
-¡Claro, señor
científico, claro! Cómo no se nos ocurrió –dijo un hombre de barba muy larga
llamado el Duque-. Muy bien, alisten todos picos y palas –dijo el Duque a sus
sirvientes-, que iremos al Sol.
Mandados por el
Duque, sus siervos armados con palas picos, y rastrillos marcharon al Sol. Hicieron
ese viaje, con mucho temor y cuando llegaron, apenas se atrevieron a raspar con
sus rastrillos el cuerpo del dorado astro, haciendo pequeños surcos en el suelo.
Con mucho cuidado echaron a un costal un polvo tan brillante que casi los
enceguecía. Le mostraron al Duque el producto de su trabajo.
-Duque –dijeron los excavadores-, aquí le traemos el
oro del Sol, verá usted que es bello, sobre todo por su brillo.
-Vaya, es
hermosísimo- dijo el Duque-. Nada he visto comparado con esto… Bueno, está muy
bien, siervos. Pero, muéstrenme los demás costales. ¡Con esto sí que me haré el
más rico de los humanos! Todos los nobles vendrán a comprarme estas bellezas al
precio que yo ponga...
-Pero…, pero Duque
-dijo nervioso uno de sus trabajadores-. Es todo lo que hemos traído. No
creímos conveniente traer más. Quizás nos caiga una maldición.
-¿Maldición?
–exclamó el Duque fuera de sí-. ¡Voy a mandarlos a azotar y a meter en el
calabozo sin un solo pan y sin una sola gota de agua, para que sepan lo que
realmente es una maldición! ¡Cómo se les ocurre que con esta cantidad ridícula
de oro me voy a hacer rico! ¡Vayan de nuevo a llenar todo lo que aguanten los
cientos de sacos que les he dado! ¡Son una sarta de haraganes! Hagan muchos
viajes para traer, si es posible, todo el oro del Sol. Y no se presenten ante
mí hasta que lo hayan cumplido…
El Duque había
ordenado llenar los costales con oro a sus siervos. Pero no era el único hombre
que había pensado en esto. También lo habían pensado y ordenado a sus siervos
el hombre de la túnica fina, el noble que se quejaba de su esposa y muchos
otros que debido a tener mucha gente a su servicio, podían hacerlo con
facilidad. El Científico también viajó,
pero sólo con el deseo de investigar el oro y no para usarlo como adorno.
De esta manera,
sirvientes de distintos lugares cruzaban, con saltos largos, de la Tierra hasta
el Sol; hundiendo luego sus herramientas en el astro hasta sacar de su corteza
gruesas capas de oro puro. Todos competían en su deseo de llenar sus sacos para
que sus amos quedaran complacidos. Las pobres criaturas del Sol, al ver a los
hombres terrícolas con esos instrumentos, se escabullían, escondiéndose en algunas
cuevas ocultas y cubiertas por arbustos.
Finalmente, los
hombres llenaron sus sacos y se fueron.
Habían dejado enormes agujeros en todo
el cuerpo del Sol, antes totalmente redondo. Hubo desde allí gran riqueza y
lujo entre los hombres más poderosos de
la Tierra. Se pagaban fortunas por aquel deseado metal; sin embargo los humanos
no cesaron en su codicia y siguieron haciendo viajes, casi diariamente.
Debieron de ser
tan fuertes las punzadas en el cuerpo del Sol causadas por los picos y palas que el astro comenzó a
despertar después de un sueño que se había prolongado muchísimo tiempo. Vio a
su alrededor y notó su cuerpo magullado y deforme. Lloró por haberse quedado
dormido tanto tiempo. Llamó a su compañera Tierra, pero su voz ya no la escuchaba nadie, porque la gran
algarabía en la Tierra impedía oír voces
de otros lugares.
-¡La Tierra está
dormida, señor Sol! –dijo, de pronto, una voz tan fina que parecía la de una
niña. Era la Luna, que se había formado mientras el Sol y la Tierra habían
permanecido dormidos.
-¡Qué está
pasando, niña! Dime tú que has estado despierta.
-Esos individuos
de la Tierra se han vuelto locos por el oro de su cuerpo, señor Sol. Y lo han
excavado tanto que le han quitado su belleza –le comentó la Luna.
-¡Pero, cómo es
eso! –respondió el Sol, enfureciéndose-. ¿Acaso no existen habitantes en la
Tierra y otros aquí?
-Si señor Sol
–dijo la Luna-, pero los terrícolas son muy ambiciosos y además, los pobladores
del Sol, muy asustados al verlos, se han escondido en sus cuevas.
