sábado, 18 de junio de 2011

CUENTOS NO RECOPILADOS DE HORACIO QUIROGA

EN EL YABEBIRY



 El cazador que tuvo el chucho y fue conmigo al barrero de Yabebiry, se llamaba Leoncio Cubilla. Desde días atrás presentía una recidiva, y co­mo éstas eran prolongadas, esperamos una semana, sin novedad alguna, por suerte.
Partimos por fin una mañana después de almorzar. No llevábamos pe­rros; dos estaban lastimados y los otros no trabajaban bien solos. Abandonamos la picada maestra tres horas antes de llegar al barrero. De allí un pique de descubierta nos aproximó legua y media; y la última etapa -hecha a machete de una a cuatro de la tarde más caliente de ene­ro- acabó con mi amor al calor.
El barrero consistía en una laguna virtual del tamaño de un patio, entre un mar de barro. Acampamos allí, en el pajonal de la orilla, para dominar el monte, a cien metros nuestro. El crepúsculo pasó sin levarnos un animal, no obstante parecer habitual la rastrillada de tapires que subían al monte.
Por sobriedad -o esperanzas de carne fresca, si se quiere- no llevá­bamos sino unas cuantas galletas que comí solo; Cubilla no tenía ganas. Nos acostamos. Mi compañero se durmió en seguida, la respiración bastan­te agitada. Por mi parte estaba un poco desvelado. Miraba el cielo, que ya al anochecer había empezado a cargarse. Hacia el este, en la bruma ahuma­da que entonces subía apenas sobre el horizonte, tres o cuatro relámpagos
habían cruzado en zig-zag. Ahora la mitad del cielo estaba cubierta. El ca­lor pesaba más aún en el silencio tormentoso.
Por fin me dormí. Presumo que sería la una cuando me despertó la voz de Cubilla:
-¡El aguará guazú, patrón!
Se había incorporado y me miraba de hito en hito. Salté sobre la es­copeta:
-¡Dónde? -Volvió cautelosamente la cabeza, mirando a todos la­dos, y repitió conteniendo la voz:
-¡El aguará!
Su cara encendida me hizo sospechar y le tomé el pulso: volaba de fie­bre. La fatiga y humedad de ese día habían precipitado el acceso que él jus­tamente preveía. Para mayor trastorno, éstos se iniciaban en él sin chuchos y en franco delirio.
Se durmió de nuevo felizmente. Tendido de espaldas, observé otra vez el tiempo. Aunque aún no había relámpagos, el cielo cargado tenía de rato en rato sordas conmociones fosforescentes. No nos esperaba buena noche. Volvíme sin embargo a dormir, pero me despertó un grito de terror:
-¡Patrón, el aguará!
Abrí los ojos y vi a Cubilla que corría hacia el monte con el mache­te en la mano. Salté tras él y logré sujetarlo. Temblaba, empapado en su­dor. Volvió de mala gana, mirando atrás a cada momento; barbotaba sor­das injurias en guaraní. Y en el fogón sentóse en el suelo, abrazándose las rodillas y el mentón sobre ellas. Observaba fijamente el fuego, luciente de fiebre. A ratos lanzaba una carcajada, tornando en seguida a su mutismo.
Así llegaron las dos de la mañana. De pronto Cubilla removió las ma­nos por el suelo y fijó en mí sus ojos, más excavados aún de miedo:
-¡El aguará se va a tomar toda el agua!... -No me quitaba la vista, en un pavor profundo. Le di de beber, le hablé, en vano.
Pero a mí mismo comenzaba a desazonarme el aguará y el desamparo de esa noche, ¡en qué compañía! La tormenta arreciaba. El tronar lejano del monte anunciaba el viento que pronto estaría sobre nosotros. El cielo re­lampagueante se abría y cerraba a cada momento, encegueciendo. En una fulguración, más sostenida que las anteriores, el monte se recortó larga­mente sobre el cielo lívido. Cubilla, que desde hacía rato no apartaba de él la vista, incorporóse a medias y se volvió a mí, desencajado de espanto:
-¡El aguará va a venir, patrón!...
-No es nada -le respondí, mirando a pesar mío a todos lados. -¡Ahí está! ¡Se va a tomar toda el agua!            gritó, levantándose y volviéndose a todos lados con impulsos de fuga. Y en ese instante, entre dos rá­fagas de viento, oímos claro y distinto el aullido de un aguará. ¡Qué escalo­frío me recorrió! No era para mí el aullido de un aguará cualquiera, sino de
"ese" aguará extraordinario que Cubilla estaba olfateando desde las doce de la noche. Éste, al oír al animal, se llevó la mano crispada a la garganta, para­lizado de terror. Quedó así largo rato escuchando aún, y al fin bajó lentamen­te la mano, y se sentó serio y tranquilo. Echóse a reír en seguida, despacio:
-El aguará... no hay remedio... nos va a quitar el agua... no hay re­medio... -Me miraba irónicamente por entre las cejas.- ¡El aguará!... ¡el aguará!...
El animal aulló otra vez, pero ya sobre nosotros, desde la punta del monte. Al fuego de otro relámpago se destacó en la greda su silueta inmó­vil y cargada de hombros. Avancé cincuenta metros, temblando de miedo
y ansia de acabar de una vez. Apunté en su dirección, y en el primer relám­pago sostenido rectifiqué rápidamente e hice fuego. Cuando pude ver de nuevo, el páramo de greda estaba desierto; no había sentido ni un grito. Al volver, Cubilla no parecía haberse inquietado. Proseguía balanceándose y riendo suavemente:
No es nada; va a volver... se toma el agua... vuelve siempre...
Así siguió hasta el alba, y así continué, crispado por su profecía deli­rante y resignada, con la escopeta en las manos, mirando a todos lados, completamente perdido en el monte. Tal vez si mi hombre hubiera dicho que el aguará nos comería, o cosa así, no habría visto en ello más que una lógica sobreexcitación de cazador enfermo. Pero lo que me conturbaba era ese detallé de brutal realidad, ya fantástico por su excesiva verosimilitud: "a pesar de todo", el animal vendría a tomarse "nuestra" agua.
No vino, por suerte. Al abrir el día Cubilla se tendió en un sopor pro­fundo, el pelo pegado a la frente amarilla y la boca abierta. Despertóse a las ocho, sin fiebre; no supo cómo disculparse de haberme hecho perder la ca­cería. Evité hablarle de su delirio y volvimos.
Esa misma tarde, debiendo Cubilla tornar a su hacha, dejé la Carrería y regresé al Obraje, después de quince días de ausencia.
Con ésa eran ya dos las noches de caza que pasaba de tal modo. No volví más al Yabebiry, y hace un mes, supe al llegar aquí que Cubilla ha­bía muerto de chucho.

EPISODIO



La guerra, prolongándose, se exacerbaba. Como la montonera no tenía cuartel, no podía darlo, según la frase de uno de ella. Los realistas, por su lado, simplificaban la victoria de igual modo. Si el ánimo era abundan-
te, la munición no. De aquí que el degüello reemplazara no pocas veces al fusilamiento, proceso tardo y dispendioso.
En tales odios, del degüello a la tortura no hay más que un paso, y ambos beligerantes salvábanlo con frecuencia, so pretexto de patriótica redención. A los reveses diarios sucedían nuevas fortunas. El país, jugado a golpes de sable, cambiaba de bandera cada día o semana. El flamante dueño llevaba siempre a la población conquistada su pequeño saco de venganzas sobre las personas de estos delatores, de aquéllos pasados al enemigo. Y como las tropas realistas operaban en país hostil, sus infortunios en tal género eran mucho mayores que los de la montonera.
Así su ira vióse enérgicamente solicitada en cierta ocasión por un joven patriota que hizo veinte leguas en una noche para ir a avisar a una fuerza de la patria que el enemigo, escaso, había entrado en su pueblo. El muchacho montaba mal. Cuando llegó, lívido, tuvieron que sostenerlo. Temblaba, los ojos desvariados, escupiendo sangre a cada instante, sin poder hablar.
A la noche siguiente la montonera cayó sobre el villorrio oscuro y masacró a los realistas.
Los patriotas mantuviéronse diez días en el pueblo, hasta que la aproximación de un regimiento enemigo los puso sobre alerta. Recibieron orden de evacuar la posición, y, aunque de mala gana, antes de la llegada de aquél se fueron.
Durante su permanencia, el joven patriota de la carrera nocturna había ejercido las funciones de secretario general, pues su buena letra y firme decisión le encomendaban esa tarea. Era un muchacho de veintidós años, concentrado y tranquilo. Volvía de Buenos Aires, donde había vivido seis meses, no se sabe cómo. Parecía haber leído mucho allá. Tenía ojos azules y la mirada límpida, capaz de las más teológicas exaltaciones revolucionarias. El jefe de la montonera no quiso dejarlo entregado a los realistas: alguien podía denunciar su patriótico aviso. El joven se negó claramente a abandonar el pueblo, a pesar del terrible riesgo que corría. El oficial lo miró y le golpeó el hombro fuertemente, sin decirle nada. Dos horas después entró el regimiento realista.
Por más seguridad que se tuviera del alma nacional ardiendo aún en cada ladrillo, rara vez faltaban corazones débiles al triunfo o la tortura: esa misma tarde el secretario fue delatado. Los realistas, agriados de rabia por esos eternos, ocultos e ineludibles avisos al enemigo, hallaron en la ocasión tanto más ilegítima la felonía de ese proceder, cuanto era sacramente heroica para el invadido. De modo que, apenas enterados, arrastraron al delator a la presencia de un oficial. El joven llegó en un estado miserable, la ropa deshecha, empolvado a puntapiés y la boca morada de bofetones; fue empujado violentamente dentro de la pieza.
-Eres tú el joven héroe que la vez pasada fue a contar que nuestras tropas estaban aquí? -le preguntó con voz meliflua el oficial.
-Yo fui -respondió sencillamente el secretario y prosiguió mirando tranquilo a aquél.
-¿Y sabes tú lo que te ganas con esa bonita acción?
-Sé.
-Que te fusilen en seguida, ¿verdad, hijo mío?
-Sí.
Los realistas, enfurecidos por esa provocación, se contenían apenas. El mismo oficial se levantó.
-¡Miserable! ¡Ni siquiera te defiendes! Así sois todos los viles. Con un par de onzas a tiempo hubieras jurado por nuestra bandera -y lo midió despreciativamente de abajo a arriba, escupiendo en su dirección.
El secretario lo miró con fría calma y sonrióse imperceptiblemente. Pero el otro alcanzó a notarlo y saltó sobre él, rojo de cólera:
-Grita: ¡Viva el Rey!, ¡bandido!
El joven respondió tranquilamente:
-No grito.
El oficial le descargó con todas sus fuerzas un puñetazo en la cara. El secretario trastabilló; pero diez brazos contuvieron su caída sujetándolo del cuello.
-Grita: ¡Viva el Rey!, ¡miserable! -aulló el oficial, yendo sobre él.
-¡No grito! -levantó la voz el joven, las mejillas empurpuradas. Y rodó en seguida a puñetazos. Lo levantaron de nuevo.
-¡Viva el key   -rugieron exasperados los realistas, culatas y bayonetas en alto sobre su pecho.
-¡Viva la Patria! -gritó él. Y se hundió de nuevo, atravesado de heridas.
Los realistas bramaban de ira. ¡Viva el Rey!
-¡Viva la Patria!
El sargento le descargó su pistola en la boca.
-¡No grites eso!           rugieron.
-¡Viva la Patria! -alzó más alto aún. Y tres nuevas descargas de pólvora en la boca llegaron tarde para contener esa voz.
-¡A la calle, a la calle! ¡Acabar con él! -Le arrastraron hasta el medio de la calle y clavaron de un golpe la bandera real. Como ya no podía tenerse en pie, acuchillado, quemado, mutilado, le sostuvieron de los brazos, colgando casi. La boca desaparecía en una inmensa llaga negra, de la que había salido toda el alma de la patria.
¡Viva el Rey!  le rugieron en la cara.
-¡Viva la Patria! -gritó aún. De un fogonazo le vaciaron un ojo. Cayó de nuevo, boca abajo.
-Podían matarme de una vez -murmuró.
-¡Ah, por fin! ¡Estás cansado ya, bandido! -clamaron triunfantes, doblándose sobre él.
-Sí, pero ¡viva la Patria! -pudo todavía decir, y juntó a la tierra en un supremo beso, la boca martirizada.
Los realistas, rugiendo de rabia, bajaron por fin sus fusiles, y bajo el pabellón enemigo lo clavaron con trece balas al suelo nacional.
EL GLOBO DE FUEGO



