La mujer del boticario
La pequeña ciudad de B***, compuesta de dos o tres calles torcidas, duerme con sueño profundo. El aire, quieto, está lleno de silencio. Sólo a lo lejos, en algún lugar seguramente fuera de la ciudad, suena el débil y ronco tenor del ladrido de un perro. El amanecer está próximo.
Hace tiempo que todo duerme. Tan sólo la joven esposa del boticario Chernomordik, propietario de la botica del lugar, está despierta. Tres veces se ha echado sobre la cama; pero, sin saber por qué, el sueño huye tercamente de ella. Sentada, en camisón, junto a la ventana abierta, mira a la calle. Tiene una sensación de ahogo, está aburrida y siente tal desazón que hasta quisiera llorar. ¿Por qué...? No sabría decirlo, pero un nudo en la garganta la oprime constantemente... Detrás de ella, unos pasos más allá y vuelto contra la pared, ronca plácidamente el propio Chernomordik. Una pulga glotona se ha adherido a la ventanilla de su nariz, pero no la siente y hasta sonríe, porque está soñando con que toda la ciudad tose y no cesa de comprarle Gotas del rey de Dinamarca. ¡Ni con pinchazos, ni con cañonazos, ni con caricias, podría despertárselo!
La botica está situada al extremo de la ciudad, por lo que la boticaria alcanza a ver el límite del campo. Así, pues, ve palidecer la parte este del cielo, luego la ve ponerse roja, como por causa de un gran incendio. Inesperadamente, por detrás de los lejanos arbustos, asoma tímidamente una luna grande, de ancha y rojiza faz. En general, la luna, cuando sale de detrás de los arbustos, no se sabe por qué, está muy azarada. De repente, en medio del silencio nocturno, resuenan unos pasos y un tintineo de espuelas. Se oyen voces.
"Son oficiales que vuelven de casa del policía y van a su campamento", piensa la mujer del boticario.
Poco después, en efecto, surgen dos figuras vestidas de uniforme militar blanco. Una es grande y gruesa; otra, más pequeña y delgada. Con un andar perezoso y acompasado, pasan despacio junto a la verja, conversando en voz alta sobre algo. Al acercarse a la botica, ambas figuras retrasan aún más el paso y miran a las ventanas.
—Huele a botica —dice el oficial delgado—. ¡Claro..., como que es una botica...! ¡Ah...! ¡Ahora que me acuerdo... la semana pasada estuve aquí a comprar aceite de ricino! Aquí es donde hay un boticario con una cara agria y una quijada de asno. ¡Vaya quijada...! Con una como ésa, exactamente, venció Sansón a los filisteos.
—Si... —dice con voz de bajo el gordo—. Ahora la botica está dormida... La boticaria estará también dormida... Aquí, Obtesov, hay una boticaria muy guapa.
—La he visto. Me gusta mucho. Diga, doctor: ¿podrá querer a ese de la quijada? ¿Será posible?
—No. Seguramente no lo quiere —suspira el doctor con expresión de lástima hacia el boticario—. ¡Ahora, guapita..., estarás dormida detrás de esa ventana...! ¿No crees, Obtesov? Estará con la boquita entreabierta, tendrá calor y sacará un piececito. Seguro que el tonto boticario no entiende de belleza. Para él, probablemente, una mujer y una botella de lejía son lo mismo.
—Oiga, doctor... —dice el oficial, parándose— ¿Y si entráramos en la botica a comprar algo? Puede que viéramos a la boticaria.
—¡Qué ocurrencia! ¿Por la noche?
—¿Y qué...? También por la noche tienen obligación de despachar. Anda, amigo... Vamos.
—Como quieras.
La boticaria, escondida tras los visillos, oye un fuerte campanillazo y, con una mirada a su marido, que continúa roncando y sonriendo dulcemente, se echa encima un vestido, mete los pies desnudos en los zapatos y corre a la botica.
A través de la puerta de cristal, se distinguen dos sombras. La boticaria aviva la luz de la lámpara y corre hacia la puerta para abrirla. Ya no se siente aburrida ni desazonada, ya no tiene ganas de llorar, y sólo el corazón le late con fuerza. El médico, gordiflón, y el delgado Obtesov entran en la botica. Ahora ya puede verlos bien. El gordo y tripudo médico tiene la tez tostada y es barbudo y torpe de movimientos. Al más pequeño de éstos le cruje su uniforme y le brota el sudor en el rostro. El oficial es de tez rosada y sin bigote, afeminado y flexible como una fusta inglesa.
—¿Qué desean ustedes? —pregunta la boticaria, ajustándose el vestido.
—Denos... quince kopeks de pastillas de menta.
La boticaria, sin apresurarse, coge del estante un frasco de cristal y empieza a pesar las pastillas. Los compradores, sin pestañear, miran su espalda. El médico entorna los ojos como un gato satisfecho, mientras el teniente permanece muy serio.
—Es la primera vez que veo a una señora despachando en una botica —dice el médico.
—¡Qué tiene de particular! —contesta la boticaria mirando de soslayo el rosado rostro de Obtesov—. Mi marido no tiene ayudantes, por lo que siempre lo ayudo yo.
—¡Claro...! Tiene usted una botiquita muy bonita... ¡Y qué cantidad de frascos distintos…! ¿No le da miedo moverse entre venenos...? ¡Brrr...!
La boticaria pega el paquetito y se lo entrega al médico. Obtesov saca los quince kopeks. Trascurre medio minuto en silencio... Los dos hombres se miran, dan un paso hacia la puerta y se miran otra vez.
—Deme diez kopeks de sosa —dice el médico.
La boticaria, otra vez con gesto perezoso y sin vida, extiende la mano hacia el estante.
—¿No tendría usted aquí, en la botica, algo...? —masculla Obtesov haciendo un movimiento con los dedos—. Algo... que resultara como un símbolo de algún líquido vivificante..., por ejemplo, agua de Seltz? ¿Tiene usted agua de seltz?
—Sí, tengo —contesta la boticaria.
—¡Bravo...! ¡No es usted una mujer! ¡Es usted un hada...! ¿Podría darnos tres botellas...?
—La boticaria pega apresurada el paquete de sosa y desaparece en la oscuridad, tras de la puerta.
—¡Un fruto como éste no se encontraría ni en la isla de Madeira! ¿No le parece? Pero escuche... ¿no oye usted un ronquido? Es el propio señor boticario, que duerme.
Pasa un minuto, la boticaria vuelve y deposita cinco botellas sobre el mostrador. Como acaba de bajar a la cueva, está encendida y algo agitada.
—¡Chis! —dice Obtesov cuando al abrir las botellas deja caer el sacacorchos—. No haga tanto ruido, que se va a despertar su marido.
—¿Y qué importa que se despierte?
—Es que estará dormido tan tranquilamente... soñando con usted... ¡A su salud! ¡Bah...! —dice con su voz de bajo el médico, después de eructar y de beber agua de seltz—. ¡Eso de los maridos es una historia tan aburrida...! Lo mejor que podrían hacer es estar siempre dormidos. ¡Oh, si a esta agua se le hubiera podido añadir un poco de vino tinto!
—¡Qué cosas tiene! —ríe la boticaria.
—Sería magnífico. ¡Qué lástima que en las boticas no se venda nada basado en alcohol! Deberían, sin embargo, vender el vino como medicamento. Y vinum gallicum rubrum..., ¿tiene usted?
—Sí, lo tenemos.
—Muy bien; pues tráiganoslo, ¡qué diablo...! ¡Tráigalo!
—¿Cuánto quieren?
—¡Cuantum satis! Empecemos por echar una onza de él en el agua, y luego veremos. ¿No es verdad? Primero con agua, y después, per se.
—El médico y Obtesov se sientan al lado del mostrador, se quitan los gorros y se ponen a beber vino tinto.
—¡Hay que confesar que es malísimo! ¡Que es un vinum malissimum!
—Pero con una presencia así... parece un néctar.
—¡Es usted maravillosa, señora! Le beso la mano con el pensamiento.
—Yo hubiera dado mucho por poder hacerlo no con el pensamiento —dice Obtesov—. ¡Palabra de honor que hubiera dado la vida!
—¡Déjese de tonterías! —dice la señora Chernomordik, sofocándose y poniendo cara seria.
—Pero ¡qué coqueta es usted...! —ríe despacio el médico, mirándola con picardía—. Sus ojitos disparan ¡pif!, ¡paf!, y tenemos que felicitarla por su victoria, porque nosotros somos los conquistados.
La boticaria mira los rostros sonrosados, escucha su charla y no tarda en animarse a su vez. ¡Oh...! Ya está alegre, ya toma parte en la conversación, ríe y coquetea, y por fin después de hacerse rogar mucho de los compradores, bebe dos onzas de vino tinto.
—Ustedes, señores oficiales, deberían venir más a menudo a la ciudad desde el campamento —dice—, porque esto, si no, es de un aburrimiento atroz. ¡Yo me muero de aburrimiento!
—Lo creo —se espanta el médico—. ¡Una niña tan bonita! ¡Una maravilla así de la naturaleza, y en un rincón tan recóndito! ¡Qué maravillosamente bien lo dijo Griboedov! ‘¡Al rincón recóndito! ¡Al Saratov...!’. Ya es hora, sin embargo, de que nos marchemos. Encantados de haberla conocido..., encantadísimos... ¿Qué le debemos?
La boticaria alza los ojos al techo y mueve los labios durante largo rato.
—Doce rublos y cuarenta y ocho kopeks —dice.
Obtesov saca del bolsillo una gruesa cartera, revuelve durante largo tiempo un fajo de billetes y paga.
—Su marido estará durmiendo tranquilamente... estará soñando... —balbucea al despedirse, mientras estrecha la mano de la boticaria.
—No me gusta oír tonterías.
—¿Tonterías? Al contrario... Éstas no son tonterías... Hasta el mismo Shakespeare decía: "Bienaventurado aquél que de joven fue joven..."
—¡Suelte mi mano!
Por fin, los compradores, tras larga charla, besan la mano de la boticaria e indecisos, como si se dejaran algo olvidado, salen de la botica. Ella corre a su dormitorio y se sienta junto a la ventana. Ve cómo el teniente y el doctor, al salir de la botica, recorren perezosamente unos veinte pasos. Los ve pararse y ponerse a hablar de algo en voz baja. ¿De qué? Su corazón late, le laten las sienes también... ¿Por qué...? Ella misma no lo sabe. Su corazón palpita fuertemente, como si lo que hablaran aquellos dos en voz baja fuera a decidir su suerte. Al cabo de unos minutos el médico se separa de Obtesov y se aleja, mientras que Obtesov vuelve. Una y otra vez pasa por delante de la botica... Tan pronto se detiene junto a la puerta como echa a andar otra vez. Por fin, suena el discreto tintineo de la campanilla.
La boticaria oye de pronto la voz de su marido, que dice:
—¿Qué...? ¿Quién está ahí? Están llamando. ¿Es que no oyes...? ¡Qué desorden!
Se levanta, se pone la bata y, tambaleándose todavía de sueño y con las zapatillas en chancletas, se dirige a la botica.
—¿Qué es? ¿Qué quiere usted? pregunta a Obtesov.
—Deme..., deme quince kopeks de pastillas de menta.
Respirando ruidosamente, bostezando, quedándose dormido al andar y dándose con las rodillas en el mostrador, el boticario se empina hacia el estante y coge el frasco...
Unos minutos después la boticaria ve salir a Obtesov de la botica, le ve dar algunos pasos y arrojar al camino lleno de polvo las pastillas de menta. Desde una esquina, el doctor le sale al encuentro. Al encontrarse, ambos gesticulan y desaparecen en la bruma matinal.
—¡Oh, qué desgraciada soy! —dice la boticaria, mirando con enojo a su marido, que se desviste rápidamente para volver a echar a dormir—. ¡Que desgraciada soy! —repite.
Y de repente rompe a llorar con amargas lágrimas. Y nadie... nadie sabe...
—Me he dejado olvidados quince kopeks en el mostrador —masculla el boticario, arropándose en la manta—. Haz el favor de guardarlos en la mesa.
Y al punto se queda dormido.
UNA APUESTA
I
Era una oscura noche de otoño. El viejo banquero caminaba en su despacho, de un rincón a otro, recordando una recepción que había dado quince años antes, en otoño. Asistieron a esta velada muchas personas inteligentes y se oyeron conversaciones interesantes. Entre otros temas se habló de la pena de muerte. La mayoría de los visitantes, entre los cuales hubo no pocos hombres de ciencia y periodistas, tenían al respecto una opinión negativa. Encontraban ese modo de castigo como anticuado, inservible para los estados cristianos e inmoral. Algunos opinaban que la pena de muerte debería reemplazarse en todas partes por la reclusión perpetua.
—No estoy de acuerdo —dijo el dueño de la casa—. No he probado la ejecución ni la reclusión perpetua, pero si se puede juzgar a priori, la pena de muerte, a mi juicio, es más moral y humana que la reclusión. La ejecución mata de golpe, mientras que la reclusión vitalicia lo hace lentamente. ¿Cuál de los verdugos es más humano? ¿El que lo mata a usted en pocos minutos o el que le quita la vida durante muchos años?
—Uno y otro son igualmente inmorales —observó alguien— porque persiguen el mismo propósito: quitar la vida. El Estado no es Dios. No tiene derecho a quitar algo que no podría devolver si quisiera hacerlo.
Entre los invitados se encontraba un joven jurista, de unos veinticinco años. Al preguntársele su opinión, contestó:
—Tanto la pena de muerte como la reclusión perpetua son igualmente inmorales, pero si me ofrecieran elegir entre la ejecución y la prisión, yo, naturalmente, optaría por la segunda. Vivir de alguna manera es mejor que de ninguna.
Se suscitó una animada discusión. El banquero, por aquel entonces más joven y más nervioso, de repente dio un puñetazo en la mesa y le gritó al joven jurista:
—¡No es cierto! Apuesto dos millones a que usted no aguantaría en la prisión ni cinco años.
—Si usted habla en serio —respondió el jurista— apuesto a que aguantaría no cinco sino quince años.
—¿Quince? ¡Está bien! —exclamó el banquero—. Señores, pongo dos millones.
—De acuerdo. Usted pone los millones y yo pongo mi libertad —dijo el jurista.
¡Y esta feroz y absurda apuesta fue concertada! El banquero, que entonces ni conocía la cuenta exacta de sus millones, mimado por la suerte y despreocupado, estaba entusiasmado por la apuesta. Durante la cena bromeaba a costa del jurista y le decía:
—Piénselo bien, joven, mientras no sea tarde. Para mí dos millones no son nada, pero usted se arriesga a perder los tres o cuatro mejores años de su vida. Y digo tres o cuatro porque más de eso usted no va a soportar. No olvide tampoco, desdichado, que una reclusión voluntaria resulta más penosa que la obligatoria. La idea de que en cualquier momento usted tiene derecho a salir en libertad le envenenará la existencia en su prisión. ¡Tengo lástima de usted!
Y ahora el banquero, caminando de un rincón a otro, recordaba todo aquello y se preguntaba a sí mismo:
—¿Para qué esta apuesta? ¿Qué provecho hay en haber perdido el jurista quince años de su vida y en tirar yo dos millones de rublos? ¿Puede ello demostrar a la gente que la pena de muerte es peor o mejor que la reclusión perpetua? No y no. Es un dislate, un absurdo. Por mi parte ha sido el capricho de un hombre satisfecho y por parte del jurista, una simple avidez por el dinero...
Y él se puso a recordar lo que había ocurrido después de la velada descripta. Se decidió que el jurista cumpliera su reclusión bajo severa vigilancia, en una de las casitas construidas en el jardín del banquero. Se convino que durante quince años sería privado del derecho de traspasar el umbral de la casa, ver a la gente, escuchar voces humanas, recibir cartas y diarios. Se le permitía tener un instrumento musical, leer libros, escribir cartas, tomar vino y fumar. Con el mundo exterior, según el convenio, no podría relacionarse de otra manera que en silencio, a través de una ventanilla arreglada para este propósito. Mediante una esquela podría solicitar todo lo necesario, los libros, la música, el vino, etc., todo lo cual recibiría, en cualquier cantidad, únicamente por la ventanilla. El convenio preveía todos los detalles que conferían al recluido la condición de estrictamente incomunicado y le obligaba a permanecer en la casa quince años justos, a partir de las doce horas del catorce de noviembre de 1870 hasta las doce horas del catorce de noviembre de 1885. La menor tentativa de infringir estas condiciones por parte del jurista, aunque fuera dos minutos antes del plazo, liberaba al banquero de la obligación de pagarle los dos millones.
En su primer año de reclusión el jurista, por cuanto se podía juzgar a través de sus breves notas, sufrió mucho a causa de la soledad y el tedio. En su casita se oían constantemente los sonidos del piano. El vino y el tabaco fueron rechazados por él. El vino, escribía, provoca los deseos, y los deseos son los primeros enemigos del recluido; además, no hay cosa más aburrida que beber un buen vino y no ver nada. En cuanto al tabaco, vicia el aire de la habitación. En el primer año se le enviaba al jurista libros de contenido preferentemente fácil: novelas con complicada intriga amorosa, cuentos policiales y fantásticos, comedias, etc.
En el segundo año ya dejó de oírse la música en la casita y el jurista sólo pedía en sus notas libros de autores clásicos. En el quinto año se volvió a oír la música y el prisionero solicitó vino. Los que lo observaban por la ventanilla relataban que durante todo ese año no hacía sino comer, beber, quedarse en cama bostezando y conversar malhumorado consigo mismo. No leyó más libros. A veces, de noche, se ponía a escribir durante largo rato y a la madrugada hacía pedazos todo lo escrito. Más de una vez se le oyó llorar.
En la segunda mitad del sexto año el recluido se abocó con ahínco al estudio de los idiomas, la filosofa y la historia. Acometió estas ciencias con tanta avidez que el banquero apenas alcanzaba a pedir libros para él. En el lapso de cuatro años fueron solicitados por correo, a su pedido, cerca de seiscientos volúmenes. En este período el banquero recibió de su prisionero una carta que decía así: “Mi querido carcelero: Le escribo estas líneas en seis idiomas. Muéstrelas a personas entendidas. Que las lean. Si no encuentran ni un solo error, le ruego hagan disparar una escopeta en el jardín. Este disparo me dirá que mis esfuerzos no se perdieron en vano. Los genios de todos los tiempos y países hablan en distintas lenguas, pero arde en ellos la misma llama. ¡Oh, si usted supiera qué dicha sublime experimento ahora en mi alma porque puedo comprenderlos!”. El deseo del recluido fue cumplido. El banquero mandó disparar la escopeta en el jardín dos veces.
A partir del décimo año el jurista permanecía sentado a la mesa, inmóvil, y sólo leía el Evangelio. Al banquero le pareció extraño que el hombre que en cuatro años había vencido seiscientos tomos difíciles, hubiera gastado cerca de un año en la lectura de un libro no muy grueso y de fácil comprensión. Al Evangelio lo sustituyeron luego la historia de las religiones y la teología.
