EL GORRO DE DORMIR DEL SOLTERÓN
Hay en Copenhague una calle que lleva el extraño nombre de «Hyskenstraede» (Callejón de Hysken). ¿Por qué se llama así y qué significa su nombre? Hay quien dice que es de origen alemán, aunque esto sería atropellar esta lengua, pues en tal caso Hysken sería: «Häuschen», palabra que significa «casitas». Las tales casitas, por espacio de largos años, sólo fueron barracas de madera, casi como las que hoy vemos en las ferias, tal vez un poco mayores, y con ventanas, que en vez de cristales tenían placas de cuerno o de vejiga, pues el poner vidrios en las ventanas era en aquel tiempo todo un lujo. De esto, empero, hace tanto tiempo, que el bisabuelo decía, al hablar de ello: «Antiguamente...». Hoy hace de ello varios siglos.
Los ricos comerciantes de Brema y Lubeck negociaban en Copenhague. Ellos no venían en persona, sino que enviaban a sus dependientes, los cuales se alojaban en los barracones de la Calleja de las casitas, y en ellas vendían su cerveza y sus especias. La cerveza alemana era entonces muy estimada, y la había de muchas clases: de Brema, de Prüssinger, de Ems, sin faltar la de Brunswick. Vendían luego una gran variedad de especias: azafrán, anís, jengibre y, especialmente, pimienta. Ésta era la más estimada, y de aquí que a aquellos vendedores se les aplicara el apodo de «pimenteros». Cuando salían de su país, contraían el compromiso de no casarse en el lugar de su trabajo. Muchos de ellos llegaban a edad avanzada y tenían que cuidar de su persona, arreglar su casa y apagar la lumbre - cuando la tenían -. Algunos se volvían huraños, como niños envejecidos, solitarios, con ideas y costumbres especiales. De ahí viene que en Dinamarca se llame «pimentero» a todo hombre soltero que ha llegado a una edad más que suficiente para casarse. Hay que saber todo esto para comprender mi cuento.
Es costumbre hacer burla de los «pimenteros» o solterones, como decimos aquí; una de sus bromas consiste en decirle que se vayan a acostar y que se calen el gorro de dormir hasta los ojos.
Corta, corta, madera,
¡ay de ti, solterón!
El gorro de dormir se acuesta contigo,
en vez de un tesorito lindo y fino.
Sí, esto es lo que les cantan. Se burlan del solterón y de su gorro de noche, precisamente porque conocen tan mal a uno y otro. ¡Ay, no deseéis a nadie el gorro de dormir! ¿Por qué? Escuchad:
Antaño, la Calleja de las Casitas no estaba empedrada; salías de un bache para meterte en un hoyo, como en un camino removido por los carros, y además era muy angosta. Las casuchas se tocaban, y era tan reducido el espacio que mediaba entre una hilera y la de enfrente, que en verano solían tender una cuerda desde un tenducho al opuesto; toda la calle olía a pimienta, azafrán y jengibre. Detrás de las mesitas no solía haber gente joven; la mayoría eran solterones, los cuales no creáis que fueran con peluca o gorro de dormir, pantalón de felpa, y chaleco y chaqueta abrochados hasta el cuello, no; aunque ésta era, en efecto, la indumentaria del bisabuelo de nuestro bisabuelo, y así lo vemos retratado. Los «pimenteros» no contaban con medios para hacerse retratar, y es una lástima que no tengamos ahora el cuadro de uno de ellos, retratado en su tienda o yendo a la iglesia los días festivos. El sombrero era alto y de ancha ala, y los más jóvenes se lo adornaban a veces con una pluma; la camisa de lana desaparecía bajo un cuello vuelto, de hilo blanco; la chaqueta quedaba ceñida y abrochada de arriba abajo; la capa colgaba suelta sobre el cuerpo, mientras los pantalones bajaban rectos hasta los zapatos, de ancha punta, pues no usaban medias. Del cinturón colgaban el cuchillo y la cuchara para el trabajo de la tienda, amén de un puñal para la propia defensa, lo cual era muy necesario en aquellos tiempos. Justamente así iba vestido los días de fiesta el viejo Antón, uno de los solterones más empedernidos de la calleja; sólo que en vez del sombrero alto llevaba una capucha, y debajo de ella un gorro de punto, un auténtico gorro de dormir. Se había acostumbrado a llevarlo, y jamás se lo quitaba de la cabeza; y tenía dos gorros de éstos. Su aspecto pedía a voces el retrato: era seco como un huso, tenía la boca y los ojos rodeados de arrugas, largos dedos huesudos y cejas grises y erizadas. Sobre el ojo izquierdo le colgaba un gran mechón que le salía de un lunar; no puede decirse que lo embelleciera, pero al menos servía para identificarlo fácilmente. Se decía de él que era de Brema, aunque en realidad no era de allí, pero sí vivía en Brema su patrón. Él era de Turingia, de la ciudad de Eisenach, en la falda de la Wartburg. El viejo Antón solía hablar poco de su patria chica, pero tanto más pensaba en ella.
No era usual que los viejos vendedores de la calle se reunieran, sino que cada cual permanecía en su tenducho, que se cerraba al atardecer, y entonces la calleja quedaba completamente oscura; sólo un tenue resplandor salía por la pequeña placa de cuerno del rejado, y en el interior de la casucha, el viejo, sentado generalmente en la cama con su libro alemán de cánticos, entonaba su canción nocturnal o trajinaba hasta bien entrada la noche, ocupado en mil quehaceres. Divertido no lo era, a buen seguro. Ser forastero en tierra extraña es condición bien amarga. Nadie se preocupa de uno, a no ser que le estorbe. Y entonces la preocupación lleva consigo el quitárselo a uno de encima.
En las noches oscuras y lluviosas, la calle aparecía por demás lúgubre y desierta. No había luz; sólo un diminuto farol colgaba en el extremo, frente a una imagen de la Virgen pintada en la pared. Se oía tamborilear y chapotear el agua sobre el cercano baluarte, en dirección a la presa de Slotholm, cerca de la cual desembocaba la calle. Las veladas así resultan largas y aburridas, si no se busca en qué ocuparlas: no todos los días hay que empaquetar o desempaquetar, liar cucuruchos, limpiar los platillos de la balanza; hay que idear alguna otra cosa, que es lo que hacía nuestro viejo Antón: se cosía sus prendas o remendaba los zapatos. Por fin se acostaba, conservando puesto el gorro; se lo calaba hasta los ojos, y unos momentos después volvía a levantarlo, para cerciorarse de que la luz estaba bien apagada. Palpaba el pábilo, apretándolo con los dedos, y luego se echaba del otro lado, volviendo a encasquetarse el gorro. Pero muchas veces se le ocurría pensar: ¿no habrá quedado un ascua encendida en el braserillo que hay debajo de la mesa? Una chispita que quedara encendida, podía avivarse y provocar un desastre. Y volvía a levantarse, bajaba la escalera de mano - pues otra no había - y, llegado al brasero y comprobado que no se veía ninguna chispa, regresaba arriba. Pero no era raro que, a mitad de camino, le asaltase la duda de si la barra de la puerta estaría bien puesta, y las aldabillas bien echadas. Y otra vez abajo sobre sus escuálidas piernas, tiritando y castañeteándole los dientes, hasta que volvía a meterse en cama, pues el frío es más rabioso que nunca cuando sabe que tiene que marcharse. Cubríase bien con la manta, se hundía el gorro de dormir hasta más abajo de los ojos y procuraba apartar sus pensamientos del negocio y de las preocupaciones del día. Mas no siempre conseguía aquietarse, pues entonces se presentaban viejos recuerdos y descorrían sus cortinas, las cuales tienen a veces alfileres que pinchan. ¡Ay!, exclama uno; y se la clavan en la carne y queman, y las lágrimas le vienen a los ojos. Así le ocurría con frecuencia al viejo Antón, que a veces lloraba lágrimas ardientes, clarísimas perlas que caían sobre la manta o al suelo, resonando como acordes arrancados a una cuerda dolorida, como si salieran del corazón. Y al evaporarse, se inflamaban e iluminaban en su mente un cuadro de su vida que nunca se borraba de su alma. Si se secaba los ojos con el gorro, quedaban rotas las lágrimas y la imagen, pero no su fuente, que brotaba del corazón. Aquellos cuadros no se presentaban por el orden que habían tenido en la realidad; lo corriente era que apareciesen los más dolorosos, pero también acudían otros de una dulce tristeza, y éstos eran los que entonces arrojaban las mayores sombras.
Todos reconocen cuán magníficos son los hayedos de Dinamarca, pero en la mente de Antón se levantaba más magnífico todavía el bosque de hayas de Wartburg; más poderosos y venerables le parecían los viejos robles que rodeaban el altivo castillo medieval, con las plantas trepadoras colgantes de los sillares; más dulcemente olían las flores de sus manzanos que las de los manzanos daneses; percibía bien distintamente su aroma. Rodó una lágrima, sonora y luminosa, y entonces vio claramente dos muchachos, un niño y una niña. Estaban jugando. El muchacho tenía las mejillas coloradas, rubio cabello ondulado, ojos azules de expresión leal. Era el hijo del rico comerciante, Antoñito, él mismo. La niña tenía ojos castaños y pelo negro; la mirada, viva e inteligente; era Molly, hija del alcalde. Los dos chiquillos jugaban con una manzana, la sacudían y oían sonar en su interior las pepitas. Cortaban la fruta y se la repartían por igual; luego se repartían también las semillas y se las comían todas menos una; tenían que plantarla, había dicho la niña.
- ¡Verás lo que sale! Saldrá algo que nunca habrías imaginado. Un manzano entero, pero no enseguida.
Y depositaron la semilla en un tiesto, trabajando los dos con gran entusiasmo. El niño abrió un hoyo en la tierra con el dedo, la chiquilla depositó en él la semilla, y los dos la cubrieron con tierra.
Ahora no vayas a sacarla mañana para ver si ha echado raíces - advirtió Molly -; eso no se hace. Yo lo probé por dos veces con mis flores; quería ver si crecían, tonta de mí, y las flores se murieron.
Antón se quedó con el tiesto, y cada mañana, durante todo el invierno, salió a mirarlo, mas sólo se veía la negra tierra. Pero al llegar la primavera, y cuando el sol ya calentaba, asomaron dos hojitas verdes en el tiesto.
- Son yo y Molly - exclamó Antón -. ¡Es maravilloso!
Pronto apareció una tercera hoja; ¿qué significaba aquello? Y luego salió otra, y todavía otra. Día tras día, semana tras semana, la planta iba creciendo, hasta que se convirtió en un arbolillo hecho y derecho.
Y todo eso se reflejaba ahora en una única lágrima, que se deslizó y desapareció; pero otras brotarían de la fuente, del corazón del viejo Antón.
En las cercanías de Eisenach se extiende una línea de montañas rocosas; una de ellas tiene forma redondeada y está desnuda, sin árboles, matorrales ni hierba. Se llama Venusberg, la montaña de Venus, una diosa de los tiempos paganos a quien llamaban Dama Holle; todos los niños de Eisenach lo sabían y lo saben aún. Con sus hechizos había atraído al caballero Tannhäuser, el trovador del círculo de cantores de Wartburg.
La pequeña Molly y Antón iban con frecuencia a la montaña, y un día dijo ella:
- ¿A que no te atreves a llamar a la roca y gritar: ¡«Dama Holle, Dama Holle, abre, que aquí está Tannhäuser!?».
Antón no se atrevió, pero sí Molly, aunque sólo pronunció las palabras: «¡Dama Holle, Dama Holle!» en voz muy alta y muy clara; el resto lo dijo de una manera tan confusa, en dirección del viento, que Antón quedó persuadido de que no había dicho nada. ¡Qué valiente estaba entonces! Tenía un aire tan resuelto, como cuando se reunía con otras niñas en el jardín, y todas se empeñaban en besarlo, precisamente porque él no se dejaba, y la emprendía a golpes, por lo que ninguna se atrevía a ello. Nadie excepto Molly, desde luego.
- ¡Yo puedo besarlo! - decía con orgullo, rodeándole el cuello con los brazos; en ello ponía su pundonor. Antón se dejaba, sin darle mayor importancia. ¡Qué bonita era, y qué atrevida! Dama Holle de la montaña debía de ser también muy hermosa, pero su belleza, decíase, era la engañosa belleza del diablo. La mejor hermosura era la de Santa Isabel, patrona del país, la piadosa princesa turingia, cuyas buenas obras eran exaltadas en romances y leyendas; en la capilla estaba su imagen, rodeada de lámparas de plata; pero Molly no se le parecía en nada.
El manzano plantado por los dos niños iba creciendo de año en año, y llegó a ser tan alto, que hubo que trasplantarlo al aire libre, en el jardín, donde caí el rocío y el sol calentaba de verdad. Allí tomó fuerzas para resistir al invierno. Después del duro agobio de éste, parecía como si en primavera floreciese de alegría. En otoño dio dos manzanas, una para Molly y otra para Antón; menos no hubiese sido correcto.
El árbol había crecido rápidamente, y Molly no le fue a la zaga; era fresca y lozana como una flor del manzano; pero no estaba él destinado a asistir por mucho tiempo a aquella floración. Todo cambia, todo pasa. El padre de Molly se marchó de la ciudad, y Molly se fue con él, muy lejos. En nuestros días, gracias al tren, sería un viaje de unas horas, pero entonces llevaba más de un día y una noche el trasladarse de Eisenach hasta la frontera oriental de Turingia, a la ciudad que hoy llamamos todavía Weimar.
Lloró Molly, y lloró Antón; todas aquellas lágrimas se fundían en una sola, que brillaba con los deslumbradores matices de la alegría. Molly le había dicho que prefería quedarse con él a ver todas las bellezas de Weimar.
EL INTRÉPIDO SOLDADITO DE PLOMO
Éranse una vez veinticinco soldados de plomo, todos hermanos, pues los habían fundido de una misma cuchara vieja. Llevaban el fusil al hombro y miraban de frente; el uniforme era precioso, rojo y azul. La primera palabra que escucharon en cuanto se levantó la tapa de la caja que los contenía fue: «¡Soldados de plomo!». La pronunció un chiquillo, dando una gran palmada. Eran el regalo de su cumpleaños, y los alineó sobre la mesa. Todos eran exactamente iguales, excepto uno, que se distinguía un poquito de los demás: le faltaba una pierna, pues había sido fundido el último, y el plomo no bastaba. Pero con una pierna, se sostenía tan firme como los otros con dos, y de él precisamente vamos a hablar aquí.
En la mesa donde los colocaron había otros muchos juguetes, y entre ellos destacaba un bonito castillo de papel, por cuyas ventanas se veían las salas interiores. Enfrente, unos arbolitos rodeaban un espejo que semejaba un lago, en el cual flotaban y se reflejaban unos cisnes de cera. Todo era en extremo primoroso, pero lo más lindo era una muchachita que estaba en la puerta del castillo. De papel también ella, llevaba un hermoso vestido y una estrecha banda azul en los hombros, a modo de fajín, con una reluciente estrella de oropel en el centro, tan grande como su cara. La chiquilla tenía los brazos extendidos, pues era una bailarina, y una pierna levantada, tanto, qué el soldado de plomo, no alcanzando a descubrirla, acabó por creer que sólo tenía una, como él.
«He aquí la mujer que necesito -pensó-. Pero está muy alta para mí: vive en un palacio, y yo por toda vivienda sólo tengo una caja, y además somos veinticinco los que vivimos en ella; no es lugar para una princesa. Sin embargo, intentaré establecer relaciones».
Y se situó detrás de una tabaquera que había sobre la mesa, desde la cual pudo contemplar a sus anchas a la distinguida damita, que continuaba sosteniéndose sobre un pie sin caerse.
Al anochecer, los soldados de plomo fueron guardados en su caja, y los habitantes de la casa se retiraron a dormir. Éste era el momento que los juguetes aprovechaban para jugar por su cuenta, a "visitas", a "guerra", a "baile"; los soldados de plomo alborotaban en su caja, pues querían participar en las diversiones; mas no podían levantar la tapa. El cascanueces todo era dar volteretas, y el pizarrín venga divertirse en la pizarra. Con el ruido se despertó el canario, el cual intervino también en el jolgorio, recitando versos. Los únicos que no se movieron de su sitio fueron el soldado de plomo y la bailarina; ésta seguía sosteniéndose sobre la punta del pie, y él sobre su única pierna; pero sin desviar ni por un momento los ojos de ella.
El reloj dio las doce y, ¡pum!, saltó la tapa de la tabaquera; pero lo que había dentro no era rapé, sino un duendecillo negro. Era un juguete sorpresa.
- Soldado de plomo -dijo el duende-, ¡no mires así!
Pero el soldado se hizo el sordo.
- ¡Espera a que llegue la mañana, ya verás! -añadió el duende.
Cuando los niños se levantaron, pusieron el soldado en la ventana, y, sea por obra del duende o del viento, abrióse ésta de repente, y el soldadito se precipitó de cabeza, cayendo desde una altura de tres pisos. Fue una caída terrible. Quedó clavado de cabeza entre los adoquines, con la pierna estirada y la bayoneta hacia abajo.
La criada y el chiquillo bajaron corriendo a buscarlo; mas, a pesar de que casi lo pisaron, no pudieron encontrarlo. Si el soldado hubiese gritado: «¡Estoy aquí!», indudablemente habrían dado con él, pero le pareció indecoroso gritar, yendo de uniforme.
He aquí que comenzó a llover; las gotas caían cada vez más espesas, hasta convertirse en un verdadero aguacero. Cuando aclaró, pasaron por allí dos mozalbetes callejeros
- ¡Mira! -exclamó uno-. ¡Un soldado de plomo! ¡Vamos a hacerle navegar! Con un papel de periódico hicieron un barquito, y, embarcando en él. al soldado, lo pusieron en el arroyo; el barquichuelo fue arrastrado por la corriente, y los chiquillos seguían detrás de él dando palmadas de contento. ¡Dios nos proteja! ¡y qué olas, y qué corriente! No podía ser de otro modo, con el diluvio que había caído. El bote de papel no cesaba de tropezar y tambalearse, girando a veces tan bruscamente, que el soldado por poco se marea; sin embargo, continuaba impertérrito, sin pestañear, mirando siempre de frente y siempre arma al hombro.
De pronto, el bote entró bajo un puente del arroyo; aquello estaba oscuro como en su caja.
- «¿Dónde iré a parar? -pensaba-. De todo esto tiene la culpa el duende. ¡Ay, si al menos aquella muchachita estuviese conmigo en el bote! ¡Poco me importaría esta oscuridad!».