-Mi matrimonio no tiene historia -dijo Rodríguez Peña una vez que hubo cesado el fuerte trueno-. No hemos tenido drama alguno, ni an­tes ni después. Tal vez antes -agregó- pudo haberlo habitado... Y sin ello no estaría casado.
Otro gran trueno retumbó, más súbito y violento que los anteriores, y tras él se oyó arreciar, a través de las puertas cerradas, la lluvia torrencial que inundaba el patio.
-¡Qué horror de agua! -exclamó una chica, levantándose con algu­nas compañeras a mirar la lluvia a través de los postigos. Y a cada nueva descarga que hacía temblar la casa, levantaban los ojos inquietos al techo.
-Cuéntenos eso, Rodríguez Peña -dijeron los hombres maduros-. ­Puede que las niñas casaderas aprovechen su historia.
Nuestro amigo no se hizo de rogar. Y gravemente, según su costum­bre, comenzó:
-Ustedes saben -dijo- que mi mujer no es linda. No ignoran tampoco que todos tenemos la vanidad del buen gusto, por lo cual es muy difícil que anunciemos, sin disculpas a otro hombre que nos hemos enamo­rado de una mujer fea. Comprenderán así ustedes cómo no quise confesar­me a mí mismo, los primeros días que la conocí, que amaba a la que es hoy mi mujer.
"Me agradó en seguida, a pesar de su cara sin gracia. Mi mujer tiene la cara menos graciosa que se puede concebir. Lo que me sedujo en ella fue la tranquilidad de su alma, y su metal de voz lleno de bondad. A pesar de esto, no tuve el menor pudor en expresarme así a un amigo que me había visto rendido con ella.
-No tenía nada que hacer... Es interesante, pero tiene una cara im­posible...
"Me mostré en lo sucesivo muy solícito, dándole a comprender que no jugaba con ella; pero, no obstante, mis expresiones no pasaban de un tono muy ligero, tal vez para engañarme a mí mismo sobre lo que en realidad sentía por ella.
"Poco tiempo después se fue al campo, e invitado por la familia a pa­sar con ellos la semana de carnaval, fui allá, dispuesto a continuar en el mismo tono de semibroma.
"Una tarde, sin embargo, las circunstancias pudieron más que yo, y le hice sentir muy claramente que la amaba. Díjome, con gran calma, que me estimaba muchísimo como amigo, pero nada más. Yo acepté el golpe con una calma igual a la suya, y proseguimos hablando naturalmente sin que nadie hubiera podido sospechar, oyéndonos entonces, lo que ella acababa de deshacer un segundo antes.
"Yo había estado segurísimo de que sería aceptado en seguida; supon­gan ustedes por esto lo que sentiría yo en mi interior.
"Entramos de nuevo, pues el cielo, totalmente negro, amenazaba un huracán de polvo sobre la estancia.
"Mientras almorzábamos, en efecto, la tormenta se desencadenó con sin igual violencia. Los rayos, secos y sin agua todavía, explotaban sin tre­gua sobre nosotros, exactamente como ahora, y la cristalería vibraba sin ce­sar sobre la mesa, hasta empañarse.
"De pronto, una luz fulgurante filtró a través de los postigos en el co­medor. Y cuando levantábamos todos la vista, admirados de no haber oído trueno alguno, vimos una luz pálida, estirada y como pastosa, que entraba por el agujero de una llave. La luz se retrajo, se hinchó y adquirió forma de globo frente a la cerradura, flotando indecisa en el aire. Tenía el tamaño aparente del sol, y una aureola lívida la circundaba.
"Teníamos frente a nosotros un rayo globular, una bomba eléctrica, que, al menor choque, reventaría.
"El dueño de casa murmuró entonces, con una voz terriblemente con­tenida:
"
-¡No hablen ni se muevan..., o quedamos todos fulminados!...
"La voz sonó bastante a tiempo para ahogar tres alaridos femeninos que ya explotaban, y en aquel silencio no hubo sino ojos desmesuradamen­te abiertos frente al globo de fuego.
"Sentí, de pronto, que una mano de mujer se crispaba sobre mi pierna, buscando, inconscientemente, sin duda, la protección masculina en ese instante de peligro. Era la de mi amada. La cogí entre la mía, y su mano se asió desesperadamente a ella.
"El rayo había ascendido con lentitud hasta el umbral de la puerta. Allí comenzó a vagar de un lado a otro, girando sobre sí mismo. Lo que volvía aquello más horrible era su marcha perezosa, indecisa, cambiando a cada instante de rumbo, deteniéndose, reanudando su paseo en un sentido inesperado.
"Por fin, después de un vagabundeo de un minuto, que para nosotros duró mil años, el rayo globular descendió casi hasta tocar la mesa, cedió a uno y otro lado, como irresoluto sobre el rumbo a emprender y, suspendi­do en el aire, con su movimiento giratorio y su aureola lívida, avanzó en dirección a mi amada.
"Sentí la convulsión de su mano en la mía. Vi en los ojos desencaja­dos de todos el horror de lo que iba a pasar. Pasé entonces el brazo por el cuello de mi amada, la atraje lentamente a mí, y el rayo siguió adelante sin encontrarla. Pero, por ligeramente que hubiera agitado yo el aire, el rayo globular se detuvo a medias, y cediendo al leve vacío producido, se dirigió a nosotros.
"Yo había cerrado los ojos. Cuando los volví a abrir, el globo había de­saparecido, aspirado por la chimenea.
"Durante un eterno minuto nadie se movió. Al fin una terrible explo­sión sobre el pararrayos del garaje, nos anunció el final del drama. "Drama a medias, como lo he advertido al principio, pero que me dio a mi mujer. Cuando quedamos a solas con mi amada, nos miramos con largo y confiadísimo amor, y ella lloró entonces largo rato sobre sus rodillas. Cuatro meses después nos casábamos, y nada nos ha pasado des­de entonces. La tormenta de ahora me ha hecho recordar todas esas cir­cunstancias.
Media hora después, también esa tormenta concluía. Entonces, la más joven de las oyentes, no del todo satisfecha de esa historia, preguntó a su relator:
-¿Y por qué, entonces, si ya lo amaba a usted, le había dicho esa ma­ñana su señora que no lo quería?
-Quería vengarse de mí, supongo         repuso Rodríguez Peña. Y agregó, mirando a la tierna e insatisfecha joven-: ¿No hubiera usted pro­cedido así?