En los dos últimos años de reclusión, el prisionero leyó una extraordinaria cantidad de libros, sin ninguna selección. Bien se dedicaba a las ciencias naturales, bien pedía obras de Byron o Shakespeare. En sus notas solicitaba a veces, al mismo tiempo, un libro de química, un manual de medicina, una novela y un tratado de filosofía o teología. Sus lecturas daban la impresión de que el hombre nadase en un mar entre los fragmentos de un buque y, tratando de salvar la vida, se aferraba desesperadamente ya a uno ya a otro de ellos.
II
El viejo banquero recordaba todo eso, pensando: “Mañana a las doce horas él obtendrá su libertad. Según las condiciones, tendré que pagarle los dos millones. Y si le pago, está todo perdido: estoy arruinado definitivamente...”.
Quince años antes no sabía cuántos millones tenía, mientras que ahora le daba miedo preguntarse ¿qué era lo que más tenía: dinero o deudas? El imprudente juego en la Bolsa, las especulaciones arriesgadas y el acaloramiento, del cual no pudo desprenderse ni siquiera en la vejez, poco a poco fueron debilitando sus negocios y el osado, seguro y orgulloso ricachón se transformó en un banquero de segunda clase, que temblaba con cada alza o baja de valores.
—¡Maldita apuesta! —farfullaba el viejo, agarrándose la cabeza—. ¿Por qué no habrá muerto este hombre? Sólo tiene cuarenta años. Me quitará lo último que tengo, se casará, disfrutará de la vida, jugará en la Bolsa y yo, como un mendigo, lo miraré con envidia y todos los días le oiré decir siempre lo mismo: “Le debo a usted la felicidad de mi vida, permítame que le ayude”. ¡No, esto es demasiado! ¡La única salvación de la bancarrota y del oprobio está en la muerte de este hombre!
Dieron las tres. El banquero aguzó el oído: todos dormían en la casa y sólo se oía el rumor de los helados árboles detrás de las ventanas. Tratando de no hacer ningún ruido, sacó de la caja fuerte la llave de la puerta que no se abría durante quince años, se puso el abrigo y salió de la casa.
El jardín estaba oscuro y frío. Llovía. Un viento húmedo y penetrante paseaba aullando por todo el jardín y no dejaba en paz a los árboles. El banquero esforzó la vista, pero no veía ni la tierra, ni las blancas estatuas, ni la casita, ni los árboles. Se acercó entonces al lugar donde se hallaba la casita y llamó dos veces al sereno. No hubo respuesta. Por lo visto, el sereno, huyendo del mal tiempo, se refugió en la cocina o en el invernadero y se quedó dormido.
‘Si soy capaz de llevar adelante mi propósito —pensó el viejo— la sospecha recaerá antes que en nadie sobre el sereno’.
En la oscuridad tanteó los escalones y la puerta y entró en el vestíbulo de la casita; luego penetró a tientas en el pequeño pasillo y encendió un fósforo. Allí no había nadie. Vio una cama sin hacer y una oscura estufa de hierro en un rincón. Los sellos en la puerta que conducía al cuarto del recluido estaban intactos.
Cuando la cerilla se había apagado, el viejo, temblando de emoción, miró por la ventanilla.
La opaca luz de una vela apenas iluminaba la habitación del recluido. Éste estaba sentado junto a la mesa. Sólo se veían su espalda, sus cabellos y sus manos. Sobre la mesa, en dos sillones y sobre la alfombra, junto a la mesa, había libros abiertos.
Transcurrieron cinco minutos y el prisionero no se movió ni una sola vez. La reclusión de quince años le había enseñado a permanecer inmóvil. El banquero golpeó con el dedo en la ventanilla, pero el recluido no hizo ningún movimiento. Entonces el banquero arrancó cuidadosamente los sellos de la puerta e introdujo la llave en la cerradura. Se oyó un ruido áspero y el rechinar de la puerta. El banquero esperaba el grito de sorpresa y los pasos, pero al cabo de tres minutos el silencio detrás de la puerta seguía inalterable. Decidió entonces entrar en la habitación.
Junto a la mesa estaba sentado, inmóvil, un hombre que no parecía una persona común. Era un esqueleto, cubierto con piel, con largos bucles femeninos y enmarañada barba. El color de su cara era amarillo, con un matiz terroso; tenía las mejillas hundidas, espalda larga y estrecha, y la mano que sostenía su melenuda cabeza era tan delgada que daba miedo mirarla. Sus cabellos ya estaban salpicados por las canas, y a juzgar por su cara, avejentada y demacrada, nadie creería que sólo tenía cuarenta años. Dormía... Delante de su inclinada cabeza, se veía sobre el escritorio una hoja de papel, en la cual había unas líneas escritas con letra menuda.
‘¡Miserable! —pensó el banquero—. Duerme y, probablemente, sueña con los millones. Pero si yo levanto este semicadáver, lo arrojo sobre la cama y lo aprieto un poco con la almohada, el más minucioso peritaje no encontrará signos de una muerte violenta. Pero leamos primero estas líneas...’.
El banquero tomó la hoja y leyó lo siguiente: “Mañana, a las doce horas del día, recupero la libertad y el derecho de comunicarme con la gente. Pero antes de abandonar esta habitación y ver el sol, considero necesario decirle algunas palabras. Con la conciencia tranquila y ante Dios que me está viendo, declaro que yo desprecio la libertad, la vida, la salud y todo lo que en sus libros se denomina bienes del mundo.
“Durante quince años estudié atentamente la vida terrenal. Es verdad, yo no veía la tierra ni la gente, pero en los libros bebía vinos aromáticos, cantaba canciones, en los bosques cazaba ciervos y jabalíes, amaba mujeres... Beldades, leves como una nube, creadas por la magia de sus poetas geniales, me visitaban de noche y me susurraban cuentos maravillosos que embriagaban mi cabeza. En sus libros escalaba las cimas del Elbruz y del Monte Blanco y desde allí veía salir el sol por la mañana mientras al anochecer lo veía derramar el oro purpurino sobre el cielo, el océano, las montañas; veía verdes bosques, prados, ríos, lagos, ciudades; oía el canto de las sirenas y el son de las flautas de los pastores; tocaba las alas de los bellos demonios que descendían para hablar conmigo acerca de Dios... En sus libros me arrojaba en insondables abismos, hacía milagros, incendiaba ciudades, profesaba nuevas religiones, conquistaba imperios enteros...
“Sus libros me dieron la sabiduría. Todo lo que a través de los siglos iba creando el infatigable pensamiento humano está comprimido cual una bola dentro de mi cráneo. Sé que soy más inteligente que todos vosotros.
“Y yo desprecio sus libros, desprecio todos los bienes del mundo y la sabiduría. Todo es miserable, perecedero, fantasmal y engañoso como la fatal morgana. Qué importa que sean orgullosos, sabios y bellos, si la muerte los borrará de la faz de la tierra junto con las ratas, mientras que sus descendientes, la historia, la inmortalidad de sus genios se congelarán o se quemarán junto con el globo terráqueo.
“Ustedes han enloquecido y marchan por un camino falso. Toman la mentira por la verdad, y la fealdad por la belleza. Se quedarían sorprendidos si, en virtud de algunas circunstancias, sobre los manzanos y los naranjos, en lugar de los frutos, crecieran de golpe las ranas y los lagartos o si las rosas comenzaran a exhalar un olor a caballo transpirado; así me asombro por ustedes que han cambiado el cielo por la tierra. No quiero comprenderlos.
“Para mostrarles de hecho mi desprecio hacia todo lo que representa la vida de ustedes, rechazo los dos millones, con los cuales había soñado en otro tiempo, como si fueran un paraíso, y a los que desprecio ahora. Para privarme del derecho de cobrarlos, saldré de aquí cinco horas antes del plazo establecido y de esta manera violaré el convenio...”.
Después de leer la hoja, el banquero la puso sobre la mesa, besó al extraño hombre en la cabeza y salió de la casita, llorando. En ningún momento de su vida, ni aún después de las fuertes pérdidas en la Bolsa, había sentido tanto desprecio por sí mismo como ahora. Al volver a su casa, se acostó enseguida, pero la emoción y las lágrimas no lo dejaron dormir durante un buen rato...
A la mañana siguiente llegaron corriendo los alarmados serenos y le comunicaron haber visto que el hombre de la casita bajó por la ventana al jardín, se encaminó hacia el portón y luego desapareció. Junto con los criados, el banquero se dirigió a la casita y comprobó la fuga del prisionero. Para no suscitar rumores superfluos, tomó de la mesa la hoja con la renuncia y, al regresar a casa, la guardó en la caja fuerte.
UNA NOCHE DE ESPANTO
Palideciendo, Iván Ivanovitch Panihidin empezó la historia con emoción:
—Densa niebla cubría el pueblo, cuando, en la Noche Vieja de 1883, regresaba a casa. Pasando la velada con un amigo, nos entretuvimos en una sesión espiritualista. Las callejuelas que tenía que atravesar estaban negras y había que andar casi a tientas. Entonces vivía en Moscú, en un barrio muy apartado. El camino era largo; los pensamientos confusos; tenía el corazón oprimido...
"¡Declina tu existencia!... ¡Arrepiéntete!", había dicho el espíritu de Spinoza, que habíamos consultado.
Al pedirle que me dijera algo más, no sólo repitió la misma sentencia, sino que agregó: "Esta noche".
No creo en el espiritismo, pero las ideas y hasta las alusiones a la muerte me impresionan profundamente.
No se puede prescindir ni retrasar la muerte; pero, a pesar de todo, es una idea que nuestra naturaleza repele.
Entonces, al encontrarme en medio de las tinieblas, mientras la lluvia caía sin cesar y el viento aullaba lastimeramente, cuando en el contorno no se veía un ser vivo, no se oía una voz humana, mi alma estaba dominada por un terror incomprensible. Yo, hombre sin supersticiones, corría a toda prisa temiendo mirar hacia atrás. Tenía miedo de que al volver la cara, la muerte se me apareciera bajo la forma de un fantasma.
Panihidin suspiró y, bebiendo un trago de agua, continuó:
—Aquel miedo infundado, pero irreprimible, no me abandonaba. Subí los cuatro pisos de mi casa y abrí la puerta de mi cuarto. Mi modesta habitación estaba oscura. El viento gemía en la chimenea; como si se quejara por quedarse fuera.
Si he de creer en las palabras de Spinoza, la muerte vendrá esta noche acompañada de este gemido... ¡brr!... ¡Qué horror!... Encendí un fósforo. El viento aumentó, convirtiéndose el gemido en aullido furioso; los postigos retemblaban como si alguien los golpease.
‘Desgraciados los que carecen de un hogar en una noche como ésta’, pensé.
No pude proseguir mis pensamientos. A la llama amarilla del fósforo que alumbraba el cuarto, un espectáculo inverosímil y horroroso se presentó ante mí...
Fue lástima que una ráfaga de viento no alcanzara a mi fósforo; así me hubiera evitado ver lo que me erizó los cabellos... Grité, di un paso hacia la puerta y, loco de terror, de espanto y de desesperación, cerré los ojos.
En medio del cuarto había un ataúd.
Aunque el fósforo ardió poco tiempo, el aspecto del ataúd quedó grabado en mí. Era de brocado rosa, con cruz de galón dorado sobre la tapa. El brocado, las asas y los pies de bronce indicaban que el difunto había sido rico; a juzgar por el tamaño y el color del ataúd, el muerto debía ser una joven de alta estatura.
Sin razonar ni detenerme, salí como loco y me eché escaleras abajo. En el pasillo y en la escalera todo era oscuridad; los pies se me enredaban en el abrigo. No comprendo cómo no me caí y me rompí los huesos. En la calle, me apoyé en un farol e intenté tranquilizarme. Mi corazón latía; la garganta estaba seca. No me hubiera asombrado encontrar en mi cuarto un ladrón, un perro rabioso, un incendio... No me hubiera asombrado que el techo se hubiese hundido, que el piso se hubiese desplomado... Todo esto es natural y concebible. Pero, ¿cómo fue a parar a mi cuarto un ataúd? Un ataúd caro, destinado evidentemente a una joven rica. ¿Cómo había ido a parar a la pobre morada de un empleado insignificante? ¿Estará vacío o habrá dentro un cadáver? ¿Y quién será la desgraciada que me hizo tan terrible visita? ¡Misterio!
O es un milagro, o un crimen.
Perdía la cabeza en conjeturas. En mi ausencia, la puerta estaba siempre cerrada, y el lugar donde escondía la llave sólo lo sabían mis mejores amigos; pero ellos no iban a meter un ataúd en mi cuarto. Se podía presumir que el fabricante lo llevase allí por equivocación; pero, en tal caso, no se hubiera ido sin cobrar el importe, o por lo menos un anticipo.
Los espíritus me han profetizado la muerte. ¿Me habrán proporcionado acaso el ataúd?
No creía, y sigo no creyendo, en el espiritismo; pero semejante coincidencia era capaz de desconcertar a cualquiera.
Es imposible. Soy un miedoso, un chiquillo. Habrá sido una alucinación. Al volver a casa, estaba tan sugestionado que creí ver lo que no existía. ¡Claro! ¿Qué otra cosa puede ser?
La lluvia me empapaba; el viento me sacudía el gorro y me arremolinaba el abrigo. Estaba chorreando... Sentía frío... No podía quedarme allí. Pero ¿adónde ir? ¿Volver a casa y encontrarme otra vez frente al ataúd? No podía ni pensarlo; me hubiera vuelto loco al ver otra vez aquel ataúd, que probablemente contenía un cadáver. Decidí ir a pasar la noche a casa de un amigo.
Panihidin, secándose la frente bañada de sudor frío, suspiró y siguió el relato:
—Mi amigo no estaba en casa. Después de llamar varias veces, me convencí de que estaba ausente. Busqué la llave detrás de la viga, abrí la puerta y entré. Me apresuré a quitarme el abrigo mojado, lo arrojé al suelo y me dejé caer desplomado en el sofá. Las tinieblas eran completas; el viento rugía más fuertemente; en la torre del Kremlin sonó el toque de las dos. Saqué los fósforos y encendí uno. Pero la luz no me tranquilizó. Al contrario: lo que vi me llenó de horror. Vacilé un momento y huí como loco de aquel lugar... En la habitación de mi amigo vi un ataúd... ¡De doble tamaño que el otro!
El color marrón le proporcionaba un aspecto más lúgubre... ¿Por qué se encontraba allí? No cabía duda: era una alucinación... Era imposible que en todas las habitaciones hubiese ataúdes. Evidentemente, adonde quiera que fuese, por todas partes llevaría conmigo la terrible visión de la última morada.
Por lo visto, sufría una enfermedad nerviosa, a causa de la sesión espiritista y de las palabras de Spinoza.
‘Me vuelvo loco’, pensaba, aturdido, sujetándome la cabeza. ‘¡Dios mío! ¿Cómo remediarlo?’.
Sentía vértigos... Las piernas se me doblaban; llovía a cántaros; estaba calado hasta los huesos, sin gorra y sin abrigo. Imposible volver a buscarlos; estaba seguro de que todo aquello era una alucinación. Y, sin embargo, el terror me aprisionaba, tenía la cara inundada de sudor frío, los pelos de punta...
Me volvía loco y me arriesgaba a pillar una pulmonía. Por suerte, recordé que, en la misma calle, vivía un médico conocido mío, que precisamente había asistido también a la sesión espiritista. Me dirigí a su casa; entonces aún era soltero y habitaba en el quinto piso de una casa grande.
Mis nervios hubieron de soportar todavía otra sacudida... Al subir la escalera oí un ruido atroz; alguien bajaba corriendo, cerrando violentamente las puertas y gritando con todas sus fuerzas: "¡Socorro, socorro! ¡Portero!".
Momentos después veía aparecer una figura oscura que bajaba casi rodando las escaleras.
—¡Pagostof! —exclamé, al reconocer a mi amigo el médico—. ¿Es usted? ¿Qué le ocurre?
Pagastof, parándose, me agarró la mano convulsivamente; estaba lívido, respiraba con dificultad, le temblaba el cuerpo, los ojos se le extraviaban, desmesuradamente abiertos...
—¿Es usted, Panihidin? —me preguntó con voz ronca—. ¿Es verdaderamente usted? Está usted pálido como un muerto... ¡Dios mío! ¿No es una alucinación? ¡Me da usted miedo!...
—Pero, ¿qué le pasa? ¿Qué ocurre? —pregunté lívido.
—¡Amigo mío! ¡Gracias a Dios que es usted realmente! ¡Qué contento estoy de verle! La maldita sesión espiritista me ha trastornado los nervios. Imagínese usted qué se me ha aparecido en mi cuarto al volver. ¡Un ataúd!
No lo pude creer, y le pedí que lo repitiera.
—¡Un ataúd, un ataúd de veras! —dijo el médico cayendo extenuado en la escalera—. No soy cobarde; pero el diablo mismo se asustaría encontrándose un ataúd en su cuarto, después de una sesión espiritista...
Entonces, balbuceando y tartamudeando, conté al médico los ataúdes que había visto yo también. Por unos momentos nos quedamos mudos, mirándonos fijamente. Después para convencernos de que todo aquello no era un sueño, empezamos a pellizcarnos.
—Nos duelen los pellizcos a los dos —dijo finalmente el médico—; lo cual quiere decir que no soñamos y que los ataúdes, el mío y los de usted, no son fenómenos ópticos, sino que existen realmente. ¿Qué vamos a hacer?
Pasamos una hora entre conjeturas y suposiciones; estábamos helados, y, por fin, resolvimos dominar el terror y entrar en el cuarto del médico. Prevenimos al portero, que subió con nosotros. Al entrar, encendimos una vela y vimos un ataúd de brocado blanco con flores y borlas doradas. El portero se persignó devotamente.
—Vamos ahora a averiguar —dijo el médico temblando— si el ataúd está vacío u ocupado.
Después de mucho vacilar, el médico se acercó y, rechinando los dientes de miedo, levantó la tapa. Echamos una mirada y vimos que... el ataúd estaba vacío. No había cadáver; pero sí una carta que decía:
"Querido amigo: sabrás que el negocio de mi suegro va de capa caída; tiene muchas deudas. Uno de estos días vendrán a embargarlo, y esto nos arruinará y deshonrará. Hemos decidido esconder lo de más valor, y como la fortuna de mi suegro consiste en ataúdes (es el de más fama en nuestro pueblo), procuramos poner a salvo los mejores. Confío en que tú, como buen amigo, me ayudarás a defender la honra y fortuna, y por ello te envío un ataúd, rogándote que lo guardes hasta que pase el peligro. Necesitamos la ayuda de amigos y conocidos. No me niegues este favor. El ataúd sólo quedará en tu casa una semana. A todos los que se consideran amigos míos les he mandado muebles como éste, contando con su nobleza y generosidad. Tu amigo, Tchelustin".
Después de aquella noche, tuve que ponerme a tratamiento de mis nervios durante tres semanas. Nuestro amigo, el yerno del fabricante de ataúdes, salvó fortuna y honra. Ahora tiene una funeraria y vende panteones; pero su negocio no prospera, y por las noches, al volver a casa, temo encontrarme junto a mi cama un catafalco o un panteón.
La tristeza
La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, se extiende, en fina, blanda capa, sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.
El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima lo sacaría de su quietud.
Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palos de sus patas, parece, aun mirado de cerca, un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Se halla sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda en ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.
Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.
Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.
—¡Cochero! —oye de pronto Yona—. ¡Llévame a Viborgskaya!
Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.
—¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?
Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.
—¡Ten cuidado! —grita otro cochero invisible, con cólera—. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la derecha!
—¡Vaya un cochero! —dice el militar—. ¡A la derecha!
Siguen oyéndose los juramentos del cochero invisible. Un transeúnte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabara de despertar de un sueño profundo.
—¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! —dice con tono irónico el militar—. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!
Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados, y no puede pronunciar una palabra.
El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:
—¿Qué hay?
Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:
—Ya ve usted, señor... He perdido a mi hijo... Murió la semana pasada...
—¿De veras?... ¿Y de qué murió?
Yona, alentado por esta pregunta, se vuelve aún más hacia el cliente y dice:
—No lo sé... De una de tantas enfermedades... Ha estado tres meses en el hospital y a la postre... Dios que lo ha querido.
—¡A la derecha! —se oye de nuevo gritar furiosamente—. ¡Parece que estás ciego, imbécil!
—¡A ver! —dice el militar—. Ve un poco más aprisa. A este paso no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!
Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita el látigo.
Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escucharlo.
Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y trineo.
Una hora, dos... ¡Nadie! ¡Ni un cliente!
Mas he aquí que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y chepudo.
—¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecs por los tres!
Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecs es demasiado poco; pero, no obstante, acepta; lo que a él le importa es tener clientes.
Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como sólo hay dos asientos, discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el jorobado.
—¡Bueno; en marcha! —le grita el jorobado a Yona, colocándose a su espalda—. ¡Qué gorro llevas, muchacho! Me apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo...
—¡El señor está de buen humor! —dice Yona con risa forzada—. Mi gorro...
—¡Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas más aprisa te administraré unos cuantos sopapos.
—Me duele la cabeza —dice uno de los jóvenes—. Ayer, yo y Vaska nos bebimos en casa de Dukmasov cuatro botellas de caña.
—¡Eso no es verdad! —responde el otro— Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.
—¡Palabra de honor!
—¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo.
Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe agudizadamente.
—¡Ji, ji, ji!... ¡Qué buen humor!
— ¡Vamos, vejestorio! —grita enojado el chepudo—. ¿Quieres ir más aprisa o no? Dale de firme al gandul de tu caballo. ¡Qué diablo!
Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, lo insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice:
—Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada...
—¡Todos nos hemos de morir!—contesta el chepudo—. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es insoportable! Prefiero ir a pie.
—Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo —le aconseja uno de sus camaradas.
—¿Oye, viejo, estás enfermo?—grita el chepudo—. Te la vas a ganar si esto continúa.
Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda.
—¡Ji, ji, ji! —ríe, sin ganas, Yona—. ¡Dios les conserve el buen humor, señores!
—Cochero, ¿eres casado? —pregunta uno de los clientes.
— ¿Yo? !Ji, ji, ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie... Sólo me espera la sepultura... Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo.
Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en este momento el chepudo, lanzando un suspiro de satisfacción, exclama:
—¡Por fin, hemos llegado!
Yona recibe los veinte copecs convenidos y los clientes se apean. Les sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal.
Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él.
Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría al mundo entero.
Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de entablar con él conversación.
—¿Qué hora es? —le pregunta, melifluo.
—Van a dar las diez —contesta el otro—. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante de la puerta.
Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha convencido de que es inútil dirigirse a la gente.
Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo.
—No puedo más —murmura—. Hay que irse a acostar.
El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote.
Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde, acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada, irrespirable. Suenan ronquidos.
Yona se arrepiente de haber vuelto tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso —piensa— se siente tan desgraciado.
En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el seno y la cabeza y busca algo con la mirada.
—¿Quieres beber? —le pregunta Yona.
—Sí.
—Aquí tienes agua... He perdido a mi hijo... ¿Lo sabías?... La semana pasada, en el hospital... ¡Qué desgracia!
Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos después se le oye roncar.
Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro... Su difunto hijo ha dejado en la aldea una niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar alguien que se prestase a escucharlo, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndolo! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas.
Yona decide ir a ver a su caballo.
Se viste y sale a la cuadra.
El caballo, inmóvil, come heno.
—¿Comes? —le dice Yona, dándole palmaditas en el lomo—. ¿Qué se le va a hacer, muchacho? Como no hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno... Soy ya demasiado viejo para ganar mucho... A decir verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto...
Tras una corta pausa, Yona continúa:
—Sí, amigo..., ha muerto... ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera... Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?...
El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido.
Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo.
Vecinos
Piotr Mijáilich Ivashin estaba de muy mal humor: su hermana, una muchacha soltera, se había fugado con Vlásich, que era un hombre casado. Tratando de ahuyentar la profunda depresión que se había apoderado de él y que no lo dejaba ni en casa ni en el campo, llamó en su ayuda al sentimiento de justicia, sus honoradas convicciones (¡porque siempre había sido partidario de la libertad en el campo!), pero esto no le sirvió de nada, y cada vez, contra su voluntad, llegaba a la misma conclusión: que la estúpida niñera, es decir, que su hermana había obrado mal y que Vlásich la había raptado. Y esto era horroroso.
La madre no salía de su habitación, la niñera hablaba a media voz y no cesaba de suspirar, la tía manifestaba constantes deseos de irse, y sus maletas ya las sacaban a la antesala, ya las retiraban de nuevo a su cuarto. Dentro de la casa, en el patio y en el jardín reinaba un silencio tal, que parecía que hubiese un difunto. La tía, la servidumbre y hasta los mujiks, según parecía a Piotr Mijáilich, lo miraban con expresión enigmática y perpleja, como si quisiesen decir: ‘Han seducido a tu hermana, ¿por qué te quedas con los brazos cruzados?’. También él se reprochaba su inactividad, aunque no sabía qué era, en realidad, lo que debía hacer.
Así pasaron seis días. El séptimo —un domingo, después de la comida— un hombre a caballo trajo una carta. La dirección —A su Excel. Anna Nikoláievna Iváshina— estaba escrita con unos familiares caracteres femeninos. Piotr Mijáilich creyó ver en el sobre, en los caracteres y en la palabra escrita a medias, ‘Excel.’, algo provocativo, liberal. Y el liberalismo de la mujer es terco, implacable, cruel...
‘Preferirá la muerte antes de hacer una concesión a su desgraciada madre, antes de pedirle perdón’, pensó Piotr Mijáilich cuando iba en busca de su madre con la carta en la mano.
Aquélla estaba en la cama, pero vestida. Al ver al hijo, se incorporó impulsivamente y, arreglándose los cabellos grises que se le habían salido de la cofia, preguntó con frase rápida:
—¿Qué hay? ¿Qué hay?
—Ha mandado... —dijo el hijo, entregándole la carta.
El nombre de Zina y hasta el pronombre ‘ella’ no se pronunciaban en la casa. De Zina se hablaba de manera impersonal: ‘ha mandado’, ‘se ha ido’... La madre reconoció la escritura de la hija, y su cara, desencajada, se hizo desagradable. Los cabellos grises se escaparon de nuevo de la cofia.
—¡No! —dijo, apartando las manos como si la carta le hubiese quemado los dedos—. ¡No, no, jamás! ¡Por nada del mundo!
La madre rompió en sollozos histéricos producidos por el dolor y el bochorno; parecía sentir deseos de leer la carta, pero el orgullo se lo impedía. Piotr Mijáilich se daba cuenta de que debía él mismo abrirla y leerla en voz alta, pero de pronto se sintió dominado por una cólera como nunca había conocido. Corrió al patio y gritó al hombre que había traído la misiva:
—¡Di que no habrá contestación! ¡No habrá contestación! ¡Dilo así, animal!
Y a renglón seguido hizo pedazos la carta. Luego las lágrimas afluyeron a sus ojos y, sintiéndose cruel, culpable y desdichado, se fue al campo.
Sólo tenía veintisiete años, pero ya estaba gordo, vestía como los viejos, con trajes muy holgados, y padecía disnea. Poseía ya todas las inclinaciones del terrateniente solterón. No se enamoraba, no pensaba en casarse y únicamente quería a su madre, a su hermana, a la niñera y al jardinero Vasílich. Le gustaba comer bien, dormir la siesta y hablar de política y de materias elevadas... Había terminado en tiempos los estudios en la Universidad, pero ahora miraba esto como si hubiese sido una carga inevitable para los jóvenes de los dieciocho a los veinticinco años. Al menos, las ideas que ahora rondaban cada día por su cabeza no tenían nada de común con la Universidad ni con lo que en ésta había estudiado.
En el campo hacía calor y todo estaba en calma, como anunciando lluvia. El bosque exhalaba un ligero vapor y un olor penetrante a pino y a hojas descompuestas. Piotr Mijáilich se detenía a menudo para limpiarse el sudor de la frente. Revisó sus trigales de otoño y primavera, recorrió el campo de alfalfa y un par de veces, en un claro del bosque, espantó a una perdiz con sus perdigones. Y a todo esto no cesaba de pensar que tan insoportable situación no podía prolongarse eternamente y que deberían ponerle fin de un modo u otro. Como fuera, de un modo estúpido, absurdo, pero había que ponerle fin.
‘¿Pero cómo? ¿Qué hacer?’, se preguntaba, mirando al cielo y a los árboles como si implorase su ayuda.
Mas el cielo y los árboles guardaban silencio. Las convicciones honestas no le servían para nada y el sentido común le decía que el lacerante problema sólo podía tener una solución estúpida y que la escena con el hombre que había traído la carta no sería la última de este género. Le daba miedo pensar lo que aún podía ocurrir.
Dio la vuelta hacia casa cuando ya se ponía el sol. Ahora le parecía que el problema no podía tener solución alguna. Era imposible aceptar el hecho consumado, pero tampoco se podía no aceptarlo, y no existía una solución media. Cuando, con el sombrero en la mano y haciéndose aire con el pañuelo, marchaba por el camino y hasta casa le quedaban un par de verstas, a sus espaldas oyó un campanilleo. Se trataba de un conjunto muy agradable de campanillas y cascabeles que producían un tintineo como de cristales. Sólo podía ser Medovski, el jefe de la policía del distrito, antiguo oficial de húsares que había derrochado sus bienes y su salud, un hombre enfermizo, pariente lejano de Piotr Mijáilich. Tenía gran confianza con los Ivashin y sentía por Zina gran admiración y cariño paternal.
—Voy a su casa —dijo al llegar a la altura de Piotr Mijáilich—. Suba, lo llevaré.
Sonreía jovialmente; estaba claro que no sabía lo de Zina. Acaso se lo hubiesen dicho y él no lo había creído. Piotr Mijáilich se sintió en una situación violenta.
—Lo celebro —balbuceó, enrojeciendo, hasta el punto que se le saltaron las lágrimas, y no sabiendo qué mentira decir—. Me alegro mucho —prosiguió, tratando de sonreír—, pero... Zina se ha ido y mamá está enferma.
—¡Qué lástima! —dijo el jefe de policía, mirando pensativamente a Piotr Mijáilich—. Y yo que pensaba pasar con ustedes la velada... ¿Adónde ha ido Zinaída Mijáilovna?
—A casa de los Sinitski; de allí parece que quería ir al monasterio. No lo sé a ciencia cierta.
El jefe de policía dijo algo más y dio la vuelta. Piotr Mijáilich siguió hacia su casa pensando horrorizado en lo que el jefe de policía sentiría cuando supiese la verdad. Se lo imaginaba, y bajo esta impresión entró en la casa.
«Ayúdame, Señor, ayúdame...», pensaba.
En el comedor, tomando el té, estaba sólo la tía. Como de ordinario, su cara tenía la expresión de quien, aunque débil e indefensa, no permite que nadie la ofenda. Piotr Mijáilich se sentó al otro lado de la mesa (no sentía gran afecto por la tía) y, en silencio, se puso a tomar el té.
—Tu madre tampoco ha comido hoy —dijo la tía— Tú, Petrusha, deberías prestar atención. Dejarse morir de hambre no aliviará nuestra desgracia.
A Piotr Mijáilich le pareció absurdo que la tía se mezclase en asuntos que no eran de su incumbencia e hiciese depender su marcha del hecho de que Zina se había ido. Sintió deseos de decirle una insolencia, pero se contuvo. Y al contenerse advirtió que había llegado el momento oportuno para obrar, que era incapaz de sufrir por más tiempo. O hacer algo ahora mismo, o caer al suelo gritando y dándose de cabezadas. Se imaginó que Vlásich y Zina, ambos liberales y satisfechos de sí mismos, se besaban bajo un arce, y todo el peso y el rencor que durante los siete días se habían acumulado en él se volcaron sobre Vlásich.
«Uno ha seducido y raptado a mi hermana —pensó—, otro vendrá y degollará a mi madre, un tercero nos robará o incendiará la casa... Y todo esto bajo la máscara de la amistad, de las ideas elevadas y los sufrimientos.»
—¡No, no será así! —gritó de pronto, y descargó un puñetazo sobre la mesa.
Se puso en pie de un salto y salió con paso rápido del comedor. En la cuadra estaba ensillado el caballo del administrador. Montó en él y salió al galope en busca de Vlásich.
En su alma se había desencadenado una verdadera tormenta. Sentía la necesidad de hacer algo que se saliese de lo común, tremendo, aunque luego tuviera que arrepentirse durante la vida entera. ¿Llamar a Vlásich miserable, darle un bofetón y luego desafiarlo? Pero Vlásich no era de los que se baten en duelo; y, al sentirse tachado de miserable y recibir el bofetón, lo único que haría sería sentirse más desgraciado y recluirse más en sí mismo. Estas personas desgraciadas y sumisas son los seres más insoportables, los más difíciles de tratar. Todo en ellos queda impune. Cuando el hombre desgraciado, en respuesta a un merecido reproche, mira con ojos en que se refleja la conciencia de su culpa, sonríe dolorosamente y acerca dócilmente la cabeza, parece que la justicia misma es incapaz de levantar la mano contra él.
«Es lo mismo. Le sacudiré un fustazo ante ella y le diré unas cuantas groserías», decidió Piotr Mijáilich.
Cabalgaba por su bosque y sus tierras baldías y se imaginaba el modo como Zina, justificando su acción, hablaría de los derechos de la mujer, de la libertad personal y de que era absolutamente igual casarse por la Iglesia o por lo civil. Discutiría, como mujer que era, de cosas que no comprendía. Y probablemente acabaría por preguntarle: «¿Qué tienes tú que ver en todo esto? ¿Qué derecho tienes a inmiscuirte?»
—Sí, no tengo ningún derecho —gruñía Piotr Mijáilich— Pero tanto mejor... Cuanto más grosero resulte, cuanto menos derecho tenga, tanto mejor.
Hacía un calor sofocante. Nubes de mosquitos volaban muy bajo, a ras del suelo, y en los baldíos lloraban lastimeramente las averías. Piotr Mijáilich cruzó sus lindes y siguió al galope por un campo completamente liso. Había recorrido muchas veces este camino y conocía cada matorral, hasta la última zanja. Aquello que a lo lejos, entre dos luces, parecía una roca oscura, era una iglesia roja; se la podía imaginar hasta el último detalle, incluso el enlucido del portal y los terneros que siempre pacían en su recinto. A la derecha, a una versta de la iglesia, negreaba la arboleda del conde Koltóvich. Y tras la arboleda empezaban las tierras de Vlásich.
Por detrás de la iglesia y de la arboleda del conde avanzaba un enorme nubarrón, que de vez en cuando quedaba iluminado por unos pálidos relámpagos.
«¡Ahí está! —pensó Piotr Mijáilich—. ¡Ayúdame, Señor!»
El caballo no tardó en dar muestras de cansancio, y el propio Piotr Mijáilich se sentía fatigado. El nubarrón lo miraba con enfado, como aconsejándole que volviese a casa. Sintió cierto miedo.
«¡Les demostraré que no tienen razón! —trató de infundirse ánimos— Dirán que eso es el amor libre, la libertad personal; pero la libertad está en la abstención, y no en la subordinación a las pasiones. ¡Lo suyo es depravación, y no libertad!»
Llegó al gran estanque del conde. El reflejo de la nube daba a aquél un aspecto plomizo y sombrío, y de él salía una intensa humedad. Junto al dique, dos sauces, uno viejo y otro joven, se inclinaban para buscarse cariñosamente. Por este mismo lugar, dos semanas antes, Piotr Mijáilich y Vlásich habían pasado a pie, cantando a media voz una canción estudiantil: «No amar es destruir la vida joven...» ¡Miserable canción!
Cuando Piotr Mijáilich cruzó la arboleda, retumbó el trueno y los árboles zumbaron, inclinándose por la fuerza del viento. Debía darse prisa. Desde la arboleda hasta la hacienda de Vlásich tenía que cruzar aún la pradera, algo así como una versta. A ambos lados del camino se alineaban los vicios abedules, de aspecto tan triste y desgraciado como Vlásich, su dueño; lo mismo que él, eran delgados y habían crecido desmesuradamente. En las hojas de los abedules y en la hierba repiquetearon grandes gotas; el viento se calmó al instante y se extendió un olor a tierra mojada y a álamo. Apareció la cerca de Vlásich, con su acacia amarilla, que también era delgada y había crecido más de la cuenta. En un lugar donde la cerca se había venido abajo, se veía un abandonado huerto de árboles frutales.
Piotr Mijáilich no pensaba ya ni en el bofetón ni en el fustazo. No sabía lo que haría en casa de Vlásich. Se acobardó. Le daba miedo pensar en su hermana y en él mismo, se horrorizaba ante la perspectiva de que ahora iba a verla. ¿Cómo se comportaría ella con el hermano? ¿De qué hablarían? ¿No era preferible dar la vuelta antes de que fuese tarde? Pensando así, galopó hacia la casa por la avenida de tilos, dejó atrás los grandes macizos de lilas y, de pronto, vio a Vlásich.
Este, descubierto, con una camisa de percal y botas altas, inclinado bajo la lluvia, iba de la esquina de la casa al portal. Le seguía un obrero con un martillo y cajón de clavos. Seguramente había reparado las maderas de las ventanas, batidas por el viento. Al ver a Piotr Mijáilich, Vlásich se detuvo.
—¿Eres tú? —preguntó sonriendo—. Excelente.
—Sí; como ves, he venido... —dijo Piotr Mijáilich con voz suave, sacudiéndose la lluvia con ambas manos.
—Perfectamente, me alegro mucho —añadió Vlásich, pero sin darle la mano; evidentemente, no se decidía a hacerlo y esperaba que se la tendieran—. ¡Esta lluvia vendrá muy bien para la avena! —añadió, mirando al cielo.
—Sí.
Entraron en la casa en silencio. A la derecha del recibidor había una puerta que conducía a la antesala y luego a la sala; a la izquierda había una pequeña pieza que en invierno ocupaba el administrador. Piotr Mijáilich y Vlásich entraron en esta última.
—¿Dónde te ha sorprendido la lluvia? —preguntó Vlásich.
—Cerca. Cuando llegaba a la casa.
Piotr Mijáilich se sentó en la cama. Le agradaba que la lluvia hiciese ruido y que la habitación estuviese oscura. Era preferible: así sentía menos miedo y no hacía falta mirar a su interlocutor a la cara. Su cólera había desaparecido; lo que ahora sentía era miedo e irritación consigo mismo. Se daba cuenta de que había empezado mal y de que de esta iniciativa suya no resultaría nada práctico.