De repente salió una gran rata de agua que vivía debajo el puente.
- ¡Alto! -gritó-. ¡A ver, tu pasaporte!
Pero el soldado de plomo no respondió; únicamente oprimió con más fuerza el fusil.
La barquilla siguió su camino, y la rata tras ella. ¡Uf! ¡Cómo rechinaba los dientes y gritaba a las virutas y las pajas:
- ¡Detenedlo, detenedlo! ¡No ha pagado peaje! ¡No ha mostrado el pasaporte!
La corriente se volvía cada vez más impetuosa. El soldado veía ya la luz del sol al extremo del túnel. Pero entonces percibió un estruendo capaz de infundir terror al más valiente. Imaginad que, en el punto donde terminaba el puente, el arroyo se precipitaba en un gran canal. Para él, aquello resultaba tan peligroso como lo sería para nosotros el caer por una alta catarata.
Estaba ya tan cerca de ella, que era imposible evitarla. El barquito salió disparado, pero nuestro pobre soldadito seguía tan firme como le era posible. ¡Nadie podía decir que había pestañeado siquiera! La barquita describió dos o tres vueltas sobre sí misma con un ruido sordo, inundándose hasta el borde; iba a zozobrar. Al soldado le llegaba el agua al cuello. La barca se hundía por momentos, y el papel se deshacía; el agua cubría ya la cabeza del soldado, que, en aquel momento supremo, acordóse de la linda bailarina, cuyo rostro nunca volvería a contemplar. Parecióle que le decían al oído:
«¡Adiós, adiós, guerrero! ¡Tienes que sufrir la muerte!».
Desgarróse entonces el papel, y el soldado se fue al fondo, pero
en el mismo momento se lo tragó un gran pez.
¡Allí sí se estaba oscuro! Peor aún que bajo el puente del arroyo; y, además, ¡tan estrecho! Pero el soldado seguía firme, tendido cuán largo era, sin soltar el fusil.
El pez continuó sus evoluciones y horribles movimientos, hasta que, por fin, se quedó quieto, y en su interior penetró un rayo de luz. Hizose una gran claridad, y alguien exclamó: -¡El soldado de plomo!- El pez había sido pescado, llevado al mercado y vendido; y, ahora estaba en la cocina, donde la cocinera lo abría con un gran cuchillo. Cogiendo por el cuerpo con dos dedos el soldadito, lo llevó a la sala, pues todos querían ver aquel personaje extraño salido del estómago del pez; pero el soldado de plomo no se sentía nada orgulloso. Pusiéronlo de pie sobre la mesa y - ¡qué cosas más raras ocurren a veces en el mundo! - encontróse en el mismo cuarto de antes, con los mismos niños y los mismos juguetes sobre la mesa, sin que faltase el soberbio palacio y la linda bailarina, siempre sosteniéndose sobre la punta del pie y con la otra pierna al aire. Aquello conmovió a nuestro soldado, y estuvo a punto de llorar lágrimas de plomo. Pero habría sido poco digno de él. La miró sin decir palabra.
En éstas, uno de los chiquillos, cogiendo al soldado, lo tiró a la chimenea, sin motivo alguno; seguramente la culpa la tuvo el duende de la tabaquera.
El soldado de plomo quedó todo iluminado y sintió un calor espantoso, aunque no sabía si era debido al fuego o al amor. Sus colores se habían borrado también, a consecuencia del viaje o por la pena que sentía; nadie habría podido decirlo. Miró de nuevo a la muchacha, encontráronse las miradas de los dos, y él sintió que se derretía, pero siguió firme, arma al hombro. Abrióse la puerta, y una ráfaga de viento se llevó a la bailarina, que, cual una sílfide, se levantó volando para posarse también en la chimenea, junto al soldado; se inflamó y desapareció en un instante. A su vez, el soldadito se fundió, quedando reducido a una pequeña masa informe. Cuando, al día siguiente, la criada sacó las cenizas de la estufa, no quedaba de él más que un trocito de plomo; de la bailarina, en cambio, había quedado la estrella de oropel, carbonizada y negra.
EL JABALÍ DE BRONCE
En la ciudad de Florencia, no lejos de la Piazza del Granduca, corre una calle transversal que, si mal no recuerdo, se llama Porta Rossa. En ella, frente a una especie de mercado de hortalizas, se levanta la curiosa figura de un jabalí de bronce, esculpido con mucho arte. Agua límpida y fresca fluye de la boca del animal, que con el tiempo ha tomado un color verde oscuro. Sólo el hocico brilla, como si lo hubiesen pulimentado - y así es en efecto - por la acción de los muchos centenares de chiquillos y pobres que, cogiéndose a él con las manos, acercan la boca a la del animal para beber. Es un bonito cuadro el de la bien dibujada fiera abrazada por un gracioso rapaz medio desnudo, que aplica su fresca boca al hocico de bronce.
A cualquier forastero que llegue a Florencia le es fácil encontrar el lugar; no tiene más que preguntar por el jabalí de bronce al primer mendigo que encuentre, seguro que lo guiarán a él.
Era un anochecer del invierno; las montañas aparecían cubiertas de nieve, pero en el cielo brillaba la luna llena; y la luna llena en Italia es tan luminosa como un día gris de invierno de los países nórdicos; y le gana aún, pues el aire brilla y adquiere relieve, mientras que en el Norte el techo de plomo, frío y lúgubre, deprime al hombre, lo aplasta contra el suelo, ese suelo húmedo y frío que un día cubrirá su ataúd.
Un chiquillo harapiento se había pasado todo el día sentado en el jardín del Gran Duque, bajo el tejado de pinos, donde incluso en invierno florecen las rosas por millares; un chiquillo que podía pasar por la imagen de Italia, tal era de hermoso, sonriente y, sin embargo, enfermizo de aspecto. Sufría hambre y sed, nadie le daba un céntimo y al oscurecer - hora de cerrar el jardín - el portero lo echó. Durante un largo rato se estuvo entregado a sus ensueños en el puente que cruza el Arno, contemplando las estrellas que se reflejaban en el agua, entre él y el magnífico puente de mármol «della Trinitá».
Se dirigió luego hacia el jabalí de bronce, hincó la rodilla al llegar a él y, pasando los brazos alrededor del cuello de la figura, aplicó la boca al reluciente hocico y bebió a grandes tragos de su fresca agua. Al lado yacían unas hojas de lechuga y dos o tres castañas; aquello fue su cena. En la calle no había ni un alma; el chiquillo estaba completamente solo; sentóse sobre el dorso del jabalí, se apoyó hacia delante, de manera que su rizada cabecita descansara sobre la del animal, y, sin darse cuenta, quedóse profundamente dormido.
Al sonar la medianoche, el jabalí de bronce se estremeció, y el niño oyó que decía: - ¡agárrate bien, chiquillo, que voy a correr! -. Y emprendió la carrera, con él a cuestas. ¡Extraño paseo! Primero llegaron a la Piazza del Granduca, donde el caballo de bronce de la estatua del príncipe los acogió relinchando. El policromo escudo de armas de las antiguas casas consistoriales brillaba como si fuese transparente, mientras el David de Miguel Ángel blandía su honda. Por doquier rebullía una vida sorprendente. Los grupos de bronce que representan Perseo y el rapto de las Sabinas se agitaban frenéticamente; de la boca de las mujeres surgió un grito de mortal angustia, que resonó en la gran plaza solitaria.
El jabalí de bronce se detuvo en el Palazzo degli Uffizi, bajo la arcada donde se reúne la nobleza en las fiestas de carnaval. - Agárrate bien - repitió el animal -, vamos a subir por esta escalera -. El niño permanecía callado, entre tembloroso y feliz.
Entraron en una larga galería, que él conocía muy bien; ya antes había estado en ella. De las paredes colgaban magníficos cuadros, y había estatuas y bustos, todo iluminado por vivísima luz, como en pleno día. Pero lo más hermoso vino cuando se abrieron las puertas que daban acceso a una sala contigua. El niño no había olvidado cuán magnífico era aquello, pero nunca lo había visto tan esplendoroso como aquella noche.
Había allí una maravillosa mujer desnuda, como sólo pueden moldearla la Naturaleza y el cincel de los grandes maestros. Movía los graciosos miembros, delfines saltaban a sus pies, la inmortalidad brillaba en sus ojos. El mundo la llama la Venus de Médicis. Todo en torno relucían las estatuas de mármol, en las que la piedra aparecía animada por la vida del espíritu: figuras de hombres magníficos, uno afilando la espada - por eso se le llama el Afilador -, más allá el grupo de los Pugilistas; la espada era aguzada, y los combatientes luchaban por la Diosa de la Belleza.
El chiquillo estaba como deslumbrado por todo aquel esplendor; las paredes ardían de color, y todo era vida y movimiento. Podían verse dos Venus, representando la Venus terrena, turgente y ardorosa, tal como Tiziano la había apretado sobre su corazón. Eran dos soberbias figuras femeninas. Los bellos miembros desnudos se extendían sobre los muelles almohadones; el pecho se levantaba, y la cabeza se movía dejando caer los abundantes rizos en torno a los bien curvados hombros, mientras los oscuros ojos expresaban ardientes pensamientos. Pero ninguno de aquellos personajes osaba salir por completo de su marco. La propia Diosa de la Belleza, los Pugilistas y el Afilador, permanecían en sus puestos, pues la Gloria que irradiaba de la Madonna, de Jesús y San Juan, los mantenía sujetos. Las imágenes de los santos no eran ya imágenes, sino los santos en persona.
¡Qué esplendor y qué belleza de sala en sala! Y el niño lo veía todo; el jabalí de bronce avanzaba paso a paso por entre toda aquella magnificencia. Una visión eclipsaba a la otra, pero una sola imagen se fijó en el alma del niño, seguramente por los niños alegres y dichosos que aparecían en ella, y que el pequeño ya había visto antes a la luz del día.
Son muchos los que pasan por delante de aquel cuadro sin apenas reparar en él, y, sin embargo, encierra un tesoro de poesía. Es Cristo descendiendo a los infiernos; pero a su alrededor no se ve a los condenados, sino a los paganos. El florentino Angiolo Bronzino pintó aquel cuadro, lo más sublime del cual es la certeza reflejada en el rostro de los niños, de que irán al cielo: dos de ellos se abrazan ya; uno, muy chiquitín, tiende la mano a otro que está aún en el abismo, y se señala a sí mismo, como diciendo: «¡Me voy al cielo!». Todos los restantes permanecen indecisos, esperando o inclinándose humildemente ante Jesús Nuestro Señor.
El niño empleó en la contemplación de aquel cuadro mucho más rato que en todos los demás. El jabalí de bronce seguía parado delante de él. Se percibió un leve suspiro; ¿salía de la pintura o del pecho del animal? El niño extendió el brazo hacia los sonrientes pequeñuelos del cuadro, y entonces el jabalí prosiguió su camino, saliendo por el abierto vestíbulo.
- ¡Gracias, y Dios te bendiga, buen animal! - exclamó el muchacho, acariciando a su montura, que bajaba saltando las escaleras.
- ¡Gracias, y Dios te bendiga a ti! - respondió el jabalí -. Yo te he prestado un servicio, y tú me has prestado otro a mí, pues sólo con una criatura inocente sobre el lomo me son dadas fuerzas para correr. ¿Ves?, hasta puedo entrar dentro del círculo de luz que viene de la lámpara colgada ante el cuadro de la Virgen. A todas partes puedo llevarte, excepto a la iglesia; pero si tú estás conmigo, puedo mirar a su interior a través de la puerta abierta. No te apees de mi espalda; si lo haces, caeré muerto, tal como me ves durante el día en la calle de la Porta Rossa.
- Me quedaré contigo, mi buen animal - respondió el niño; y el jabalí emprendió veloz carrera por las calles de Florencia, no deteniéndose hasta llegar a la plaza donde se levanta la iglesia de Santa Croce.
EL JARDINERO Y EL SEÑOR
A una milla de distancia de la capital había una antigua residencia señorial rodeada de gruesos muros, con torres y hastiales.
Vivía allí, aunque sólo en verano, una familia rica y de la alta nobleza. De todos los dominios que poseía, esta finca era la mejor y más hermosa. Por fuera parecía como acabada de construir, y por dentro todo era cómodo y agradable. Sobre la puerta estaba esculpido el blasón de la familia. Magníficas rocas se enroscaban en torno al escudo y los balcones, y una gran alfombra de césped se extendía por el patio. Había allí oxiacantos y acerolos de flores encarnadas, así como otras flores raras, además de las que se criaban en el invernadero.
El propietario tenía un jardinero excelente; daba gusto ver el jardín, el huerto y los frutales. Contiguo quedaba todavía un resto del primitivo jardín del castillo, con setos de arbustos, cortados en forma de coronas y pirámides. Detrás quedaban dos viejos y corpulentos árboles, casi siempre sin hojas; por el aspecto se hubiera dicho que una tormenta o un huracán los había cubierto de grandes terrones de estiércol, pero en realidad cada terrón era un nido.
Moraba allí desde tiempos inmemoriales un montón de cuervos y cornejas. Era un verdadero pueblo de aves, y las aves eran los verdaderos señores, los antiguos y auténticos propietarios de la mansión señorial. Despreciaban profundamente a los habitantes humanos de la casa, pero toleraban la presencia de aquellos seres rastreros, incapaces de levantarse del suelo. Sin embargo, cuando esos animales inferiores disparaban sus escopetas, las aves sentían un cosquilleo en el espinazo; entonces, todas se echaban a volar asustadas, gritando «¡rab, rab!».
Con frecuencia el jardinero hablaba al señor de la conveniencia de cortar aquellos árboles, que afeaban al paisaje. Una vez suprimidos, decía, la finca se libraría también de todos aquellos pajarracos chillones, que tendrían que buscarse otro domicilio. Pero el dueño no quería desprenderse de los árboles ni de las aves; eran algo que formaba parte de los viejos tiempos, y de ningún modo quería destruirlo.
- Los árboles son la herencia de los pájaros; haríamos mal en quitársela, mi buen Larsen.
Tal era el nombre del jardinero, aunque esto no importa mucho a nuestra historia.
- ¿No tienes aún bastante campo para desplegar tu talento, amigo mío? Dispones de todo el jardín, los invernaderos, el vergel y el huerto.
Cierto que lo tenía, y lo cultivaba y cuidaba todo con celo y habilidad, cualidades que el señor le reconocía, aunque a veces no se recataba de decirle que, en casas forasteras, comía frutos y veía flores que superaban en calidad o en belleza a los de su propiedad; y aquello entristecía al jardinero, que hubiera querido obtener lo mejor, y ponía todo su esfuerzo en conseguirlo. Era bueno en su corazón y en su oficio.
Un día su señor lo mandó llamar, y, con toda la afabilidad posible, le contó que la víspera, hallándose en casa de unos amigos, le habían servido unas manzanas y peras tan jugosas y sabrosas, que habían sido la admiración de todos los invitados. Cierto que aquella fruta no era del país, pero convenía importarla y aclimatarla, a ser posible. Se sabía que la habían comprado en la mejor frutería de la ciudad; el jardinero debería darse una vuelta por allí, y averiguar de dónde venían aquellas manzanas y peras, para adquirir esquejes.
El jardinero conocía perfectamente al frutero, pues a él le vendía, por cuenta del propietario, el sobrante de fruta que la finca producía.
Se fue el hombre a la ciudad y preguntó al frutero de dónde había sacado aquellas manzanas y peras tan alabadas.
- ¡Si son de su propio jardín! -respondió el vendedor, mostrándoselas; y el jardinero las reconoció en seguida.
¡No se puso poco contento el jardinero! Corrió a decir a su señor que aquellas peras y manzanas eran de su propio huerto.
El amo no podía creerlo.
- No es posible, Larsen. ¿Podría usted traerme por escrito una confirmación del frutero?
Y Larsen volvió con la declaración escrita.
- ¡Es extraño! -dijo el señor.
En adelante, todos los días fueron servidas a la mesa de Su Señoría grandes bandejas de las espléndidas manzanas y peras de su propio jardín, y fueron enviadas por fanegas y toneladas a amistades de la ciudad y de fuera de ella; incluso se exportaron. Todo el mundo se hacía lenguas. Hay que observar, de todos modos, que los dos últimos veranos habían sido particularmente buenos para los árboles frutales; la cosecha había sido espléndida en todo el país.
Transcurrió algún tiempo; un día el señor fue invitado a comer en la Corte. A la mañana siguiente, Su Señoría mandó llamar al jardinero. Habían servido unos melones producidos en el invernadero de Su Majestad, jugosos y sabrosísimos.
- Mi buen Larsen, vaya usted a ver al jardinero de palacio y pídale semillas de estos exquisitos melones.
- ¡Pero si el jardinero de palacio recibió las semillas de aquí! -respondió Larsen, satisfecho.
- En este caso, el hombre ha sabido obtener un fruto mejor que el nuestro -replicó Su Señoría-. Todos los melones resultaron excelentes.
- Pues me siento muy orgulloso de ello -dijo el jardinero-. Debo manifestar a Vuestra Señoría, que este año el hortelano de palacio no ha tenido suerte con los melones, y al ver lo hermosos que eran los nuestros, y después de haberlos probado, encargó tres de ellos para palacio.
- ¡No, no Larsen! No vaya usted a imaginarse que aquellos melones eran de esta propiedad.
- Pues estoy seguro de que lo eran -. Y se fue a ver al jardinero de palacio, y volvió con una declaración escrita de que los melones servidos en la mesa real procedían de la finca de Su Señoría.
Aquello fue una nueva sorpresa para el señor, quien divulgó la historia, mostrando la declaración. Y de todas partes vinieron peticiones de que se les facilitaran pepitas de melón y esquejes de los árboles frutales.
Recibiéronse noticias de que éstos habían cogido bien y de que daban frutos excelentes, hasta el punto de que se les dio el nombre de Su Señoría, que, por consiguiente, pudo ya leerse en francés, inglés y alemán.
¡Quién lo hubiera pensado!
«¡Con tal de que al jardinero no se le suban los humos a la cabeza!», pensó el señor.
Pero el hombre se lo tomó de modo muy distinto. Deseoso de ser considerado como uno de los mejores jardineros del país, esforzóse por conseguir año tras año los mejores productos. Mas con frecuencia tenía que oír que nunca conseguía igualar la calidad de las peras y manzanas de aquel año famoso. Los melones seguían siendo buenos, pero ya no tenían aquel perfume. Las fresas podían llamarse excelentes, pero no superiores a las de otras fincas, y un año en que no prosperaron los rábanos, sólo se habló de aquel fracaso, sin mencionarse los productos que habían constituido un éxito auténtico.