-¡Que cosa! Yo he
estado dormido, quizás un millón de años; La Tierra, sigue durmiendo, pobre de
ella; sus habitantes me invaden y mutilan mi cuerpo…; y para colmo, ¡los míos
se esconden como cobardes!
La Luna cerró los
ojos, horrorizada. Toda ella parecía una gran bola de cristal en la que cualquier
cuerpo, incluso el del Sol, podía verse como en un espejo. Involuntariamente
ésta mostró el reflejo del Sol o de lo que quedaba de él.
El astro dorado,
se reconoció en el reflejo de la Luna. Su figura era aterradora. Habían
cercenado grandes partes de su inmenso cuerpo. Entonces entró en una rabia
endemoniada, contra sus propios habitantes que no habían sabido defenderlo,
contra la Tierra que se había dormido y sobre todo, contra esos tipos crueles a
quienes llamaban humanos.
Dentro de sí
sentía un calor como nunca antes había experimentado. Era como una fiebre
general. El oro de su cuerpo, se volvió rojo, por el calor. Perdió la razón y
creyó que unas llamas que salían de lo más hondo de él acabarían por quemarlo.
El Sol estaba tan
enojado que comenzó a encenderse. Desde su interior brotaban vapores infernales y el oro se
calentaba tanto que comenzaba a derretirse en líquidos que surcaban su cuerpo
como ríos y que pronto se convirtieron en llameantes destellos. Los habitantes del Sol comenzaron a salir,
pero sólo los hombres consiguieron escapar, pues casi todos
los animales, que eran grandes y pesados, se hundieron en el suelo que
ya estaba medio fundido.
Los hombres que
habitaban en el Sol, mucho más altos y corpulentos que los de la Tierra, buscaron
salvarse. Hubo uno entre ellos que había escuchado de un lugar en donde se
podía llegar hasta la Tierra con sólo dar un gran salto. Se lo dijo a los
demás. Todos lo siguieron, pero sólo algunos pudieron cruzar el precipicio,
muchos cayeron, pues no estaban entrenados para dar grandes saltos o actividades físicas muy
rigurosas.
Cuando llegaron a
la Tierra los sobrevivientes se quedaron pasmados. El frío era terrible. De
modo que comenzaron a caminar lo más rápido posible para calentarse. “Los hombres
de la Tierra”, decía uno de ellos, “deben de ser muy feroces, pues soportan
este frío y este hielo”. Por temor, los hombres del Sol, separados ya unos de
otros, dejaban de caminar o lo hacían muy lentamente. Fue peor para ellos,
porque, uno a uno, fueron muriendo congelados. Pero el Sol, que en el fondo los
amaba, se compadeció de ellos y ya muertos, les quitaría con su calor el hielo
de sus cuerpos y les haría brotar ramas, hojas, flores y frutos. Son las únicas
criaturas del Sol que sobreviven hasta hoy en la Tierra: los árboles.
Pero no todos los
seres del Sol que sobrevivieron, viajaron en ese grupo, uno de ellos, o más bien dos, habían
conseguido salvarse a último momento del
incendio solar. En las cavernas de los lugares más recónditos del Sol vivía una
de las alpacas gigantes más viejas que existían allí; era de un color azul
claro, como es el cielo de las mañanas más despejadas. Durante el desastre,
ella había permanecido dormida y
cubierta por el duro techo de oro de la
cueva, por lo que no se había hecho daño, pero el calor pronto llegaría hasta
allí. No mucho tiempo después, un niño de unos nueve años llamado Ozono, quien
era su amo, llamó al animal por su nombre. Era el único de los humanos del Sol
que no había partido aún a la Tierra y que había sobrevivido.
-Chaska ¿qué
haces allí? –dijo Ozono que la había estado buscando por todos lados- .¡Vamos,
sal de de ese lugar porque estamos en peligro! El Sol está ardiendo.
El inmenso cuerpo
de la alpaca se movió con lentitud. Como era costumbre entre ambos, ella se
dejó montar y juntos se fueron hacia la zona del Sol más cercana de la Tierra.
Estaba muy lejos.
-¡Vamos, Chaska;
más rápido! -le advirtió Ozono-. ¡Sé que debes de estar cansada, pero si
estamos aquí demasiado tiempo, no podremos sobrevivir!
La alpaca hacía
gestos con su cabeza en señal de aprobación. Llegaron cuando el Sol calentaba
tanto que ambos tenían la sensación de derretirse.
–¡Vamos Chaska,
Salta, Salta!
La alpaca tenía
miedo. Jamás había hecho ese viaje. Además temía por la vida del niño en el
caso de que cayera al vacío y no a la Tierra. Pero muy pronto percibió el fuego
en el Sol que casi lo cubría en su totalidad.