LA COMPASION


Cuando Enriqueta se desmayó, mi madre y hermanas se asustaron más de lo preciso. Yo entraba poco después, y al sentir mis pasos en el patio, corrieron demudadas a mí. Costóme algo enterarme cumplida¬mente de lo que había pasado, pues todas hablaban a la vez, iniciando en¬tre exclamaciones bruscas carreras de un lado a otro. Al fin, supe que mo¬mentos antes habían sentido un ruido sordo en la sala, mientras el piano cesaba de golpe. Corrieron allá, encontrando a Enriqueta desvanecida so¬bre la alfombra.
La llevamos a su cama y le desprendimos el corsé, sin que recobrara el conocimiento. Para calmar a mamá tuve que correr yo mismo en busca del médico. Cuando llegamos, Enriqueta acababa de volver en sí y estaba llo¬rando entre dos almohadas.
Como preveía, no era nada serio: un simple desmayo provocado por las digestiones anormales a que la someten los absurdos regímenes que se crea. Diez minutos después no sentía ya nada.
Mientras se preparaba el café, pues por lo menos merecía esto el inútil apuro, quedámonos conversando. Era esa la quinta o sexta vez que el viejo mé¬dico iba a casa. Llamado un día por recomendación de un amigo, quedaron muy contentas de su modo cariñoso con los enfermos. Tenía bondadosa pa¬ciencia y creía siempre que debemos ser más justos y humanos, todo esto sin ninguna amargura ni ironías psicológicas, cosa rara. Estaban encantadas de él.
-Tengo un caso parecido a éste -nos decía hablando de Enriqueta-, pero realmente serio. Es un muchacho también muy joven. Parece in¬creíble lo que ha hecho para perder del todo su estómago. Ha leído que el cuerpo humano pierde por día tantos y tantos gramos de nitrógeno, carbo¬no, etc., y él mismo se hace la comida, después de pesar hasta el centigra¬mo la dosis exacta de sustancias albuminoideas y demás que han de com¬pensar aquellas pérdidas. Y se pesa todos los días, absolutamente desnudo. Lo malo es que ese absurdo régimen le ha acarreado una grave dispepsia, y esto es para usted, Enriqueta. Cuanto más desórdenes propios de su inani¬ción siente, menos come. Desde hace dos meses tiene terribles ataques de gastralgia que no sé cómo contener...
-Duele mucho eso, ¿no? -interrumpió Enriqueta, muy preocupada. -Bastante -inclinó la cabeza repetidas veces, mirándola-. Es uno de los dolores más terribles...
-Como mi hermana Concepción -apoyó mi madre- cuando sufría de cálculos hepáticos. ¡Qué horror! ¡Ni quiero acordarme!
-Y tal vez los de la peritonitis sean peores... o los de la meningitis. Nos quedamos un rato en silencio, mientras tomábamos el café. -Yo no sé -reanudó mi madre-, yo no sé, pero me parece que de¬bería hallarse algo para no sufrir esos dolores. ¡Sobre todo cuando la enfer¬medad es mortal, mi Dios!
-Apresurando la muerte, únicamente -se sonrió el médico.
-¿Y por qué no? -apoyó valientemente Clara, la más exaltada de mis hermanas-, ¡Sería una verdadera obra de caridad!
-¡Ya lo creo! -murmuró lentamente mi madre, llena de penosos re¬cuerdos. Luisa y Enriqueta intervinieron, entusiasmadas de inteligente ca¬ridad, y todas estuvieron en armonía.
El médico escuchaba, asintiendo con la cabeza por costumbre.
-Sin embargo no crea, señora -objetó tristemente-. Lo que para us¬tedes es obra de compasión, para otros es sencillamente un crimen. Debe haber quién sabe qué oscuro fondo de irracionalidad para no ver una cosa tan inteli¬gente -ya no digo justa- como es la de evitar tormentos a las personas que¬ridas. Hace un momento, cuando hablábamos de los dolores, me acordé de al¬go a ese respecto que me pasó a mí mismo. Después de lo que ustedes han di¬cho, no tengo inconveniente en contarles el caso: hace de esto bastante tiempo.
"Una mañana fui llamado urgentemente de una casa en que ya había asistido varias veces. Era un matrimonio, en el segundo año de casados. Ha¬llé a la señora acostada, en incesantes vómitos y horrible dolor de cabeza. Volví de tarde y todos los síntomas se habían agravado, sobre todo el do¬lor, el atroz dolor de cabeza que la tenía en un grito vivo. En dos palabras: estaba delante de una meningitis, con toda seguridad tuberculosa. Ustedes saben que muy poco hay que hacer en tales casos. Todo el tratamiento es calmante. No les deseo que oigan jamás los lamentos de un meningítico: es la cosa más angustiosa con su ritmo constante, siempre a igual tono. Acaban por perder toda expresión humana; parecen gritos monótonos de animal.
"Al día siguiente seguía igual. El pobre marido, muchacho impresio¬nable, estaba desesperado. Tenía crisis de llanto silencioso, echado en un si¬llón de hamaca en la pieza contigua. No recuerdo haber llegado nunca sin que saliera a recibirme con los ojos enrojecidos y su pañuelo de medio lu¬to hecho un ovillo en la mano.
"Hubo consulta, junta, todo inútil. El tercer día el dolor de cabeza ce¬só y la enferma cayó en semiestupor. Estaba constantemente vuelta a la pa¬red, las piernas recogidas hasta el pecho y el mentón casi sobre las rodillas. No hacía un movimiento. Respondía brevemente, de mala gana, como de¬seando que la dejáramos en paz de una vez. Por otro lado, todo esto no fal¬ta jamás en un meningítico.
"La noche del cuarto día la enfermedad se precipitó. La fiebre subió con delirio a 40,6 grados, y tras ella la cefalalgia, más terrible que antes, los gritos se hicieron desgarradores. No tuve duda ninguna de que el fin estaba próximo. La crisis de exaltación postrera -cuando las hay- suele durar horas, un día, dos, rara vez más. Mi enferma pasó tres días en esa agonía desesperante, gritando constantemente, sin un solo segundo de tregua, setenta y dos horas así. Y en el silencio de la casa... figúrense el estado del pobre marido. Ni antipirina, ni cloral, nada lo calmaba.
"Por eso, cuando al séptimo día vi que desgraciadamente vivía aún en esa atroz tortura suya y de su marido y de todos, pesé, con las manos sobre la conciencia, antecedentes, síntomas, estado; y después de la más plena convicción de que era un caso absolutamente perdido, reforcé las dosis de cloral, y esa misma tarde murió en paz.
"Y ahora, señora, dígame si todos verían en eso la verdadera compa¬sión de que hablábamos.
Mi madre y hermanas se habían quedado mudas, mirándolo.
-¿Y el marido nunca supo nada? -le preguntó en voz casi baja mi madre.
-¿Para qué? -respondió con tristeza-. No podía tener la seguri¬dad mía de la muerte de su mujer.
-Sí, sin duda... -apoyó fríamente mi familia. Nadie hablaba ya. El doctor se despidió, recomendando cariñosamente a Enriqueta que se cuida¬ra su estómago. Y se fue, sin comprender que de casa nunca más lo volverían a llamar.
EL MONO AHORCADO



Estilicón, un mono mío de antes, tuvo un hijo, cuya vida amargué. Este murió en 1904, y como escribí su historia -por lo menos la de la ca¬tástrofe- el mismo día de haberlo enterrado, la fecha de estas impresiones es, pues, anterior a diciembre de 1904.
Acabo de enterrar a Titán. He hecho abrir un agujero en el fondo del jardín, y allí lo hemos puesto con su soga. Confieso que ese desenla¬ce me ha impresionado fuertemente. Después de una corta vida en paz, mis experiencias extravagantes lo han precipitado en un ensayo del que ya no saldrá.
En resumen, quise hacer hablar a mi mono. He aquí lo que yo pensa¬ba entonces:
La facultad de hablar, en el solo hecho de la pérdida de tiempo, ha nacido de lo superfluo: esto es elemental. Las necesidades absolutas, co¬mer, dormir, no han menester de lenguaje alguno para su justo ejercicio. El buen animal que se adhiere enérgicamente a la vida asienta su razón de ser sobre la tierra, como un grueso y sano árbol, la descomposición de un agua muerta. Una necesidad, exactamente cumplida, es grande ante la madre tierra que no habla nunca. El lenguaje (el pensamiento) no es sino la falla de la acción, o, si se quiere, su perfume. Porque es falla no puede re¬petirse con honor, estableciendo así la diferencia capital entre acción y pensamiento. Una acción puede copiarse, y si la primera fue grande, lo se¬rá también la segunda. En cambio, todos sabemos que decir lo que otros han dicho, denigra en un todo. La acción es siempre propia, cada una tie¬ne valor intrínseco, sin que su igualdad a un millón de acciones idénticas alcance a disminuirla. La intención puede estar detrás de ellas con diver¬sos grados de heroísmo; pero como todas las cosas que se harán, al fin y al cabo han de ser hechas, no vale más en sí una obra fuertemente discutida que la que se hizo de golpe y sin pensar. El hecho, una vez de pie, tiene la sinceridad incontrastable de las cosas, aun de las que conservan por todos los siglos la contextura finamente quebradiza de las que fueron hechas a fuerza de meditación.
En cuanto al lenguaje, los loros, cuervos, estorninos, hablan. Los mo¬nos, no. ¿Por qué? Si se admite que la animalidad del mono es superior a la del loro, podemos admitir también que la facultad de hablar no es pre¬cisamente superior. En el pájaro se corta para reaparecer en el hombre. ¿Por qué en el mono organización casi perfecta- no existe? Esta bizarría me parecía demasiado sutil.
Mucho de esto se me ocurrió una noche en que Titán rompió entre sus manos un bastón que halló debajo del ropero. Me quedé comentan¬do con Luis la fuerza del animal. Luis creía en una falla de la madera; yo, no. Al fin de larga charla, Luis, para convencerse, cogió un palo seme¬jante, y después de gran esfuerzo logró astillarlo. Titán, apelotonado en un rincón, había seguido con ojos inquietos el incidente. Cuando éste concluyó, nos miró profundamente asombrado. ¿Para qué haber perdido tanto tiempo hablando, si al fin y al cabo habíamos de hacer lo mismo que él?
En este terreno puesto, lo preciso para que hablara era sugerirle la idea de lo superfluo. ¿Pero cómo?
La primera experiencia tuvo lugar en el campo, al sur. La llanura rasa y monótona se extendía hasta el fin. Solo en medio del pasto amar¬illo se levantaba un árbol absoluto. Durante un mes fui allá con Titán todas las tardes, haciéndole subir a la copa de aquél. Tan bien aprendió, que corría a treparse sin indicación mía. Una noche hice cor¬tar el árbol al ras del suelo y llevarle lejos: no quedó rastro alguno. A la tarde siguiente fuimos de nuevo e insté a Titán a que subiera al árbol. El animal buscó inquieto por el aire, me miró, volvió los ojos a todos lados, me miró de nuevo y gimió. Insistí veinte veces, instándo¬lo con toda la persuasión que pude a que subiera. Me miraba aturdido, pero no se movía. De vuelta, al llegar a casa, corrió de alegría a treparse al paraíso del patio.
Medité otras cosas más, pero todas las pruebas posibles variaban alre¬dedor de la primera. Inútil debía ser lo que no le servía, y la concepción de esto era justamente lo difícil. Un día rompí un globo de vidrio pendiente de un hilo. Con el mismo palo le dio un segundo golpe, y ahí se detuvo su idea de lo superfluo. La conciencia del globo era absolutamente de ese glo¬bo: otro era un mundo aparte. Una hormiga, perfectamente consciente de la existencia íntima de una hoja, ignora en absoluto la piedra con que tro¬pieza, no existe para ella, aunque exista su impedimento. ¿Cómo llegar a la idea abstracta? Le di haschich a mi hombre, por fin, no ciertamente pa¬ra que hablara, sino para observar un lado por el que pudiera ser cogido. El resultado fue grotesco.
Después de cinco meses de pruebas -algunas tan sutiles, lo con¬fieso, que me daban miedo por mí mismo- hice un ensayo postrero. Sujeté al parral dos fuertes sogas con sendos nudos corredizos; uno era falso. Pasé éste por mi cuello y me dejé caer, los brazos pendientes. Titán hizo lo mismo en el otro lazo, pero presto llevó las manos al cuello y descorrió el nudo. Me miró pensativo desde el suelo, muerto de envidia. Repitió toda la tarde la hazaña, con igual resultado. No se cansaba, como no se cansó en los días sucesivos, afanándose por soportar el dolor. Aunque en los últimos tiempos le noté extraños titubeos en su prodi¬giosa precisión de bestia, todo pasó. Hace de esto un mes, un mes largo. Y esta mañana amaneció ahorcado. Probé el nudo; como corría sin el menor entorpecimiento, tuve la plena convicción de que esa muerte no era casual.
Ignoro si las anteriores experiencias han influido decididamente. Puede tratarse de un esfuerzo de curiosidad -¡a qué grado morboso!- o de una simple ruptura de equilibrio animal torturado seis meses seguidos: la menor angustia humana de vacío en la cabeza lo ha llevado fatalmente a ese desenlace.
Si es así, una vez abandonados los brazos -él conocía el peligro de esa situación- su decisión ha ido derecho a la muerte, cosa que él ha visto y no querido evitar. De cualquier modo, ha debido sufrir mucho; pero la cara no se ha convulsionado, firme y seria por el gran esfuerzo de voluntad para morir. Los ojos se han vuelto completamente para arriba. Su blanca ceguera, bajo el ceño contraído, da al rostro sombrío una expresión estatu¬aria de concentración, y dominado por una serie de ideas confusas, he seguido a su lado y lo he hecho enterrar en el patio, con los brazos tendi¬dos a lo largo del cuerpo.