El dueño parecía experimentar una sensación de alivio cuando podía decir: - ¡Este año no estuvo de suerte, amigo Larsen! -. Y se le veía contentísimo cuando podía comentar: - Este año sí que hemos fracasado.
Un par de veces por semana, el jardinero cambiaba las flores de la habitación, siempre con gusto exquisito y muy bien dispuestas; las combinaba de modo que resaltaran sus colores.
- Tiene usted buen gusto, Larsen - decíale Su Señoría -. Es un don que le ha concedido Dios, no es obra suya.
Un día se presentó el jardinero con una gran taza de cristal que contenía un pétalo de nenúfar; sobre él, y con el largo y grueso tallo sumergido en el agua, había una flor radiante, del tamaño de un girasol.
- ¡El loto del Indostán! - exclamó el dueño.
Jamás habían visto aquella flor; durante el día la pusieron al sol, y al anochecer a la luz de una lámpara. Todos los que la veían la encontraban espléndida y rarísima; así lo manifestó incluso la más distinguida de las señoritas del país, una princesa, inteligente y bondadosa por añadidura.
Su Señoría tuvo a honor regalársela, y la princesa se la llevó a palacio.
Entonces el propietario se fue al jardín con intención de coger otra flor de la especie, pero no encontró ninguna, por lo que, llamando al jardinero, le preguntó de dónde había sacado el loto azul.
- La he estado buscando inútilmente - dijo el señor -. He recorrido los invernaderos y todos los rincones del jardín.
- No, desde luego allí no hay - dijo el jardinero -. Es una vulgar flor del huerto. Pero, ¿verdad que es bonita? Parece un cacto azul y, sin embargo, no es sino la flor de la alcachofa.
- Pues tenía que habérmelo advertido -exclamó Su Señoría-. Creímos que se trataba de una flor rara y exótica. Me ha hecho usted tirarme una plancha con la princesa. Vio la flor en casa, la encontró hermosa; no la conocía, a pesar de que es ducha en Botánica, pero esta Ciencia nada tiene de común con las hortalizas. ¿Cómo se le ocurrió, mi buen Larsen, poner una flor así en la habitación? ¡Es ridículo!
Y la hermosa flor azul procedente del huerto fue desterrada del salón de Su Señoría, del que no era digna, y el dueño fue a excusarse ante la princesa, diciéndole que se trataba simplemente de una flor de huerto traída por el jardinero, el cual había sido debidamente reconvenido.
- Pues es una lástima y una injusticia -replicó la princesa-. Nos ha abierto los ojos a una flor de adorno que despreciábamos, nos ha mostrado la belleza donde nunca la habíamos buscado. Quiero que el jardinero de palacio me traiga todos los días, mientras estén floreciendo las alcachofas, una de sus flores a mi habitación.
Y la orden se cumplió.
Su Señoría mandó decir al jardinero que le trajese otra flor de alcachofa.
- Bien mirado, es bonita -observó- y muy notable -. Y encomió al jardinero.
«Esto le gusta a Larsen -pensó-. Es un niño mimado».
Un día de otoño estalló una horrible tempestad, que arreció aún durante la noche, con tanta furia que arrancó de raíz muchos grandes árboles de la orilla del bosque y, con gran pesar de Su Señoría - un «gran pesar» lo llamó el señor -, pero con gran contento del jardinero, también los dos árboles pelados llenos de nidos. Entre el fragor de la tormenta pudo oírse el graznar alborotado de los cuervos y cornejas; las gentes de la casa afirmaron que golpeaban con las alas en los cristales.
- Ya estará usted satisfecho, Larsen -dijo Su Señoría-; la tempestad ha derribado los árboles, y las aves se han marchado al bosque. Aquí nada queda ya de los viejos tiempos; ha desaparecido toda huella, toda señal de ellos. Pero a mí esto me apena.
El jardinero no contestó. Pensaba sólo en lo que habla llevado en la cabeza durante mucho tiempo: en utilizar aquel lugar soleado de que antes no disponía. Lo iba a transformar en un adorno del jardín, en un objeto de gozo para Su Señoría.
Los corpulentos árboles abatidos habían destrozado y aplastado los antiquísimos setos con todas sus figuras. El hombre los sustituyó por arbustos y plantas recogidas en los campos y bosques de la región.
A ningún otro jardinero se le había ocurrido jamás aquella idea. Él dispuso los planteles teniendo en cuenta las necesidades de cada especie, procurando que recibiesen el sol o la sombra, según las características de cada una. Cuidó la plantación con el mayor cariño, y el conjunto creció magníficamente.
Por la forma y el color, el enebro de Jutlandia se elevó de modo parecido al ciprés italiano; lucía también, eternamente verde, tanto en los fríos invernales como en el calor del verano, la brillante y espinosa oxiacanta. Delante crecían helechos de diversas especies, algunas de ellas semejantes a hijas de palmeras, y otras, parecidas a los padres de esa hermosa y delicada planta que llamamos culantrillo. Estaba allí la menospreciada bardana, tan linda cuando fresca, que habría encajado perfectamente en un ramillete. Estaba en tierra seca, pero a mayor profundidad que ella y en suelo húmedo crecía la acedera, otra planta humilde y, sin embargo, tan pintoresca y bonita por su talla y sus grandes hojas. Con una altura de varios palmos, flor contra flor, como un gran candelabro de muchos brazos, levantábase la candelaria, trasplantada del campo. Y no faltaban tampoco las aspérulas, dientes de león y muguetes del bosque, ni la selvática cala, ni la acederilla trifolia. Era realmente magnífico.
Delante, apoyadas en enrejados de alambre, crecían, en línea, perales enanos de procedencia francesa. Como recibían sol abundante y buenos cuidados, no tardaron en dar frutos tan jugosos como los de su tierra de origen.
En lugar de los dos viejos árboles pelados erigieron un alta asta de bandera, en cuya cima ondeaba el Danebrog, y a su lado fueron clavadas otras estacas, por las que, en verano y otoño, trepaban los zarcillos del lúpulo con sus fragantes inflorescencias en bola, mientras en invierno, siguiendo una antigua costumbre, se colgaba una gavilla de avena con objeto de que no faltase la comida a los pajarillos del cielo en la venturosa época de las Navidades.
- ¡En su vejez, nuestro buen Larsen se nos vuelve sentimental! -decía Su Señoría-. Pero nos es fiel y adicto.
Por Año Nuevo, una revista ilustrada de la capital publicó una fotografía de la antigua propiedad señorial. Aparecía en ella el asta con la bandera danesa y la gavilla de avena para las avecillas del cielo en los alegres días navideños. El hecho fue comentado y alabado como una idea simpática, que resucitaba, con todos sus honores, una vieja costumbre.
- Resuenan las trompetas por todo lo que hace ese Larsen. ¡Es un hombre afortunado! Casi hemos de sentirnos orgullosos de tenerlo.
Pero no se sentía orgulloso el gran señor. Se sentía sólo el amo que podía despedir a Larsen, pero que no lo hacía. Era una buena persona, y de esta clase hay muchas, para suerte de los Larsen.
Y ésta es la historia «del jardinero y el señor».
Detente a pensar un poco en ella.
EL LIBRO MUDO
Junto a la carretera que cruzaba el bosque se levantaba una granja solitaria; la carretera pasaba precisamente a su través. Brillaba el sol, todas las ventanas estaban abiertas; en el interior reinaba gran movimiento, pero en la era, entre el follaje de un saúco florido, había un féretro abierto, con un cadáver que debía recibir sepultura aquella misma mañana. Nadie velaba a su lado, nadie lloraba por el difunto, cuyo rostro aparecía cubierto por un paño blanco. Bajo la cabeza tenía un libro muy grande y grueso; las hojas eran de grandes pliegos de papel secante, y en cada una había, ocultas y olvidadas, flores marchitas, todo un herbario, reunido en diferentes lugares. Debía ser enterrado con él, pues así lo había dispuesto su dueño. Cada flor resumía un capítulo de su vida.
- ¿Quién es el muerto? -preguntamos, y nos respondieron:
- Aquel viejo estudiante de Upsala. Parece que en otros tiempos fue hombre muy despierto, que estudió las lenguas antiguas, cantó e incluso compuso poesías, según decían. Pero algo le ocurrió, y se entregó a la bebida. Decayó su salud, y finalmente vino al campo, donde alguien pagaba su pensión. Era dulce como un niño mientras no lo dominaban ideas lúgubres, pero entonces se volvía salvaje y echaba a correr por el bosque como una bestia acosada. En cambio, cuando habían conseguido volverlo a casa y lo persuadían de que hojease su libro de plantas secas, era capaz de pasarse el día entero mirándolas, y a veces las lágrimas le rodaban por las mejillas; sabe Dios en qué pensaría entonces. Pero había rogado que depositaran el libro en el féretro, y allí estaba ahora. Dentro de poco rato clavarían la tapa, y descansaría apaciblemente en la tumba.
Quitaron el paño mortuorio: la paz se reflejaba en el rostro del difunto, sobre el que daba un rayo de sol; una golondrina penetró como una flecha en el follaje y dio media vuelta, chillando, encima de la cabeza del muerto.
¡Qué maravilloso es - todos hemos experimentado esta impresión - sacar a la luz viejas cartas de nuestra juventud y releerlas! Toda una vida asoma entonces, con sus esperanzas y cuidados. ¡Cuántas veces creemos que una persona con la que estuvimos unidos de corazón, está muerta hace tiempo, y, sin embargo, vive aún, sólo que hemos dejado de pensar en ella, aunque un día pensamos que seguiremos siempre a su lado, compartiendo las penas y las alegrías.
La hoja de roble marchita de aquel libro recuerda al compañero, al condiscípulo, al amigo para toda la vida; prendióse aquella hoja a la gorra de estudiante aquel día que, en el verde bosque, cerraron el pacto de alianza perenne. ¿Dónde está ahora? La hoja se conserva, la amistad se ha desvanecido. Hay aquí una planta exótica de invernadero, demasiado delicada para los jardines nórdicos... Diríase que las hojas huelen aún. Se la dio la señorita del jardín de aquella casa noble. Y aquí está el nenúfar que él mismo cogió y regó con amargas lágrimas, la rosa de las aguas dulces. Y ahí una ortiga; ¿qué dicen sus hojas? ¿Qué estaría pensando él cuando la arrancó para guardarla? Ved aquí el muguete de la soledad selvática, y la madreselva arrancada de la maceta de la taberna, y el desnudo y afilado tallo de hierba.
El florido saúco inclina sus umbelas tiernas y fragantes sobre la cabeza del muerto; la golondrina vuelve a pasar volando y lanzando su trino... Y luego vienen los hombres provistos de clavos y martillo; colocan la tapa encima del difunto, de manera que la cabeza repose sobre el libro... conservado... deshecho.
EL LINO
El lino estaba florido. Tenía hermosas flores azules, delicadas como las alas de una polilla, y aún mucho más finas. El sol acariciaba las plantas con sus rayos, y las nubes las regaban con su lluvia, y todo ello le gustaba al lino como a los niños pequeños cuando su madre los lava y les da un beso por añadidura. Son entonces mucho más hermosos, y lo mismo sucedía con el lino.
- Dice la gente que me sostengo admirablemente -dijo el lino y que me alargo muchísimo; tanto, que hacen conmigo una magnífica pieza de tela. ¡Qué feliz soy! Sin duda soy el más feliz del mundo. Vivo con desahogo y tengo porvenir. ¡Cómo vivifica el sol, y cómo gusta y refresca la lluvia! Mi dicha es completa. Soy el ser más feliz del mundo entero.
- ¡Sí, sí, sí! -dijeron las estacas de la valla-, tú no conoces el mundo, pero lo que es nosotras, nosotras tenemos nudos -y crujían lamentablemente:
Ronca que ronca carraca,
ronca con tesón.
Se terminó la canción.
- No, no se terminó -dijo el lino-. El sol luce por la mañana, la lluvia reanima. Oigo cómo crezco y siento cómo florezco. ¡Soy dichoso, dichoso, más que ningún otro!
Pero un día vinieron gentes que, agarrando al lino por el copete, lo arrancaron de raíz, operación que le dolió. Lo pusieron luego al agua como para ahogarlo, y a continuación sobre el fuego, como para asarlo. ¡Horrible!
«No siempre pueden marchar bien las cosas -suspiró el lino.- Hay que sufrir un poco, así se aprende».
Pero las cosas se pusieron cada vez peor. El lino fue partido y roto, secado y peinado. Él ya no sabía qué pensar de todo aquello. Luego fue a parar a la rueca, ¡y ronca que ronca! No había manera de concentrar las ideas.
«¡He sido enormemente feliz! -pensaba en medio de sus fatigas-. Hay que alegrarse de las cosas buenas de que se ha gozado. ¡Alegría, alegría, vamos!» -. Así gritaba aún, cuando llegó al telar, donde se transformó en una magnífica pieza de tela. Todas las plantas de lino entraron en una pieza.
- ¡Pero esto es extraordinario! Jamás lo hubiera creído. Sí, la fortuna me sigue sonriendo, a pesar de todo. Las estacas sabían bien lo que se decían con su
Ronca que ronca, carraca,
ronca con tesón.
La canción no ha terminado aún, ni mucho menos. No ha hecho más que empezar. ¡Es magnífico! Sí, he sufrido, pero en cambio de mí ha salido algo; soy el más feliz del mundo. Soy fuerte y suave, blanco y largo. ¡Qué distinto a ser sólo una planta, incluso dando flores! Nadie te cuida, y sólo recibes agua cuando llueve. Ahora hay quien me atiende: la muchacha me da la vuelta cada mañana, y al anochecer me riega con la regadera. La propia señora del Pastor ha pronunciado un discurso sobre mí, diciendo que soy el lino mejor de la parroquia. No puede haber una dicha más completa.
Llegó la tela a casa y cayó en manos de las tijeras. ¡Cómo la cortaban, y qué manera de punzarla con la aguja! ¡Verdaderamente no daba ningún gusto! Pero de la tela salieron doce prendas de ropa blanca, de aquellas que es incorrecto nombrar, pero que necesitan todas las personas. ¡Nada menos que doce prendas!
- ¡Mirad! ¡Ahora sí que de mí ha salido algo! Éste era, pues, mi destino. Es espléndido; ahora presto un servicio al mundo, y así es como debe ser; esto da gusto de verdad. Nos hemos convertido en doce, y, sin embargo, seguimos siendo uno y el mismo, somos una docena. ¡Qué sorpresas tiene la suerte!
Pasaron años, ya no podían seguir sirviendo.
- Algún día tendrá que venir el final -decía cada prenda-. Bien me habría gustado durar más tiempo, pero no hay que pedir imposibles.
Fueron cortadas a trozos y convertidas en trapos, por lo que creyeron que estaban listos definitivamente, pues los descuartizaron, estrujaron y cocieron (¡qué sé yo lo que hicieron con ellos!), y he aquí que quedaron transformados en un hermoso papel blanco.
- ¡Caramba, vaya sorpresa! ¡Y sorpresa agradable además! -dijo el papel-. Soy ahora más fino que antes, y escribirán en mí. ¡Las cosas que van a escribir! Ésta sí que es una suerte fabulosa -. Y, en efecto, escribieron en él historias maravillosas, y la gente escuchaba embobada su lectura, pues eran narraciones de la mejor índole, de las que hacen a los hombres mejores y más sabios de lo que fueran antes; era una verdadera bendición lo que decían aquellas palabras escritas.
- Esto es más de cuanto había soñado mientras era una florecita del campo. ¡Cómo podía ocurrírseme que un día iba a llevar la alegría y el saber a los hombres! ¡Aún ahora no acierto a comprenderlo! Y, no obstante, es verdad. Dios Nuestro Señor sabe que nada he hecho por mí mismo, nada más que lo que caía dentro de mis humildes posibilidades. Y, con todo, me depara gozo tras gozo. Cada vez que pienso: «¡Se terminó la canción!», me encuentro elevado a una condición mejor y más alta. Seguramente me enviarán ahora a viajar por el mundo entero, para que todos los hombres me lean. Es lo más probable. Antes daba flores azules; ahora, en lugar de flores, tengo los más bellos pensamientos. ¡Soy el más feliz del mundo!
Pero el papel no salió de viaje, sino que fue enviado a la imprenta, donde todo lo que tenía escrito se imprimió para confeccionar un libro, o, mejor dicho, muchos centenares de libros; pues de esta manera un número infinito de personas podrían extraer de ellos mucho más placer y provecho que si el único papel original hubiese recorrido todo el Globo, con la seguridad de que a mitad de camino habría quedado ya inservible.
«Sí, esto es indudablemente lo más satisfactorio de todo -pensó el papel escrito-. No se me había ocurrido. Me quedo en casa y me tratan con todos los honores, como si fuese el abuelo. Y han escrito sobre mí; justamente sobre mí fluyeron las palabras salidas de la pluma. Yo me quedo, y los libros se marchan. Ahora puede hacerse algo positivo. ¡Qué contento estoy, y qué feliz me siento!».
Después envolvieron el papel, formando un paquetito, y lo pusieron en un cajón.
- Cumplida la misión, conviene descansar -dijo el papel-. Es lógico y razonable recogerse y reflexionar sobre lo que hay en uno. Hasta ahora no supe lo que se encerraba en mí. «Conócete a ti mismo», ahí está el progreso. ¿Qué vendrá después?. De seguro que algún adelanto; ¡siempre adelante!
Un día echaron todo el papel a la chimenea, pues iban a quemarlo en vez de venderlo al tendero para envolver mantequilla y azúcar. Habían acudido los chiquillos de la casa y formaban círculo; querían verlo arder, y contemplar las rojas chispas en el papel hecho ceniza, aquellas chispas que parecían correr y extinguirse una tras otra con gran rapidez - son los niños que salen de la escuela, y la última chispa es el maestro; a menudo cree uno que se ha marchado ya, y resulta que vuelve a presentarse por detrás.
Y todo el papel formaba un montón en el fuego. ¡Qué modo de echar llamas! «¡Uf!», dijo, y en un santiamén estuvo convertido todo él en una llama, que se elevó mucho más de lo que hiciera jamás la florecita azul del lino, y brilló mucho más también que la blanca tela de hilo. Todas las letras escritas adquirieron instantáneamente un tono rojo, y todas las palabras e ideas quedaron convertidas en llamas.