Durante cierto tiempo ambos permanecieron silenciosos, haciendo ver que prestaban atención a la lluvia.
—Gracias, Petrusha —empezó Vlásich, carraspeando—. Te agradezco mucho que hayas venido. Es una acción generosa y noble. La comprendo y, créeme, la estimo mucho. Puedes creerme.
Miró a la ventana y prosiguió, de pie en el centro de la habitación:
—Todo esto se ha producido en secreto, como si nos ocultásemos de ti. La conciencia de que tú podías sentirte ofendido y estuvieses enfadado con nosotros ha sido durante estos días una mancha en nuestra felicidad. Pero permítenos que nos justifiquemos. Si guardamos el secreto, no fue porque no tuviéramos confianza en ti. En primer lugar, todo se produjo inesperadamente, como por una inspiración, y no había tiempo para entrar en razonamientos. En segundo, se trataba de un asunto íntimo, delicado... Resultaba violento hacer intervenir a una tercera persona, aunque fuese tan allegada como tú. Lo principal de todo es que confiábamos mucho en tu generosidad. Eres un hombre muy generoso y noble. Te estoy infinitamente agradecido. Si en alguna ocasión necesitas mi vida, ven y tómala.
Vlásich hablaba con voz suave y sorda, monótona, como un zumbido; estaba visiblemente agitado. Piotr Mijáilich sintió que le había llegado la vez de hablar y que escuchar y callar habría significado, en efecto, hacerse pasar por un tipo generoso y noble en su inocencia. Y no había acudido con estas intenciones. Se puso rápidamente en pie y dijo a media voz, jadeante:
—Escucha, Grigori: sabes que te quería y que no hubiese podido desear mejor marido para mi hermana. Pero lo que ha ocurrido es horroroso. ¡Da miedo pensarlo!
—¿Por qué? —preguntó Vlásich, con voz temblorosa—. Daría miedo si nosotros hubiésemos procedido mal, pero no es así.
—Escucha, Grigori: sabes que yo no tengo prejuicios. Pero, perdóname la franqueza, a mi modo de ver los dos han procedido con egoísmo. Claro que no se lo diré a Zina, esto la afligiría, pero tú debes saberlo; nuestra madre sufre hasta tal punto que es difícil explicarlo.
—Sí, eso es muy lamentable —suspiró Vlásich—. Nosotros lo habíamos previsto, Petrusha, pero ¿qué podíamos hacer? Si lo que uno hace desagrada a otro, eso no significa que la acción sea mala. Así son las cosas. Cualquier paso serio de uno debe desagradar forzosamente a algún otro. Si tú fueses a combatir por la libertad, esto también haría sufrir a tu madre. ¡Qué le vamos a hacer! Quien coloca por encima de todo la tranquilidad de sus allegados debe renunciar por completo a una vida guiada por las ideas.
Un relámpago resplandeció vivamente y su brillo pareció cambiar el curso de los pensamientos de Vlásich. Se sentó junto a Piotr Mijáilich y empezó a decir cosas que no venían para nada a cuento.
—Yo, Petrusha, adoro a tu hermana —dijo—. Siempre que iba a tu casa me parecía ir en peregrinación, a elevar mis oraciones a Dios, cuando lo cierto es que mis oraciones se dirigían a Zina. Ahora mi adoración crece por días. ¡Para mí está más alta que si fuese mi esposa! ¡Mucho más! —Vlásich agitó ambos brazos—. Es mi santuario. Desde que vive aquí, entro en mi casa como si fuera un templo. ¡Es una mujer excepcional, extraordinaria, nobilísima!
«¡Vaya, ya ha empezado su canción!», pensó Piotr Mijáilich. Pero la palabra «mujer» no le había agradado.
—¿Por qué no se casan como es debido? —preguntó—. ¿Cuánto pide tu mujer por concederte el divorcio?
—Setenta y cinco mil.
—Parece mucho. ¿Y si tratas de sacarlo por algo menos?
—No rebajará ni un kópek. ¡Es una mujer terrible, hermano! —dijo Vlásich, con un suspiro—. Antes no te había hablado nunca de ella, pues me desagradaba recordarlo, pero las cosas se han desarrollado así, y te hablaré ahora. Me casé movido por un noble sentimiento pasajero, honradamente. En nuestro regimiento, si quieres saber los detalles, había un jefe de batallón que se enredó con una señorita de dieciocho años; es decir, hablando simplemente, la sedujo, vivió con ella dos meses y la abandonó. Ella quedó en la situación más espantosa. Le daba vergüenza volver a casa de los padres, además de que no la aceptarían, y el amante la había dejado: como para ir a los cuarteles y venderse. Los oficiales estaban indignados. Tampoco ellos eran unos santos pero la infamia era demasiado evidente. Para colmo, en el regimiento nadie podía aguantar a aquel jefe de batallón. Para hacerle ver que era un cerdo, ¿comprendes?, los tenientes y capitanes empezaron a reunir dinero para la desgraciada muchacha. Y entonces, cuando los oficiales de graduación inferior nos habíamos juntado y uno daba cinco rublos y otro diez, a mí se me subió la sangre a la cabeza. La situación me pareció muy apropiada para realizar una auténtica proeza. Acudí a ella y le manifesté con fogosas expresiones mi simpatía. Y cuando iba a verla y, luego, cuando le hablaba, la amaba calurosamente, viendo en ella a una mujer humillada y ofendida. Sí... resultó que al cabo de una semana pedía su mano. Los jefes y compañeros encontraron que este matrimonio era incompatible con la dignidad de un oficial. Esto fue como si echaran aceite al fuego. Yo, ¿comprendes?, escribí una larga carta en la que afirmaba que mi acción debía ser escrita en la historia del regimiento con letras de oro, etc. La mandé al jefe y envié copias de ella a los compañeros. Estaba exaltado, se entiende, y hubo palabras fuertes. Me pidieron que dejara el regimiento. Por ahí tengo guardado el borrador (te lo daré para que lo leas). La carta estaba escrita con mucha emoción. Podrás ver los honestos y sinceros sentimientos que entonces me movían. Solicité la baja y vine aquí con mi mujer. Mi padre había dejado algunas deudas, y carecía de dinero, y ella, desde el primer día, hizo muchas amistades, empezó a presumir y a jugar a las cartas, y tuve que hipotecar la hacienda. Se conducía muy mal, y eres tú, entre todos mis vecinos, el único que no ha sido su amante. Al cabo de dos años, para que me dejase, le di todo cuanto entonces tenía, y se fue a la ciudad. Sí... Y ahora le paso dos mil rublos al año. ¡Es una mujer horrible! Es una mosca que pone su larva en la espalda de la araña de tal modo, que ésta no se la puede sacudir; la larva se agarra a la araña y le chupa la sangre del corazón. Lo mismo hace esta mujer: se ha agarrado a mí y me chupa la sangre. Me odia y me desprecia porque cometí la estupidez de casarme con ella. Mi generosidad le parece algo miserable. «Un hombre inteligente», dice, «me abandonó, y me recogió un estúpido.» Piensa que sólo un desgraciado idiota pudo proceder como yo. Y a mí, hermano, esto me produce una amargura intolerable. Entre paréntesis, te diré que el destino me oprime. Me oprime ferozmente.
Piotr Mijáilich escuchaba a Vlásich y se preguntaba, perplejo: «¿Cómo ha podido agradar tanto a Zina? No es joven, tiene ya cuarenta y un años, es flaco, estrecho de pecho, de nariz larga y con alguna cana en la barba. Cuando habla, parece que zumba; su sonrisa es enfermiza y mueve las manos de una manera desagradable. No puede presumir de salud ni de hermosas maneras varoniles, carece de espíritu mundano y alegría, y así, a juzgar por las apariencias, es algo turbio e indefinido. Se viste sin gusto, su casa es triste y no admite la poesía ni la pintura, porque «no responden a las demandas del día»; es decir, porque no las comprende; y no le conmueve la música. Es mal administrador. Su hacienda está en el abandono más completo y la tiene hipotecada; por la segunda hipoteca paga el doce por ciento y, además, ha firmado pagarés por valor de diez mil rublos. Cuando llega el momento de entregar los intereses o de mandar dinero a su mujer, pide a todos prestado con una expresión que parece que se le estuviera quemando la casa, y al mismo tiempo, sin pararse a pensarlo, vende todas sus reservas de leña para el invierno por cinco rublos, y la paja por tres, y luego hace que para encender sus estufas utilicen la cerca del huerto o los viejos marcos del invernadero. Los cerdos estropean su pradera y el ganado de los mujiks se come en el bosque los árboles jóvenes, mientras que los vicios van desapareciendo cada invierno. En el huerto y el jardín están tiradas las colmenas, y allí abandonan los cubos viejos. Carece de facultades para nada, y ni siquiera posee la virtud común y corriente de vivir como la gente vive. En los asuntos prácticos, es ingenuo y débil, se le puede engañar sin dificultad alguna, y por algo los mujiks lo tachan de «simple».
»Es liberal y en el distrito lo tienen por rojo, pero esto resulta en él algo aburrido. En su libre pensamiento no hay originalidad y énfasis; se indigna, se irrita y se alegra siempre en el mismo tono, como con desgana, sin producir efecto. Ni siquiera en los momentos de gran exaltación levanta la cabeza, y siempre permanece encorvado. Pero lo más aburrido de todo es que hasta sus ideas buenas y honestas se las ingenia para expresarlas de tal modo, que parecen triviales y atrasadas. Uno piensa que está tratando de algo viejo, que leyó hace mucho, cuando, con palabra lenta, como si dijera algo muy profundo, empieza a hablar de sus minutos lúcidos y honestos, de años mejores, o cuando se entusiasma con la juventud que siempre marchó a la cabeza de la sociedad, o cuando censura a los rusos porque durante treinta años se ponen una misma bata y olvidan adquirir su alma mater. Cuando me quedo a dormir en su casa, pone en la mesilla de noche a Písarev o a Darwin. Y, si le digo que ya los he leído, sale y trae a Dobroliúbov.»
En el distrito calificaban esto de librepensamiento, que muchos miraban como una extravagancia ingenua e inocente; sin embargo, a él le hacía profundamente desgraciado. Era para él la larva de que antes hablaba: se le había agarrado con toda fuerza y le chupaba la sangre del corazón. En el pasado, el extraño matrimonio al gusto de Dostoievski, las largas cartas y las copias escritas con una letra ilegible, pero con un profundo sentimiento; los eternos equívocos, explicaciones y desilusiones; y luego las deudas, la segunda hipoteca, el dinero que pasaba a su mujer, las nuevas deudas que contraía todos los meses... y todo esto sin provecho para nadie, ni para él ni para los demás. Y ahora, lo mismo que antes, no cesa de sentir prisas, quiere realizar una proeza y se mete en asuntos que no le incumben; lo mismo que antes, en cuanto se presenta la ocasión, escribe largas cartas con sus copias, mantiene fatigosas y triviales conversaciones sobre la comunidad campesina o la necesidad de poner en pie las industrias artesanas, o sobre la construcción de una fábrica de quesos: conversaciones muy semejantes unas a otras, hasta el punto que parecen salir no de un cerebro vivo, sino de una máquina. Y, por fin, este escándalo de Zina, que no se sabe cómo terminará.
Y entre tanto Zina es joven —sólo tiene veintidós años.—, es bonita, elegante y jovial; le gusta reír y charlar, es muy aficionada a las discusiones y siente pasión por la música; muestra buen gusto en la elección de vestidos, libros y muebles, y en su casa no habría sufrido una habitación como ésta, en la que se huele a botas y a vodka barato. Es también liberal, pero en su librepensamiento se dejan sentir una superabundancia de energías, la vanidad de una muchacha joven, fuerte y atrevida, la apasionada sed de ser mejor y más original que el resto... ¿Cómo pudo enamorarse de Vlásich?
«El es un Quijote, un fanático terco, un maníaco —pensaba Piotr Mijáilich—; y ella es tan blanda, tan débil de carácter y acomodaticia, como yo... Los dos nos rendimos pronto y sin resistencia. Se enamoró de él; aunque yo mismo le profeso cariño, a pesar de todo...»
Piotr Mijáilich tenía a Vlásich por un hombre bueno y honesto, aunque de miras estrechas. En sus emociones y sufrimientos, y en toda su vida, no veía altos fines, próximos o remotos; veía únicamente el tedio y la incapacidad de vivir. Su sacrificio y todo lo que Vlásich denominaba proeza o impulso honrado, le parecía un derroche inútil de energía, innecesarios disparos sin bala en los que se quemaba mucha pólvora. La circunstancia de que Vlásich estuviera fanáticamente seguro de la extraordinaria honradez e infalibilidad de su manera de pensar, le parecía ingenua y hasta morbosa. En cuanto al hecho de que se las hubiera ingeniado toda su vida para confundir lo mezquino con lo sublime, que se hubiera casado estúpidamente y lo considerase una proeza, y que luego hubiera buscado a otras mujeres, viendo en ello el triunfo de una idea, todo esto resultaba sencillamente incomprensible.
A pesar de todo, Piotr Mijáilich sentía afecto por Vlásich, advertía en él la presencia de cierta fuerza, y por eso nunca era capaz de llevarle la contraria.
Vlásich se había sentado junto a él para charlar bajo el rumor de la lluvia, en la oscuridad, y ya carraspeaba dispuesto a contar algo largo, por el estilo de la historia de su boda. Pero Piotr Mijáilich no hubiera podido escucharlo. Lo abrumaba la idea de que dentro de unos minutos iba a ver a su hermana.
—Sí, no has tenido suerte en la vida —dijo suavemente—. Pero, perdóname, nos hemos apartado de lo principal. No era de eso de lo que teníamos que hablar.
—Sí, sí, tienes razón. Volvamos a lo principal —asintió Vlásich, y se puso en pie—. Escucha lo que te digo, Petrusha: nuestra conciencia está limpia. No nos ha casado un sacerdote, pero nuestro matrimonio es perfectamente legítimo. No voy a demostrarlo ni tú tienes por qué oírlo. Tu pensamiento es tan libre como el mío y, a Dios gracias, entre nosotros no puede haber discrepancia en este punto. En cuanto a nuestro futuro, no te debe asustar. Trabajaré hasta sudar sangre, sin dormir por las noches; en una palabra, haré cuanto pueda para que Zina sea feliz. Su vida será hermosa. ¿Que si seré capaz de hacerlo? ¡Sí lo seré, hermano! Cuando uno piensa sin cesar en una misma cosa, no le es difícil conseguir lo que quiere. Pero vayamos a ver a Zina. Hay que darle esta alegría.
A Piotr Mijáilich le dio un vuelco el corazón. Se levantó y siguió a Vlásich a la antesala y de allí a la sala. En esta pieza, enorme y sombría, no había más que un piano y una larga fila de viejas sillas, con incrustaciones de bronce, en las que nadie se sentaba nunca. Sobre el piano ardía una vela. De la sala pasaron en silencio al comedor, otra habitación amplia y poco confortable en el centro de la cual había una mesa redonda plegable, de seis gruesas patas, sobre la cual lucía también una única vela. El reloj, de caja roja parecida a la urna de un icono, marcaba las dos y media.
Vlásich abrió la puerta del cuarto vecino y dijo:
—¡Zínochka, ha venido Petrusha!
Se oyeron pasos precipitados y en el comedor entró Zina, alta, un tanto gruesa y muy pálida, tal como Piotr Mijáilich la había visto la última vez en casa: vestida con falda negra, blusa roja y un cinturón de gran hebilla. Atrajo hacia sí a su hermano con un abrazo y le dio un beso en la sien.
—¡Qué tormenta! —dijo—. Grigori había salido y me he quedado sola en toda la casa.
No daba muestras de turbación y miraba a su hermano con ojos sinceros y diáfanos, como en casa. Al verla, Piotr Mijáilich dejó de sentirse turbado.
—Pero tú no tienes miedo a las tormentas —dijo, sentándose junto a la mesa.
—Sí, pero aquí las habitaciones son enormes, el edificio es viejo y, en cuanto suena un trueno, todo él se estremece como un armario con vajilla. Por lo demás, es muy agradable —siguió, sentándose frente a su hermano—. Aquí todas las habitaciones guardan un recuerdo agradable. En la mía, lo que son las cosas, se pegó un tiro el abuelo de Grigori.
—En agosto tendré dinero y arreglaré el pabellón del jardín —dijo Vlásich.
—No sé por qué, cuando hay tormenta recuerdo al abuelo —prosiguió Zina—. Y en este comedor mataron a un hombre.
—Es cierto —confirmó Vlásich, y miró con los ojos muy abiertos a Piotr Mijáilich—. En los años cuarenta tenía arrendada esta hacienda un francés llamado Olivier. El retrato de su hija está aún en la buhardilla. Este Olivier, según contaba mi padre, despreciaba a los rusos por su ignorancia y se burlaba de ellos terriblemente. Así, exigía que el sacerdote, al pasar junto a la finca, se descubriera media versta antes de la casa, y cuando cruzaba con su familia por la aldea quería que hiciesen repicar las campanas. Con los siervos y la gente menuda, se entiende, gastaba aún menos ceremonias. En cierta ocasión pasó por aquí uno de los hijos más nobles de la Rusia vagabunda, algo parecido al estudiante Jorná Brut de Gógol. Pidió que le dejasen pasar la noche, agradó a los empleados y le permitieron quedarse en la oficina. Existen varias versiones. Unos dicen que el estudiante sublevó a los campesinos; otros, que la hija de Olivier se enamoró de él. No lo sé a ciencia cierta, pero lo que es seguro es que un buen día Olivier le hizo comparecer aquí, lo sometió a interrogatorio y luego ordenó que le diesen una paliza. ¿Te das cuenta? Mientras él permanecía sentado tras esta mesa, bebiendo como si tal cosa, los criados pegaban al estudiante. Hay que suponer que lo martirizaron. A la mañana siguiente el estudiante murió e hicieron desaparecer el cadáver. Se dice que lo tiraron al estanque de Koltóvich. Empezaron las investigaciones, pero el francés pagó varios miles de rublos a quien correspondía y se fue a Alsacia. Como a propósito, el plazo del arriendo se extinguía, y ahí terminó todo.
—¡Qué canallas! —exclamó Zina, estremeciéndose.
—Mi padre recordaba muy bien a Olivier y a su hija. Decía que era muy hermosa y excéntrica. Yo creo que el estudiante hizo lo uno y lo otro: sublevó a los campesinos y sedujo a la hija. Puede que ni siquiera se tratase de un estudiante, sino de una persona que se había presentado de incógnito.
Zínochka quedó pensativa: la historia del estudiante y la bella francesa parecía haber transportado su imaginación muy lejos. Piotr Mijáilich concluyó que, exteriormente, no había cambiado en absoluto en la última semana; la notaba, eso sí, un poco más pálida. Su mirada era tranquila, como si hubiese acudido con el hermano a visitar a Vlásich. Pero Piotr Mijáilich advertía cierto cambio en él mismo. En efecto, antes, cuando Zina vivía en casa, podía hablar con ella de todo, mientras que ahora era incapaz de preguntarle siquiera: «¿Cómo vives aquí?» Le parecía una pregunta torpe e innecesaria. En ella debía de haberse producido el mismo cambio. No mostraba prisa en hablar de la madre, de su casa, de su historia amorosa con Vlásich; no se justificaba, no decía que el matrimonio civil era mejor que el eclesiástico, no mostraba inquietud y se había quedado tranquilamente meditando en el caso de Olivier... ¿Y por qué habían sacado de pronto la conversación del francés?