LA AUSENCIA DE MERCEDES


Hipólito Mercedes, del Ministerio de Hacienda, tenía veintisiete años cuando le aconteció su extraordinaria aventura. Era un muchacho grueso, muy rubio, de ojos irritados y parpadeantes, que usaba lentes porque era miope. Era bastante tímido, sus muslos rechonchos se rozaban hasta la rodilla, como los de las mujeres. Tenía la inteligencia circunscrita, a semejanza de las personas adictas a filosofar, y para colmo se llamaba Mercedes, como una hermana mía.
Era extremadamente pulcro. De modo que no pudo ser más grande la estupefacción de sus compañeros la tarde en que le vieron levantarse de la mesa con un tintero en la mano, vaciarlo en el piso y arrodillarse, frotando concienzudamente las rodillas sobre la tinta. Después volvió a escribir plá¬cidamente. Los oficinistas, sin saber qué pensar, dispusiéronse a gozar el re¬sultado. Indudablemente el pobre Mercedes no se había dado cuenta de lo que había hecho, porque salió en paz, como si en realidad no llevara dos grandes manchas en las rodillas. Al día siguiente hubo quejas, protestas, que agitaron la oficina hasta las dos. Mercedes llegó a proferir palabras bas¬tante groseras, a las que sus compañeros replicaron que cuando se sufre distracciones más bien estúpidas, es inútil acusar a nadie y mucho menos levantarla voz.
Mercedes quedó muy preocupado de sí mismo. Esa tarde salió solo. Al tomar la vereda de Victoria, leyó distraído en los vidrios: Miguel Mihanovich-Líneas a Bahía Blanca... Siguió adelante, deletreando mentalmente: Mi-ha-no-vich... Y al llegar a la última sílaba se acordó, de un modo tan nítido como inesperado, de un par de botines con puntera de bronce que había tenido en Chivilcoy cuando era chico, y que le habían durado siete meses. Entró en un bar, pidió café, llevó la taza a los labios, y al dejarla en el plato se encontró en Callao y Santa Fe. Posiblemente cam¬inaba; pero su sorpresa fue tan grande que quedó parado. Su segunda sor¬presa fue que, al evocar el bar del que acababa de salir, tuvo la impresión de un recuerdo vago, difícil, lejano, de esos que obligan a cerrar los ojos contrayendo el ceño. Era tal su estupefacción que no sabía cómo comenzar a dilucidar eso. Se dirigió a su casa, completamente aturdido. De pronto, con un escalofrío, vio el sol en los balcones: era "más temprano" que cuando había tomado el café. I' con un nuevo chucho, esta vez de frío y espantada confusión, notó que era invierno.
Ahora bien: para un hombre que lleva una taza de café en sus labios en la Plaza de Mayo, en verano, y al dejarla se halla en Santa Fe y Callao, en invierno y con sobretodo, la aventura es abrumadora.
"¡Estoy loco, loco!", se dijo Mercedes, muerto de angustia. "Mamá me dirá lo que ha pasado, si no he hecho alguna locura." Como una persona mojada y enferma, deseaba ardientemente verse de una vez en su casa. Vivía en Soler entre Díaz y Bulnes. En la esquina de Díaz, al levantar la vista, se detuvo de golpe y quedó un momento inmóvil. Apresuró el paso.
-Esa casa no estaba antes. ;Antes!... ¿Cuándo?...
Llegó por fin. Atravesó ligero el patio, entró en el comedor, y una mujer, con una criatura de pecho en los brazos, le preguntó sorprendida, mirando el péndulo:
-¡Oh!, ¿por qué vienes a esta hora? Son apenas las cuatro y media. Mercedes ahogó una exclamación y dio torpemente un paso atrás, cogiendo de nuevo el picaporte.
-Perdón... me he equivocado... ¿No vive aquí mamá... la señora de Mercedes? -se corrigió en seguida.
La joven bromeó.
-No, señor; está ahora en Chivilcoy, en casa del señor Juan Mercedes, hermano del señor Hipólito Mercedes, padre del señor Polito Mercedes servidor de usted -y extendió la criatura hacia Mercedes.
El aturdimiento de éste era mucho mayor que su quebranto. La ex¬presión de su rostro no debía ser normal, porque la joven se acercó a él, mirándolo extrañada:
-¿Qué tienes? Algo te pasa -y le apoyó el revés de la mano en la frente-. Estás helado... ¡Pobre! agregó pasándole el brazo por la cintu¬ra y apretándose a él-. Dale un beso a tu hijo... Pero ¿qué tienes? ¿por qué me miras así?
-N... nada... -murmuró Mercedes, desesperado por no saber qué partido tomar. A pesar de todo, le quedaba suficiente serenidad para no promover una escena ridícula.
-¿Te duele algo?
-N... no.
-¿Y entonces?
-No sé lo que tengo...
Pero la cabeza se le iba, y se empeñaba humildemente en creerse loco ante esos horribles fenómenos, no obstante habérsele ocurrido que si su mujer lo recibía así, no debería estarlo. Para mayor encanto, un chico de dos años entró corriendo a echarse contra su pierna, llamándolo papá. Así es que cuando a los pocos momentos la joven lo dejó solo, huyó desespera¬do en busca de su médico. A sus angustias se agregó una decisiva: en el ves¬tíbulo había un almanaque de pared, y hacía media hora que leía como un estúpido: "1906, 14 de junio de 1906", ¡y él acababa de tomar café el 2 de marzo de 1902!
Contó todo, extraordinariamente abatido. ¿Cómo era eso? ¿Cómo cuatro años?... ¿Su mujer y sus hijos?... El otro, tras el cúmulo de sus preguntas insidiosas de médico, hablóle al fin en términos precisos -no para Mercedes, por cierto- de epilepsia, ausencias de epilepsia. Parece ser que en el momento en que Mercedes iba a dejar la taza de café, ad¬quirió de golpe una como especie de otra personalidad, que se casó, tu¬vo dos hijos y continuó haciendo en un todo lo que hacía siempre Mer-cedes. Hasta que un buen día, en Callao y Santa Fe, volvió bruscamente a ser el primer individuo, reanudando su vida y recuerdos donde los ha¬bía dejado, y sin acordarse en lo más mínimo de lo que había hecho en esos cuatro años.
A instancias del pobre Mercedes, tan desalentado que daba lástima, el médico, buen muchacho en suma, lo acompañó a su casa, explicando a la señora de Mercedes que su esposo había sufrido una leve congestión cere¬bral que habíale hecho olvidar de muchas cosas y confundir las otras, etcétera.
Un momento antes, Mercedes no había dejado de darle a entender, con gran susto de célibe, un posible divorcio si... y se detuvo hipócritamen¬te, recordando con discreto pregusto, como le convenía, el bello rostro de su pasada y futura mujer.
Pero las cosas no deberían haber ido precisamente mal, porque diez días después, cuando su médico le pidió nuevas de su fresco estado, Merce¬des lo miró extremadamente satisfecho, tanto que a la indiscreta sonrisa del otro, concluyó por ponerse colorado.