- ¡Ahora subo en línea recta hacia el Sol! -exclamó en el seno de la llama, y pareció como si mil voces lo dijeran al unísono; y la llama se elevó por la chimenea y salió al exterior. Más sutiles que las llamas, invisibles del todo a los humanos ojos, flotaban seres minúsculos, iguales en número a las flores que había dado el lino. Eran más ligeros aún que la llama que hablan producido, y cuando ésta se extinguió, quedando del papel solamente las negras cenizas, siguieron ellos bailando todavía un ratito, y allí donde tocaban dejaban sus huellas, las chispas rojas. Los niños salían de la escuela, y el maestro, el último de todos. Daba gozo verlo; los niños de la casa, de pie, cantaban junto a las cenizas apagadas:
Ronca que ronca, carraca,
ronca con tesón.
¡Se terminó la canción!
Pero los minúsculos seres invisibles decían a coro:
- ¡La canción no ha terminado, y esto es lo más hermoso de todo! Lo sé, y por eso soy el más feliz del mundo.
Mas esto los niños no pueden oírlo ni entenderlo, ni tienen por qué entenderlo, pues los niños no necesitan saberlo todo.
EL NIDO DE CISNES
Entre los mares Báltico y del Norte hay un antiguo nido de cisnes: se llama Dinamarca. En él nacieron y siguen naciendo cisnes que jamás morirán.
En tiempos remotos, una bandada de estas aves voló, por encima de los Alpes, hasta las verdes llanuras de Milán; aquella bandada de cisnes recibió el nombre de longobardos.
Otra, de brillante plumaje y ojos que reflejaban la lealtad, se dirigió a Bizancio, donde se sentó en el trono imperial y extendió sus amplias alas blancas a modo de escudo, para protegerlo. Fueron los varingos.
En la costa de Francia resonó un grito de espanto ante la presencia de los cisnes sanguinarios, que llegaban con fuego bajo las alas, y el pueblo rogaba:
- ¡Dios nos libre de los salvajes normandos!
Sobre el verde césped de Inglaterra se posó el cisne danés, con triple corona real sobre la cabeza y extendiendo sobre el país el cetro de oro.
Los paganos de la costa de Pomerania hincaron la rodilla, y los cisnes daneses llegaron con la bandera de la cruz y la espada desnuda.
- Todo eso ocurrió en épocas remotísimas - dirás.
También en tiempos recientes se han visto volar del nido cisnes poderosos.
Hízose luz en el aire, hízose luz sobre los campos del mundo; con sus robustos aleteos, el cisne disipó la niebla opaca, quedando visible el cielo estrellado, como si se acercase a la Tierra. Fue el cisne Tycho Brahe.
- Sí, en aquel tiempo - dices -. Pero, ¿y en nuestros días?
Vimos un cisne tras otro en majestuoso vuelo. Uno pulsó con sus alas las cuerdas del arpa de oro, y las notas resonaron en todo el Norte; las rocas de Noruega se levantaron más altas, iluminadas por el sol de la Historia. Oyóse un murmullo entre los abetos y los abedules; los dioses nórdicos, sus héroes y sus nobles matronas, se destacaron sobre el verde oscuro del bosque.
Vimos un cisne que batía las alas contra la peña marmórea, con tal fuerza que la quebró, y las espléndidas figuras encerradas en la piedra avanzaron hasta quedar inundadas de luz resplandeciente, y los hombres de las tierras circundantes levantaron la cabeza para contemplar las portentosas estatuas.
Vimos un tercer cisne que hilaba la hebra del pensamiento, el cual da ahora la vuelta al mundo de país en país, y su palabra vuela con la rapidez del rayo.
Dios Nuestro Señor ama al viejo nido de cisnes construido entre los mares Báltico y Norte.
Dejad si no que otras aves prepotentes se acerquen por los aires con propósito de destruirlo. ¡No lo lograrán jamás! Hasta las crías implumes se colocan en circulo en el borde del nido; bien lo hemos visto. Recibirán los embates en pleno pecho, del que manará la sangre; mas ellos se defenderán con el pico y con las garras.
Pasarán aún siglos, otros cisnes saldrán del nido, que serán vistos y oídos en toda la redondez del Globo, antes de que llegue la hora en que pueda decirse en verdad:
- Es el último de los cisnes, el último canto que sale de su nido.
EL NIÑO TRAVIESO
Érase una vez un anciano poeta, muy bueno y muy viejo. Un atardecer, cuando estaba en casa, el tiempo se puso muy malo; fuera llovía a cántaros, pero el anciano se encontraba muy a gusto en su cuarto, sentado junto a la estufa, en la que ardía un buen fuego y se asaban manzanas.
- Ni un pelo de la ropa les quedará seco a los infelices que este temporal haya pillado fuera de casa -dijo, pues era un poeta de muy buenos sentimientos.
- ¡Ábrame! ¡Tengo frío y estoy empapado! -gritó un niño desde fuera. Y llamaba a la puerta llorando, mientras la lluvia caía furiosa, y el viento hacía temblar todas las ventanas.
- ¡Pobrecillo! -dijo el viejo, abriendo la puerta. Estaba ante ella un rapazuelo completamente desnudo; el agua le chorreaba de los largos rizos rubios. Tiritaba de frío; de no hallar refugio, seguramente habría sucumbido, víctima de la inclemencia del tiempo.
- ¡Pobre pequeño! -exclamó el compasivo poeta, cogiéndolo de la mano-. ¡Ven conmigo, que te calentaré! Voy a darte vino y una manzana, porque eres tan precioso.
Y lo era, en efecto. Sus ojos parecían dos límpidas estrellas, y sus largos y ensortijados bucles eran como de oro puro, aun estando empapados. Era un verdadero angelito, pero estaba pálido de frío y tirítaba con todo su cuerpo. Sostenía en la mano un arco magnifico, pero estropeado por la lluvia; con la humedad, los colores de sus flechas se habían borrado y mezclado unos con otros.
El poeta se sentó junto a la estufa, puso al chiquillo en su regazo, escurrióle el agua del cabello, le calentó las manitas en las suyas y le preparó vino dulce. El pequeño no tardó en rehacerse: el color volvió a sus mejillas, y, saltando al suelo, se puso a bailar alrededor del anciano poeta.
- ¡Eres un rapaz alegre! -dijo el viejo-. ¿Cómo te llamas?
- Me llamo Amor -respondió el pequeño-. ¿No me conoces? Ahí está mi arco, con el que disparo, puedes creerme. Mira, ya ha vuelto el buen tiempo, y la luna brilla.
- Pero tienes el arco estropeado -observó el anciano.
- ¡Mala cosa sería! -exclamó el chiquillo, y, recogiéndolo del suelo, lo examinó con atención-. ¡Bah!, ya se ha secado; no le ha pasado nada; la cuerda está bien tensa. ¡Voy a probarlo! -. Tensó el arco, púsole una flecha y, apuntando, disparó certero, atravesando el corazón del buen poeta.- ¡Ya ves que mi arco no está estropeado! -dijo, y, con una carcajada, se marchó. ¡Habíase visto un chiquillo más malo! ¡Disparar así contra el viejo poeta, que lo había acogido en la caliente habitación, se había mostrado tan bueno con él y le había dado tan exquisito vino y sus mejores manzanas!
El buen señor yacía en el suelo, llorando; realmente le habían herido en el corazón.
-¡Oh, qué niño tan pérfido es ese Amor! Se lo contaré a todos los chiquillos buenos, para que estén precavidos y no jueguen con él, pues procurará causarles algún daño.
Todos los niños y niñas buenos a quienes contó lo sucedido se pusieron en guardia contra las tretas de Amor, pero éste continuó haciendo de las suyas, pues realmente es de la piel del diablo. Cuando los estudiantes salen de sus clases, él marcha a su lado, con un libro debajo del brazo y vestido con levita negra. No lo reconocen y lo cogen del brazo, creyendo que es también un estudiante, y entonces él les clava una flecha en el pecho. Cuando las muchachas vienen de escuchar al señor cura y han recibido ya la confirmación él las sigue también. Sí, siempre va detrás de la gente. En el teatro se sienta en la gran araña, y echa llamas para que las personas crean que es una lámpara, pero ¡quiá!; demasiado tarde descubren ellas su error. Corre por los jardines y en torno a las murallas. Sí, un día hirió en el corazón a tu padre y a tu madre. Pregúntaselo, verás lo que te dicen. Créeme, es un chiquillo muy travieso este Amor; nunca quieras tratos con él; acecha a todo el mundo. Piensa que un día disparó, una flecha hasta a tu anciana abuela; pero de eso hace mucho tiempo. Ya pasó, pero ella no lo olvida. ¡Caramba con este diablillo de Amor! Pero ahora ya lo conoces y sabes lo malo que es.
EL PACTO DE AMISTAD
No hace mucho que volvimos de un viajecito, y ya estamos impacientes por emprender otro más largo. ¿Adónde? Pues a Esparta, a Micenas, a Delfos. Hay cientos de lugares cuyo solo nombre os alboroza el corazón. Se va a caballo, cuesta arriba, por entre monte bajo y zarzales; un viajero solitario equivale a toda una caravana. Él va delante con su «argoyat», una acémila transporta el baúl, la tienda y las provisiones, y a retaguardia siguen, dándole escolta, una pareja de gendarmes. Al término de la fatigosa jornada, no le espera una posada ni un lecho mullido; con frecuencia, la tienda es su único techo, en medio de la grandiosa naturaleza salvaje. El «argoyat» le prepara la cena: un arroz pilav; miríadas de mosquitos revolotean en torno a la diminuta tienda; es una noche lamentable, y mañana el camino cruzará ríos muy hinchados. ¡Tente firme sobre el caballo, si no quieres que te lleve la corriente!
¿Cuál será la recompensa para tus fatigas? La más sublime, la más rica. La Naturaleza se manifiesta aquí en toda su grandeza, cada lugar está lleno de recuerdos históricos, alimento tanto para la vista como para el pensamiento. El poeta puede cantarlo, y el pintor, reproducirlo en cuadros opulentos; pero el aroma de la realidad, que penetra en los sentidos del espectador y los impregna para toda la eternidad, eso no pueden reproducirlo.
En muchos apuntes he tratado de presentar de manera intuitiva un rinconcito de Atenas y de sus alrededores, y, sin embargo, ¡qué pálido ha sido el cuadro resultante! ¡Qué poco dice de Grecia, de este triste genio de la belleza, cuya grandeza y dolor jamás olvidará el forastero!
Aquel pastor solitario de allá en la roca, con el simple relato de una incidencia de su vida, sabría probablemente, mucho mejor que yo con mis pinturas, abrirte los ojos a ti, que quieres contemplar la tierra de los helenos en sus diversos aspectos.
- Dejémosle, pues, la palabra -dice mi Musa-. El pastor de la montaña nos hablará de una costumbre, una simpática costumbre típica de su país.
Nuestra casa era de barro, y por jambas tenía unas columnas estriadas, encontradas en el lugar donde se construyó la choza. El tejado bajaba casi hasta el suelo, y hoy era negruzco y feo, pero cuando lo colocaron esta a formado por un tejido de florida adelfa y frescas ramas de laurel, traídas de las montañas. En torno a la casa apenas quedaba espacio; las peñas formaban paredes cortadas a pico, de un color negro y liso, y en lo más alto de ellas colgaban con frecuencia jirones de nubes semejantes a blancas figuras vivientes. Nunca oí allí el canto de un pájaro, nunca vi bailar a los hombres al son de la gaita; pero en los viejos tiempos, este lugar era sagrado, y hasta su nombre lo recuerda, pues se llama Delfos. Los montes hoscos y tenebrosos aparecían cubiertos de nieve; el más alto, aquel de cuya cumbre tardaba más en apagarse el sol poniente, era el Parnaso; el torrente que corría junto a nuestra casa bajaba de él, y antaño había sido sagrado también. Hoy, el asno enturbia sus aguas con sus patas, pero la corriente sigue impetuosa y pronto recobra su limpidez. ¡Cómo recuerdo aquel lugar y su santa y profunda soledad! En el centro de la choza encendían fuego, y en su rescoldo, cuando sólo quedaba un espeso montón de cenizas ardientes, cocían el pan. Cuando la nieve se apilaba en torno a la casuca hasta casi ocultarla, mi madre parecía más feliz que nunca; me cogía la cabeza entre las manos, me besaba en la frente y cantaba canciones que nunca le oyera en otras ocasiones, pues los turcos, nuestros amos, no las toleraban. Cantaba:
«En la cumbre del Olimpo, en el bajo bosque de pinos, estaba un viejo ciervo con los ojos llenos de lágrimas; lloraba lágrimas rojas, sí, y hasta verdes y azul celeste: Pasó entonces un corzo:
- ¿Qué tienes, que así lloras lágrimas rojas, verdes y azuladas? - El turco ha venido a nuestra ciudad, cazando con perros salvajes, toda una jauría.
- ¡Los echaré de las islas -dijo el corzo-, los echaré de las islas al mar profundo!-. Pero antes de ponerse el sol el corzo estaba muerto; antes de que cerrara la noche, el ciervo había sido cazado y muerto».
Y cuando mi madre cantaba así, se le humedecían los ojos, y de sus largas pestañas colgaba una lágrima; pero ella la ocultaba y volvía el pan negro en la ceniza. Yo entonces, apretando el puño, decía: -¡Mataremos a los turcos!-. Mas ella repetía las palabras de la canción: «- ¡Los echaré de las islas al mar profundo! -. Pero antes de ponerse el sol, el corzo estaba muerto; antes de que cerrara la noche, el ciervo había sido cazado y muerto».
Llevábamos varios días, con sus noches, solos en la choza, cuando llegó mi padre; yo sabía que iba a traerme conchas del Golfo de Lepanto, o tal vez un cuchillo, afilado y reluciente. Pero esta vez nos trajo una criaturita, una niña desnuda, bajo su pelliza. Iba envuelta en una piel, y al depositarla, desnuda, sobre el regazo de mi madre, vimos que todo lo que llevaba consigo eran tres monedas de plata atadas en el negro cabello. Mi padre dijo que los turcos habían dado muerte a los padres de la pequeña; tantas y tantas cosas nos contó, que durante toda la noche estuve soñando con ello. Mi padre venía también herido; mi madre le vendó el brazo, pues la herida era profunda, y la gruesa pelliza estaba tiesa de la sangre coagulada. La chiquilla sería mi hermana, ¡qué hermosa era! Los ojos de mi madre no tenían más dulzura que los suyos. Anastasia -así la llamaban- sería mi hermana, pues su padre la había confiado al mío, de acuerdo con la antigua costumbre que seguíamos observando. De jóvenes habían trabado un pacto de fraternidad, eligiendo a la doncella más hermosa y virtuosa de toda la comarca para tomar el juramento. Muy a menudo oía yo hablar de aquella hermosa y rara costumbre.
Y, así, la pequeña se convirtió en mi hermana. La sentaba sobre mis rodillas, le traía flores y plumas de las aves montaraces, bebíamos juntos de las aguas del Parnaso, y juntos dormíamos bajo el tejado de laurel de la choza, mientras mi madre seguía cantando, invierno tras invierno, su canción de las lágrimas rojas, verdes y azuladas. Pero yo no comprendía aún que era mi propio pueblo, cuyas innúmeras cuitas se reflejaban en aquellas lágrimas.
Un día vinieron tres hombres; eran francos y vestían de modo distinto a nosotros. Llevaban sus camas y tiendas cargadas en caballerías, y los acompañaban más de veinte turcos, armados con sables y fusiles, pues los extranjeros eran amigos del bajá e iban provistos de cartas de introducción. Venían con el solo objeto de visitar nuestras montañas, escalar el Parnaso por entre la nieve y las nubes, y contemplar las extrañas rocas negras y escarpadas que rodeaban nuestra choza. No cabían en ella, aparte que no podían soportar el humo que, deslizándose por debajo del techo, salía por la baja puerta; por eso levantaron sus tiendas en el reducido espacio que quedaba al lado de la casuca, y asaron corderos y aves, y bebieron vino dulce y fuerte; pero los turcos no podían probarlo.
Al proseguir su camino, yo los acompañé un trecho con mi hermanita Anastasia a la espalda, envuelta en una piel de cabra. Uno de aquellos señores francos me colocó delante de una roca y me dibujó junto con la niña, tan bien, que parecíamos vivos y como si fuésemos una sola persona. Nunca había yo pensado en ello, y, sin embargo, Anastasia y yo éramos uno solo, pues ella se pasaba la vida sentada en mis rodillas o colgada de mi espalda, y cuando yo soñaba, siempre figuraba ella en mis sueños.
EL PATITO FEO
¡Qué hermosa estaba la campiña! Había llegado el verano: el trigo estaba amarillo; la avena, verde; la hierba de los prados, cortada ya, quedaba recogida en los pajares, en cuyos tejados se paseaba la cigüeña, con sus largas patas rojas, hablando en egipcio, que era la lengua que le enseñara su madre. Rodeaban los campos y prados grandes bosques, y entre los bosques se escondían lagos profundos. ¡Qué hermosa estaba la campiña! Bañada por el sol levantábase una mansión señorial, rodeada de hondos canales, y desde el muro hasta el agua crecían grandes plantas trepadoras formando una bóveda tan alta que dentro de ella podía estar de pie un niño pequeño, mas por dentro estaba tan enmarañado, que parecía el interior de un bosque. En medio de aquella maleza, una gansa, sentada en el nido, incubaba sus huevos. Estaba ya impaciente, pues ¡tardaban tanto en salir los polluelos, y recibía tan pocas visitas!
Los demás patos preferían nadar por los canales, en vez de entrar a hacerle compañía y charlar un rato.
Por fin empezaron a abrirse los huevos, uno tras otro. «¡Pip, pip!», decían los pequeños; las yemas habían adquirido vida y los patitos asomaban la cabecita por la cáscara rota.
- ¡cuac, cuac! - gritaban con todas sus fuerzas, mirando a todos lados por entre las verdes hojas. La madre los dejaba, pues el verde es bueno para los ojos.
- ¡Qué grande es el mundo! -exclamaron los polluelos, pues ahora tenían mucho más sitio que en el interior del huevo.
- ¿Creéis que todo el mundo es esto? -dijo la madre-. Pues andáis muy equivocados. El mundo se extiende mucho más lejos, hasta el otro lado del jardín, y se mete en el campo del cura, aunque yo nunca he estado allí. ¿Estáis todos? -prosiguió, incorporándose-. Pues no, no los tengo todos; el huevo gordote no se ha abierto aún. ¿Va a tardar mucho? ¡Ya estoy hasta la coronilla de tanto esperar!
- Bueno, ¿qué tal vamos? -preguntó una vieja gansa que venía de visita.