-¡Salta Chaska o
nos vamos a morir!
El viejo animal
saltó con todas sus fuerzas. Sus patas delanteras apenas se aferraron a la
nieve de la Tierra que ya comenzaba a quebrarse, por el calor.
-¡Muy bien,
Chaskita! –dijo el niño abrazando su pescuezo-. Te debo la vida. Eres una
alpaca linda; muy linda y valiente…
El niño observó
que la Tierra era muy diferente del Sol.
Era blanca, por la nieve que la cubría y en el camino encontraban cristalinas lagunas donde unos patos, que
Ozono y Chaska, creían colibríes,
nadaban sobre ellas.
-¡Mira, Chaska, este lugar está cubierto de hielo! ¡Mira esos
pequeños helechos, esa pequeña laguna, esos pequeños perros que parecen
ratones!… Es como si todo fuera hecho por enanos.
Chaska, sin embargo meneó la cabeza y señaló
con su hocico una colina al costado de la cual se levantaba un objeto
verdaderamente grande.
-¿Qué es esa
cosa, Chaska?, parece una planta grande –dijo Ozono-. Nada es aquí del tamaño
de nosotros, sólo esa planta.
Y era uno de los tantos árboles en quienes el
Sol había transformado a algunos de sus propios habitantes congelados en la
Tierra
Luego de mucho
tiempo de viajar, encontraron una caverna en donde la nieve casi se había
derretido por completo. Allí se refugiaron y se echaron a dormir.
De pronto, en
medio de su sueño, el niño sintió que algo le tocaba la espalda. Era la pata de
Chaska.
-¿Qué haces
despierta, Chaska? ¡Duérmete!
La inmensa alpaca
estaba enferma. Quién sabe si era por la pena de ver su mundo al otro lado,
destruido, por su falta de costumbre a la Tierra o porque ya era muy vieja para
seguir viviendo. Recogió sus patas y bajó la cabeza, para que su pequeño amigo
se la acariciara.
-¡Chaskita, qué
te pasa! –dijo el niño. Y en el momento vio que el animal guardaba un bulto
debajo de su cuerpo; era una hermosa capa. El pequeño se alegró. Pero ese breve
instante de regocijo terminó al ver que
la parte trasera de una de sus patas estaba pelada.
-Chaska,
Chaskita, ¿me has tejido una linda capa con la lana de tu cuerpo, sabiendo que
te sería a ti útil, con el frío que hace aquí?
La alpaca cerró
los ojos y se dejó caer en el suelo. Había muerto.
-¡Mi Chaskita,
por qué hiciste eso! ¡Por qué lo hiciste! –dijo el niño que lloraba al ver
muerta a su amiga de toda la vida.
Enterró a Chaska
en la cueva que los había cobijado y salió después a buscar alimento. Toda la
nieve que había en la Tierra para entonces se había derretido y Por el
contrario, hacía un calor insoportable, era como si el ardor del Sol estuviera
próximo a llegar a la Tierra. En ese momento vio a unos hombres que al parecer
se quejaban de que sería imposible vivir dentro de poco.
-Señor Científico,
¡díganos que está pasando que la nieve de La Tierra se ha derretido! – exclamó
el Duque.
-Es el calor del
Sol, señor Duque. Vamos a morir achicharrados. Sólo un milagro podría salvarnos
-¡Qué milagro!,
díganos. ¿Hay que destruir el Sol? –decía el Duque que era además de ambicioso
una persona de poca inteligencia.
-No, señor Duque,
creo que el problema comenzó cuando nos trajimos el oro de allá - respondió el
Científico-. Hicimos muy mal señor. Quizás si le devolviéramos su oro el Sol se
apiade de nosotros.
-¡Yo no devolveré
nada! –dijo el Duque. Prefiero morirme así.
-Allá usted,
señor. Veré si puedo convencer a los demás…
El
Científico se marchó bastante
arrepentido de haber participado en el robo de oro del Sol, pero ya era tarde.
Estaba cabizbajo y preocupado. Sudaba mucho y dudaba que alguien quisiera
devolver al Sol un solo pedazo del precioso metal.
Ozono lo había
observado todo. Sentía lástima por lo que habían hecho esos infelices, sobre
todo por el Científico. Quiso ayudarlo, pero temía que los hombres lo vieran;
Ozono era un humano del Sol, un gigante en la Tierra y era posible que si lo
vieran los hombres, confundiéndolo con un monstruo, asustados, terminaran
matándolo a pedradas. Casi ya estaba resignado a que la tierra se consumiera
cuando de pronto sintió una voz. Era el Sol.