UNA HISTORIA INMORAL


-Les aseguro que la cosa es verdad, o por lo menos me la juraron. ¿Qué interés iba a tener en contarla? Es grave, sin duda; pero al lado de aquella chica de cuatro años que se clavó tranquilamente un cuchillo de co¬cina en el vientre, porque estaba cansada de vivir, el viejo de mi historia no vale nada.
-¿Eh, qué? ¿Una criatura? -gritó la señora de Canning.
-¡Qué horror! -declamó Elena, volviéndose de golpe-. ¿Dónde fue, dónde?
El joven médico levantó la cabeza, nada sorprendido. Todos lo mira¬mos, pues su presencia era más que específica tratándose de tales cosas.
-¿Usted cree, doctor? -titubeó la madre. El éxito de mi cuento de¬pendía de lo que él dijera. Por ventura se encogió de hombros, con una le¬ve sonrisa:
-¡Es tan natural! -dijo, condescendiendo con nosotros.
-¡Pero cuatro años! -insistió, dolida en el fondo de su alma, la gruesa señora.
-¡Angel de Dios! Y en el vientre, ¡qué horror! ¿Eh, Elena, viste? ¡En el vientre!
-¡Sí, mamá, basta! -clamó aquélla, achuchada, cruzándose el saco sobre el vientre, lleno ya de entrañable frío. Como era muy graciosa, que¬dó muy mona con su gesto de infantil defensa.
Tuve que contar en seguida qué era eso de la criatura. Efectivamen¬te, el caso había pasado meses antes en el Salto Oriental. Se trataba de una criatura que vivía con su abuela en los alrededores. La pequeña era inteligente y callada -demasiado para su edad- Ya la abuela había contado a los vecinos que no le gustaba el excesivo juicio de su nieta: "¡No tiene más que cuatro años! Preferiría tener que pegarle por aloca¬da". Una mañana, mientras comían, la abuela se levantó a ver quién lla¬maba, y cuando volvió halló a su nieta de pie, apretándose las manos so¬bre el vientre. En seguida vio en el suelo el cuchillo de cocina ensangren¬tado. Corrió desesperada, le apartó las manos y los intestinos cayeron. A las ocho del otro día vivía aún, pero no quería hablar. La noche anterior había respondido que estaba cansada de vivir: fue lo único que se pudo obtener de ella. No se había quejado un solo momento. Estaba perfecta¬mente tranquila. No tenía fiebre alguna. A las diez se volvió a la pared y poco después murió.
Esto fue lo que conté.
-Ya ven ustedes -concluí- que la historia es un poco más extra¬vagante que la del viejo. Siento no haber conocido a la chica esa. ¡Qué cu¬riosa madera! Indudablemente si alguna vez hubo en el mundo una perso¬na que creyó estar de más, ésa es mi chiquilina. Se acabó.
-¡Sí, se acabó, ya lo vemos! -me reprendió la madre. Su tierno co¬razón estaba alterado- Y pensar... Y ustedes, doctor, ¡cómo no ven ust¬edes esas cosas!
-¡Qué hacer!...
-¡Pero ustedes saben eso!
-¿Qué cosa?
Lo miró sorprendida, como si no se le hubiera ocurrido que podrían preguntarle qué era justa y concretamente lo que ella pensaba. Al fin ex¬tendió los dos brazos demostrativos:
--¡Pero eso, esa criatura!
-Sí, señora, sabemos eso, pero no podemos impedir que haya cuatro degenerados como esta personita. ¿Se acuerda usted de lo que le conté hoy en la mesa? Es lo mismo. Aquí indudablemente se trata de algo más, quién sabe qué herencia sobrecargada. Sobre todo esa insensibilidad al dolor... en fin, estamos llenos de estas cosas.
Nuestra respetable amiga siguió atentamente la vaga disquisición científica. No entendió una palabra, eso no tiene duda; pero su alma respe¬tuosa de todo lo profundo comprendió a su modo y se hubiera tirado al agua con los ojos cerrados en apoyo de lo que afirmaba el joven y estudio¬so sabio.
Nos callamos un momento. La noche estaba oscura y sobre el agua in¬visible iba marchando el vapor Tritón, con el golpear sordo y precipitado de sus palas. El río picado hamacaba pesadamente el buque. De cuando en cuando, una ola corría desde proa a romperse en las aletas, con un chasqui¬do silbante que estremecía a la borda en que estaba recostada Elena.
Esta se volvió a mí:
-¿No sabe más?
-Nada más; apenas eso.
-Es bastante, ¡ya lo creo! -ratificó la madre-. ¿No es invento su¬yo, verdad? Ah, no me acordaba de que el doctor dijo que eso pasa... Sí, sí, no dé las gracias, podría haberlo inventado. ¡Pobre criatura! ¡Y sin embar¬go, no sé qué! Sufro mucho, y me gusta oír. ¡Hay tantas cosas que una no sabe! Usted conocerá muchos casos, ¿no doctor? -se dirigió a éste-. ¡Pe¬ro no deben poderse oír, sus casos!
-¡No tanto! Algunos sí, bastantes. Pero no veo qué interés pueda te¬ner eso. Para nosotros, todavía, porque estamos dentro de todo... Y aun así... -Se llevó la mano a la barba y se recostó la cabeza en el sillón, en su alta indiferencia mental por nosotros.
-¿Y usted, señor? -se volvió la madre a Broqua.
Este Broqua formaba parte del grupo en que nos habíamos unido des¬de la noche anterior por simples razones de mayor o menor cultura. Para la charla anecdótica y sentimental de todo viaje, no era menester un mutuo aprecio excesivo, y estábamos contentos.
Broqua era un muchacho de cara tosca, que hablaba muy poco. Como parecía carecer de galante malicia y de sentimiento artístico sobre los pai¬sajes aclamados minuto a minuto, había despertado ya vaga idea de ridícu¬lo en madre e hija.
Esa noche antes de salir afuera, Elena había tocado el piano en el sa¬lón. Broqua, que estaba a su lado, no apartó un momento los ojos de las manos de Elena, indiscreción que la tenía muy nerviosa. Tocaba con gusto, pero la insistencia de ese caballero, que muy bien podía ser un maestro, le pareció un poco grosera. Cuando concluyó la felicitamos efusivamente, pe¬ro no quiso continuar. No había quien lo hiciera.
-Y usted señor, ¿no toca el piano? -se volvió a Broqua.
-No, señorita.
-¡Pero sabe música!...
Tampoco, absolutamente nada.
Esta vez Elena lo miró con extrañeza bastante chocante.
-Como miraba tanto lo que yo hacía...
-No, admiraba la agilidad. Me parece muy difícil eso -respondió naturalmente.
Elena y la madre cruzaron una rápida mirada. El joven sabio, a su vez, lo miró sorprendido. De esa ingenuidad a la zoncera no había más que un paso, y el médico, en comienzo de flirt con Elena, cambió con madre e hi¬ja una sonrisa de festiva solidaridad sobre el sujeto. Elena hizo una escala corriendo el busto sobre las teclas y se levantó. Como no hacía frío fuimos a popa.
Al sentirse interpelado sobre las historias, Broqua respondió: Sí, señora, sé una, pero es un poco fuerte.
Otra vez cruzó el terceto una fugitiva mirada entre sí. Elena, no obs¬tante, al oír un poco fuerte, creyó deber ponerse en seguida seria.
-Muchas gracias, señor -respondió desdeñosamente la madre, vol¬viendo apenas la cabeza a Broqua.
-No, se puede oír, solamente que el asunto no es común y asusta un poco.
-Veamos, señor: ¿se puede oír o no?
-Creo que sí, por lo menos una señora.
¿Qué curiosidad no se despierta? Apenas entablado el diálogo, Elena se había apresurado a charlar con el médico, como para establecer bien cla¬ro que ella no podía oír lo que tampoco debía.
-¡Elena!
-¿Mamá? -se volvió aquélla, muy extrañada.
-Tráeme la peineta grande del neceser, a la izquierda. El viento me ha despeinado horriblemente. ¡No revuelvas, por Dios!
Posiblemente Elena tuvo deseos de hallar un poco tardía la necesidad de la peineta; pero al verse observada por la mirada curiosa de Broqua y de mí, se resignó a no oír aquello, virginalmente ajena al motivo de su destierro.
Broqua la siguió con los ojos. Cuando desapareció comenzó: -La historia es corta y sobre todo rara. Tal vez...
-Que no sea de criaturas, señor -interrumpió la señora- porque me aflijo mucho. No sé qué me da verlas sufrir así. No lo puedo remediar, siento una compasión que lloraría. A mi edad, ¿verdad...? Y es así. La vez pasada oí contar que un hombre de la vía del tren -guardabarreras, no sé...- había dejado que el tren destrozara a su hija que estaba jugando so¬bre la vía, para evitar una catástrofe. No tenía más que mover un poquito la barra de cambiar, ¡y el tren hubiera tomado otro camino chocando con otro! Dejar matar a su propia hija, ¡qué horror! Estuve dos días pensando en eso. ¡Qué abnegación, mi Dios! ¡No puedo, absolutamente, no puedo! ¿El suyo es así?
-No, señora, es muy distinto. En dos palabras: cuando yo era médi¬co de una sociedad...
Hubiera sido imposible que siguiera. La señora abrió desmesurada¬mente los ojos:
-¿Pero usted es médico, señor?
-Sí, señora.
-Pero no sabíamos -repuso, mirándonos al joven psicólogo y a mí en su apoyo.
-Es lo mismo     respondió Broqua, mirándola a su vez con una son¬risa que hubiera sido de la más ridícula ironía, si no fuera de la más indi¬ferente naturalidad.
Su eminente colega le lanzó una fría y rápida mirada escudriñadora. Entonces intervine.
-Ahora cambia de aspecto, señora. Por arriesgado que sea el caso, tendrá forzosamente otro carácter por ser un médico quien lo cuenta y lo podría oír hasta una criatura. Usted sabe bien que en las grandes ciudades las señoras van a los institutos científicos a escuchar cosas que no oirían en otra parte, sin gritar. La ciencia, señora. Tal vez sería bueno el llamar a la señorita Elena... agregué con la más hipócrita gravedad que pude, mi¬rando hacia los corredores.
No se incomode, señor -me cortó seca y dignamente-. Yo pue¬do oír porque soy vieja ya... sí, señor, ¡vieja! y desgraciadamente la experienda nos hace ver cosas más crueles que las que podría contar el señor... el doctor. Es cierto, ¡vemos muchas cosas horribles, pero nos enseñan a compadecer a los desgraciados de esta vida y a tolerar tantas cosas!
Era, sin duda, un gran corazón la gruesa dama. Elena no volvía, lo que probaba su también vieja experiencia de esos destierros. Como ya estába¬mos en paz, Broqua reanudó su relato:
-Cuando yo era médico de una sociedad, aquélla me mandó una vez al consultorio una mujer humilde, joven aún, pero muy quebrantada. Al cabo de dos minutos perdidos en evasivas por su temor de tocar el tema, me contó que tenía un hijo que sufría de una enfermedad extraña. Paso por encima de su manera de decir; no quería precisar nada. Instada por mí, su¬pe al fin que su hijo, de veinte años, odiaba a las mujeres, pero se desvivía por los vestidos. Desde chico era así. Parece que a los nueve años estuvo co¬locado en un taller de modistas y allí comenzó su perversión. Tampoco ha¬bía sido nunca un muchacho viril, sino todo lo contrario. Tenía una colec¬ción de muñecas que vestía y desvestía. El mismo se vestía de mujer. Re¬cortaba las siluetas femeninas que veía en los diarios y se quedaba horas perdidas mirándolas. A las mujeres las odiaba: le daban asco, es la palabra. Economizaba todo lo que podía para comprar trajes de mujeres delgadas, bien cortados. Si el dinero no le alcanzaba, compraba sólo una pollera. Se acostaba con ellos, y demás está decir las emociones que sentiría. Comple¬tamente, señora.
"La madre no sabía qué hacer. Era una pobre mujer tímida, que había sido muy desgraciada con su marido. Lo que le espantaba más en su hijo era que su padre había sido lo mismo. Muy joven aún, y llevando una vida sobrado libre, había sido solicitada para que tratara de que el desgraciado ser en cuestión, después su marido, cobrara gusto con ella a los placeres rea¬les del amor; así cambiaría. Efectivamente, eso pasó, y la pobre muchacha concluyó por enamorarse y se casaron. Al principio todo fue bien; pero a los pocos años volvió a su manía, complicada con accesos de idiotez y fu¬rias terribles. No había día en que no la pateara. Este calvario duró un año, al cabo del cual quedó loco.
"La pobre mujer, que había llevado Dios sabe qué vida con su mari¬do, se desesperó cuando notó que en su hijo se reproducían las mismas co¬sas del padre. Hasta la adolescencia tuvo esperanzas, pero se resignó a per¬derlas. Ya no sabía qué hacer.
"Le aconsejé lo único posible: que su hijo tuviera relaciones con mu¬jeres. Movió un rato la cabeza, triste y desconsolada.
-Ya lo pensé -me respondió- pero no quiere...
"Como yo insistiera, me contó -y esto es lo que yo llamo abnega¬ción, señora, grandeza y comprensión del amor más grande que todas las honradeces-, me contó que una noche, desesperada de angustia al ver que
su hijo acababa de tener el primer ataque de idiotez, se esforzó en que aquél se olvidara de que ella era su madre. Más bien, hizo todo lo posible. Un momento, señora. La pobre mujer no se daba cuenta de toda la sobrehuma¬na compasión que significaba eso. Estaba muerta de dolor, y no quería por nada que su hijo fuera lo que había sido su padre. Otro momento, señora, y acabo. Tampoco había sutilizado su acción, ni había gestos de sacrificio. Estaba ahogada de ternura y lástima por su pobre hijo, y no había visto na¬da más. Esto es todo.
Nuestra respetable amiga, que durante la historia de Broqua había intentado varias veces interrumpirlo, resignóse al fin a oír todo, ofrecién¬dose a sí misma, hinchando el cuello indignado, el sacrificio de su dig¬nidad. Al concluir Broqua, se levantó lentamente y lo midió de arriba a abajo.
-¡Pero eso es inmundo! -explotó con un asco que salía del fondo de su gordo corazón.
-Eso es exactamente lo que dijeron las señoras de la Beneficencia, cuando supieron el caso -observó Broqua inclinándose-. Perdóneme, se¬ñora. Comprendo muy bien que le cause mala impresión, pero ya ve que hubiera sido imposible que la señorita Elena oyera esto.
La dama dio vuelta la cabeza a medias y lo midió de arriba abajo es¬ta vez:
-¡No faltaba más, señor!... -Y se fue, con el busto dignamente ar¬queado adelante.
El eminente psicólogo continuó con nosotros media hora aún, sin ha¬blar palabra. Tuvo veleidades de decir algo, sin duda, en defensa de sus amigas ofendidas; pero el manifiesto espíritu agresivo de Broqua, al contar esa historia, contuvo su gentil paladinismo, indigno, además -por las vio¬lencias posibles- de un cerebro superior. Se fue y quedamos solos hasta la una de la mañana. Broqua se consideraba suficientemente vengado y esta¬ba tranquilo. Indudablemente, se dejó llevar un poco y yo también. Pero, ¡qué diablos!...
A la mañana siguiente, muy temprano, desembarcaron madre e hija. Broqua y yo estábamos recostados de codos en la borda, tomando el sol. La madre nos vio en seguida, pero apretó los labios, con un rápido tirón a la manga de Elena para que evitara vernos. No obstante, al alejarse por fin por el muelle, Elena dirigió a Broqua una fugitiva mirada de curiosidad. Me pareció por su expresión -Dios me perdone- que le habían contado la historia.