- ¡Este huevo que no termina nunca! -respondió la clueca-. No quiere salir. Pero mira los demás patitos: ¿verdad que son lindos? Todos se parecen a su padre; y el sinvergüenza no viene a verme.
- Déjame ver el huevo que no quiere romper -dijo la vieja-. Creéme, esto es un huevo de pava; también a mi me engañaron una vez, y pasé muchas fatigas con los polluelos, pues le tienen miedo al agua. No pude con él; me desgañité y lo puse verde, pero todo fue inútil. A ver el huevo. Sí, es un huevo de pava. Déjalo y enseña a los otros a nadar.
- Lo empollaré un poquitín más dijo la clueca-. ¡Tanto tiempo he estado encima de él, que bien puedo esperar otro poco!
- ¡Cómo quieras! -contestó la otra, despidiéndose.
Al fin se partió el huevo. «¡Pip, pip!» hizo el polluelo, saliendo de la cáscara. Era gordo y feo; la gansa se quedó mirándolo:
- Es un pato enorme -dijo-; no se parece a ninguno de los otros; ¿será un pavo? Bueno, pronto lo sabremos; del agua no se escapa, aunque tenga que zambullirse a trompazos.
El día siguiente amaneció espléndido; el sol bañaba las verdes hojas de la enramada. La madre se fue con toda su prole al canal y, ¡plas!, se arrojó al agua. «¡Cuac, cuac!» -gritaba, y un polluelo tras otro se fueron zambullendo también; el agua les cubrió la cabeza, pero enseguida volvieron a salir a flote y se pusieron a nadar tan lindamente. Las patitas se movían por sí solas y todos chapoteaban, incluso el último polluelo gordote y feo.
- Pues no es pavo -dijo la madre-. ¡Fíjate cómo mueve las patas, y qué bien se sostiene! Es hijo mío, no hay duda. En el fondo, si bien se mira, no tiene nada de feo, al contrario. ¡Cuac, cuac! Venid conmigo, os enseñaré el gran mundo, os presentaré a los patos del corral. Pero no os alejéis de mi lado, no fuese que alguien os atropellase; y ¡mucho cuidado con el gato!
Y se encaminaron al corral de los patos, donde había un barullo espantoso, pues dos familias se disputaban una cabeza de anguila. Y al fin fue el gato quien se quedó con ella.
- ¿Veis? Así va el mundo -dijo la gansa madre, afilándose el pico, pues también ella hubiera querido pescar el botín-. ¡Servíos de las patas! y a ver si os despabiláis. Id a hacer una reverencia a aquel pato viejo de allí; es el más ilustre de todos los presentes; es de raza española, por eso está tan gordo. Ved la cinta colorada que lleva en la pata; es la mayor distinción que puede otorgarse a un pato. Es para que no se pierda y para que todos lo reconozcan, personas y animales. ¡Ala, sacudiros! No metáis los pies para dentro. Los patitos bien educados andan con las piernas esparrancadas, como papá y mamá. ¡Así!, ¿veis? Ahora inclinad el cuello y decir: «¡cuac!».
Todos obedecieron, mientras los demás gansos del corral los miraban, diciendo en voz alta:
- ¡Vaya! sólo faltaban éstos; ¡como si no fuésemos ya bastantes! Y, ¡qué asco! Fijaos en aquel pollito: ¡a ése sí que no lo toleramos! -. Y enseguida se adelantó un ganso y le propinó un picotazo en el pescuezo.
- ¡Déjalo en paz! -exclamó la madre-. No molesta a nadie.
- Sí, pero es gordote y extraño -replicó el agresor-; habrá que sacudirlo.
- Tiene usted unos hijos muy guapos, señora -dijo el viejo de la pata vendada-. Lástima de este gordote; ése sí que es un fracaso. Me gustaría que pudiese retocarlo.
- No puede ser, Señoría -dijo la madre-. Cierto que no es hermoso, pero tiene buen corazón y nada tan bien como los demás; incluso diría que mejor. Me figuro que al crecer se arreglará, y que con el tiempo perderá volumen. Estuvo muchos días en el huevo, y por eso ha salido demasiado robusto -. Y con el pico le pellizcó el pescuezo y le alisó el plumaje -. Además, es macho -prosiguió-, así que no importa gran cosa. Estoy segura de que será fuerte y se despabilará.
- Los demás polluelos son encantadores de veras -dijo el viejo-. Considérese usted en casa; y si encuentra una cabeza de anguila, haga el favor de traérmela.
Y de este modo tomaron posesión de la casa.
El pobre patito feo no recibía sino picotazos y empujones, y era el blanco de las burlas de todos, lo mismo de los gansos que de las gallinas. «¡Qué ridículo!», se reían todos, y el pavo, que por haber venido al mundo con espolones se creía el emperador, se henchía como un barco a toda vela y arremetía contra el patito, con la cabeza colorada de rabia. El pobre animalito nunca sabía dónde meterse; estaba muy triste por ser feo y porque era la chacota de todo el corral.
Así transcurrió el primer día; pero en los sucesivos las cosas se pusieron aún peor. Todos acosaban al patito; incluso sus hermanos lo trataban brutalmente, y no cesaban de gritar: - ¡Así te pescara el gato, bicho asqueroso!; y hasta la madre deseaba perderlo de vista. Los patos lo picoteaban; las gallinas lo golpeaban, y la muchacha encargada de repartir el pienso lo apartaba a puntapiés.
EL PEQUEÑO TUK
Pues sí, éste era el pequeño Tuk. En realidad no se llamaba así, pero éste era el nombre que se daba a sí mismo cuando aún no sabía hablar. Quería decir Carlos, es un detalle que conviene saber. Resulta que tenía que cuidar de su hermanita Gustava, mucho menor que él, y luego tenía que aprenderse sus lecciones; pero, ¿cómo atender a las dos cosas a la vez? El pobre muchachito tenía a su hermana sentada sobre las rodillas y le cantaba todas las canciones que sabía, mientras sus ojos echaban alguna que otra mirada al libro de Geografía, que tenía abierto delante de él. Para el día siguiente habría de aprenderse de memoria todas las ciudades de Zelanda y saberse, además, cuanto de ellas conviene conocer.
Llegó la madre a casa y se hizo cargo de Gustavita. Tuk corrió a la ventana y se estuvo leyendo hasta que sus ojos no pudieron más, pues había ido oscureciendo y su madre no tenía dinero para comprar velas.
- Ahí va la vieja lavandera del callejón -dijo la madre, que se había asomado a la ventana-. La pobre apenas puede arrastrarse y aún tiene que cargar con el cubo lleno de agua desde la bomba. Anda, Tuk, sé bueno y ve a ayudar a la pobre viejecita. Harás una buena acción.
Tuk corrió a la calle a ayudarla, pero cuando estuvo de regreso la oscuridad era completa, y como no había que pensar en encender la luz, no tuvo más remedio que acostarse. Su lecho era un viejo camastro y, tendido en él estuvo pensando en su lección de Geografía, en Zelanda y todo lo que había explicado el maestro. Debiera haber seguido estudiando, pero era imposible, y se metió el libro debajo de la almohada, porque había oído decir que aquello ayudaba a retener las lecciones en la mente; pero no hay que fiarse mucho de lo que se oye decir.
Y allí se estuvo piensa que te piensa, hasta que de pronto le pareció que alguien le daba un beso en la boca y en los ojos. Se durmió, y, sin embargo, no estaba dormido; era como si la anciana lavandera lo mirara con sus dulces ojos y le dijera: - Sería un gran pecado que mañana no supieses tus lecciones. Me has ayudado, ahora te ayudaré yo, y Dios Nuestro Señor lo hará, en todo momento.
Y de pronto el libro empezó a moverse y agitarse debajo de la almohada de nuestro pequeño Tuk.
- ¡Quiquiriquí! ¡Put, put! -. Era una gallina que venía de Kjöge.
- ¡Soy una gallina de Kjöge! -gritó, y luego se puso a contar del número de habitantes que allí había, y de la batalla que en la ciudad se había librado, añadiendo empero que en realidad no valía la pena mencionarla-. Otro meneo y zarandeo y, ¡bum!, algo que se cae: un ave de madera, el papagayo del tiro al pájaro de Prastö. Dijo que en aquella ciudad vivían tantos habitantes como clavos tenía él en el cuerpo, y estaba no poco orgulloso de ello-. Thorwaldsen vivió muy cerca de mí. ¡Cataplún! ¡Qué bien se está aquí!
Pero Tuk ya no estaba tendido en su lecho; de repente se encontró montado sobre un caballo, corriendo a galope tendido. Un jinete magníficamente vestido, con brillante casco y flotante penacho, lo sostenía delante de él, y de este modo atravesaron el bosque hasta la antigua ciudad de Vordingborg, muy grande y muy bulliciosa por cierto. Altivas torres se levantaban en el palacio real, y de todas las ventanas salía vivísima luz; en el interior todo eran cantos y bailes: el rey Waldemar bailaba con las jóvenes damas cortesanas, ricamente ataviadas. Despuntó el alba, y con la salida del sol desaparecieron la ciudad, el palacio y las torres una tras otra, hasta no quedar sino una sola en la cumbre de la colina, donde se levantara antes el castillo. Era la ciudad muy pequeña y pobre, y los chiquillos pasaban con sus libros bajo el brazo, diciendo: - Dos mil habitantes -. Pero no era verdad, no tenía tantos.
Y Tuk seguía en su camita, como soñando, y, sin embargo, no soñaba, pero alguien permanecía junto a él.
- ¡Tuquito, Tuquito! -dijeron. Era un marino, un hombre muy pequeñín, semejante a un cadete, pero no era un cadete.
- Te traigo muchos saludos de Korsör. Es una ciudad floreciente, llena de vida, con barcos de vapor y diligencias; antes pasaba por fea y aburrida, pero ésta es una opinión anticuada.
- Estoy a orillas del mar, dijo Korsör; tengo carreteras y parques y he sido la cuna de un poeta que tenía ingenio y gracia; no todos los tienen. Una vez quise armar un barco para que diese la vuelta al mundo, mas no lo hice, aunque habría podido; y, además, ¡huelo tan bien! Pues en mis puertas florecen las rosas más bellas.
Tuk las vio, y ante su mirada todo apareció rojo y verde; pero cuando se esfumaron los colores, se encontró ante una ladera cubierta de bosque junto al límpido fiordo, y en la cima se levantaba una hermosa iglesia, antigua, con dos altas torres puntiagudas. De la ladera brotaban fuentes que bajaban en espesos riachuelos de aguas murmureantes, y muy cerca estaba sentado un viejo rey con la corona de oro sobre el largo cabello; era el rey Hroar de las Fuentes, en las inmediaciones de la ciudad de Roeskilde, como la llaman hoy día. Y todos los reyes y reinas de Dinamarca, coronados de oro, se encaminaban, cogidos de la mano, a la vieja iglesia, entre los sones del órgano y el murmullo de las fuentes. Nuestro pequeño Tuk lo veía y oía todo.
- ¡No olvides los Estados! -le dijo el rey Hroar.
De pronto desapareció todo. ¿Dónde había ido a parar? Daba exactamente la impresión de cuando se vuelve la página de un libro. Y hete aquí una anciana, una escardadera venida de Sorö, donde la hierba crece en la plaza del mercado. Llevaba su delantal de tela gris sobre la cabeza y colgándole de la espalda; estaba muy mojado - seguramente había llovido -. Sí que ha llovido -dijo la mujer, y le contó muchas cosas divertidas de las comedias de Holberg, así como de Waldemar y Absalón. Pero de pronto se encogió toda ella y se puso a mover la cabeza como si quisiera saltar-. ¡Cuac! -dijo-, está mojado, está mojado; hay un silencio de muerte en Sorö -. Se había transformado en rana; ¡cuac!, y luego otra vez en una vieja -. Hay que vestirse según el tiempo -dijo-. ¡Está mojado, está mojado! Mi ciudad es como una botella: se entra por el tapón y luego hay que volver a salir. Antes tenía yo corpulentas anguilas en el fondo de la botella, y ahora tengo muchachos robustos, de coloradas mejillas, que aprenden la sabiduría: ¡griego, hebreo, cuac, cuac! -. Sonaba como si las ranas cantasen o como cuando camináis por el pantano con grandes botas. Era siempre la misma nota, tan fastidiosa, tan monótona, que Tuk acabó por quedarse profundamente dormido, y le sentó muy bien el sueño, porque empezaba a ponerse nervioso.
Pero aun entonces tuvo otra visión, o lo que fuera. Su hermanita Gustava, la de ojos azules y cabello rubio ensortijado, se había convertido en una esbelta muchacha, y, sin tener alas, podía volar. Y he aquí que los dos volaron por encima de Zelanda, por encima de sus verdes bosques y azules lagos.
- ¿Oyes cantar el gallo, Tuquito? ¡Quiquiriquí! Las gallinas salen volando de Kjöge. ¡Tendrás un gallinero, un gran gallinero! No padecerás hambre ni miseria. Cazarás el pájaro, como suele decirse; serás un hombre rico y feliz. Tu casa se levantará altivamente como la torre del rey Waldemar, y estará adornada con columnas de mármol como las de Prastö. Ya me entiendes. Tu nombre famoso dará la vuelta a la Tierra, como el barco que debía partir de Korsör y en Roeskilde - ¡no te olvides de los Estados! dijo el rey Hroar -; hablarás con bondad y talento, Tuquito, y cuando desciendas a la tumba, reposarás tranquilo...
- ¡Como si estuviese en Sorö! - dijo Tuk, y se despertó. Brillaba la luz del día, y el niño no recordaba ya su sueño; pero era mejor así, pues nadie debe saber cuál será su destino. Saltó de la cama, abrió el libro y en un periquete se supo la lección. La anciana lavandera asomó la cabeza por la puerta y, dirigiéndole un gesto cariñoso, le dijo:
- ¡Gracias, - hijo mío, por tu ayuda! Dios Nuestro Señor haga que se convierta en realidad tu sueño más hermoso.
Tuk no sabía lo que había soñado, pero ¿comprendes? Nuestro Señor sí lo sabía.
EL PORQUERIZO
Érase una vez un príncipe que andaba mal de dinero. Su reino era muy pequeño, aunque lo suficiente para permitirle casarse, y esto es lo que el príncipe quería hacer.
Sin embargo, fue una gran osadía por su parte el irse derecho a la hija del Emperador y decirle en la cara: -¿Me quieres por marido?-. Si lo hizo, fue porque la fama de su nombre había llegado muy lejos. Más de cien princesas lo habrían aceptado, pero, ¿lo querría ella?
Pues vamos a verlo.
En la tumba del padre del príncipe crecía un rosal, un rosal maravilloso; florecía solamente cada cinco años, y aun entonces no daba sino una flor; pero era una rosa de fragancia tal, que quien la olía se olvidaba de todas sus penas y preocupaciones. Además, el príncipe tenía un ruiseñor que, cuando cantaba, habríase dicho que en su garganta se juntaban las más bellas melodías del universo. Decidió, pues, que tanto la rosa como el ruiseñor serían para la princesa, y se los envió encerrados en unas grandes cajas de plata.
El Emperador mandó que los llevaran al gran salón, donde la princesa estaba jugando a «visitas» con sus damas de honor. Cuando vio las grandes cajas que contenían los regalos, exclamó dando una palmada de alegría:
- ¡A ver si será un gatito! -pero al abrir la caja apareció el rosal con la magnífica rosa.
- ¡Qué linda es! -dijeron todas las damas.
- Es más que bonita -precisó el Emperador-, ¡es hermosa!
Pero cuando la princesa la tocó, por poco se echa a llorar.
- ¡Ay, papá, qué lástima! -dijo-. ¡No es artificial, sino natural!
- ¡Qué lástima! -corearon las damas-. ¡Es natural!
- Vamos, no te aflijas aún, y veamos qué hay en la otra caja -, aconsejó el Emperador; y salió entonces el ruiseñor, cantando de un modo tan bello, que no hubo medio de manifestar nada en su contra.
- ¡Superbe, charmant! -exclamaron las damas, pues todas hablaban francés a cual peor.
- Este pájaro me recuerda la caja de música de la difunta Emperatriz -observó un anciano caballero-. Es la misma melodía, el mismo canto.
- En efecto -asintió el Emperador, echándose a llorar como un niño.
- Espero que no sea natural, ¿verdad? -preguntó la princesa.
- Sí, lo es; es un pájaro de verdad -respondieron los que lo habían traído.
- Entonces, dejadlo en libertad -ordenó la princesa; y se negó a recibir al príncipe.
Pero éste no se dio por vencido. Se embadurnó de negro la cara y, calándose una gorra hasta las orejas, fue a llamar a palacio.
- Buenos días, señor Emperador -dijo-. ¿No podríais darme trabajo en el castillo?
- Bueno -replicó el Soberano-. Necesito a alguien para guardar los cerdos, pues tenemos muchos.
Y así el príncipe pasó a ser porquerizo del Emperador. Le asignaron un reducido y mísero cuartucho en los sótanos, junto a los cerdos, y allí hubo de quedarse. Pero se pasó el día trabajando, y al anochecer había elaborado un primoroso pucherito, rodeado de cascabeles, de modo que en cuanto empezaba a cocer las campanillas se agitaban, y tocaban aquella vieja melodía:
¡Ay, querido Agustín,
todo tiene su fin!
Pero lo más asombroso era que, si se ponía el dedo en el vapor que se escapaba del puchero, enseguida se adivinaba, por el olor, los manjares que se estaban guisando en todos los hogares de la ciudad. ¡Desde luego la rosa no podía compararse con aquello!
He aquí que acertó a pasar la princesa, que iba de paseo con sus damas y, al oír la melodía, se detuvo con una expresión de contento en su rostro; pues también ella sabía la canción del "Querido Agustín". Era la única que sabía tocar, y lo hacía con un solo dedo.
- ¡Es mi canción! -exclamó-. Este porquerizo debe ser un hombre de gusto. Oye, vete abajo y pregúntale cuánto cuesta su instrumento.
Tuvo que ir una de las damas, pero antes se calzó unos zuecos.
- ¿Cuánto pides por tu puchero? -preguntó.
- Diez besos de la princesa -respondió el porquerizo.
- ¡Dios nos asista! -exclamó la dama.
- Éste es el precio, no puedo rebajarlo -, observó él.
- ¿Qué te ha dicho? -preguntó la princesa.
- No me atrevo a repetirlo -replicó la dama-. Es demasiado indecente.
- Entonces dímelo al oído -. La dama lo hizo así.
- ¡Es un grosero! -exclamó la princesa, y siguió su camino; pero a los pocos pasos volvieron a sonar las campanillas, tan lindamente:
¡Ay, querido Agustín,
todo tiene su fin!