-¡Hola, Ozono!
-¡Pero si eres tú
quien habla, Sol! –respondió el niño.
-Pensarás que he
sido muy cruel y vengativo desde que dejé que desaparezcan el resto de tus
amigos del Sol. Todo lo contrario, no permití que mueran en la Tierra y los
convertí en seres como el que está frente a ti.
Ozono vio el
hermoso árbol y quedó maravillado. Sus dos corazones, como los tenían los
humanos del Sol, latieron al mismo tiempo e intensamente, por la emoción.
-Son muy bellos,
Sol –exclamó Ozono al observar a lo lejos otros árboles-, pero si tu fuego
sigue calentando la Tierra ellos morirán…, moriremos todos: ellos, yo y los que
viven en este lugar.
-Mira, Ozono,
esto es algo que yo mismo no entiendo. Trato de olvidar lo que hicieron los
terrícolas, pero ha sido tanto el daño que me han hecho que me temo que este
fuego de mi cólera jamás se apague. Entonces, como me dijo la Luna, sólo puedo
hacer una cosa, alejarme.
-¿Alejarte? -dijo
Ozono, sorprendido por su decisión.
-Sí, me alejaré de la Tierra para no acabar
con la vida que hay allí. Si yo me alejo un poco, entonces tú, los árboles y
tus amigos terrícolas podrán vivir tranquilamente. ¿Te sigo pareciendo injusto
todavía, Ozono?
-Gracias, Sol.
Aquí te lo agradecerán –dijo con alegría el niño.
-No creo,
-contestó con desesperanza el Sol-. Pero de todos modos me alejaré. Sólo te
pido un favor, Ozono, sé que eres un niño muy hábil: Teje una manta, una
gigantesca manta que envuelva a la Tierra, pues me avergonzaría que ella no vea
enfrente a su gran amigo de cuerpo dorado, sino a esta bola de fuego sin gracia
en la que me he convertido. Téjela y sé feliz porque se salvarán los habitantes
de la Tierra.
El niño se lo
prometió. En realidad jamás había tejido algo, pero luego pensó en la bonita capa que le había tejido Chaska,
le serviría como modelo para tejer una manta tan grande que pudiera envolver a
la Tierra. Luego se encontró con otro problema. ¿Con qué la tejería, si los
hombres se habían apoderado de todos los animales que tenían lana? Si se
acercaba a los rebaños era posible que se encontrase con manadas de lobos y sobre todo, con hombres.
En ello se quedó
pensando mucho tiempo. Hasta que se decidió por algo que en realidad no
deseaba, pero que era el único camino.
-Lo único que
podré hacer es tejer la manta con la propia lana de Chaska –afirmó apenado
Ozono-. Tendré que desenterrarte, Chaskita. Después de todo eres bastante
grande, y si llego a hilar muy pero muy fino, es posible que con tu lana haga
una manta que cubra la Tierra.
El niño fue a
desenterrar a Chaska con mucha tristeza, peló totalmente su lana y la deshizo
en finísimos hilos con los que comenzó a tejer. Día y noche tejía, esperando
cumplir la promesa que le hizo al Sol y en ese espacio de tiempo pasaron muchos
años, ya que la Tierra es muy grande y una manta de esas medidas no podía
hacerse de un día para otro. En esa cueva vivió únicamente con el deseo de
terminar la manta para el Sol, y salía
sólo por las noches para alimentarse de algunas raíces que crecían alrededor.
Cuando el
finísimo hilo de la madeja se había agotado y la manta ya estuvo lista, Ozono
había dejado de ser niño hacía ya muchísimo tiempo, tenía nada menos que 109
años. El Sol había cumplido, mucho tiempo atrás, su promesa de retirarse, pero
aún quedaba pendiente el cubrir la Tierra con la manta acabada.
-¡La tengo! Ya
está la manta. ¡Soy feliz! ¡Soy feliz! –dijo Ozono, cuando era ya muy viejo, y
la extendió, Era tan grande como ninguna
otra cosa en este mundo y pesaba tan poco que el viento la levantó apenas
estuvo terminada. El viejo ozono se llenó de satisfacción. Había sobrevivido
hasta los 109 años sólo para ver terminada su obra y en ese momento de alegría
infinita, al fin pudo morir con una sonrisa en los labios.
El Sol al ver la
manta desde lejos fue dichoso y le puso como nombre ‘la Capa de Ozono’, pues
era justo que todos recordaran el nombre de quien había pasado nada menos que
un siglo tejiéndola.
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