RECUERDOS DE UN SAPO


Es curioso como los espíritus avanzados encarnan, en cierta época de su vida, la modalidad común de ser, contra la cual han de luchar luego. Ge¬neralmente aquello ocurre en los primeros años, y la página que sigue no es sino su confirmación.
Quien la escribe y me la envía, M. G., figura entre los más firmes precipitadores de la revolución social y es, preciso es creerlo, tan exalta¬do como sincero. Contados por él, no dejan de tener sabor picante estos recuerdos.
Aquel día fue una fiesta continua. Las lecciones de la mañana se die¬ron mal, la mitad por culpa nuestra, la otra mitad por la impaciencia tole¬rante de los profesores, deseosos a su vez de huir por toda una tarde del co¬legio.
Ese inesperado medio día de asueto tenía por motivo el advenimien¬to de la primavera, nada más. La tarde anterior, el director, que nos daba clase de moral, nos había dirigido un pequeño discurso sobre la estación que entraba, " la dulce naturaleza que muere y renace con más bríos, los sentimientos de compasión que hacen del hombre un ser superior". Ha¬blaba despacio, mirando fija y atentamente como para no olvidar una pa¬labra de su discurso aprendido de memoria. Lo que no recuerdo bien es la hilación que dio a la primavera y la compasión humana. De todos mo¬dos, el día siguiente, 23 de setiembre, nuestro 2° año debía ir al jardín Botánico.
Fuimos. El día era maravilloso. Como no hacía viento, la temperatu¬ra casi estival parecía más densa. Avanzábamos bulliciosamente por los sen¬deros, mirando a todos lados. Cuando el director se detenía ante alguna planta extraña, lo rodeábamos y clasificábamos hojas y flores sin ton ni son. A pesar de ese nuestro servilismo de estudiantes en pupilaje, que nos lle¬naba la boca de la más embrutecedora vanidad de erudición para adular al director, no dejábamos de saludar con caliente emoción muchas plantas realmente útiles: las pitas, de hojas concéntricas y cónicas con espolón ne¬gro, cuyas últimas vainas de color crema sirven, ya para hacer barcas, ya co¬mo arma ofensiva contra toda lagartija del camino; los paraísos, cuyas ra¬mas arden con mucho humo, indispensables para bien sacar camoatíes; los membrillos, afilados en varas recias y delgadas que azotan a maravilla el anca de los petizos; los laureles, sagrados por sus horquetas para hondas; los
damascos, que secretan goma interesante al gusto, al revés de la del euca¬lipto, que es picante; los talas, gracias a cuyos bastones irrompibles los la¬gartos y víboras viven más bien mal, sobre todo si se tiene cuidado de es¬coger una rama encorvada, de modo que se pueda golpear de plano sin aga¬charse mucho.
Todo esto veíamos. El director estaba muy alegre, y para mayor go¬ce nuestro, no se acordaba casi de sus eternos y aburridores discursos de clase sobre moral: "ser bueno, es ser justo; todo proviene de ahí... cuanto más humilde es el objeto de nuestra compasión, tanto más noble es és¬ta...", etcétera.
Aunque no entendíamos poco ni mucho tales aforismos, creíamos en la suprema virtud de nuestro director. Hubiéramonos llenado del más es¬pantable asombro si nos hubieran dicho que quien así apostolizaba a dia¬rio, podía no ejecutar precisamente lo que decía: de tal modo en las criatu¬ras son inseparables los conceptos de prédica y ejemplo.
Entre tanto, habíamos recorrido el jardín en todo y contra sentido. Ya era las cuatro y media y debíamos volver. Nos encontrábamos, pues, hacia el portón, cuando al inclinarme sobre un "viburnum prunifollium" (¡cómo recuerdo el nombre!) vi en su sombra húmeda, sentado gravemente junto a un terrón, un sapo, un sencillo sapo que se mantenía quieto ante el rui¬do. Lo empujé con el pie y el animal rodó; distinguí un momento su vien¬tre blanco amarillento y en seguida se dio vuelta, quedando inmóvil en tres cuartos de perfil a mí. Mis compañeros llegaron. Ante nuevos pies amena¬zantes, el animal dio dos saltitos y se detuvo de nuevo. Posiblemente hu¬biera pasado en un instante a una vida mucho menos accidentada, si el di¬rector, al acercarse y ver el buen animal jardinero, no hubiera tenido una idea maravillosa.
-¡Déjenlo, déjenlo -nos gritó alegremente, conteniéndonos con ambos brazos abiertos-, traigan dos ramas!
Sin comprender aún, nos desbandamos y volvimos presto con lo pe¬dido. El director dobló una de aquéllas hasta que sus extremidades se to¬caron y, manteniéndolas así, colocó sobre esa angarilla al sapo, mientras, con la otra rama le oprimía el lomo. Entonces se irguió, mirándonos con los ojos brillantes de malicia:
-Lo vamos a poner en la vía del tramway -nos dijo articulando despa¬cio, para dar más sugestión a la ingeniosísima idea. Es de suponerse los feste¬jos que ésta mereció. Aun el menos imaginativo de nosotros vio en un momen¬to el maravilloso aplastamiento. ¡Qué aplastamiento! ¡Qué modo de aplastar¬lo! En nuestro entusiasmo no buscábamos comparación alguna, porque com¬prendíamos confusamente que nada había a qué equiparar esa trituración.
-No va a caber ni un dedo entre la rueda y é1 -se atrevió tímida¬mente uno de los menores. Nos reímos en su cara.
-¡Ni un dedo!... -replicó otro mirando despreciativamente a la cria¬tura, ya avergonzada-. ¡Ni una araña! ¡Ni una víbora por chica que sea! Todos lo apoyamos calurosamente con la mirada. Eso de "la víbora por chica que sea", nos pareció sobre todo muy bello y justo.
En seguida nos encaminamos en triunfo a la calle. Yo, particularmen¬te, estaba excitadísimo. A mi lado marchaba un chico de mi edad, delga¬do y pálido, que vestía siempre de terciopelo castaño, pantalón de bomba¬cha sujeto sobre las rodillas huesosas, y un gran cuello blanco que le llega¬ba hasta los hombros. Decíamos de él que era un marica: ya se sabe el de¬samor a los juegos enérgicos y la dulzura femenina que caracterizan a las criaturas a quienes se califica así.
-¡Qué gusto, matar al sapo! -me dijo con su clara voz-. ¿A ti te gusta?
-¿A mí? le respondí fogosamente, desafiándolo-. ¡Tres mil sapos mataría! ¡Cuatro mil sapos! ¡Cinco mil sapos mataría!
-A mí no me gusta -repuso, sintiendo en el fondo no ser como no¬sotros-. Es un animal inofensivo.
-¿Y si te hubiera mordido?
-¡Pero si no muerden!
-¡Oh, no seas idiota! ¡Cómo se te quedan las lecciones de moral! -Y lo dejé para ir adelante.
En un momento el sapo estuvo colocado sobre la vía, y pronto para proporcionarnos la más dulce emoción. Hablábamos todos a la vez. El di¬rector alentaba el entusiasmo.
¡Ahora van a ver! -nos decía, conteniendo siempre nuestra impe¬tuosidad con sus brazos-. ¡Ahora verán cuando pase el tramway! ¡Espe¬ren, esperen, todos van a ver!
Gozaba más que todos nosotros, ya que él había tenido la idea. El ani¬malito se mantenía mal sobre el riel, relevado en aquellos días; resbalaba a cada instante una pata. Miraba atentamente con sus ojos saltones, sin com¬prender nada.
Un coche se desprendió por fin de la estación, comenzó a crecer y en un momento estuvo sobre nosotros. El motorman, inquieto de lejos al ver los muchachos alineados sobre la vía, se serenó al aproximarse y ver nuestra atención de lo que se trataba. Sin embargo, la posibilidad de haber tenido que detener el coche hizo que continuara el naciente malhumor, y al ver un hombre de barba dirigiendo escrupulosamente la matanza de un sapo, gritó al pasar:
-¡Qué valiente!
No cabe duda de que el buen motorman no había visto nunca por ese la-do el acto de matar un sapo: una cobardía; pero es creíble que el contraste en¬tre el grupo triunfante y el pobre animal le sugirió esa expresión que no sentía.
El coche iba ya lejos. El director, que había oído bien, lo siguió con los ojos, más sorprendido que otra cosa. Al fin se volvió a nosotros, tomán¬donos de testigos:
-¡Qué imbécil! ¿Oyeron lo que dijo?
A todos nos pareció también una imbecilidad.
-¡Qué estúpido! -se volvió a acordar al rato, camino del colegio. En verdad, ninguno recordaba más el sapo. Pero poco a poco comen¬zó a inquietarme vaga vergüenza. Lo que el motorman no había sentido al calificar nuestra hazaña, lo sentía yo ahora. Posiblemente mi ruda suscep¬tibilidad de muchacho criado en el campo entraba no poco en esto. Veía planteada así la gracia: un hombre y veinticuatro muchachos martirizando a un animal indefenso. Si el animal hubiera sido más grande -pensaba¬más fuerte, más malo, si "hubiera podido defenderse", en una palabra, el director nunca se hubiera atrevido a hacer eso. En mi condición de mucha¬cho primitivo, y por lo tanto cazador, yo había visto siempre un enemigo de mi especie en todo animal huraño, en especial en los que corren ligero. Había muerto no pocos sapos indefensos, cierto es; pero si en aquellos mo¬mentos hubiera oído decir a alguien: "es fácil matarlo porque no puede de¬fenderse", en seguida hubiera dejado caer la piedra. No habría precisado mayores razones de humanidad, que por otra parte no hubiera comprendi¬do; yo era un cobarde al hacer eso, y me bastaba. Pensando esto surgió ní¬tido entonces el recuerdo de un apereá al que rompí el muslo de una pe¬drada, una tarde después de muchas de acecho en que no pude tenerlo a ti-ro. El animalito quedó tendido, gimiendo. Al verlo así, toda mi animosi¬dad desapareció y lo levanté en los brazos, sosteniéndolo contra el pecho, arrepentido hasta el nudo en la garganta de mi hazaña. Mi "único" deseo -pasión- mientras lo vi quejarse dulcemente, boqueando y sin tratar ni remotamente de morderme, fue que no muriera, para cuidarlo y quererlo siempre. Pero al rato murió.
Este recuerdo acerbaba la impresión del pobre sapo -sentíame lleno de póstumo amor por él- cobardemente muerto entre veinticin¬co personas que habrían disparado si el mísero animal hubiera podido hacer la más leve resistencia. Mi indignación no iba hasta el director, porque me ensañaba valerosamente con mi propia humillación. Y cuan¬to más rabia sentía contra mí mismo, más la sentía por el muchacho de rodillas al aire, pues comprendía que él tenía razón al exponerme la inu¬tilidad de nuestra gracia, y yo no quería concederle eso. Si hubiera ha¬bido otro sapo lo habría deshecho a patadas, para probarle que yo no era capaz de sentir ridícula compasión de un sapo. Me acerqué a él perver¬samente.
-¡Eh! -le dije, refiriéndome al de la vía-. ¡Reventó! ¡Ojalá hubie¬ra otros!
Sin embargo, a la tarde sucedió la noche con nuevas impresiones, y aun aquélla había sido demasiado aguda y precoz para que durara. No me acordaba del sapo sino a ratos perdidos, y más que todo porque pensaba contarle la aventura a papá, para que viera qué clases de moral práctica nos daba el director. En el fondo, lo que yo buscaba eran los aplausos de papá por mis sentimientos generosos.