- Escucha -dijo la princesa-. Pregúntale si aceptaría diez besos de mis damas.
- Muchas gracias -fue la réplica del porquerizo-. Diez besos de la princesa o me quedo con el puchero.
- ¡Es un fastidio! - exclamó la princesa -. Pero, en fin, poneos todas delante de mí, para que nadie lo vea.
Las damas se pusieron delante con los vestidos extendidos; el porquerizo recibió los diez besos, y la princesa obtuvo la olla.
¡Dios santo, cuánto se divirtieron! Toda la noche y todo el día estuvo el puchero cociendo; no había un solo hogar en la ciudad del que no supieran lo que en él se cocinaba, así el del chambelán como el del remendón. Las damas no cesaban de bailar y dar palmadas.
- Sabemos quien comerá sopa dulce y tortillas, y quien comerá papillas y asado. ¡Qué interesante!
- Interesantísimo -asintió la Camarera Mayor.
- Sí, pero de eso, ni una palabra a nadie; recordad que soy la hija del Emperador.
- ¡No faltaba más! -respondieron todas-. ¡Ni que decir tiene!
El porquerizo, o sea, el príncipe -pero claro está que ellas lo tenían por un porquerizo auténtico- no dejaba pasar un solo día sin hacer una cosa u otra. Lo siguiente que fabricó fue una carraca que, cuando giraba, tocaba todos los valses y danzas conocidos desde que el mundo es mundo.
- ¡Oh, esto es superbe! -exclamó la princesa al pasar por el lugar.
- ¡Nunca oí música tan bella! Oye, entra a preguntarle lo que vale el instrumento; pero nada de besos, ¿eh?
- Pide cien besos de la princesa -fue la respuesta que trajo la dama de honor que había entrado a preguntar.
- ¡Este hombre está loco! -gritó la princesa, echándose a andar; pero se detuvo a los pocos pasos-. Hay que estimular el Arte -observó-. Por algo soy la hija del Emperador. Dile que le daré diez besos, como la otra vez; los noventa restantes los recibirá de mis damas.
- ¡Oh, señora, nos dará mucha vergüenza! -manifestaron ellas.
- ¡Ridiculeces! -replicó la princesa-. Si yo lo beso, también podéis hacerlo vosotras. No olvidéis que os mantengo y os pago-. Y las damas no tuvieron más remedio que resignarse.
- Serán cien besos de la princesa -replicó él- o cada uno se queda con lo suyo.
- Poneos delante de mí -ordenó ella; y, una vez situadas las damas convenientemente, el príncipe empezó a besarla.
- ¿Qué alboroto hay en la pocilga? -preguntó el Emperador, que acababa de asomarse al balcón. Y, frotándose los ojos, se caló los lentes-. Las damas de la Corte que están haciendo de las suyas; bajaré a ver qué pasa.
Y se apretó bien las zapatillas, pues las llevaba muy gastadas.
¡Demonios, y no se dio poca prisa!
Al llegar al patio se adelantó callandito, callandito; por lo demás, las damas estaban absorbidas contando los besos, para que no hubiese engaño, y no se dieron cuenta de la presencia del Emperador, el cual se levantó de puntillas.
- ¿Qué significa esto? -exclamó al ver el besuqueo, dándole a su hija con la zapatilla en la cabeza cuando el porquerizo recibía el beso número ochenta y seis.
- ¡Fuera todos de aquí! -gritó, en el colmo de la indignación. Y todos hubieron de abandonar el reino, incluso la princesa y el porquerizo.
Y he aquí a la princesa llorando, y al porquerizo regañándole, mientras llovía a cántaros.
- ¡Ay, mísera de mí! -exclamaba la princesa-. ¿Por qué no acepté al apuesto príncipe? ¡Qué desgraciada soy!
Entonces el porquerizo se ocultó detrás de un árbol, y, limpiándose la tizne que le manchaba la cara y quitándose las viejas prendas con que se cubría, volvió a salir espléndidamente vestido de príncipe, tan hermoso y gallardo, que la princesa no tuvo más remedio que inclinarse ante él.
- He venido a decirte mi desprecio -exclamó él-. Te negaste a aceptar a un príncipe digno. No fuiste capaz de apreciar la rosa y el ruiseñor, y, en cambio, besaste al porquerizo por una bagatela. ¡Pues ahí tienes la recompensa!
Y entró en su reino y le dio con la puerta en las narices. Ella tuvo que quedarse fuera y ponerse a cantar:
¡Ay, querido Agustín,
todo tiene su fin!
EL RUISEÑOR
En China, como sabes muy bien, el Emperador es chino, y chinos son todos los que lo rodean. Hace ya muchos años de lo que voy a contar, mas por eso precisamente vale la pena que lo oigáis, antes de que la historia se haya olvidado.
El palacio del Emperador era el más espléndido del mundo entero, todo él de la más delicada porcelana. Todo en él era tan precioso y frágil, que había que ir con mucho cuidado antes de tocar nada. El jardín estaba lleno de flores maravillosas, y de las más bellas colgaban campanillas de plata que sonaban para que nadie pudiera pasar de largo sin fijarse en ellas. Sí, en el jardín imperial todo estaba muy bien pensado, y era tan extenso, que el propio jardinero no tenía idea de dónde terminaba. Si seguías andando, te encontrabas en el bosque más espléndido que quepa imaginar, lleno de altos árboles y profundos lagos. Aquel bosque llegaba hasta el mar, hondo y azul; grandes embarcaciones podían navegar por debajo de las ramas, y allí vivía un ruiseñor que cantaba tan primorosamente, que incluso el pobre pescador, a pesar de sus muchas ocupaciones, cuando por la noche salía a retirar las redes, se detenía a escuchar sus trinos.
- ¡Dios santo, y qué hermoso! -exclamaba; pero luego tenía que atender a sus redes y olvidarse del pájaro; hasta la noche siguiente, en que, al llegar de nuevo al lugar, repetía: - ¡Dios santo, y qué hermoso!
De todos los países llegaban viajeros a la ciudad imperial, y admiraban el palacio y el jardín; pero en cuanto oían al ruiseñor, exclamaban: - ¡Esto es lo mejor de todo!
De regreso a sus tierras, los viajeros hablaban de él, y los sabios escribían libros y más libros acerca de la ciudad, del palacio y del jardín, pero sin olvidarse nunca del ruiseñor, al que ponían por las nubes; y los poetas componían inspiradísimos poemas sobre el pájaro que cantaba en el bosque, junto al profundo lago.
Aquellos libros se difundieron por el mundo, y algunos llegaron a manos del Emperador. Se hallaba sentado en su sillón de oro, leyendo y leyendo; de vez en cuando hacía con la cabeza un gesto de aprobación, pues le satisfacía leer aquellas magníficas descripciones de la ciudad, del palacio y del jardín. «Pero lo mejor de todo es el ruiseñor», decía el libro.
«¿Qué es esto? -pensó el Emperador-. ¿El ruiseñor? Jamás he oído hablar de él. ¿Es posible que haya un pájaro así en mi imperio, y precisamente en mi jardín? Nadie me ha informado. ¡Está bueno que uno tenga que enterarse de semejantes cosas por los libros!»
Y mandó llamar al mayordomo de palacio, un personaje tan importante, que cuando una persona de rango inferior se atrevía a dirigirle la palabra o hacerle una pregunta, se limitaba a contestarle: «¡P!». Y esto no significa nada.
- Según parece, hay aquí un pájaro de lo más notable, llamado ruiseñor -dijo el Emperador-. Se dice que es lo mejor que existe en mi imperio; ¿por qué no se me ha informado de este hecho?
- Es la primera vez que oigo hablar de él -se justificó el mayordomo-. Nunca ha sido presentado en la Corte.
- Pues ordeno que acuda esta noche a cantar en mi presencia -dijo el Emperador-. El mundo entero sabe lo que tengo, menos yo.
- Es la primera vez que oigo hablar de él -repitió el mayordomo-. Lo buscaré y lo encontraré.
¿Encontrarlo?, ¿dónde? El dignatario se cansó de subir Y bajar escaleras y de recorrer salas y pasillos. Nadie de cuantos preguntó había oído hablar del ruiseñor. Y el mayordomo, volviendo al Emperador, le dijo que se trataba de una de esas fábulas que suelen imprimirse en los libros.
- Vuestra Majestad Imperial no debe creer todo lo que se escribe; son fantasías y una cosa que llaman magia negra.
- Pero el libro en que lo he leído me lo ha enviado el poderoso Emperador del Japón -replicó el Soberano-; por tanto, no puede ser mentiroso. Quiero oír al ruiseñor. Que acuda esta noche a, mi presencia, para cantar bajo mi especial protección. Si no se presenta, mandaré que todos los cortesanos sean pateados en el estómago después de cenar.
- ¡Tsing-pe! -dijo el mayordomo; y vuelta a subir y bajar escaleras y a recorrer salas y pasillos, y media Corte con él, pues a nadie le hacía gracia que le patearan el estómago. Y todo era preguntar por el notable ruiseñor, conocido por todo el mundo menos por la Corte.
Finalmente, dieron en la cocina con una pobre muchachita, que exclamó: - ¡Dios mío! ¿El ruiseñor? ¡Claro que lo conozco! ¡qué bien canta! Todas las noches me dan permiso para que lleve algunas sobras de comida a mi pobre madre que está enferma. Vive allá en la playa, y cuando estoy de regreso, me paro a descansar en el bosque y oigo cantar al ruiseñor. Y oyéndolo se me vienen las lágrimas a los ojos, como si mi madre me besase. Es un recuerdo que me estremece de emoción y dulzura.
- Pequeña fregaplatos -dijo el mayordomo-, te daré un empleo fijo en la cocina y permiso para presenciar la comida del Emperador, si puedes traernos al ruiseñor; está citado para esta noche.
Todos se dirigieron al bosque, al lugar donde el pájaro solía situarse; media Corte tomaba parte en la expedición. Avanzaban a toda prisa, cuando una vaca se puso a mugir.
- ¡Oh! -exclamaron los cortesanos-. ¡Ya lo tenemos! ¡Qué fuerza para un animal tan pequeño! Ahora que caigo en ello, no es la primera vez que lo oigo.
- No, eso es una vaca que muge -dijo la fregona Aún tenemos que andar mucho.
Luego oyeron las ranas croando en una charca.
- ¡Magnífico! -exclamó un cortesano-. Ya lo oigo, suena como las campanillas de la iglesia.
- No, eso son ranas -contestó la muchacha-. Pero creo que no tardaremos en oírlo.
Y en seguida el ruiseñor se puso a cantar.
- ¡Es él! -dijo la niña-. ¡Escuchad, escuchad! ¡Allí está! - y señaló un avecilla gris posada en una rama.
- ¿Es posible? -dijo el mayordomo-. Jamás lo habría imaginado así. ¡Qué vulgar! Seguramente habrá perdido el color, intimidado por unos visitantes tan distinguidos.
- Mi pequeño ruiseñor -dijo en voz alta la muchachita-, nuestro gracioso Soberano quiere que cantes en su presencia.
- ¡Con mucho gusto! - respondió el pájaro, y reanudó su canto, que daba gloria oírlo.
- ¡Parece campanitas de cristal! -observó el mayordomo.
- ¡Mirad cómo se mueve su garganta! Es raro que nunca lo hubiésemos visto. Causará sensación en la Corte.
- ¿Queréis que vuelva a cantar para el Emperador? -preguntó el pájaro, pues creía que el Emperador estaba allí.
- Mi pequeño y excelente ruiseñor -dijo el mayordomo tengo el honor de invitarlo a una gran fiesta en palacio esta noche, donde podrá deleitar con su magnífico canto a Su Imperial Majestad.
- Suena mejor en el bosque -objetó el ruiseñor; pero cuando le dijeron que era un deseo del Soberano, los acompañó gustoso.
En palacio todo había sido pulido y fregado. Las paredes y el suelo, que eran de porcelana, brillaban a la luz de millares de lámparas de oro; las flores más exquisitas, con sus campanillas, habían sido colocadas en los corredores; las idas y venidas de los cortesanos producían tales corrientes de aire, que las campanillas no cesaban de sonar, y uno no oía ni su propia voz.
En medio del gran salón donde el Emperador estaba, habían puesto una percha de oro para el ruiseñor. Toda la Corte estaba presente, y la pequeña fregona había recibido autorización para situarse detrás de la puerta, pues tenía ya el título de cocinera de la Corte. Todo el mundo llevaba sus vestidos de gala, y todos los ojos estaban fijos en la avecilla gris, a la que el Emperador hizo signo de que podía empezar.
El ruiseñor cantó tan deliciosamente, que las lágrimas acudieron a los ojos del Soberano; y cuando el pájaro las vio rodar por sus mejillas, volvió a cantar mejor aún, hasta llegarle al alma. El Emperador quedó tan complacido, que dijo que regalaría su chinela de oro al ruiseñor para que se la colgase al cuello. Mas el pájaro le dio las gracias, diciéndole que ya se consideraba suficientemente recompensado.
- He visto lágrimas en los ojos del Emperador; éste es para mi el mejor premio. Las lágrimas de un rey poseen una virtud especial. Dios sabe que he quedado bien recompensado -y reanudó su canto, con su dulce y melodioso voz.
- ¡Es la lisonja más amable y graciosa que he escuchado en mi vida! -exclamaron las damas presentes; y todas se fueron a llenarse la boca de agua para gargarizar cuando alguien hablase con ellas; pues creían que también ellas podían ser ruiseñores. Sí, hasta los lacayos y camareras expresaron su aprobación, y esto es decir mucho, pues son siempre más difíciles de contentar. Realmente, el ruiseñor causó sensación.
Se quedaría en la Corte, en una jaula particular, con libertad para salir dos veces durante el día y una durante la noche. Pusieron a su servicio diez criados, a cada uno de los cuales estaba sujeto por medio de una cinta de seda que le ataron alrededor de la pierna. La verdad es que no eran precisamente de placer aquellas excursiones.
EL TULLIDO
Érase una antigua casa señorial, habitada por gente joven y apuesta. Ricos en bienes y dinero, querían divertirse y hacer el bien. Querían hacer feliz a todo el mundo, como lo eran ellos.
Por Nochebuena instalaron un abeto magníficamente adornado en el antiguo salón de Palacio. Ardía el fuego en la chimenea, y ramas del árbol navideño enmarcaban los viejos retratos.
Desde el atardecer reinaba también la alegría en los aposentos de la servidumbre. También había allí un gran abeto con rojas y blancas velillas encendidas, banderitas danesas, cisnes recortados y redes de papeles de colores y llenas de golosinas. Habían invitado a los niños pobres de la parroquia, y cada uno había acudido con su madre, a la cual, más que a la copa del árbol, se le iban los ojos a la mesa de Nochebuena, cubierta de ropas de lana y de hilo, y toda clase de prendas de vestir. Aquello era lo que miraban las madres y los hijos ya mayorcitos, mientras los pequeños alargaban los brazos hacia las velillas, el oropel y las banderitas.
La gente había llegado a primeras horas de la tarde, y fue obsequiada con la clásica sopa navideña y asado de pato con berza roja. Una vez hubieron contemplado el árbol y recibido los regalos, se sirvió a cada uno un vaso de ponche y manzanas rellenas.
Regresaron entonces a sus pobres casas, donde se habló de la «buena vida», es decir, de la buena comida, y se pasó otra vez revista a los regalos.
Entre aquella gente estaban Garten-Kirsten y Garten-Ole, un matrimonio que tenía casa y comida a cambio de su trabajo en el jardín de Sus Señorías. Cada Navidad recibían su buena parte de los regalos. Tenían además cinco hijos, y a todos los vestían los señores.
- Son bondadosos nuestros amos -decían-. Tienen medios para hacer el bien, y gozan haciéndolo.
- Ahí tienen buenas ropas para que las rompan los cuatro -dijo Garten-Ole-. Mas, ¿por qué no hay nada para el tullido? Siempre suelen acordarse de él, aunque no vaya a la fiesta.
Era el hijo mayor, al que llamaban «El tullido», pero su nombre era Juan. De niño había sido el más listo y vivaracho, pero de repente le entró una «debilidad en las piernas», como ellos decían, y desde entonces no pudo tenerse de pie ni andar. Llevaba ya cinco años en cama.
- Sí, algo me han dado también para él -dijo la madre. Pero es sólo un libro, para que pueda leer.
- ¡Eso no lo engordará! -observó el padre.
Pero Hans se alegró de su libro. Era un muchachito muy despierto, aficionado a la lectura, aunque aprovechaba también el tiempo para trabajar en las cosas útiles en cuanto se lo permitía su condición. Era muy ágil de dedos, y sabía emplear las manos; confeccionaba calcetines de lana, e incluso mantas. La señora había hecho gran encomio de ellas y las había comprado.
Era un libro de cuentos el que acababan de regalar a Hans, y había en él mucho que leer, y mucho que invitaba a pensar.
- De nada va a servirle -dijeron los padres-. Pero dejemos que lea, le ayudará a matar el tiempo. No siempre ha de estar haciendo calceta.
Vino la primavera. Empezaron a brotar la hierba y las flores, y también los hierbajos, como se suele llamar a las ortigas a pesar de las cosas bonitas que de ellas dice aquella canción religiosa:
Si los reyes se reuniesen
y juntaran sus tesoros,
no podrían añadir
una sola hoja a la ortiga.
En el jardín de Sus Señorías había mucho que hacer, no solamente para el jardinero y sus aprendices, sino también para GartenKirsten y Garten-Ole.
- ¡Qué pesado! -decían-. Aún no hemos terminado de escardar y arreglar los caminos, y ya los han pisado de nuevo. ¡Hay un ajetreo con los invitados de la casa! ¡Lo que cuesta! Suerte que los señores son ricos.
- ¡Qué mal repartido está todo! -decía Ole-. Según el señor cura, todos somos hijos de Dios. ¿Por qué estas diferencias?
- Por culpa del pecado original -respondía Kirsten.
De eso hablaban una noche, sentados junto a la cama del tullido, que estaba leyendo sus cuentos.
Las privaciones, las fatigas y los cuidados habían encallecido las manos de los padres, y también su juicio y sus opiniones. No lo comprendían, no les entraba en la cabeza, y por eso hablaban siempre con amargura y envidia.
- Hay quien vive en la abundancia y la felicidad, mientras otros están en la miseria. ¿Por qué hemos de purgar la desobediencia y la curiosidad de nuestros primeros padres? ¡Nosotros no nos habríamos portado como ellos!