—Los dos tienen la espalda mojada por la lluvia —dijo Zina, sonriendo alegremente, afectada por esta pequeña semejanza entre su hermano y Vlásich.
Y Piotr Mijáilich sintió toda la amargura y todo el horror de su situación. Recordó su casa vacía, el piano cerrado y la clara habitación de Zina, en la que nadie entraba ahora. Recordó que en las avenidas del jardín no había ya huellas de sus pies pequeños y que poco antes del té de la tarde ya no iba nadie a bañarse entre grandes risas. Aquello que más le atraía desde su más tierna infancia, en lo que le agradaba pensar sentado entre el pesado aire del aula —claridad, pureza, alegría—, todo cuanto llenaba la casa de vida y luz, se había ido para no volver, había desaparecido y se mezclaba con la grosera y torpe historia de un jefe de batallón, de un generoso teniente, de una mujer corrompida, del abuelo que se había pegado un tiro... Y empezar la conversación de la madre o imaginar que el pasado podía volver, significaría no comprender lo que estaba tan dado.
Los ojos de Piotr Mijáilich se llenaron de lágrimas y su mano, puesta sobre la mesa, tembló. Zina adivinó lo que él pensaba y sus ojos resplandecieron también con el brillo de las lágrimas.
—Ven aquí, Grigori —dijo a Vlásich.
Se retiraron a la ventana y empezaron a hablar en voz baja. Por la manera como Vlásich se inclinaba hacia ella y cómo ella miraba a Vlásich, Piotr Mijáilich comprendió una vez más que todo había acabado para siempre y no hacía falta hablar de nada. Zina se retiró.
—Verás, hermano —empezó Vlásich después de un breve silencio, frotándose las manos y sonriendo—: antes te decía que nuestra vida era feliz, pero lo hacía para someterme, por así decirlo, a las exigencias literarias. En realidad, todavía no hemos experimentado la sensación de la felicidad. Zina no cesaba de pensar en ti y en su madre, y se atormentaba; eso significaba un tormento para mí. Es un espíritu libre, decidido, pero con la falta de costumbre se le hace pesado, además de que es joven. Los criados la llaman señorita. Parece que es algo sin importancia, pero esto la preocupa. Así es, hermano.
Zina trajo un plato de fresas. Tras ella entró una pequeña doncella de aspecto sumiso. Puso en la mesa un jarro de leche y, antes de retirarse, hizo una inclinación muy profunda... Tenía algo de común con los viejos muebles, daba la sensación de algo estupefacto y aburrido.
La lluvia había cesado. Piotr Mijáilich comía fresas y Vlásich y Zina lo miraban en silencio. Se acercaba el momento de la conversación innecesaria pero inevitable, y los tres sentían ya su peso. Los ojos de Piotr Mijáilich se llenaron de nuevo de lágrimas; apartó el plato y dijo que ya era hora de volver, pues se le iba a hacer tarde y acaso empezase de nuevo la lluvia. Llegó el momento en que Zina, por razones de decoro, debía sacar la conversación sobre los suyos y su nueva vida.
—¿Qué hay en casa? —preguntó con frase rápida, y su pálido rostro tembló ligeramente—. ¿Y mamá?
—Ya la conoces... —contestó Piotr Mijáilich, apartando la vista.
—Petrusha, tú has pensado mucho en lo sucedido —siguió ella, agarrando a su hermano de la manga, y él comprendió lo difícil que le era hablar—. Has pensado mucho. Dime: ¿podemos esperar que mamá se reconcilie alguna vez con Grigori... y acepte toda esta situación?
Estaba junto a él, mirándolo a la cara, y él se asombró al verla tan hermosa y al pensar que nunca lo había advertido. Y el hecho de que su hermana, tan parecida físicamente a la madre, delicada y elegante, viviera en casa de Vlásich y con Vlásich, junto a aquella doncella, junto a la mesa de seis patas, en una casa donde habían matado a palos a un hombre, el hecho de que ahora no volviese con él a casa, sino que se quedase allí a dormir, le pareció un absurdo increíble.
—Ya conoces a mamá... —dijo, sin contestar a la pregunta—. A mi modo de ver, convendría observar... hacer algo, pedirle perdón...
—Pero pedir perdón significa admitir que hemos procedido mal. Para la tranquilidad de mamá, estoy dispuesta a mentir, pero esto no conducirá a nada. La conozco. En fin, ¡sea lo que sea! —añadió Zina, contenta de que lo más desagradable hubiese quedado dicho—. Esperaremos cinco años, diez, aguantaremos, y sea lo que Dios quiera.
Tomó a su hermano del brazo y, al pasar por la oscura antesala, se apretó a su hombro.
Salieron al portal. Piotr Mijáilich se despidió, montó a caballo y emprendió la marcha al paso. Zina y Vlásich siguieron con él para acompañarle un rato. Era una tarde apacible y tibia, y en el aire había un maravilloso olor a heno; en el cielo, entre las nubes, brillaban las estrellas. El viejo jardín de Vlásich, testigo de tantas historias penosas, dormía envuelto en la oscuridad, y al pasar por él se despertaba en el alma un sentimiento de melancolía.
—Zina y yo hemos pasado hoy, después de la comida, un rato verdaderamente magnífico —dijo Vlásich—. La he leído un excelente artículo sobre los emigrados. ¡Debes leerlo, hermano! ¡Te gustará! Es un artículo notable por su honradez. No he podido resistirlo y he escrito a la redacción una carta para que se la entreguen al autor. Una sola línea: «¡Le doy las gracias y estrecho su honrada mano!»
Piotr Mijáilich estuvo tentado de decir: «No te metas en lo que no te importa», pero guardó silencio.
Vlásich caminaba junto al estribo derecho y Zina junto al izquierdo. Los dos parecían haber olvidado que tenían que volver a casa, aunque había mucha humedad y quedaba ya poco hasta la arboleda de Koltóvich. Piotr Mijáilich se dio cuenta de que esperaban algo de él, aunque ellos mismos no sabían qué, y sintió por los dos una profunda piedad. Ahora, cuando marchaban junto al caballo pensativos y sumisos, tuvo la profunda convicción de que eran desgraciados y de que no podían ser felices, y su amor le pareció un error triste e irreparable. La piedad y la conciencia de que no podía hacer nada en su favor le produjo esa enervación en que, para evitar el fatigoso sentimiento de la compasión, uno está dispuesto a cualquier sacrificio.
—Vendré alguna vez a pasar la noche con ustedes.
Pero esto parecía como si hubiese hecho una concesión y no lo satisfizo. Al detenerse junto a la arboleda de Koitóvich para despedirse definitivamente, se inclinó hacia su hermana, puso la mano en su hombro y dijo:
—Tienes razón, Zina: ¡has hecho bien!
Y, para no añadir nada más y no romper a llorar, dio un fustazo al caballo y se perdió al galope entre los árboles. Al entrar en la oscuridad, volvió la cabeza y vio que Vlásich y Zina regresaban a casa por el camino —él a grandes zancadas y ella como a saltitos— y conversaban animadamente.
«Soy una vieja —pensó Piotr Mijáilich—. Venía para resolver la cuestión y aún la he enredado más. Bueno, ¡que se queden con Dios!»
Se notaba apesadumbrado. Cuando terminó la arboleda puso el caballo al paso y luego, junto al estanque, lo detuvo. Sentía deseos de permanecer inmóvil y pensar. La luna había salido y se reflejaba como una columna rojiza al otro lado del estanque. A lo lejos retumbó el sordo estruendo del trueno. Piotr Mijáilich miraba sin pestañear el agua y se imaginaba la desesperación de su hermana, su dolorosa palidez y los secos ojos con que trataría de ocultar a la gente su humillación. Imaginó su embarazo, la muerte y el entierro de la madre, el horror de Zina... Porque la supersticiosa y orgullosa vieja no podía por menos de morirse. Los horribles cuadros del futuro se dibujaron ante él en la oscura superficie del agua, y entre las pálidas figuras de mujer se vio él mismo, pusilánime, débil, con la cara de quien se siente culpable...
A cien pasos de él, en la orilla derecha del estanque, había algo inmóvil y oscuro: ¿era una persona o un tronco de árbol? Piotr Mijáilich recordó lo del estudiante a quien habían arrojado a este estanque después de matarlo.
«Olivier fue inhumano, pero, después de todo, resolvió el problema, mientras que yo no he resuelto nada, no he hecho más que enredarlo», pensó, mirando la oscura silueta, que semejaba un aparecido. «Él decía y hacía lo que pensaba, y yo no digo ni hago lo que pienso. Ni siquiera sé de seguro lo que en realidad pienso...»
Se acercó a la negra silueta: era un viejo tronco podrido, lo único que quedaba de una antigua construcción.
De la arboleda y la hacienda de Koltóvich venía hasta él un fuerte perfume de muguete y de aromáticas hierbas. Piotr Mijáilich siguió a lo largo de la orilla del estanque, contemplando tristemente el agua, y al rememorar su vida se convenció de que hasta entonces no había dicho y hecho lo que pensaba, y que los demás le habían pagado con la misma moneda. Esto le hizo ver su vida entera tan sombría como aquel agua en que se reflejaba el cielo de la noche y se confundían las algas. Y le pareció que aquello no tenía remedio.
UN HOMBRE IRASCIBLE.
Yo soy un hombre formal y mi cerebro tiene inclinación a la filosofía. Mi profesión es la de financiero. Estoy estudiando la ciencia económica, y escribo una disertación bajo el título deEl pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros. Usted comprenderá que las mujeres, las novelas, la luna y otras tonterías por el estilo me tienen completamente sin cuidado.
Son las diez de la mañana. Mi mamá me sirve una taza de café con leche. Lo bebo, y salgo al balconcito para ponerme inmediatamente a mi trabajo. Tomo un pliego de papel blanco, mojo la pluma en tinta y caligrafío El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros. Reflexiono un poco y escribo: «Antecedentes históricos: A juzgar por indicios que nos revelan Herodoto y Jenofonte, el impuesto sobre los perros data de...»; en este momento oigo unos pasos muy sospechosos. Miro hacia abajo y veo a una señorita con cara larga y talle largo; se llama, según creo, Narinka o Varinka; pero esto no hace al caso; busca algo y aparenta no haberse fijado en mí. Canta:
Te acuerdas de este cantar apasionado.
Leo lo que escribí y pretendo seguir adelante. Pero la muchacha parece haberme visto, y me dice en tono triste:
—Buenos días, Nicolás Andreievitch. Imagínese mi desgracia. Ayer salí de paseo, y se me perdió el dije de mi pulsera...
Leo de nuevo el principio de mi disertación, rectifico el rabo de la letra b y quiero continuar; mas la muchacha no me deja.
—Nicolás Andreievitch —añade—, sea usted lo bastante amable para acompañarme hasta mi casa. En la de Karenin hay un perro enorme, y yo no me atrevo a ir sola.
¿Qué hacer? Dejo a un lado mi pluma y desciendo. Narinka o Varinka me toma del brazo y ambos nos encaminamos a su morada. Cuando me veo precisado a acompañar a una señora o a una señorita me siento como un gancho, del cual pende un gran abrigo de pieles. Narinka o Varinka tiene un temperamento apasionado —entre paréntesis, su abuelo era armenio—. Ella sabe a maravilla colgarse del brazo y pegarse a las costillas de su acompañante como una sanguijuela. De esta suerte, proseguimos nuestra marcha. Al pasar por delante de la casa de los Karenin veo al perro y me acuerdo del tema de mi disertación. Recordándolo, suspiro.
—¿Por qué suspira usted? —me pregunta Narinka o Varinka. Y ella a su vez suspira.
Aquí debo dar una explicación: Narinka o Varinka —de repente me doy cuenta de que se llama Masdinka— se figura que estoy enamorado de ella, y se le antoja un deber de humanidad compadecerme y curar la herida de mi corazón.
—Escuche —me dice—, yo sé por qué suspira usted. Usted ama, ¿no es verdad? Le prevengo que la joven por usted amada tiene por usted un profundo respeto. Ella no puede corresponderle con su amor; mas no es suya la culpa, porque su corazón pertenece a otro, tiempo ha.
La nariz de Masdinka se enrojece y se hincha; las lágrimas afluyen a sus ojos. Ella espera que yo le conteste; pero, felizmente, hemos llegado. En la terraza se encuentra la mamá de Masdinka, una persona excelente, aunque llena de supersticiones. La dama contempla el rostro de su hija; y luego se fija en mi, detenidamente, suspirando, como si quisiera exclamar: «¡Oh, juventud, que no sabe disimular sus sentimientos!»
Además de la mamá están sentadas en la terraza señoritas de matices diversos y un oficial retirado, herido en la última guerra en la sien derecha y en el muslo izquierdo. Este infeliz quería, como yo, consagrar el verano a la redacción de una obra intitulada Memorias de un militar. Al igual que yo, aplicase todas las mañanas a la redacción de su libro; pero apenas escribe la frase «Nací en tal año...», aparece bajo su balcón alguna Varinka o Masdinka, que está allí como de centinela. Cuantos se hallan en la terraza se ocupan en limpiar frutas, para hacer dulce con ellas. Saludo y me dispongo a marchar; pero las señoritas de diversos matices esconden mi sombrero y me incitan a que no me vaya. Tomo asiento. Me dan un plato con fruta y una horquilla, a fin de que proceda, como los demás, a la operación de extraer el hueso. Las señoritas hablan de sus cortejadores; fulano es guapo; mengano lo es también, pero no es simpático; zutano es feo, aunque simpático; perengano no está mal del todo, pero su nariz semeja un dedal, etc.
—Y usted, Nicolás —me dice la mamá de Masdinka—, no tiene nada de guapo; pero le sobra simpatía; en usted hay un no sé qué... La verdad es —añade suspirando— que para un hombre lo que vale no es la hermosura, sino el talento.
Las jóvenes me miran y en seguida bajan los ojos. Ellas están, sin duda, de acuerdo en que para un hombre lo más importante no es la hermosura, sino el talento. ME observo, a hurtadillas, en el espejo para ver si, realmente, soy simpático. Veo a un hombre de tupida melena, barba y bigote poblados, cejas densas, vello en la mejilla, vello debajo de los ojos, todo un conjunto velludo, en medio del cual descuella, como una torre sólida, su nariz.
—No me parezco mal del todo...
—Pero en usted, Nicolás, son las cualidades morales las que llevan ventaja —replica la mamá de Masdinka.
Narinka sufre por mí; pero al propio tiempo, la idea de que un hombre está enamorado de ella la colma de gozo. Ahora charlan del amor. Una de las señoritas se levanta y se va; todas las demás empiezan a hablar mal de ella. Todas, todas la hallan tonta, insoportable, fea, con un hombro más bajo que otro. Por fin aparece mi sirvienta, que mi madre envió para llamarme a comer. Puedo, gracias a Dios, abandonar esta sociedad estrambótica y entregarme nuevamente a mi trabajo. Me levanto y saludo. Pero la mamá de Narinka y las señoritas de diversos matices me rodean y me declaran que no me asiste el derecho de marcharme porque ayer les prometí comer con ellas y después de la comida ir a buscar setas en el bosque. Saludo y vuelvo a tomar asiento... En mi alma hierve la irritación. Presiento que voy a estallar; pero la delicadeza y el temor de faltar a las conveniencias sociales me obligan a obedecer a las señoras, y obedezco. Nos sentamos a comer. El oficial retirado, que por efecto de su herida en la sien tiene calambres en las mandíbulas, come a la manera de un caballo provisto de su bocado. Hago bolitas de pan, pienso en la contribución sobre los perros, y, consciente de mi irascibilidad, me callo. Narinka me observa con lástima. Okroschka, lengua con guisantes, gallina cocida, compota. Me falta apetito; pero engullo por delicadeza. Después de comer voy a la terraza para fumar; en esto se me acerca la mamá de Masdinka y me dice con voz entrecortada:
—No desespere usted, Nicolás... Su corazón es de... Vamos al bosque.
Varinka se cuelga de mi brazo y establece el contacto. Sufro inmensamente; pero me aguanto.
—Dígame, señor Nicolás —murmura Narinka—, ¿por qué está usted tan triste, tan taciturno?
¡Extraña muchacha! ¿Qué se le debe responder? ¡Nada tengo que decirle!
—Hábleme algo —añade la joven.
En vano busco algo vulgar, accesible a su intelecto. A fuerza de buscar, lo encuentro, y me decido a romper el silencio.
—La destrucción de los bosques es una cosa perjudicial a Rusia.
—Nicolás —suspira Varinka, mientras su nariz se colorea—, usted rehuye una conversación franca... Usted quiere asesinarme con su reserva... Usted se empeña en sufrir solo...
Me coge de la mano, y advierto que su nariz se hincha; ella añade:
—¿Qué diría usted si la joven que usted quiere le ofreciera una amistad eterna?
Yo balbuceo algo incomprensible, porque, en verdad, no sé qué contestarle; en primer lugar, no quiero a ninguna muchacha; en segundo lugar, ¿qué falta me hace una amistad eterna? En tercer lugar, soy muy irritable. Masdinka o Varinka se cubre el rostro con las manos y dice a media voz, como hablando consigo misma: «Se calla...; veo que desea mi sacrificio. ¿Pero cómo lo he de querer, si todavía quiero al otro?... Lo pensaré, sí, lo pensaré; reuniré todas las fuerzas de mi alma, y, a costa de mi felicidad, libraré a este hombre de sus angustias».
No comprendo nada. Es un asunto cabalístico. Seguimos el paseo silencioso. La fisonomía de Narinka denota una lucha interior. Se oye el ladrido de los perros. Esto me hace pensar en mi disertación, y suspiro de nuevo. A lo lejos, a través de los árboles, descubro al oficial inválido, que cojea atrozmente, tambaleándose de derecha a izquierda, porque del lado derecho tiene el muslo herido, y del lado izquierdo tiene colgada de su brazo a una señorita. Su cara refleja resignación. Regresamos del bosque a casa, tomamos el té, jugamos al croquet y escuchamos cómo una de las jóvenes canta:
Tú no me amas, no...
Al pronunciar la palabra «no», tuerce la boca hasta la oreja.
Charmant, charmant, gimen en francés las otras jóvenes. Ya llega la noche. Por detrás de los matorrales asoma una luna lamentable. Todo está en silencio. S e percibe un olor repugnante de heno cortado. Tomo mi sombrero y me voy a marchar.
—Tengo que comunicarle algo interesante —murmura Masdinka a mi oído.
Abrigo el presentimiento de que algo malo me va a suceder, y, por delicadeza, me quedo. Masdinka me coge del brazo y me arrastra hacia una avenida. Toda su fisonomía expresa una lucha. Está pálida, respira con dificultad; diríase que piensa arrancarme el brazo derecho. «¿Qué tendrá?», pienso yo.
—Escuche usted; no puedo...
Quiere decir algo; pero no se atreve. Veo por su cara que, al fin, se decide. Me lanza una ojeada, y con la nariz, que va hinchándose gradualmente, me dice a quema ropa:
—Nicolás, yo soy suya. No lo puedo amar; pero le prometo fidelidad.