LA VIDA INTENSA



Cuando julio Shaw creyó haber llegado a odiar definitivamente la vi¬da de ciudad, decidióse a ir al campo, mas casado. Como no tenía aún no¬via, la empresa era arriesgada, dado que el 98 por ciento de mujercitas, ad¬mirables en todo sentido en Buenos Aires, fracasarían lamentablemente en el bosque. La vida de allá, seductora cuando se la precipita sin perspectiva en una noche de entusiasta charla urbana, quiebra en dos días a una muñe¬ca de garden party. La poesía de la vida libre es mucho más ejecutiva que contemplativa, y en los crepúsculos suele haber lluvias tristísima, y mos¬quitos, claro está.
Shaw halló al fin lo que pretendía, en una personita de dieciocho años, bucles de oro, sana y con briosa energía de muchacha enamorada. Creyó de¬ber suyo iniciar a su novia en todos los quebrantos de la escapatoria: la so¬ledad, el aburrimiento, el calor, las víboras. Ella lo escuchaba, los ojos hú¬medos de entusiasmo -"¡Qué es eso, mi amor, a tu lado!"-. Shaw creía lo mismo, porque en el fondo sus advertencias de peligro no eran sino prue¬bas de más calurosa esperanza de éxito.
Durante seis meses anticipóse ella tal suma de felicidad en proyectos de lo que harían cuando estuvieran allá, que ya lo sabía todo, desde la ho¬ra y minutos justos en que él dejaría su trabajo, hasta el número de pollitos que habría a los cuatro meses, a los cinco y a los seis. Esto incumbiría a ella, por cierto, y la aritmética femenina hacía al respecto cálculos desconcertan¬tes que él aceptaba siempre sin pestañear.
Casáronse y se fueron a una colonia de Hohenlau, en el Paraguay. Shaw, que ya conocía aquello, había comprado algunos lotes sobre el Capi¬bary. La región es admirable; el arroyo helado, la habitual falta de viento, el sol y los perfumes crepusculares, fustigaron la alegría del joven matri¬monio.
En tres días organizó ella la vida. Shaw trabajaría en la chacra, en el monte o en casa; no era posible precisar más. Ella, en cambio, tenía horas fijas. Temprano, administraría las gallinas -como decía Shaw- y cuida¬ría de los almácigos. A las seis, vigilaría muy bien el ordeñamiento de las vacas. A las siete, tomarían café con leche. A las ocho, etcétera.
Así se hizo. La preocupación de su trabajo y de los peones dio natu¬ralmente más seriedad al carácter de Shaw. Pero ella, al mes, conservaba aún su embriaguez febril, loca de entusiasmo por su nueva vida. "Dema¬siada fiebre" amonestábala él, entre dos risas y más besos. En efecto, no ha¬bía querido llevar piano ni siquiera gramófono, dado que esas eran horri¬bles cosas de ciudad, y ella deseaba olvidarse de todo, para ser más digna de su nueva existencia, franca, sencilla e intensa. Pero su intensidad fue completa.
Una noche, Shaw escribía una carta, cuando creyó oír afuera cautelo¬sas pisadas de caballo. El tiempo estaba tormentoso y en silencio. Ambos levantaron la cabeza y se miraron.
-¿Qué será? -preguntó ella con voz baja y un poco ansiosa, pronta ya a ir a su lado.
-No sé; parecen pasos de caballo.
Prestó oído, en vano. Volvió de nuevo al papel, pero adivinando que ella había quedado intranquila, fue a la pieza contigua y abrió la ventana, asomándose. La noche estaba muy oscura y calurosa. Apoyó las manos en el marco y esperó un momento. Estando así, sintió que sobre sus pies caía algo desmenuzado, como arena. Movió el pie, constatando que efectiva¬mente era eso. "De la argamasa" pensó. Como no oía nada, cerró la venta¬na, y, al volverse, vio sobre el piso, en el agudo triángulo de la luz que de¬jaba pasar la puerta entornada, una serpiente negra que se deslizaba hacia el cuarto en que estaba su mujer. Shaw comprendió por qué había caído la arena al paso del reptil sobre el marco y entre sus manos. Sabía también que mientras no se le hostigara, el animal no atacaría. Pero pensó también, con un nudo en la garganta, que su mujer podría no verla y pisarla.
-¡Inés! -la llamó en voz ni alta ni baja. ¿Qué hay? -oyó.
-Oyeme bien     añadió lentamente y en calma-. No te muevas. No tengas miedo. Oyeme bien. Pero no te muevas por nada. Ha entrado una víbora... ¡No te muevas, por Dios!
Un grito de espanto le había respondido.
-¡Julio, julio!
-¡No corras, no corras! -gritó él a su vez, precipitándose sobre la puerta.
-¡Julio!... -oyó aún. Y en seguida su alarido. Se lanzó a él, lívida de terror.
-¡Me picó aquí! ¡Ay, no quiero morir! ¡Julio, no quiero morir!
-¿Dónde? -rugió Shaw, más lívido que ella.
-¡Aquí, en la mano!... Tropecé... ¡Ay, me duele, me duele mucho! ¡Julio, mi julio, te quiero!...
Shaw se desprendió un segundo y aplastó de un silletazo a la ser¬piente, presta a un nuevo ataque. Ligó enérgicamente la muñeca y hen¬dió con su cortaplumas, hasta el fondo, los dos puntos que habían deja¬do los colmillos, de que corrían dos hilitos negros. Al ver saltar la san¬gre, la joven dio un nuevo grito, tratando desesperadamente de despren¬der la mano. Pero Shaw resistió e hizo correr con todas sus fuerzas la san¬gre hacia la herida.
-¡Me duele, julio, me duele mucho!... ¡No quiero morir! ¡No, no quiero morir! -gritaba desesperada, alzando cada vez más la voz. Shaw co¬rrió y llenó como pudo de permanganato la jeringa. Pero ella, al ver la agu¬ja, logró arrancar esta vez su mano.
-¡Inés, por favor! -clamó Shaw rudamente, esforzándose en reco¬brarla.
-¡No, no! -se debatía ella-. ¡No quiero más! Ay, no sé... ¡Me aho¬go! ¡Ay, julio, me ahogo!...
Shaw vio su instantánea palidez, y los dos hilitos de sangre lenta y ne¬gra surgieron fúnebres. "Ha picado en una vena... se muere", se dijo aterra¬do. Su pensamiento se retrató, a pesar suyo, de tal modo en sus ojos, que ella comprendió.
-¡Inés, mi vida!
-¡No, no quiero morir, no quiero morir! -gritó enloquecida, aho¬gándose.
-¡Inés, mi Inés querida! --se le quebró la voz en un sollozo. Pero ella lo rechazó, lanzándole de reojo una mirada dura.
-¡Tú tienes la culpa! Me has traído aquí... Yo no quería morir... ¡Me has dejado morir!...
Shaw sintió que algo de su propia conciencia vital se quebraba para siempre, al revivir en un segundo los siete meses en que ella lo había mi¬rado con los ojos húmedos de fe y de confianza en él.
-¡Me muero por tu culpa!... ¡Me has traído a morir aquí!... ¡Mamá!... Shaw hundió la cara en la colcha.
-Perdóname -le dijo.
No... yo no quería venir... -Se asfixiaba, jadeando con voz ronca, de hombre casi.- Me has matado... ¡mamá!... ¡mamá!...
Un instante después moría. Shaw quedó largo rato sin moverse en el cuarto en silencio. Al fin salió, dio órdenes a los peones que con los gritos se habían levantado y vagaban curiosos por el patio, y se sentó afuera con¬tra la paree], en un cajón de kerosene, bebiendo hasta las heces su triunfo de vida intensa.