- Sí, habríamos hecho lo mismo -dijo súbitamente el tullido Hans. - Aquí está, en el libro.
- ¿Qué es lo que está en el libro? -preguntaron los padres.
Y entonces Hans les leyó el antiguo cuento del leñador y su mujer. También ellos decían pestes de la curiosidad de Adán y Eva, culpables de su desgracia. He aquí que acertó a pasar el rey del país: «Seguidme -les dijo- y viviréis tan bien como yo: siete platos para comer y uno para mirarlo. Está en una sopera tapada, que no debéis tocar; de lo contrario, se habrá terminado vuestra buena vida». «¿Qué puede haber en la sopera?», dijo la mujer. «¡No nos importa!», replicó el marido. «No soy curiosa -prosiguió ella-; sólo quisiera saber por qué no nos está permitido levantar la tapadera. Estoy segura que es algo exquisito». «Con tal que no haya alguna trampa, por ejemplo, una pistola que al dispararse despierte a toda la casa». «Tienes razón», dijo la mujer, sin tocar la sopera. Pero aquella noche soñó que la tapa se levantaba sola y salía del recipiente el aroma de aquel ponche delicioso que se sirve en las bodas y los entierros. Y había una moneda de plata con esta inscripción: «Si bebéis de este ponche, seréis las dos personas más ricas del mundo, y todos los demás hombres se convertirán en pordioseros comparados con vosotros». Despertóse la mujer y contó el sueño a su marido. «Piensas demasiado en esto», dijo él. «Podríamos hacerlo con cuidado», insistió ella. «¡Cuidado!», dijo el
hombre; y la mujer levantó con gran cuidado la tapa. Y he aquí que saltaron dos ligeros ratoncillos, y en un santiamén desaparecieron por una ratonera. «¡Buenas noches! -dijo el Rey-. Ya podéis volveros a vuestra casa a vivir de lo vuestro. Y no volváis a censurar a Adán y Eva, pues os habéis mostrado tan curiosos y desagradecidos como ellos».
- ¡Cómo habrá venido a parar al libro esta historia! -dijo Garten-Ole.
- Diríase que está escrita precisamente para nosotros. Es cosa de pensarlo.
Al día siguiente volvieron al trabajo. Los tostó el sol, y la lluvia los caló hasta los huesos. Rumiaron sus melancólicos pensamientos.
No había anochecido aún, cuando ya habían cenado sus papillas de leche.
- ¡Vuelve a leernos la historia del leñador! -dijo Garten-Ole.
- Hay otras que todavía no conocéis -respondió Hans.
- No me importan dijo Garten-Ole -. Prefiero oír la que conozco.
Y el matrimonio volvió a escucharla; y más de una noche se la hicieron repetir.
- No acabo de entenderlo -dijo Garten-Ole -. Con las personas ocurre lo que con la leche: que se cuaja, y una parte se convierte en fino requesón, y la otra, en suero aguado. Los hay que tienen suerte en todo, se pasan el día muy repantingados y no sufren cuidados ni privaciones.
El tullido oyó lo que decía. El chico era débil de piernas, pero despejado de cabeza, y les leyó de su libro un cuento titulado «El hombre sin necesidades ni preocupaciones». ¿Dónde estaría ese hombre? Había que dar con él.
EL ÚLTIMO DÍA
De todos los días de nuestra vida, el más santo es aquel en que morimos; es el último día, el grande y sagrado día de nuestra transformación. ¿Te has detenido alguna vez a pensar seriamente en esa hora suprema, la última de tu existencia terrena?
Hubo una vez un hombre, un creyente a machamartillo, según decían, un campeón de la divina palabra, que era para él ley, un celoso servidor de un Dios celoso. He aquí que la Muerte llegó a la vera de su lecho, la Muerte, con su cara severa de ultratumba.
- Ha sonado tu hora, debes seguirme -le dijo, tocándole los pies con su dedo gélido; y sus pies quedaron rígidos. Luego la Muerte le tocó la frente y el corazón, que cesó de latir, y el alma salió en pos del ángel exterminador.
Pero en los breves segundos que transcurrieron entre el momento en que sintió el contacto de la Muerte en el pie y en la frente y el corazón, desfiló por la mente del moribundo, como una enorme oleada negra, todo lo que la vida le había aportado e inspirado. Con una mirada recorrió el vertiginoso abismo y con un pensamiento instantáneo abarcó todo el camino inconmensurable. Así, en un instante, vio en una ojeada de conjunto, la miríada incontable de estrellas, cuerpos celestes y mundos que flotan en el espacio infinito.
En un momento así, el terror sobrecoge al pecador empedernido que no tiene nada a que agarrarse; tiene la impresión de que se hunde en el vacío insondable. El hombre piadoso, en cambio, descansa tranquilamente su cabeza en Dios y se le entrega como un niño:
- ¡Hágase en mí Tu voluntad!
Pero aquel moribundo no se sentía como un niño; se daba cuenta de que era un hombre. No temblaba como el pecador, pues se sabía creyente. Se había mantenido aferrado a las formas de la religión con toda rigidez; eran millones, lo sabía, los destinados a seguir por el ancho camino de la condenación; con el hierro y el fuego habría podido destruir aquí sus cuerpos, como serían destrozadas sus almas y seguirían siéndolo por una eternidad. Pero su camino iba directo al cielo, donde la gracia le abría las puertas, la gracia prometedora.
Y el alma siguió al ángel de la muerte, después de mirar por última vez al lecho donde yacía la imagen del polvo envuelta en la mortaja, una copia extraña del propio yo. Y volando llegaron a lo que parecía un enorme vestíbulo, a pesar de que estaba en un bosque; la Naturaleza aparecía recortada, distendida, desatada y dispuesta en hileras, arreglada artificiosamente como los antiguos jardines franceses; se celebraba una especie de baile de disfraces.
- ¡Ahí tienes la vida humana! -dijo el ángel de la muerte.
Todos los personajes iban más o menos disfrazados; no todos los que vestían de seda y oro eran los más nobles y poderosos, ni todos los que se cubrían con el ropaje de la pobreza eran los más bajos e insignificantes. Era una mascarada asombrosa, y lo más sorprendente de ella era que todos se esforzaban cuidadosamente en ocultar algo debajo de sus vestidos; pero uno tiraba del otro para dejar aquello a la vista, y entonces asomaba una cabeza de animal: en uno, la de un mono, con su risa sardónica; en otro, la de un feo chivo, de una viscosa serpiente o de un macilento pez.
Era la bestia que todos llevamos dentro, la que arraiga en el hombre; y pegaba saltos, queriendo avanzar, y cada uno la sujetaba, con sus ropas, mientras los demás la apartaban, diciendo: «¡Mira! ¡Ahí está, ahí está!», y cada uno ponía al descubierto la miseria del otro.
- ¿Qué animal vivía en mí? -preguntó el alma errante; y el ángel de la muerte le señaló una figura orgullosa. Alrededor de su cabeza brillaba una aureola de brillantes colores, pero en el corazón del hombre se ocultaban los pies del animal, pies de pavo real; la aureola no era sino la cola abigarrada del ave.
Cuando prosiguieron su camino, otras grandes aves gritaron perversamente desde las ramas de los árboles, con voces humanas muy inteligibles:
- Peregrino de la muerte, ¿no te acuerdas de mí?
Eran los malos pensamientos y las concupiscencias de los días de su vida, que gritaban: «¿No te acuerdas de mí?».
Por un momento se espantó el alma, pues reconoció las voces, los malos pensamientos y deseos que se presentaban como testigos de cargo.
- ¡Nada bueno vive en nuestra carne, en nuestra naturaleza perversa! -exclamó el alma-. Pero mis pensamientos no se convirtieron en actos, el mundo no vio sus malos frutos -. Y apresuró el paso, para escapar de aquel horrible griterío; mas los grandes pajarracos negros la perseguían, describiendo círculos a su alrededor, gritando con todas sus fuerzas, como para que el mundo entero los oyese. El alma se puso a brincar como una corza acosada, y a cada salto ponía el pie sobre agudas piedras, que le abrían dolorosas heridas. - ¿De dónde vienen estas piedras cortantes? Yacen en el suelo como hojas marchitas.
- Cada una de ellas es una palabra imprudente que se escapó de tus labios, y que hirió a tu prójimo mucho más dolorosamente de como ahora las piedras te lastiman los pies.
- ¡Nunca pensé en ello! -dijo el alma.
- No juzguéis si no queréis ser juzgados -resonó en el aire.
- ¡Todos hemos pecado! -dijo el alma, volviendo a levantarse-. Yo he observado fielmente la Ley y el Evangelio; hice lo que pude, no soy como los demás.
Así llegaron a la puerta del cielo, y el ángel guardián de la entrada preguntó:
- ¿Quién eres? Dime cuál es tu fe y pruébamela con tus acciones.
- He guardado rigurosamente los mandamientos. Me he humillado a los ojos del mundo, he odiado y perseguido la maldad y a los malos, a los que siguen por el ancho camino de la perdición, y seguiré haciéndolo a sangre y fuego, si puedo.
- ¿Eres entonces un adepto de Mahoma? -preguntó el ángel.
- ¿Yo? ¡Jamás!
- Quien empuñe la espada morirá por la espada, ha dicho el Hijo. Tú no tienes su fe. ¿Eres acaso un hijo de Israel, de los que dicen con Moisés: «Ojo por ojo, diente por diente»; un hijo de Israel, cuyo Dios vengativo es sólo dios de tu pueblo?
- ¡Soy cristiano!
- No te reconozco ni en tu fe ni en tus hechos. La doctrina de Cristo es toda ella reconciliación, amor y gracia.
- ¡Gracia! -resonó en los etéreos espacios; la puerta del cielo se abrió, y el alma se precipitó hacia la incomparable magnificencia.
Pero la luz que de ella irradiaba eran tan cegadora, tan penetrante, que el alma hubo de retroceder como ante una espada desnuda; y las melodías sonaban dulces y conmovedoras, como ninguna lengua humana podría expresar. El alma, temblorosa, se inclinó más y más, mientras penetraba en ella la celeste claridad; y entonces sintió lo que nunca antes había sentido: el peso de su orgullo, de su dureza y su pecado. Se hizo la luz en su pecho.
- Lo que de bueno hice en el mundo, lo hice porque no supe hacerlo de otro modo; pero lo malo... ¡eso sí que fue cosa mía!
Y el alma se sintió deslumbrada por la purísima luz celestial y desplomóse desmayada, envuelta en sí misma, postrada, inmadura para el reino de los cielos, y, pensando en la severidad y la justicia de Dios, no se atrevió a pronunciar la palabra «gracia».
Y, no obstante, vino la gracia, la gracia inesperada.
El cielo divino estaba en el espacio inmenso, el amor de Dios se derramaba, se vertía en él en plenitud inagotable.
- ¡Santa, gloriosa, dulce y eterna seas, oh, alma humana! -cantaron los ángeles.
Todos, todos retrocederemos asustados como aquella alma el día postrero de nuestra vida terrena, ante la grandiosidad y la gloria del reino de los cielos. Nos inclinaremos profundamente y nos postraremos humildes, y, no obstante, nos sostendrá Su Amor y Su Gracia, y volaremos por nuevos caminos, purificados, ennoblecidos y mejores, acercándonos cada vez más a la magnificencia de la luz, y, fortalecidos por ella, podremos entrar en la eterna claridad.
EL ÚLTIMO SUEÑO DEL VIEJO ROBLE
Había una vez en el bosque, sobre los acantilados que daban al mar, un vetusto roble, que tenía exactamente trescientos sesenta y cinco años. Pero todo este tiempo, para el árbol no significaba más que lo que significan otros tantos días para nosotros, los hombres.
Nosotros velamos de día, dormimos de noche y entonces tenemos nuestros sueños. La cosa es distinta con el árbol, pues vela por espacio de tres estaciones, y sólo en invierno queda sumido en sueño; el invierno es su tiempo de descanso, es su noche tras el largo día formado por la primavera, el verano y el otoño.
Aquel insecto que apenas vive veinticuatro horas y que llamamos efímera, más de un caluroso día de verano había estado bailando, viviendo, flotando y disfrutando en torno a su copa. Después, el pobre animalito descansaba en silenciosa bienaventuranza sobre una de las verdes hojas de roble, y entonces el árbol le decía siempre:
- ¡Pobre pequeña! Tu vida entera dura sólo un momento. ¡Qué breve! Es un caso bien triste.
- ¿Triste? - respondía invariablemente la efímera -. ¿Qué quieres decir? Todo es tan luminoso y claro, tan cálido y magnífico, y yo me siento tan contenta...
- Pero sólo un día y todo terminó.
- ¿Terminó? - replicaba la efímera -. ¿Qué es lo que termina? ¿Has terminado tú, acaso?
- No, yo vivo miles y miles de tus días, y mi día abarca estaciones enteras. Es un tiempo tan largo, que tú no puedes calcularlo.
- No te comprendo, la verdad. Tú tienes millares de mis días, pero yo tengo millares de instantes para sentirme contenta y feliz. ¿Termina acaso toda esa magnificencia del mundo, cuando tú mueres?
- No - decía el roble -. Continúa más tiempo, un tiempo infinitamente más largo del que puedo imaginar.
- Entonces nuestra existencia es igual de larga, sólo que la contamos de modo diferente.
Y la efímera danzaba y se mecía en el aire, satisfecha de sus alas sutiles y primorosas, que parecían hechas de tul y terciopelo. Gozaba del aire cálido, impregnado del aroma de los campos de trébol y de las rosas silvestres, las lilas y la madreselva, para no hablar ya de la aspérula, las primaveras y la menta rizada. Tan intenso era el aroma, que la efímera sentía como una ligera embriaguez. El día era largo y espléndido, saturado de alegría y de aire suave, y en cuanto el sol se ponía, el insecto se sentía invadido de un agradable cansancio, producido por tanto gozar. Las alas se resistían a sostenerlo, y, casi sin darse cuenta, se deslizaba por el tallo de hierba, blando y ondeante, agachaba la cabeza como sólo él sabe hacerlo, y se quedaba alegremente dormido. Ésta era su muerte.
- ¡Pobre, pobre efímera! - exclamaba el roble -. ¡Qué vida tan breve!
Y cada día se repetía la misma danza, el mismo coloquio, la misma respuesta y el mismo desvanecerse en el sueño de la muerte. Repetíase en todas las generaciones de las efímeras, y todas se mostraban igualmente felices y contentas.
El roble había estado en vela durante toda su mañana primaveral, su mediodía estival y su ocaso otoñal. Llegaba ahora el período del sueño, su noche. Acercábase el invierno.
Venían ya las tempestades, cantando: «¡Buenas noches, buenas noches! ¡Cayó una hoja, cayó una hoja! ¡Cosechamos, cosechamos! Vete a acostar. Te cantaremos en tu sueño, te sacudiremos, pero, ¿verdad que eso le hace bien a las viejas ramas? Crujen de puro placer. ¡Duerme dulcemente, duerme dulcemente! Es tu noche número trescientos sesenta y cinco; en realidad, eres docemesino. ¡Duerme dulcemente! La nube verterá nieve sobre ti. Te hará de sábana, una caliente manta que te envolverá los pies. Duerme dulcemente, y sueña».
Y el roble se quedó despojado de todo su follaje, dispuesto a entregarse a su prolongado sueño invernal y soñar; a soñar siempre con las cosas vividas, exactamente como en los sueños de los humanos.
También él había sido pequeño. Su cuna había sido una bellota. Según el cómputo de los hombres, se hallaba ahora en su cuarto siglo. Era el roble más corpulento y hermoso del bosque; su copa rebasaba todos los demás árboles, y era visible desde muy adentro del mar, sirviendo a los marinos de punto de referencia. No pensaba él en los muchos ojos que lo buscaban. En lo más alto de su verde copa instalaban su nido las palomas torcaces, y el cuclillo gritaba su nombre. En otoño, cuando las hojas parecían láminas de cobre forjado, acudían las aves de paso y descansaban en ella antes de emprender el vuelo a través del mar. Mas ahora había llegado el invierno; el árbol estaba sin hojas, y quedaban al desnudo los ángulos y sinuosidades que formaban sus ramas. Venían las cornejas y los grajos a posarse a bandadas sobre él, charlando acerca de los duros tiempos que empezaban y de lo difícil que resultaría procurarse la pitanza.
Fue precisamente en los días santos de las Navidades cuando el roble tuvo su sueño más bello. Vais a oírlo.
El árbol se daba perfecta cuenta de que era tiempo de fiesta. Creía oír en derredor el tañido de las campanas de las iglesias, y se sentía como en un espléndido día de verano, suave y caliente. Verde y lozana extendía su poderosa copa, los rayos del sol jugueteaban entre sus hojas y ramas, el aire estaba impregnado del aroma de hierbas y matas olorosas. Pintadas mariposas jugaban a la gallinita ciega, y las efímeras danzaban como si todo hubiese sido creado sólo para que ellas pudiesen bailar y alegrarse. Todo lo que el árbol había vivido y visto en el curso de sus años desfilaba ante él como un festivo cortejo. Veía cabalgar a través del bosque gentileshombres y damas de tiempos remotos, con plumas en el sombrero y halcones en la mano. Resonaba el cuerno de caza, y ladraban los perros. Vio luego soldados enemigos con armas relucientes y uniformes abigarrados, con lanzas y alabardas, que levantaban, sus tiendas y volvían a plegarlas; ardían fuegos de vivaque, y bajo las amplias ramas del árbol los hombres cantaban y dormían. Vio felices parejas de enamorados que se encontraban a la luz de la luna y entallaban en la verdosa corteza las iniciales de sus nombres. Un día - habían transcurrido ya muchos años -, unos alegres estudiantes colgaron una cítara y un arpa eólica de las ramas del roble; y he aquí que ahora reaparecían y sonaban melodiosamente. Las palomas torcaces arrullaban como si quisieran contar lo que sentía el árbol, y el cuclillo pregonaba a voz en grito los días de verano que le quedaban aún de vida.
Fue como si un nuevo flujo de vida recorriese el árbol, desde las últimas fibras de la raíz hasta las ramas más altas y las hojas. Sintió el roble como si se estirara y extendiera. Por las raíces notaba, que también bajo tierra hay vida y calor. Sentía crecer su fuerza, crecía sin cesar. Elevábase el tronco continuamente, ganando altura por momentos. La copa se hacía más densa, ensanchándose y subiendo. Y cuanto más crecía el árbol, tanto mayor era su sensación de bienestar y su anhelo, impregnado de felicidad indecible, de seguir elevándose hasta llegar al sol resplandeciente y ardoroso.