Se aprieta contra mi pecho y retrocede poco después.
—Alguien viene, adiós; mañana a las once me hallaré en la glorieta.
Desaparece. Yo no comprendo nada. El corazón me late. Regreso a mi casa. El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros me aguarda; pero trabajar me es imposible. Estoy rabioso. Me siento terriblemente irritado. Yo no permito que se me trate como a un chiquillo. Soy irascible, y es peligroso bromear conmigo. Cuando la sirvienta me anuncia que la cena está lista, la despido brutalmente:
—¡Váyase en mal hora!
Una irritabilidad semejante nada bueno promete. Al otro día, por la mañana, el tiempo es el habitual en el campo. La temperatura fría, bajo cero. El viento frío; lluvia, fango y suciedad. Todo huele a naftalina, porque mi mamá saca a relucir su traje de invierno. Es el día 7 de agosto de 1887, día del eclipse de sol. Hay que advertir que cada uno de nosotros, aun sin ser astrónomo, puede ser de utilidad en esta circunstancia. Por ejemplo: cada uno puede, primero, marcar el diámetro del sol con respecto al de la luna; segundo, dibujar la corona del sol; tercero, marcar la temperatura; cuarto, fijar en el momento del eclipse la situación de los animales y de las plantas; quinto, determinar sus propias impresiones, etcétera. Todo esto es tan importante, que por el momento resuelvo dejar aislado el impuesto sobre los perros. Me propongo observar el eclipse. Todos nos hemos levantado muy temprano. Reparto el trabajo en la forma siguiente: yo calcularé el diámetro del sol y de la luna; el oficial herido dibujará la corona. Lo demás correrá a cargo de Masdinka y de las señoritas de diversos matices.
—¿De qué proceden los eclipses? —pregunta Masdinka.
Yo contesto:
—Los eclipses proceden de que la luna, recorriendo la elíptica, se coloca en la línea sobre la cual coinciden el sol y la tierra.
—¿Y qué es la elíptica?
Yo se lo explico. Masdinka me escucha con atención, y me pregunta:
—¿No es posible ver, mediante un vidrio ahumado, la línea que junta los centros del sol y de la tierra?
—Es una línea imaginaria —le contesto.
—Pero si es imaginaria —replica Masdinka—, ¿cómo es posible que la luna se sitúe en ella?
No le contesto. Siento, sin embargo, que, a consecuencia de esta pregunta ingenua, mi hígado se agranda.
—Esas son tonterías —añade la mamá de Masdinka—; nadie es capaz de predecir lo que ocurrirá. Y, además, usted no estuvo jamás en el cielo. ¿Cómo puede saber lo que acontece a la luna y al sol? Todo ello son puras fantasías.
Es cierto; la mancha negra empieza a extenderse sobre el sol. Todos parecen asustados; las vacas, los caballos, los carneros con los rabos levantados, corren por el campo mugiendo. Los perros aúllan. Las chinches creen que es de noche y salen de sus agujeros, con el objeto de picar a los que hallen a su alcance. El vicario llega en este momento con su carro de pepinos, se asusta, abandona el vehículo y se oculta debajo del puente; el caballo penetra en su patio, donde los cerdos se comen los pepinos. El empleado de las contribuciones, que había pernoctado en la casa vecina, sale en paños menores y grita con voz de trueno: «¡Sálvese quien pueda!» Muchos veraneantes, incluso algunas bonitas jóvenes, se lanzan a la calle descalzos. Otra cosa ocurre que no me atrevo a referir.
—¡Qué miedo! ¡Esto es horrible! —chillan las señoritas de diversos matices.
—Señora, observe bien, el tiempo es precioso. Yo mismo calculo el diámetro.
Me acuerdo de la corona, y busco al oficial herido, quien está parado, inmóvil.
—¿Qué diablos hace usted? ¿Y la corona?
El oficial se encoge de hombros, y con la mirada me indica sus dos brazos. En cada uno de ellos permanece colgada una señorita, las cuales, asidas fuertemente a él, le impiden el trabajo. Tomo el lápiz y anoto los minutos y los segundos: esto es muy importante. Marco la situación geográfica del punto de observación: esto es también muy importante. Quiero calcular el diámetro, pero Masdinka me coge de la mano y me dice:
—No se olvide usted: hoy, a las once.
Me desprendo de ella, porque los momentos son preciosos y yo tengo empeño en continuar mis observaciones. Varinka se apodera de mi otro brazo y no me suelta. El lápiz, el vidrio ahumado, los dibujos, todo se cae al suelo. ¡Diantre! Hora es de que esta joven sepa que yo soy irascible, y cuando yo me irrito, no respondo de mí. En vano pretendo seguir. El eclipse se acabó.
—¿Por qué no me mira usted? —me susurra tiernamente al oído.
Esto es ya más que una burla. No es posible jugar con la paciencia humana. Si algo terrible sobreviene, no será por culpa mía. ¡Yo no permito que nadie se mofe de mí! ¡Qué diablo! En mis instantes de irritación no aconsejo a nadie que se acerque a mí. Yo soy capaz de todo. Una de las señoritas nota en mi semblante que estoy irritado y trata de calmarme.
—Nicolás Andreievitch, yo he seguido fielmente sus indicaciones, observé a los mamíferos y apunté cómo, ante el eclipse, el perro gris persiguió al gato, después de lo cual quedó por algún tiempo meneando la cola.
Nada resulta, pues, de mis observaciones. Me voy a casa. Llueve, y no me asomo al balconcito. El oficial herido se arriesga a salir a su balcón, y hasta escribió: «He nacido en...» Pero desde mi ventana veo cómo una de las señoritas de marras lo llama, con el fin de que vaya a su casa. Trabajar me es imposible. El corazón me late con violencia. No iré a la cita de la glorieta. Es evidente que cuando llueve yo no puedo salir a la calle. A las doce recibo una esquelita de Masdinka, la cual me reprende, y exige que me persone en la glorieta, tuteándome. A la una recibo una segunda misiva, y a las dos una tercera. Hay que ir, no cabe duda. Empero, antes de ir, debo pensar qué es lo que habré de decirle. Me comportaré como un caballero. En primer lugar, le declararé que es inútil que cuente con mi amor; no, semejante cosa no se le dice a las mujeres; decir a una mujer «yo no la amo», es como decir a un escritor: «usted escribe mal». Le expondrá sencillamente mi opinión acerca del matrimonio. Me pongo, pues, el abrigo de invierno, empuño el paraguas y me dirijo a la glorieta. Conocedor como soy de mi carácter irritable, temo cometer alguna barbaridad. Me las arreglaré para refrenarme. En la glorieta, Masdinka me espera. Narinka está pálida y solloza. Al verme prorrumpe en una exclamación de alegría y se agarra a mi cuello.
—Por fin; ya abusas de mi paciencia. No he podido cerrar los ojos en toda la noche. He pensado durante la noche, y a fuerza de pensar, saqué en consecuencia que cuando te conozca mejor te podré amar.
Me siento a su lado; le expongo mi opinión acerca del matrimonio. Por no alejarme del tema y abreviarlo hago sencillamente un resumen histórico. Hablo del casamiento entre los egipcios; paso a los tiempos modernos; intercalo algunas ideas de Schopenhauer. Masdinka me presta atención, pero luego, sin transición, me dice:
—Nicolás, dame un beso.
Estoy molesto. No sé qué hacer. Ella insiste. ¿Qué hacer? Me levanto y le beso su larga cara. Ello me produce la misma sensación que experimenté cuando, siendo niño, me obligaron a besar el cadáver de mi abuela. Varinka no parece satisfecha. Salta y me abraza. En el mismo momento, la mamá de Masdinka aparece en el umbral de la puerta. Hace un gesto de espanto; dice a alguien: «¡spch», y desaparece como Mefistófeles, por escotillón. Incomodado, me encamino nuevamente a mi casa. En ella me encuentro a la mamá de Varinka, que abraza, con lágrimas en los ojos, a mi mamá. Ésta llora y exclama: «Yo misma lo deseaba». A renglón seguido: «¿Qué les parece a ustedes?» La mamá de Varinka se acerca a mí, me abraza y me dice: «¡Que Dios te bendiga! Tú has de amarla. No olvides jamás que ella se sacrifica por ti.»
He aquí que me casan. Mientras esto escribo, los testigos del matrimonio se encuentran cerca de mí y me dan prisa. Decididamente esta gente no conoce mi irascibilidad. Soy terrible. No respondo de mi. ¡Por vida de!... Ustedes adivinarán lo que puede ocurrir. Casar a un hombre irritado, rabioso, es igual que meter la mano en la jaula de un tigre. Veremos cuál será el desenlace final...
Estoy casado... Todos me felicitan. Varinka se apoya contra mí y me dice:
—Ahora si que eres mío. Sé que me amas, ¡dilo!
Su nariz se hincha. Me entero por los testigos de que el oficial retirado fue bastante hábil para esquivar el casamiento. A una de las señoritas le exhibió un certificado médico según el cual, a causa de su herida en la sien, no tiene sano juicio, y, por tanto, le está prohibido contraer matrimonio. ¡Qué idea! Yo también pude presentar un certificado. Uno de mis tíos fue borracho. Otro era distraído. En cierta ocasión, en lugar de una gorra, se cubrió la cabeza con un manguito de señora. Una tía mía era muy aficionada al piano, y sacaba la lengua al tropezar con un hombre. Además, mi carácter extremadamente irritable induce a sospechas. ¿Por qué las buenas ideas acuden a la mente siempre demasiado tarde?...
Un niño maligno
Iván Ivanich Liapkin, joven de exterior agradable, y Anna Semionovna Samblitzkaia, muchacha de nariz respingada, bajaron por la pendiente orilla y se sentaron en un banquito. El banquito se encontraba al lado mismo del agua, entre los espesos arbustos de jóvenes sauces. ¡Qué maravilloso lugar era aquel! Allí sentado se estaba resguardado de todo el mundo. Sólo los peces y las arañas flotantes, al pasar cual relámpago sobre el agua, podían ver a uno. Los jóvenes iban provistos de cañas, frascos de gusanos y demás atributos de pesca. Una vez sentados se pusieron en seguida a pescar.—Estoy contento de que por fin estemos solos —dijo Liapkin mirando a su alrededor—. Tengo mucho que decirle, Anna Semionovna..., ¡mucho!... Cuando la vi por primera vez... ¡están mordiendo el anzuelo!..., comprendí entonces la razón de mi existencia... Comprendí quién era el ídolo al que había de dedicar mi honrada y laboriosa vida... ¡Debe de ser un pez grande! ¡Está mordiendo!... Al verla..., la amé. Amé por primera vez y apasionadamente... ¡Espere! ¡No tire todavía! ¡Deje que muerda bien!... Dígame, amada mía... se lo suplico..., ¿puedo esperar que me corresponda?... ¡No! ¡Ya sé que no valgo nada! ¡No sé ni cómo me atrevo siquiera a pensar en ello!... ¿Puedo esperar que?... ¡Tire ahora!
Anna Semionovna alzó la mano que sostenía la caña y lanzó un grito. En el aire brilló un pececillo de color verdoso plateado.
—¡Dios mío! ¡Es una pértiga!... ¡Ay!... ¡Ay!... ¡Pronto!... ¡Se soltó!
La pértiga se desprendió del anzuelo, dio unos saltos en dirección a su elemento familiar y se hundió en el agua. Persiguiendo al pez, Liapkin, en lugar de éste, cogió sin querer la mano de Anna Semionovna, y sin querer se la llevó a los labios. Ella la retiró, pero ya era tarde. Sus bocas se unieron sin querer en un beso. Todo fue sin querer. A este beso siguió otro, luego vinieron los juramentos, las promesas de amor... ¡Felices instantes!... Dicho sea de paso, en esta terrible vida no hay nada absolutamente feliz. Por lo general, o bien la felicidad lleva dentro de sí un veneno o se envenena con algo que le viene de afuera. Así ocurrió esta vez. Al besarse los jóvenes se oyó una risa. Miraron al río y quedaron petrificados. Dentro del agua, y metido en ella hasta la cintura, había un chiquillo desnudo. Era Kolia, el colegial hermano de Anna Semionovna. Desde el agua miraba a los jóvenes y se sonreía con picardía.
—¡Ah!... ¿Conque se besaron?... ¡Muy bien! ¡Ya se lo diré a mamá!
—Espero que usted..., como caballero... —balbució Liapkin, poniéndose colorado—. Acechar es una villanía, y acusar a otros es bajo, feo y asqueroso... Creo que usted..., como persona honorable...
—Si me da un rublo no diré nada, pero si no me lo da, lo contaré todo.
Liapkin sacó un rublo del bolsillo y se lo dio a Kolia. Éste lo encerró en su puño mojado, silbó y se alejó nadando. Los jóvenes ya no se volvieron a besar. Al día siguiente, Liapkin trajo a Kolia de la ciudad pinturas y un balón, mientras la hermana le regalaba todas las cajitas de píldoras que tenía guardadas. Luego hubo que regalarle unos gemelos que representaban unos morritos de perro. Por lo visto, al niño le gustaba todo mucho. Para conseguir aún más, se puso al acecho. Allá donde iban Liapkin y Anna Semionovna, iba él también. ¡Ni un minuto los dejaba solos!
—¡Canalla! —decía entre dientes Liapkin—. ¡ Tan pequeño todavía y ya un canalla tan grande! ¿Cómo será el día de mañana?
En todo el mes de junio, Kolia no dejó en paz a los jóvenes enamorados. Los amenazaba con delatarlos, vigilaba, exigía regalos... Pareciéndole todo poco, habló, por último, de un reloj de bolsillo... ¿Qué hacer? No hubo más remedio que prometerle el reloj.
Un día, durante la hora de la comida y mientras se servía de postre un pastel, de pronto se echó a reír, y guiñando un ojo a Liapkin, le preguntó: «¿Se lo digo?... ¿Eh...?»
Liapkin enrojeció terriblemente, y en lugar del pastel masticó la servilleta. Anna Semionovna se levantó de un salto de la mesa y se fue corriendo a otra habitación.
En tal situación se encontraron los jóvenes hasta el final del mes de agosto..., hasta el preciso día en que, por fin, Liapkin pudo pedir la mano de Anna Semionovna. ¡Oh, qué día tan dichoso aquel!... Después de hablar con los padres de la novia y de recibir su consentimiento, lo primero que hizo Liapkin fue salir a todo correr al jardín en busca de Kolia. Casi sollozó de gozo cuando encontró al maligno chiquillo y pudo agarrarlo por una oreja. Anna Semionovna, que llegaba también corriendo, lo cogió por la otra, y era de ver el deleite que expresaban los rostros de los enamorados oyendo a Kolia llorar y suplicar...
—¡Queriditos!... ¡Preciositos míos!... ¡No lo volveré a hacer! ¡Ay, ay, ay!... ¡Perdónenme...!
Más tarde ambos se confesaban que jamás, durante todo el tiempo de enamoramiento, habían experimentado una felicidad..., una beatitud tan grande... como en aquellos minutos, mientras tiraban de las orejas al niño maligno.
LA MÁSCARA
En el club social de la ciudad de X se celebraba, con fines benéficos, un baile de máscaras o, como le llamaban las señoritas de la localidad, "un baile de parejas".
Era ya medianoche. Unos cuantos intelectuales sin antifaz, que no bailaban —en total eran cinco—, estaban sentados en la sala de lectura, alrededor de una gran mesa, y ocultas sus narices y barbas detrás del periódico, leían, dormitaban o, según la expresión del cronista local de los periódicos de la capital, meditaban.
Desde el salón del baile llegaban los sones de una contradanza. Por delante de la puerta corrían en un ir y venir incesante los camareros, pisando con fuerza; mas en la sala de lectura reinaba un profundo silencio.
—Creo que aquí estaremos más cómodos —se oyó de pronto una voz de bajo, que parecía salir de una caverna. ¡Por acá, muchachas, vengan acá!
La puerta se abrió y al salón de lectura penetró un hombre ancho y robusto, disfrazado de cochero, con el sombrero adornado de plumas de pavo real y con antifaz puesto. Le seguían dos damas, también con antifaz, y un camarero, que llevaba una bandeja con unas botellas de vino tinto, otra de licor y varios vasos.
—¡Aquí estaremos muy frescos! —dijo el individuo robusto—. Pon la bandeja sobre la mesa... Siéntense, damiselas. ¡Ye vu pri a la trimontran! Y ustedes, señores, hagan sitio. No tienen por qué ocupar la mesa.
El individuo se tambaleó y con una mano tiró al suelo varias revistas.
—¡Pon la bandeja acá! Vamos, señores lectores, apártense. Basta de periódicos y de política.
—Le agradecería a usted que no armase tanto alboroto —dijo uno de los intelectuales, mirando al disfrazado por encima de sus gafas—. Estamos en la sala de lectura y no en un buffet... No es un lugar para beber.
—¿Por qué no es un lugar para beber? ¿Acaso la mesa se tambalea, o el techo amenaza derrumbarse? Es extraño. Pero no tengo tiempo para charlas... Dejen los periódicos. Ya han leído bastante, demasiado inteligentes se han puesto; además, es perjudicial para la vista y lo principal es que yo no lo quiero y con esto basta.
El camarero colocó la bandeja sobre la mesa y, con la servilleta encima del brazo, se quedó de pie junto a la puerta. Las damas la emprendieron inmediatamente con el vino tinto.
—¿Cómo es posible que haya gente tan inteligente que prefiera los periódicos a estas bebidas? —comenzó a decir el individuo de las plumas de pavo real, sirviéndose licor—. Según mi opinión, respetables señores, prefieren ustedes la lectura porque no tienen dinero para beber. ¿Tengo razón? ¡Ja, ja...! Pasan ustedes todo el tiempo leyendo. Y ¿qué es lo que está ahí escrito? Señor de las gafas, ¿qué acontecimientos ha leído usted? Bueno, deja de darte importancia. Mejor bebe.
El individuo de las plumas de pavo real se levantó y arrancó el periódico de las manos del señor de las gafas. Éste palideció primero, se sonrojó después y miró con asombro a los demás intelectuales, que a su vez le miraron.
—¡Usted se extralimita, señor! —estalló el ofendido—. Usted convierte un salón de lectura en una taberna; se permite toda clase de excesos, me arranca el periódico de las manos. ¡No puedo tolerarlo! ¡Usted no sabe con quién trata, señor mío! Soy el director del Banco, Yestiakov.
—Me importa un comino que seas Yestiakov. Y en lo que se refiere a tu periódico mira... El individuo levantó el periódico y lo hizo pedazos.
—Señores, pero ¿qué es esto? —balbuceó Yestiakov estupefacto—. Esto es extraño, esto sobrepasa ya lo normal...
—¡Se ha enfadado! —echóse a reír el disfrazado—. ¡Uf! ¡Qué susto me dio! ¡Hasta tiemblo de miedo! Escúchenme, respetables señores. Bromas aparte, no tengo deseos de entrar en conversación con ustedes... Y como quiero quedarme aquí a solas con las damiselas y deseo pasar un buen rato, les ruego que no me contradigan y se vayan... ¡Vamos! Señor Belebujin, ¡márchate a todos los diablos! ¿Por qué están frunciendo el ceño? Si te lo digo, debes irte. Y de prisita, no vaya a ser que en hora mala te largue algún pescozón.
—Pero ¿cómo es eso? —dijo Belebujin, el tesorero de la Junta de los Huérfanos, encogiéndose de hombros—. Ni siquiera puedo comprenderlo... ¡Un insolente irrumpe aquí y... de pronto ocurren semejantes cosas!
—¿Qué palabra es ésa de insolente? —gritó enfadado el individuo de las plumas de pavo real, y golpeó con el puño la mesa con tanta fuerza que los vasos saltaron en la bandeja—. ¿A quién hablas? ¿Te crees que como estoy disfrazado puedes decirme toda clase de impertinencias? ¡Atrevido! ¡Lárgate de aquí, mientras estés sano y salvo! ¡Que se vayan todos, que ningún bribón se quede aquí! ¡Al diablo!
—¡Bueno, ahora veremos! —dijo Yestiakov, y hasta sus gafas se le habían humedecido de emoción. ¡Ya le enseñaré! ¡A ver, llamen al encargado!
Un minuto más tarde entraba el encargado, un hombrecito pelirrojo, con una cintita azul en el ojal. Estaba sofocado a consecuencia del baile.
—Le ruego que salga —comenzó—. Aquí no se puede beber. ¡Haga el favor de ir al buffet!
—Y tú ¿de dónde sales? —preguntó el disfrazado—. ¿Acaso te he llamado? —Le ruego que no me tutee y que salga inmediatamente.
—Óyeme, amigo, te doy un minuto de plazo... Como eres la persona responsable, haz el favor de sacar de aquí a estos artistas. A mis damiselas no les gusta que haya nadie aquí... Se azoran y yo, pagando mi dinero, voy a tener el gusto de que estén al natural.
—Por lo visto, este imbécil no comprende que no está en una cuadra —gritó Yestiakov—. Llamen a Evstrat Spiridónovich.
Evstrat Spiridónovich, un anciano con uniforme de policía, no tardó en presentarse.
—¡Le ruego que salga de aquí! —dijo con voz ronca, con ojos desorbitados y moviendo sus bigotes teñidos.
—¡Ay, qué susto! —pronunció el individuo, y se echó a reír a su gusto—. ¡Me he asustado, palabra de honor! ¡Qué espanto! Bigotes como los de un gato, los ojos desorbitados... ¡Je, je, je!
—¡Le ruego que no discuta! —gritó con todas sus fuerzas Evstrat Spiridónovich, temblando de ira—. ¡Sal de aquí! ¡Mandaré que te echen de aquí!
En la sala de lectura se armó un alboroto indescriptible.
Evstrat Spiridónovich, rojo como un cangrejo, gritaba, pataleaba.
Yestiakov chillaba, Belebujin vociferaba. Todos los intelectuales gritaban, pero sus voces eran sofocadas por la voz de bajo, ahogada y espesa, del disfrazado. A causa del tumulto general se interrumpió el baile y el público se abalanzó hacia la sala de lectura.
Evstrat Spiridónovich, a fin de inspirar más respeto, hizo venir a todos los policías que se encontraban en el club y se sentó a levantar acta.
—Escribe, escribe —decía la máscara, metiendo un dedo bajo la pluma—. ¿Qué es lo que me ocurrirá ahora? ¡Pobre de mí! ¿Por qué quieren perder al pobre huerfanito que soy? ¡Ja, ja! Bueno. ¿Ya está el acta? ¿Han firmado todos? ¡Pues ahora, miren!
Uno... dos... ¡tres!
El individuo se irguió cuan alto era y se arrancó el antifaz.
Después de haber descubierto su cara de borracho y de admirar el efecto producido, se dejó caer en el sillón, riéndose alegremente. En realidad, la impresión que produjo fue extraordinaria. Los intelectuales palidecieron y se miraron perplejos, algunos se rascaron la nuca. Evstrat Spiridónovich carraspeo como alguien que sin querer ha cometido una tontería imperdonable.
Todos reconocieron en el camorrista al industrial millonario de la ciudad, ciudadano benemérito, el mismo Piatigórov, famoso por sus escándalos, por sus donaciones y, como más de una vez se dijo en el periódico de la localidad, por su amor a la cultura.
—Y bien, ¿se marcharán ustedes o no? —preguntó después de un minuto de silencio.
Los intelectuales, sin decir una palabra, salieron andando de puntillas y Piatigórov cerró tras ellos la puerta.
—Pero ¡si tú sabías que ése era Piatigórov! —decía un minuto más tarde Evstrat Spiridónovich con voz ronca, sacudiendo al camarero, que llevaba más vino a la biblioteca—. ¿Por qué no dijiste nada?
—Me lo había prohibido.
—Te lo había prohibido... Si te encierro, maldito, por un mes, entonces sabrás lo que es prohibido. ¡Fuera!... Y ustedes, señores, también son buenos —dirigióse a los intelectuales—. ¡Armar un motín! ¿No podían acaso salir del salón de lectura por diez minutos? Ahora, sufran las consecuencias. ¡Eh, señores, señores...! No me gusta nada, palabra de honor.
Los intelectuales, abatidos, cabizbajos y perplejos, con aire culpable, andaban por el club como si presintiesen algo malo.
Sus esposas e hijas, al saber que Piatigórov había sido ofendido y que estaba enfadado, perdieron la animación y comenzaron a dispersarse hacia sus casas.
A las dos de la madrugada salió Piatigórov de la sala de lectura. Estaba borracho y se tambaleaba. Entró en el salón de baile, se sentó al lado de la orquesta y se quedó dormido a los sones de la música; después inclinó tristemente la cabeza y se puso a roncar.
—¡No toquen! —ordenaron los organizadores del baile a los músicos, haciendo grandes aspavientos—. ¡Silencio!... Egor Nílich duerme...
—¿Desea usted que lo acompañe a casa, Egor Nílich? —preguntó Belebujin, inclinándose al oído del millonario.
Piatigórov movió los labios, como si quisiera alejar una mosca de su mejilla.
—¿Me permite acompañarle a su casa? —repitió Belebujin— o aviso que le envíen el coche?
—¿Eh? ¿Qué? ¿Qué quieres?
—Acompañarle a su casa... Es hora de dormir.
—Bueno. Acompaña...
Belebujin resplandeció de placer y comenzó a levantar a Platigórov. Los otros intelectuales se acercaron corriendo y, sonriendo agradablemente, levantaron al benemérito ciudadano y lo condujeron con todo cuidado al coche.
—Sólo un artista, un genio, puede tomar así el pelo a todo un grupo de gente —decía Yestiakov en tono alegre, ayudándolo a sentarse—. Estoy sorprendido de verdad. Hasta ahora no puedo dejar de reír. ¡Ja, ja! Créame que ni en los teatros nunca he reído tanto. ¡Toda la vida recordaré esta noche inolvidable!
Después de haber acompañado a Platigórov, los intelectuales recobraron la alegría y se tranquilizaron.
—A mí me dio la mano al despedirse —dijo Yestiakov muy contento—. Luego ya no está enfadado.
—¡Dios te oiga! —suspiró Evstrat Spiridónovich—. Es un canalla, un hombre vil, pero es un benefactor. No se le puede contrariar.
EL TALENTO
El pintor Yegor Savich, que se hospeda en la casa de campo de la viuda de un oficial, está sentado en la cama, sumido en una dulce melancolía matutina.
Es ya otoño. Grandes nubes informes y espesas se deslizan por el firmamento; un viento, frío y recio, inclina los árboles y arranca de sus copas hojas amarillas. ¡Adiós, estío!
Hay en esta tristeza otoñal del paisaje una belleza singular, llena de poesía; pero Yegor Savich, aunque es pintor y debiera apreciarla, casi no para mientes en ella. Se aburre de un modo terrible y sólo lo consuela pensar que al día siguiente no estará ya en la quinta.
La cama, las mesas, las sillas, el suelo, todo está cubierto de cestas, de sábanas plegadas, de todo género de efectos domésticos. Se han quitado ya los visillos de las ventanas. Al día siguiente, ¡por fin!, los habitantes veraniegos de la quinta se trasladarán a la ciudad.
La viuda del oficial no está en casa. Ha salido en busca de carruajes para la mudanza.
Su hija Katia, de veinte años, aprovechando la ausencia materna, ha entrado en el cuarto del joven. Mañana se separan y tiene que decirle un sinfín de cosas. Habla por los codos; pero no encuentra palabras para expresar sus sentimientos, y mira con tristeza, al par que con admiración, la espesa cabellera de su interlocutor. Los apéndices capilares brotan en la persona de Yegor Savich con una extraordinaria prodigalidad; el pintor tiene pelos en el cuello, en las narices, en las orejas, y sus cejas son tan pobladas, que casi le tapan los ojos. Si una mosca osara internarse en la selva virgen capilar, de que intentamos dar idea, se perdería para siempre.
Yegar Savich escucha a Katia, bostezando. Su charla empieza a fatigarle. De pronto la muchacha se echa a llorar. Él la mira con ojos severos al través de sus espesas cejas, y le dice con su voz de bajo:
—No puedo casarme.
—¿Pero por qué? —suspira ella.
—Porque un pintor, un artista que vive de su arte, no debe casarse. Los artistas debemos ser libres.
—¿Y no lo sería usted conmigo?
—No me refiero precisamente a este caso... Hablo en general. Y digo tan sólo que los artistas y los escritores célebres no se casan.
—¡Sí, usted también será célebre, Yegor Savich! Pero yo... ¡Ah, mi situación es terrible!... Cuando mamá se entere de que usted no quiere casarse, me hará la vida imposible. Tiene un genio tan arrebatado... Hace tiempo que me aconseja que no crea en sus promesas de usted. Luego, aún no le ha pagado usted el cuarto... ¡Menudos escándalos me armará!
—¡Que se vaya al diablo su mamá de usted! Piensa que no voy a pagarle?
Yegor Savich se levanta y empieza a pasearse por la habitación.
—¡Yo debía irme al extranjero! —dice.
Le asegura a la muchacha que para él un viaje al extranjero es la cosa más fácil del mundo: con pintar un cuadro y venderlo...
—¡Naturalmente! —contesta Katia—. Es lástima que no haya usted pintado nada este verano.
—¿Acaso es posible trabajar en esta pocilga? —grita, indignado, el pintor—. Además, ¿dónde hubiera encontrado modelos?
En este momento se oye abrir una puerta en el piso bajo. Katia, que esperaba la vuelta de su madre de un momento a otro, echa a correr. El artista se queda solo. Sigue paseándose por la habitación. A cada paso tropieza con los objetos esparcidos por el suelo. Oye al ama de la casa regatear con los mujiks cuyos servicios ha ido a solicitar. Para templar el mal humor que le produce oírla, abre la alacena, donde guarda una botellita de vodka.
—¡Puerca! —le grita a Katia la viuda del oficial— ¡Estoy harta de ti! ¡Que el diablo te lleve!
El pintor se bebe una copita de vodka, y las nubes que ensombrecían su alma se van disipando. Empieza a soñar, a hacer espléndidos castillos en el aire.
Se imagina ya célebre, conocido en el mundo entero. Se habla de él en la Prensa, sus retratos se venden a millares. Se halla en un rico salón, rodeado de bellas admiradoras... El cuadro es seductor, pero un poco vago, porque Yegor Savich no ha visto ningún rico salón y no conoce otras beldades que Katia y algunas muchachas alegres. Podía conocerlas por la literatura; pero hay que confesar que el pintor no ha leído ninguna obra literaria.
—¡Ese maldito samovar! —vocifera la viuda—. Se ha apagado el fuego. ¡Katia, pon más carbón!
Yegor Savich siente una viva, una imperiosa necesidad de compartir con alguien sus esperanzas y sus sueños. Y baja a la cocina, donde, envueltas en una azulada nube de humo, Katia y su madre preparan el almuerzo.
—Ser artista es una cosa excelente. Yo, por ejemplo, hago lo que me da la gana, no dependo de nadie, nadie manda en mí. ¡Soy libre como un pájaro! Y, no obstante, soy un hombre útil, un hombre que trabaja por el progreso, por el bien de la humanidad.
Después de almorzar, el artista se acuesta para «descansar» un ratito. Generalmente, el ratito se prolonga hasta el oscurecer; pero esta tarde la siesta es más breve. Entre sueños, siente nuestro joven que alguien le tira de una pierna y lo llama, riéndose. Abre los ojos y ve, a los pies del lecho, a su camarada Ukleikin, un paisajista que ha pasado el verano en las cercanías, dedicado a buscar asuntos para sus cuadros.
—¡Tú por aquí! —exclama Yegor Savich con alegría, saltando de la cama— ¿Cómo te va, muchacho?
Los dos amigos se estrechan efusivamente la mano, se hacen mil preguntas...
—Habrás pintado cuadros muy interesantes —dice Yegor Savich, mientras el otro abre su maleta.
—Sí, he pintado algo... ¿y tú?
Yegor Savich se agacha y saca de debajo de la cama un lienzo, no concluido, aún, cubierto de polvo y telarañas.
—Mira —contesta—. Una muchacha en la ventana, después de abandonarla el novio... Esto lo he hecho en tres sesiones.
En el cuadro aparece Katia, apenas dibujada, sentada junto a una ventana, por la que se ve un jardincillo y un remoto horizonte azul.
Ukleikin hace un ligera mueca: no le gusta el cuadro.
—Sí, hay expresión —dice—. Y hay aire... El horizonte está bien... Pero ese jardín..., ese matorral de la izquierda... son de un colorido un poco agrio.
No tarda en aparecer sobre la mesa la botella de vodka.
Media hora después llega otro compañero: el pintor Kostilev, que se aloja en una casa próxima. Es especialista en asuntos históricos. Aunque tiene treinta y cinco años, es principiante aún. Lleva el pelo largo y una cazadora con cuello a lo Shakespeare. Sus actitudes y sus gestos son de un empaque majestuoso. Ante la copita de vodka que le ofrecen sus camaradas hace algunos dengues; pero al fin se la bebe.
—¡He concebido, amigos míos, un asunto magnífico! —dice—. Quiero pintar a Nerón, a Herodes, a Calígula, a uno de los monstruos de la antigüedad, y oponerle la idea cristiana. ¿Comprenden? A un lado, Roma; al otro, el cristianismo naciente. Lo esencial en el cuadro ha de ser la expresión del espíritu, del nuevo espíritu cristiano.
Los tres compañeros, excitados por sus sueños de gloria, van y vienen por la habitación como lobos enjaulados. Hablan sin descanso, con un fervoroso entusiasmo. Se les creería, oyéndolos, en vísperas de conquistar la fama, la riqueza, el mundo. Ninguno piensa en que ya han perdido los tres sus mejores años, en que la vida sigue su curso y se los deja atrás, en que, en espera de la gloria, viven como parásitos, mano sobre mano. Olvidan que entre los que aspiran al título de genio, los verdaderos talentos son excepciones muy escasas. No tienen en cuenta que a la inmensa mayoría de los artistas los sorprende la muerte «empezando». No quieren acordarse de esa ley implacable suspendida sobre sus cabezas, y están alegres, llenos de esperanzas.
A las dos de la mañana, Kostilev se despide y se va. El paisajista se queda a dormir con el pintor de género.
Antes de acostarse, Yegor Savich coge una vela y baja por agua a la cocina. En el pasillo, sentada en un cajón, con las manos cruzadas sobre las rodillas, con los ojos fijos en el techo, está Katia soñando...
—¿Qué haces ahí? —le pregunta, asombrado, el pintor— ¿En qué piensas?
—¡Pienso en los días gloriosos de su celebridad de usted! —susurra ella—. Será usted un gran hombre, no hay duda. He oído su conversación de ustedes y estoy orgullosa.
Llorando y riendo al mismo tiempo, apoya las manos en los hombros de Yegor Savich y mira con honda devoción al pequeño dios que se ha creado.
Es ya otoño. Grandes nubes informes y espesas se deslizan por el firmamento; un viento, frío y recio, inclina los árboles y arranca de sus copas hojas amarillas. ¡Adiós, estío!
Hay en esta tristeza otoñal del paisaje una belleza singular, llena de poesía; pero Yegor Savich, aunque es pintor y debiera apreciarla, casi no para mientes en ella. Se aburre de un modo terrible y sólo lo consuela pensar que al día siguiente no estará ya en la quinta.
La cama, las mesas, las sillas, el suelo, todo está cubierto de cestas, de sábanas plegadas, de todo género de efectos domésticos. Se han quitado ya los visillos de las ventanas. Al día siguiente, ¡por fin!, los habitantes veraniegos de la quinta se trasladarán a la ciudad.
La viuda del oficial no está en casa. Ha salido en busca de carruajes para la mudanza.
Su hija Katia, de veinte años, aprovechando la ausencia materna, ha entrado en el cuarto del joven. Mañana se separan y tiene que decirle un sinfín de cosas. Habla por los codos; pero no encuentra palabras para expresar sus sentimientos, y mira con tristeza, al par que con admiración, la espesa cabellera de su interlocutor. Los apéndices capilares brotan en la persona de Yegor Savich con una extraordinaria prodigalidad; el pintor tiene pelos en el cuello, en las narices, en las orejas, y sus cejas son tan pobladas, que casi le tapan los ojos. Si una mosca osara internarse en la selva virgen capilar, de que intentamos dar idea, se perdería para siempre.
Yegar Savich escucha a Katia, bostezando. Su charla empieza a fatigarle. De pronto la muchacha se echa a llorar. Él la mira con ojos severos al través de sus espesas cejas, y le dice con su voz de bajo:
—No puedo casarme.
—¿Pero por qué? —suspira ella.
—Porque un pintor, un artista que vive de su arte, no debe casarse. Los artistas debemos ser libres.
—¿Y no lo sería usted conmigo?
—No me refiero precisamente a este caso... Hablo en general. Y digo tan sólo que los artistas y los escritores célebres no se casan.
—¡Sí, usted también será célebre, Yegor Savich! Pero yo... ¡Ah, mi situación es terrible!... Cuando mamá se entere de que usted no quiere casarse, me hará la vida imposible. Tiene un genio tan arrebatado... Hace tiempo que me aconseja que no crea en sus promesas de usted. Luego, aún no le ha pagado usted el cuarto... ¡Menudos escándalos me armará!
—¡Que se vaya al diablo su mamá de usted! Piensa que no voy a pagarle?
Yegor Savich se levanta y empieza a pasearse por la habitación.
—¡Yo debía irme al extranjero! —dice.
Le asegura a la muchacha que para él un viaje al extranjero es la cosa más fácil del mundo: con pintar un cuadro y venderlo...
—¡Naturalmente! —contesta Katia—. Es lástima que no haya usted pintado nada este verano.
—¿Acaso es posible trabajar en esta pocilga? —grita, indignado, el pintor—. Además, ¿dónde hubiera encontrado modelos?
En este momento se oye abrir una puerta en el piso bajo. Katia, que esperaba la vuelta de su madre de un momento a otro, echa a correr. El artista se queda solo. Sigue paseándose por la habitación. A cada paso tropieza con los objetos esparcidos por el suelo. Oye al ama de la casa regatear con los mujiks cuyos servicios ha ido a solicitar. Para templar el mal humor que le produce oírla, abre la alacena, donde guarda una botellita de vodka.