Rebasaba ya en mucho las nubes, que desfilaban por debajo de él cual oscuras bandadas de aves migratorias o de blancos cisnes.
Y cada una de las hojas del árbol estaba dotada de vista, como, si tuviese un ojo capaz de ver. Las estrellas se hicieron visibles de día, tal eran de grandes y brillantes; cada una lucía como un par de ojos, unos ojos muy dulces y límpidos. Recordaban queridos ojos conocidos, ojos de niños, de enamorados, cuándo se encontraban bajo el árbol.
Eran momentos de infinita felicidad, y, sin embargo, en medio de su ventura sintió el roble un vivo afán de que todos los restantes árboles del bosque, matas, hierbas y flores, pudieran elevarse con él, para disfrutar también de aquel esplendor y de aquel gozo. Entre tanta magnificencia, una cosa faltaba a la felicidad del poderoso roble: no poder compartir su dicha con todos, grandes y pequeños, y este sentimiento hacía vibrar las ramas y las hojas con tanta intensidad como un pecho humano.
Movióse la copa del árbol como si buscara algo, como si algo le faltara. Miró atrás, y la fragancia de la aspérula y la aún más intensa de la madreselva y la violeta, subieron hasta ella; y el roble creyó, oír la llamada del cuclillo.
Y he aquí que empezaron a destacar por entre las nubes las verdes cimas del bosque, y el roble vio cómo crecían los demás árboles hasta alcanzar su misma altura. Las hierbas y matas subían también; algunas se desprendían de las raíces, para encaramarse más rápidamente. El abedul fue el más ligero; cual blanco rayo proyectó a lo alto su esbelto tronco, mientras las ramas se agitaban como un tul verde o como banderas. Todo el bosque crecía, incluso la caña de pardas hojas, y las aves seguían cantando, y en el tallito que ondeaba a modo de una verde cinta de seda, el saltamontes jugaba con el ala posada sobre la pata. Zumbaban los abejorros y las abejas, cada pájaro entonaba su canción, y todo era melodía y regocijo en las regiones del éter.
- Pero también deberían participar la florecilla del agua - dijo el roble -, y la campanilla azul, y la diminuta margarita -. Sí, el roble deseaba que todos, hasta los más humildes, pudiesen tomar parte en la fiesta.
- ¡Aquí estamos, aquí estamos! - se oyó gritar.
- Pero la hermosa aspérula del último verano (el año pasador hubo aquí una verdadera alfombra de lirios de los valles) y el manzano, silvestre, ¡tan hermoso como era!, y toda la magnificencia de años atrás... ¡qué lástima que haya muerto todo, y no puedan gozar con nosotros!
- ¡Aquí estamos, aquí estamos! - oyóse el coro, más alto aún que antes. Parecía como si se hubiesen adelantado en su vuelo.
- ¡Qué hermoso! - exclamó, entusiasmado, el viejo roble ¡Los tengo a todos, grandes y chicos, no falta ni uno! ¿Cómo es posible tanta dicha?
- En el reino de Dios todo es posible - oyóse una voz.
Y el árbol, que seguía creciendo incesantemente, sintió que las raíces se soltaban de la tierra.
- Esto es lo mejor de todo - exclamó el árbol -. Ya no me sujeta nada allá abajo. Ya puedo elevarme hasta el infinito en la luz y la gloria. Y me rodean todos los que quiero, chicos y grandes.
- ¡Todos!
Éste fue el sueño del roble; y mientras soñaba, una furiosa tempestad se desencadenó por mar y tierra en la santa noche de Navidad. El océano lanzaba terribles olas contra la orilla, crujió el árbol y fue arrancado de raíz, precisamente mientras soñaba que sus raíces se desprendían del suelo. Sus trescientos sesenta y cinco años no representaban ya más que el día de la efímera.
La mañana de Navidad, cuando volvió a salir el sol, la tempestad se había calmado. Todas las campanas doblaban en son de fiesta, y de todas las chimeneas, hasta la del jornalero, que era la más pequeña y humilde, elevábase el humo azulado, como del altar en un sacrificio de acción de gracias. El mar se fue también calmando progresivamente, y en un gran buque que aquella noche había tenido que capear el temporal, fueron izados los gallardetes.
- ¡No está el árbol, el viejo roble que nos señalaba la tierra! - decían los marinos -. Ha sido abatido en esta noche tempestuosa. ¿Quién va a sustituirlo? Nadie podrá hacerlo.
Tal fue el panegírico, breve pero efusivo, que se dedicó al árbol, el cual yacía tendido en la orilla, bajo un manto de nieve. Y sobre él resonaba un solemne coro procedente del barco, una canción evocadora de la alegría navideña y de la redención del alma humana por Cristo, y de la vida eterna:
Regocíjate, grey cristiana.
Vamos ya a bajar anclas.
Nuestra alegría es sin par.
¡Aleluya, aleluya!
Así decía el himno religioso, y todos los tripulantes se sentían elevados a su manera por el canto y la oración, como el viejo roble en su último sueño, el sueño más bello de su Nochebuena.
ELVIEJO FAROL
Has oído la historia del viejo farol de la calle? No es muy alegre por cierto; sin embargo, vale la pena oírla.
Era un buen farol que había estado alumbrando la calle durante muchos años. Lo dieron de baja, y aquélla era la última noche que, desde lo alto de su poste, debía enviar su luz a la calle. Por eso su estado de ánimo era algo parecido al de una vieja bailarina que da su última representación, sabiendo que al día siguiente habrá de encerrarse, olvidada, en su buhardilla. El farol tenía miedo del día siguiente, pues no ignoraba que sería llevado por primera vez a las casas consistoriales, donde el «ilustre Concejo municipal» dictaminaría si era aún útil o inútil. Decidirían entonces si lo enviarían a iluminar uno de los puentes o una fábrica del campo; tal vez iría a parar a una fundición, como chatarra, y entonces podría convertirse en mil cosas diferentes; pero lo atormentaba la duda de si en su nueva condición conservaría el recuerdo de su existencia como farol. Lo que sí era seguro es que debería separarse del vigilante y su mujer, a quienes consideraba como su familia: se convirtió en farol el día en que el hombre fue nombrado vigilante. Por aquel entonces la mujer era muy peripuesta; sólo al anochecer, cuando pasaba por allí, levantaba los ojos para mirarlo; pero de día no lo hacía jamás. En cambio, en el curso de los últimos años, cuando ya los tres, el vigilante, su mujer y el farol, habían envejecido, ella lo había cuidado, limpiado la lámpara y echado aceite. Era un matrimonio honrado, y a la lámpara no le habían estafado ni una gota. Y he aquí que aquélla era su última noche de calle; al día siguiente lo llevarían al ayuntamiento. Estos pensamientos tenían muy perturbado al farol; imaginaos, pues, cómo ardería. Pero por su cabeza pasaron también otros recuerdos; había visto muchas cosas e iluminado otras muchas, acaso tantas como el «ilustre Concejo municipal»; pero se lo callaba, porque era un farol viejo y honrado y no quería despotricar contra nadie, y menos contra una autoridad. Pensó en muchas cosas, mientras oscilaba su llama; era como si un presentimiento le dijese: «Sí, también se acordarán de ti. Allí estaba aquel apuesto joven - ¡ay, cuántos años habían pasado! que llegó con una carta escrita en elegante papel color de rosa, con canto dorado y fina escritura femenina. La leyó dos veces, y, besándola, levantó hasta mí la mirada, que decía: - ¡Soy el más feliz de los hombres!. - Sólo él y yo supimos lo que decía aquella primera carta de la amada. Recuerdo también otro par de ojos; ¡es curioso, los saltos que pueden darse con el pensamiento! En nuestra calle hubo un día un magnífico entierro; la mujer, joven y bonita, yacía en el féretro, en el coche fúnebre tapizado de terciopelo. Lucían tantas flores y coronas, y brillaban tantos blandones, que yo quedé casi eclipsado. Toda la acera estaba llena de personas que acompañaban al cadáver; pero cuando todos los cirios se hubieron alejado y yo miré a mi alrededor, quedaba solamente un hombre junto al poste, llorando, y nunca olvidaré aquellos ojos llenos de tristeza que me miraban». Muchos pensamientos pasaron así por la mente del viejo farol, que alumbraba la calle por vez postrera. El centinela que es relevado conoce por lo menos a su sucesor y puede decirle unas palabras; pero el farol no conocía al suyo, y, sin embargo, le habría proporcionado algunas informaciones acerca de la lluvia y la niebla, de hasta dónde llegaba la luz de la luna en la acera, y de qué lado soplaba el viento.
En el arroyo había tres personajes que se habían presentado al farol, en la creencia de que él tenía atribuciones para designar a su sucesor. Uno de ellos era una cabeza de arenque, que en la oscuridad es fosforescente, por lo cual pensaba que representaría un notable ahorro de aceite si lo colocaban en la cima del poste de alumbrado. El segundo aspirante era un pedazo de madera podrida, el cual luce también, y aun más que un bacalao, según afirmaba él, diciendo, además, que era el último resto de un árbol, que antaño había sido la gloria del bosque. El tercero era una luciérnaga. De dónde procedía, el farol lo ignoraba, pero lo cierto era que se había presentado y que era capaz de dar luz; sin embargo, la cabeza de arenque y la madera podrida aseguraban que sólo podía brillar a determinadas horas, por lo que no merecía ser tomada en consideración.
El viejo farol objetó que ninguno de los tres poseía la intensidad luminosa suficiente para ser elevado a la categoría de lámpara callejera, pero ninguno se lo creyó, y cuando se enteraron de que el farol no estaba facultado para otorgar el puesto, manifestaron que la medida era muy acertada, pues realmente estaba demasiado decrépito para poder elegir con justicia.
Entonces llegó el viento, que venía de la esquina y sopló por el tubo de ventilación del viejo farol.
- ¡Qué oigo! -dijo-. ¿Qué mañana te marchas? ¿Ésta es la última noche que nos encontramos? En ese caso voy a hacerte un regalo; voy a airearte la cabeza de tal modo, que no sólo recordarás clara y perfectamente todo lo que has oído y visto, sino que además verás con la mayor lucidez cuanto se lea o se cuente en tu presencia.
- ¡Bueno es esto! -dijo el viejo farol-. Muchas gracias. ¡Con tal que no me fundan!
- No lo harán todavía -dijo el viento-, y ahora voy a soplar en tu memoria. Si consigues más regalos de esta clase, disfrutarás de una vejez dichosa.
- ¡Con tal que no me fundan! -repitió el farol-. ¿Podrías también en este caso asegurarme la memoria?
- Viejo farol, sé razonable -dijo el viento soplando. En aquel mismo momento salió la luna-. ¿Y usted qué regalo trae? - preguntó el viento.
- Yo no regalo nada -respondió la luna-. Estoy en menguante, y los faroles nunca me han iluminado, sino al contrario, soy yo quien he dado luz a los faroles -. Y así diciendo, la luna se ocultó de nuevo detrás de las nubes, pues no quería que la importunasen.
Cayó entonces una gota de agua, como de una gotera, y fue a dar en el tubo de ventilación; pero dijo que procedía de las grises nubes, y era también un regalo, acaso el mejor de todos.
- Te penetro de tal manera, que tendrás la propiedad de transformarte, en una noche, si lo deseas, en herrumbre, desmoronándote y convirtiéndote en polvo -. Al farol le pareció aquél un regalo muy poco envidiable, y el viento estuvo de acuerdo con él-. ¿No tiene nada mejor? ¿No tiene nada mejor? -sopló con toda su fuerza. En esto cayó una brillante estrella fugaz, que dibujó una larga estela luminosa.
- ¿Qué ha sido esto? -exclamó la cabeza de arenque-. ¿No acaba de caer una estrella? Me parece que se metió en el farol. ¡Caramba!, si personajes tan encumbrados solicitan también el cargo, ya podemos nosotros retirarnos a casita -. Y así lo hizo, junto con sus compañeros. Pero el farol brilló de pronto con una intensidad asombrosa -. ¡Éste sí que ha sido un magnífico regalo! -dijo-. Las estrellas rutilantes, que tanto me gustaron siempre y que brillan tan maravillosamente, mucho más de lo que yo haya podido hacerlo nunca a pesar de todos mis deseos y esfuerzos, han reparado en mí, pobre viejo farol, y me han enviado un regalo por una de ellas. Y este regalo consiste en que todo lo que yo pienso y veo tan claramente, también puede ser visto por todos aquellos a quienes quiero. Y éste si que es un verdadero placer, pues la alegría compartida es doble alegría.
- Es un pensamiento muy digno -dijo el viento-, pero, ¿no sabes que también las velas pertenecen a esta clase? Si no encienden dentro de ti una vela, no puedes ayudar a nadie a ver nada. En esto no han pensado las estrellas; creen que todo lo que brilla tiene en sí, por lo menos, una vela. Pero estoy cansado -añadió el viento voy a echarme un rato-. Y se calmó.
Al día siguiente -bueno, el día podemos saltarlo-, a la noche siguiente estaba el farol en la butaca. ¿Y dónde? Pues en casa del vigilante, el cual había rogado al ilustre Concejo Municipal que le permitiese guardarlo, en pago de sus muchos y buenos servicios. Se rieron de él, pero se lo dieron, y ahí tenéis a nuestro farol en la butaca, al lado de la estufa encendida; y parecía como si hubiese crecido, tanto, que ocupaba casi todo el sillón. Los viejos estaban cenando, y dirigían de vez en cuando afectuosas miradas al farol, al que gustosos habrían asignado un puesto en la mesa. Su vivienda estaba en el sótano, a dos buenas varas bajo tierra. Para llegar a su habitación había que atravesar un corredor enlosado, pero dentro la temperatura era agradable, pues habían puesto burlete en la puerta. El cuarto tenía un aspecto limpio y aseado, con cortinas en torno a las camas y en las ventanitas, sobre las cuales se veían dos singulares macetas, que el marinero Christian había traído de las Indias Orientales u Occidentales. Eran dos elefantes de arcilla, a los que faltaba el dorso; en el lugar de éste brotaban, de la tierra que llenaba el cuerpo de los elefantes, un magnífico puerro y un gran geranio florido: la primera maceta era el huerto del matrimonio; la segunda, su jardín. De la pared colgaba un gran cuadro de vistosos colores: «El Congreso de Viena». De este modo tenían reunidos a todos los emperadores y reyes. Un reloj de Bornholm, con sus pesas de plomo, cantaba su eterno tic-tac, adelantándose siempre; pero mejor es un reloj que adelanta que uno que atrasa, pensaban los viejos.
Estaban, pues, comiendo su cena, según ya dijimos, con el farol depositado en el sillón, cerca de la estufa. Al farol parecíale que aquello era el mundo al revés. Pero cuando el vigilante, mirándolo, empezó a hablar de lo que habían pasado juntos, bajo la lluvia y la niebla, en las claras y breves noches de verano y la época de las nieves, en que tanto había deseado él regresar a su sótano, el farol sintió que todo volvía a estar en su sitio, pues veía todo lo que el otro contaba, como si estuviese allí mismo. Realmente el viento lo había iluminado por dentro.
Eran diligentes y despiertos los dos viejos; ni una hora permanecían ociosos. En la tarde del domingo sacaban del armario algún libro, generalmente un relato de viajes, y el viejo leía en voz alta acerca de África, con sus grandes selvas y elefantes salvajes, y la anciana escuchaba atentamente, dirigiendo miradas de reojo a las macetas de arcilla en figura de elefantes -. ¡Me parece casi que los veo! -decía. Entonces, el farol experimentaba vivísimos deseos de tener allí una vela, para que la encendiesen en su interior; así, la mujer vería las cosas con la misma claridad que él: los corpulentos árboles, las entrelazadas ramas, los negros a caballo y grandes manadas de elefantes aplastando con sus anchos pies los cañaverales y los arbustos.
- ¿De qué me sirven todas mis aptitudes, si no hay aquí ninguna vela? -suspiraba el farol-. Sólo tienen aceite y luces de sebo, pero eso no es suficiente.
Un día apareció en el sótano todo un paquete de cabos de vela; los mayores fueron encendidos, y los más pequeños los utilizó la vieja para encerar el hilo cuando cosía. Ya tenían luz de vela, pero a ninguno de los ancianos se le ocurría poner un cabo en el farol.
- Y yo aquí quieto, con mis raras aptitudes -decía éste-. Lo poseo todo y no puedo compartirlo con ellos. No saben que podría transformar las blancas paredes en hermosísimos tapices, en ricos bosques, en todo cuanto pudieran apetecer. ¡No lo saben!
Por lo demás, el farol descansaba muy limpito y aseado en un rincón, bien visible a todas horas; y aun cuando la gente decía que era un trasto viejo, el vigilante y su mujer lo seguían guardando; le tenían afecto.
Un día -era el cumpleaños del vigilante-, la vieja se acercó al farol y dijo:
- Voy a iluminar la casa en tu obsequio.
El farol hizo crujir el tubo de ventilación, pensando: «¡Ahora verán lo que es luz!». Pero en lugar de una vela le pusieron aceite. Ardió toda la noche, pero sabiendo que el don que le concedieran las estrellas, el mejor don de todos, seria un tesoro muerto para esta vida. Y soñó - cuando se poseen semejantes facultades, bien se puede soñar - que los viejos habían muerto, y que él había ido a parar al fundidor e iba a ser fundido; temía también que lo llevasen al ayuntamiento, y el ilustre Concejo Municipal lo condenase; pero aun cuando poseía la propiedad de convertirse en herrumbre y polvo a su antojo, no lo hizo. Así pasó al horno de fundición y fue transformado en hermosísimo candelabro de hierro, destinado a sostener un cirio. Diéronle forma de ángel, un ángel que sostenía un ramo de flores; en el centro del ramo pusieron la vela, y el candelabro fue colocado sobre una mesa escritorio cubierta de un paño verde. La habitación era acogedora; había muchos libros, colgaban hermosos cuadros - era la morada de un poeta, y todo lo que decía y escribía se reflejaba en derredor. La habitación evocaba espesos bosques oscuros, prados bañados de sol donde se paseaba arrogante la cigüeña, cubiertas de naves mecidas por las olas...
- ¡Qué aptitudes tengo! -dijo el farol al despertarse-. Casi debería desear que me fundieran. Pero no, no mientras vivan estos viejos. Me quieren por mí mismo. Vengo a ser un poco como su hijo, pues me cuidaron y me dieron aceite, y lo paso tan bien como «El Congreso», con todo y ser él tan noble.
Desde aquel día menguó su agitación interior; y bien se lo merecía el viejo y honrado farol.
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