—¡Puerca! —le grita a Katia la viuda del oficial— ¡Estoy harta de ti! ¡Que el diablo te lleve!
El pintor se bebe una copita de vodka, y las nubes que ensombrecían su alma se van disipando. Empieza a soñar, a hacer espléndidos castillos en el aire.
Se imagina ya célebre, conocido en el mundo entero. Se habla de él en la Prensa, sus retratos se venden a millares. Se halla en un rico salón, rodeado de bellas admiradoras... El cuadro es seductor, pero un poco vago, porque Yegor Savich no ha visto ningún rico salón y no conoce otras beldades que Katia y algunas muchachas alegres. Podía conocerlas por la literatura; pero hay que confesar que el pintor no ha leído ninguna obra literaria.
—¡Ese maldito samovar! —vocifera la viuda—. Se ha apagado el fuego. ¡Katia, pon más carbón!
Yegor Savich siente una viva, una imperiosa necesidad de compartir con alguien sus esperanzas y sus sueños. Y baja a la cocina, donde, envueltas en una azulada nube de humo, Katia y su madre preparan el almuerzo.
—Ser artista es una cosa excelente. Yo, por ejemplo, hago lo que me da la gana, no dependo de nadie, nadie manda en mí. ¡Soy libre como un pájaro! Y, no obstante, soy un hombre útil, un hombre que trabaja por el progreso, por el bien de la humanidad.
Después de almorzar, el artista se acuesta para «descansar» un ratito. Generalmente, el ratito se prolonga hasta el oscurecer; pero esta tarde la siesta es más breve. Entre sueños, siente nuestro joven que alguien le tira de una pierna y lo llama, riéndose. Abre los ojos y ve, a los pies del lecho, a su camarada Ukleikin, un paisajista que ha pasado el verano en las cercanías, dedicado a buscar asuntos para sus cuadros.
—¡Tú por aquí! —exclama Yegor Savich con alegría, saltando de la cama— ¿Cómo te va, muchacho?
Los dos amigos se estrechan efusivamente la mano, se hacen mil preguntas...
—Habrás pintado cuadros muy interesantes —dice Yegor Savich, mientras el otro abre su maleta.
—Sí, he pintado algo... ¿y tú?
Yegor Savich se agacha y saca de debajo de la cama un lienzo, no concluido, aún, cubierto de polvo y telarañas.
—Mira —contesta—. Una muchacha en la ventana, después de abandonarla el novio... Esto lo he hecho en tres sesiones.
En el cuadro aparece Katia, apenas dibujada, sentada junto a una ventana, por la que se ve un jardincillo y un remoto horizonte azul.
Ukleikin hace un ligera mueca: no le gusta el cuadro.
—Sí, hay expresión —dice—. Y hay aire... El horizonte está bien... Pero ese jardín..., ese matorral de la izquierda... son de un colorido un poco agrio.
No tarda en aparecer sobre la mesa la botella de vodka.
Media hora después llega otro compañero: el pintor Kostilev, que se aloja en una casa próxima. Es especialista en asuntos históricos. Aunque tiene treinta y cinco años, es principiante aún. Lleva el pelo largo y una cazadora con cuello a lo Shakespeare. Sus actitudes y sus gestos son de un empaque majestuoso. Ante la copita de vodka que le ofrecen sus camaradas hace algunos dengues; pero al fin se la bebe.
—¡He concebido, amigos míos, un asunto magnífico! —dice—. Quiero pintar a Nerón, a Herodes, a Calígula, a uno de los monstruos de la antigüedad, y oponerle la idea cristiana. ¿Comprenden? A un lado, Roma; al otro, el cristianismo naciente. Lo esencial en el cuadro ha de ser la expresión del espíritu, del nuevo espíritu cristiano.
Los tres compañeros, excitados por sus sueños de gloria, van y vienen por la habitación como lobos enjaulados. Hablan sin descanso, con un fervoroso entusiasmo. Se les creería, oyéndolos, en vísperas de conquistar la fama, la riqueza, el mundo. Ninguno piensa en que ya han perdido los tres sus mejores años, en que la vida sigue su curso y se los deja atrás, en que, en espera de la gloria, viven como parásitos, mano sobre mano. Olvidan que entre los que aspiran al título de genio, los verdaderos talentos son excepciones muy escasas. No tienen en cuenta que a la inmensa mayoría de los artistas los sorprende la muerte «empezando». No quieren acordarse de esa ley implacable suspendida sobre sus cabezas, y están alegres, llenos de esperanzas.
A las dos de la mañana, Kostilev se despide y se va. El paisajista se queda a dormir con el pintor de género.
Antes de acostarse, Yegor Savich coge una vela y baja por agua a la cocina. En el pasillo, sentada en un cajón, con las manos cruzadas sobre las rodillas, con los ojos fijos en el techo, está Katia soñando...
—¿Qué haces ahí? —le pregunta, asombrado, el pintor— ¿En qué piensas?
—¡Pienso en los días gloriosos de su celebridad de usted! —susurra ella—. Será usted un gran hombre, no hay duda. He oído su conversación de ustedes y estoy orgullosa.
Llorando y riendo al mismo tiempo, apoya las manos en los hombros de Yegor Savich y mira con honda devoción al pequeño dios que se ha creado.
EL TRÁGICO
Se celebraba el beneficio del trágico Fenoguenov.
La función era un éxito. El trágico hacía milagros: gritaba, aullaba como una fiera, daba patadas en el suelo, se golpeaba el pecho con los puños de un modo terrible, se rasgaba las vestiduras, temblaba en los momentos patéticos de pies a cabeza, como nunca se tiembla en la vida real, jadeaba como una locomotora.
Ruidosas salvas de aplausos estremecían el teatro. Los admiradores del actor le regalaron una pitillera de plata y un ramo de flores con largas cintas. Las señoras lo saludaban agitando el pañuelo, y no pocas lloraban.
Pero la más entusiasmada de todas por el espectáculo era la hija del jefe de la policía local, Macha. Sentada junto a su padre, en primera fila, a dos pasos de las candilejas, no quitaba ojo del escenario y estaba conmovidísima. Sus finos brazos y sus piernas temblaban, sus ojos se arrasaban en lágrimas, sus mejillas perdían el color por momentos. ¡Era la primera vez en su vida que asistía a una función de teatro!
— ¡Dios mío, qué bien trabajan! ¡Es admirable! —le decía a su padre cada vez que bajaba el telón—. Sobre todo, Fenoguenov ¡es tremendo!
Su entusiasmo era tan grande, que la hacía sufrir. Todo le parecía encantador, delicioso: la obra, los artistas, las decoraciones, la música.
— ¡Papá! —dijo en el último entreacto—. Sube al escenario e invítalos a todos a comer en casa mañana.
Su padre subió al escenario, estuvo amabilísimo con todos los artistas, sobre todo con las mujeres, e invitó a los actores a comer.
— Vengan todos, excepto las mujeres —le dijo por lo bajo a Fenoguenov—. Mi hija es aún demasiado joven...
Al día siguiente se sentaron a la mesa del jefe de policía el empresario Limonadov, el actor cómico Vodolasov y el trágico Fenoguenov. Los demás, excusándose cada uno como Dios les dio a entender, no acudieron.
La comida fue aburridísima. Limonadov, desde el primer plato hasta los postres, estuvo hablando de su estimación al jefe de policía y a todas las autoridades. De sobremesa, Vodolasov lució sus facultades cómicas imitando a los comerciantes borrachos y a los armenios, y Fenoguenov, un ucranio de elevada estatura, ojos negros y frente severa, recitó el monólogo de Hamlet. Luego, el empresario contó, con lágrimas en los ojos, su entrevista con el anciano gobernador de la provincia, el general Kaniuchin.
El jefe de policía escuchaba, se aburría y se sonreía bonachonamente. Estaba contento, a pesar de que Limonadov olía mal y Fenoguenov llevaba un frac prestado, que le venía ancho, y unas botas muy viejas. Placíanle a su hija, la divertían, y él no necesitaba más. Macha, por su parte, miraba a los artistas llena de admiración, sin quitarles ojo. ¡En su vida había visto hombres de tanto talento, tan extraordinarios! Por la noche fue de nuevo al teatro con su padre.
Una semana después, los artistas volvieron a comer en casa del funcionario policíaco. Y las invitaciones, ora a comer, ora a cenar, fueron menudeando, hasta llegar a ser casi diarias. La afición de Macha al arte teatral subió de punto, y no había función a la que no asistiese la joven.
La pobre muchacha acabó por enamorarse de Fenoguenov.
Una mañana, aprovechando la ausencia de su padre, que había ido a la estación a recibir al arzobispo, Macha se escapó con la compañía, y en el camino se casó con su ídolo Fenoguenov. Celebrada la boda, los artistas le dirigieron una larga carta sentimental al jefe de policía. Todos tomaron parte en la composición de la epístola.
— ¡Ante todo, exponle los motivos! —le decía Limonadov a Vodolasov, que redactaba el documento—. Y hazle presente nuestra estimación: ¡los burócratas se pagan mucho de estas cosas!... Añade algunas frases conmovedoras, que lo hagan llorar...
La respuesta del funcionario sorprendió dolorosamente a los artistas: el padre de Macha decía que renegaba de su hija, que no le perdonaría nunca el «haberse casado con un zascandil idiota, con un ser inútil y ocioso».
Al día siguiente, la joven le escribía a su padre:
«¡Papá, me pega! ¡Perdónanos!»
Sí, Fenoguenov le pegaba, en el escenario, delante de Limonadov, de la doncella y de los lampistas. No le podía perdonar el chasco que se había llevado. Se había casado con ella, persuadido por los consejos de Limonadov.
— ¡Sería tonto —le decía el empresario— dejar escapar una ocasión como ésta! Por ese dinero sería yo capaz, no ya de casarme, de dejar que me deportasen a la Siberia. En cuanto te cases construyes un teatro, y hete convertido en empresario de la noche a la mañana.
Y todos aquellos sueños habíanse trocado en humo: ¡el maldito padre renegaba de su hija y no le daba un cuarto!
Fenoguenov apretaba los puños y rugía:
— ¡Si no me manda dinero le voy a pegar más palizas a la niña!...
La compañía intentó trasladarse a otra ciudad a hurto de Macha y zafarse así de ella. Los artistas estaban ya en el tren, que se disponía a partir, cuando llegó la pobre, jadeante, a la estación.
— He sido ofendido por su padre de usted —le declara Fenoguenov—, y todo ha concluido entre nosotros.
Pero, ella, sin preocuparse de la curiosidad que la escena había despertado entre los viajeros, se postró ante él y le tendió los brazos, gritándole:
— ¡Lo amo a usted! ¡No me abandone! ¡No puedo vivir sin usted!
Los artistas, tras una corta deliberación, consintieron en llevarla con ellos en calidad de partiquina.
Empezó por representar papeles de criada y de paje; pero cuando la señora Beobajtova, orgullo de la compañía, se escapó, la reemplazó ella en el puesto de primera ingenua. Aunque ceceaba y era tímida, no tardó, habituada a la escena, en atraerse las simpatías del público. Fenoguenov, con todo, seguía considerándola una carga.
— ¡Vaya una actriz! —decía—. No tiene figura ni maneras, y además es muy bestia.
Una noche la compañía representaba Los bandidos, de Schiller. Fenoguenov hacía de Franz y Macha de Amalia. Él gritaba, aullaba, temblaba de pies a cabeza; Macha recitaba su papel como un escolar su lección.
En la escena en que Franz le declara su pasión a Amalia, ella debía echar mano a la espada, rechazar a Franz y gritarle: «¡Vete!» En vez de eso, cuando Fenoguenov la estrechó entre sus brazos de hierro, se estremeció como un pajarito y no se movió.
— ¡Tenga usted piedad de mí! —le susurró al oído—. ¡Soy tan desgraciada!
— ¡No te sabes el papel! —le silbó colérico Fenoguenov— ¡Escucha al apuntador!
Terminada la función, el empresario y Fenoguenov sentáronse en la caja y se pusieron a charlar.
— ¡Tu mujer no se sabe los papeles! —se lamentó Limonadov.
Fenoguenov suspiró y su mal humor subió de punto.
Al día siguiente, Macha, en una tiendecita de junto al teatro, le escribía a su padre:
«¡Papá, me pega! ¡Perdónanos! Mándanos dinero.»
La función era un éxito. El trágico hacía milagros: gritaba, aullaba como una fiera, daba patadas en el suelo, se golpeaba el pecho con los puños de un modo terrible, se rasgaba las vestiduras, temblaba en los momentos patéticos de pies a cabeza, como nunca se tiembla en la vida real, jadeaba como una locomotora.
Ruidosas salvas de aplausos estremecían el teatro. Los admiradores del actor le regalaron una pitillera de plata y un ramo de flores con largas cintas. Las señoras lo saludaban agitando el pañuelo, y no pocas lloraban.
Pero la más entusiasmada de todas por el espectáculo era la hija del jefe de la policía local, Macha. Sentada junto a su padre, en primera fila, a dos pasos de las candilejas, no quitaba ojo del escenario y estaba conmovidísima. Sus finos brazos y sus piernas temblaban, sus ojos se arrasaban en lágrimas, sus mejillas perdían el color por momentos. ¡Era la primera vez en su vida que asistía a una función de teatro!
— ¡Dios mío, qué bien trabajan! ¡Es admirable! —le decía a su padre cada vez que bajaba el telón—. Sobre todo, Fenoguenov ¡es tremendo!
Su entusiasmo era tan grande, que la hacía sufrir. Todo le parecía encantador, delicioso: la obra, los artistas, las decoraciones, la música.
— ¡Papá! —dijo en el último entreacto—. Sube al escenario e invítalos a todos a comer en casa mañana.
Su padre subió al escenario, estuvo amabilísimo con todos los artistas, sobre todo con las mujeres, e invitó a los actores a comer.
— Vengan todos, excepto las mujeres —le dijo por lo bajo a Fenoguenov—. Mi hija es aún demasiado joven...
Al día siguiente se sentaron a la mesa del jefe de policía el empresario Limonadov, el actor cómico Vodolasov y el trágico Fenoguenov. Los demás, excusándose cada uno como Dios les dio a entender, no acudieron.
La comida fue aburridísima. Limonadov, desde el primer plato hasta los postres, estuvo hablando de su estimación al jefe de policía y a todas las autoridades. De sobremesa, Vodolasov lució sus facultades cómicas imitando a los comerciantes borrachos y a los armenios, y Fenoguenov, un ucranio de elevada estatura, ojos negros y frente severa, recitó el monólogo de Hamlet. Luego, el empresario contó, con lágrimas en los ojos, su entrevista con el anciano gobernador de la provincia, el general Kaniuchin.
El jefe de policía escuchaba, se aburría y se sonreía bonachonamente. Estaba contento, a pesar de que Limonadov olía mal y Fenoguenov llevaba un frac prestado, que le venía ancho, y unas botas muy viejas. Placíanle a su hija, la divertían, y él no necesitaba más. Macha, por su parte, miraba a los artistas llena de admiración, sin quitarles ojo. ¡En su vida había visto hombres de tanto talento, tan extraordinarios! Por la noche fue de nuevo al teatro con su padre.
Una semana después, los artistas volvieron a comer en casa del funcionario policíaco. Y las invitaciones, ora a comer, ora a cenar, fueron menudeando, hasta llegar a ser casi diarias. La afición de Macha al arte teatral subió de punto, y no había función a la que no asistiese la joven.
La pobre muchacha acabó por enamorarse de Fenoguenov.
Una mañana, aprovechando la ausencia de su padre, que había ido a la estación a recibir al arzobispo, Macha se escapó con la compañía, y en el camino se casó con su ídolo Fenoguenov. Celebrada la boda, los artistas le dirigieron una larga carta sentimental al jefe de policía. Todos tomaron parte en la composición de la epístola.
— ¡Ante todo, exponle los motivos! —le decía Limonadov a Vodolasov, que redactaba el documento—. Y hazle presente nuestra estimación: ¡los burócratas se pagan mucho de estas cosas!... Añade algunas frases conmovedoras, que lo hagan llorar...
La respuesta del funcionario sorprendió dolorosamente a los artistas: el padre de Macha decía que renegaba de su hija, que no le perdonaría nunca el «haberse casado con un zascandil idiota, con un ser inútil y ocioso».
Al día siguiente, la joven le escribía a su padre:
«¡Papá, me pega! ¡Perdónanos!»
Sí, Fenoguenov le pegaba, en el escenario, delante de Limonadov, de la doncella y de los lampistas. No le podía perdonar el chasco que se había llevado. Se había casado con ella, persuadido por los consejos de Limonadov.
— ¡Sería tonto —le decía el empresario— dejar escapar una ocasión como ésta! Por ese dinero sería yo capaz, no ya de casarme, de dejar que me deportasen a la Siberia. En cuanto te cases construyes un teatro, y hete convertido en empresario de la noche a la mañana.
Y todos aquellos sueños habíanse trocado en humo: ¡el maldito padre renegaba de su hija y no le daba un cuarto!
Fenoguenov apretaba los puños y rugía:
— ¡Si no me manda dinero le voy a pegar más palizas a la niña!...
La compañía intentó trasladarse a otra ciudad a hurto de Macha y zafarse así de ella. Los artistas estaban ya en el tren, que se disponía a partir, cuando llegó la pobre, jadeante, a la estación.
— He sido ofendido por su padre de usted —le declara Fenoguenov—, y todo ha concluido entre nosotros.
Pero, ella, sin preocuparse de la curiosidad que la escena había despertado entre los viajeros, se postró ante él y le tendió los brazos, gritándole:
— ¡Lo amo a usted! ¡No me abandone! ¡No puedo vivir sin usted!
Los artistas, tras una corta deliberación, consintieron en llevarla con ellos en calidad de partiquina.
Empezó por representar papeles de criada y de paje; pero cuando la señora Beobajtova, orgullo de la compañía, se escapó, la reemplazó ella en el puesto de primera ingenua. Aunque ceceaba y era tímida, no tardó, habituada a la escena, en atraerse las simpatías del público. Fenoguenov, con todo, seguía considerándola una carga.
— ¡Vaya una actriz! —decía—. No tiene figura ni maneras, y además es muy bestia.
Una noche la compañía representaba Los bandidos, de Schiller. Fenoguenov hacía de Franz y Macha de Amalia. Él gritaba, aullaba, temblaba de pies a cabeza; Macha recitaba su papel como un escolar su lección.
En la escena en que Franz le declara su pasión a Amalia, ella debía echar mano a la espada, rechazar a Franz y gritarle: «¡Vete!» En vez de eso, cuando Fenoguenov la estrechó entre sus brazos de hierro, se estremeció como un pajarito y no se movió.
— ¡Tenga usted piedad de mí! —le susurró al oído—. ¡Soy tan desgraciada!
— ¡No te sabes el papel! —le silbó colérico Fenoguenov— ¡Escucha al apuntador!
Terminada la función, el empresario y Fenoguenov sentáronse en la caja y se pusieron a charlar.
— ¡Tu mujer no se sabe los papeles! —se lamentó Limonadov.
Fenoguenov suspiró y su mal humor subió de punto.
Al día siguiente, Macha, en una tiendecita de junto al teatro, le escribía a su padre:
«¡Papá, me pega! ¡Perdónanos! Mándanos dinero.»
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