LOGICA AL REVES



A fines de 1894, Alberto Durero y yo trabamos relación íntima y es¬pecial. Llámola especial, porque ella nació de circunstancias puramente fi¬losóficas, gracias al empeño de un tercero en concordia que puso uno en¬frente de otro dos fogosos espíritus, como eran los nuestros por aquel bello entonces. Dimos en hablar de todo y para todo, sacando al fin consecuen¬cias no comunes de nuestras charlas. En tierras ideológicas, sobre todo, tan bien carpimos la mala hierba, tal acrobacia nos aligeró el ánimo, que estu¬vimos a un paso de dar con nuestra razón en el vacío, en fuerza de sondar abismos a que Dios ha puesto intraspasable cancel. Recuerdo que, entre otras cosas, nos preocupaba establecer la cabal diferencia que existe entre lo que es y lo que puede ser. La negación de lo último está compensada por el desborde de evidencia que es lo primero. Una verdad bien establecida - la más nimia- lleva en sí la sustancia de varias existencias, una de las cua¬les, por lo menos pertenece a cosas que pueden ser. Decíamos también, re¬cordando la insinuación de los rayos X, qué distancia de tiempo y espacio separa las alucinaciones, de los cuerpos invisibles cuya sombra luminosa se proyecta en nuestro cuarto. Y para todo esto nos recostábamos como en un muro en aquel principio de que basta que el cerebro autorice una idea, la más bizarra, para que ella pueda ser no verdad, pues su sola posibilidad lo prueba- sino evidente en el orden visual. Lo principal estaba hallado; la dificultad residía en conocer el grado de interés que hay en cada cosa, y que nosotros, so pena de caer en lamentables errores, debíamos encontrar.
Nuestros golpes más decididos eran para la Lógica. Estábamos conven¬cidos de que si aún no hemos tenido un avance verdaderamente superior, ello se debe a haber querido regir el mundo por aquélla. Únicamente por eso la Medicina ha tartamudeado hasta hoy, administrando con espantable lógica ácido clorhídrico cuando éste falta en el estómago, o purísimo fosfato de cal cuando nuestro cuerpo ha menester de él. La terapéutica por lógica ha mata¬do o dejado morir a la Humanidad hasta hoy. La misma obcecación del pre¬cedente -léase lógica- hunde a la cairelesca Psiquiatría en un abismo más grande que su propia clasificación, y aun la más convincente probabilidad de que la Tierra gire alrededor del Sol -lógica de tamaño- es la misma que otorgaría infalible y fatalmente más inteligencia al elefante que al hombre.
La vieja inconsecuencia del nogal y el zapallo consagra de sobra los tras¬piés que hemos dado y daremos aún: si a un millón de cerebros perfectamen¬te lógicos se propusiera deducir el tamaño de los frutos, del de los árboles,
todos, absolutamente todos errarían. Este ejemplo no tiene de infantil sino su evidencia. Supóngase ahora qué cantidad de fracasos de lógica han sido precisos para hacernos meditar antes de dejarnos conducir por ella con los ojos cerrados. Y a pesar de todo persiste indesarraigable en los exclusivismos de todo orden      científico, artístico, moral- que son su más bella obra.
Así pensábamos, y nuestro ensañamiento duró bastante tiempo. Lue¬go, en un tercer período, la sorprendente Evolución nos mortificó bastan¬te, pues habíamos llegado a no saber qué éramos nosotros mismos. Decía¬mos que el ratón tiene una idea altamente equivocada para el hombre de lo que es el queso, el piso, la oscuridad, el ruido, y en total, el mundo verdadero. El caballo, más inteligente, concibe mejor las cosas.
El perro avanza aún; el mono da un paso más; el elefante llega al lími¬te de las inteligencias mudas, y así de especie en especie, va ascendiendo en la animalidad la justa noción de las cosas, hasta llegar al hombre, que sabe bien qué es un ratón, un caballo, un perro, un mono, un elefante y todo lo que es inteligible. Tenemos conciencia completa de que una piedra es una piedra, y una hoja de papel es una hoja de papel. Pero lo lamentable es que nuestra especie no es el último y definitivo escalón de los seres. La incontras¬table evolución creará nuevas formas superiores al hombre, y nuestra segu¬ridad de que un tenedor no es nada más que un tenedor, será para la futura especie superior tan irracional y bizarra como la que tiene el gato del rayo.
De modo que no nos atrevíamos verdaderamente a decir: esto está he¬cho de madera; ahí va un caballo; cuando llueve cae agua. ¿Sería verdad? Llegamos a hacer una tabla comparativa, en que establecimos la concepción de las cosas de cada especie, de algunas, por cierto. Trabajamos una noche entera en ella. Recuerdo el orden:


TABLA DE LA CONCEPCION DE LAS COSAS

Pulga ...................................
(Concepción de la pulga)
Mosca ..................................
Loro ...................................
Comadreja ..............................
Foca ...................................
Caballo .................................
Perro ..................................
Mono ..................................
Elefante ................................
Hombre ................................
(Nueva especie) ...........................
(Otra aún)         ...............................
Etcétera ................................



¿Qué pensar, en definitiva? Luego, en un tercer período, habíamos vuelto de nuevo a la Lógica, cuando un incidente vino a rebelarnos por completo.
El 97 habíamos conocido a Emilio Balzani. Nos encantó su portento¬sa agilidad mental, pues era mucho menor que nosotros. Para la edad nues¬tra -dieciocho- dos años menos suponían fuerte diferencia. Entre los tres no formábamos sino uno, menos teológicamente que la otra trinidad pero con mucha más alegría.
Una noche en que caminábamos Durero y yo, nos llegó de golpe la noticia: un carruaje había atropellado frente a casa a Balzani, y estaba por morir. Volvimos como locos. Lo hallamos tendido de espaldas en mi cama, horriblemente pálido. Al sentirnos abrió los ojos y nos miró sin hablar. Du¬rero recorrió con la vista su semblante, las toallas empapadas en sangre, y le preguntó sin ninguna entonación:
-¿Cómo te encuentras?
-Ya ves; he perdido toda mi sangre. Tómame el pulso, si quieres -Durero lo pulsó, e hizo una mueca, recorriendo la pared con los ojos. -Son locuras tuyas. ¿Qué sientes? -insistió con la misma voz reseca. Balzani lo miró con inteligente reproche.
-Auscúltame... pero estás seguro de que nadie puede vivir en estas condiciones. No me queda una sola gota de sangre. Y sin embargo -aña¬dió dirigiéndose a mí-: ¡qué imposible!
¡Ay! No impunemente se estudia medicina. Durero, a pesar de la for¬midable evidencia del prodigio, buscó desesperadamente en su memoria: lle¬vóse la mano a la frente y la arrastró a través del pelo. ¡Se acabó! Pero pasa¬do el momento de certidumbre secular de la muerte, acerca de las personas que van a morir, nos miramos Durero y yo llenos de estupor. La vida lógica nos agarraba de tal modo, a pesar de nuestras viejas bravatas, que deseába¬mos que eso no fuera verdad: teníamos miedo planetario de ver nuestras le¬yes quebradas, por amor eterno, profundo e indesarraigable a lo normal.
Balzani continuaba de espaldas, blanco como la sábana tendida hasta el mentón. Un momento después había pasado nuestra estupefacción. No dejábamos de mirarlo, sentados a su lado.
-¿Qué sientes?
-Nada, un poco de cansancio. ¿Quién nos diría, verdad?
Era nuestra idea fija. ¿Cómo podía ser eso? Durero lo auscultó de nue¬vo. Aunque siempre sacudidos de agitación, sentíamonos entusiasmados. ¡Así era a nosotros, a nosotros, que nos tocaba ese milagro! Ni una vez se nos ocurrió que esa sobrevida de Balzani pudiera ser condición esencial su¬ya. La atribuíamos sinceramente a nosotros tres, elegidos, no sé cómo, pa¬ra gloria de nuestro orgullo.
Hablen -nos dijo Balzani, volviendo apenas los ojos. Quisimos decir algo, pero no teníamos una sola idea. Habíamos perdido todo afán de sutileza, y no creíamos absolutamente en las ideas, ni nada tenía que ver con el prodigio impuesto como algo muy superior a nuestros juegos malabares.
De pronto Balzani cerró los ojos.
-Curioso: tengo sueño.
Nos fuimos en puntas de pie al cuarto contiguo.
A pesar de todo -me decía en voz baja Durero, caminando-, ¡có¬mo cuesta romper la influencia de la otra vida!
-¿Qué cosa? -preguntó Balzani, que había oído el murmullo.
-Nada -respondió Durero volviéndose-. La influencia de la otra vida.
-¡Ah, sí! -murmuró sonriendo. Y se durmió.
Volvimos al cabo de una hora. Balzani continuaba tendido de espal¬das, durmiendo aún. Su frente amarilla, toda esa lividez de quietud y muerte que me había hecho estremecer varias veces, me pareció entonces más inmóvil, como la mandíbula más caída. Al llegar a su lado en puntas de pie, tropecé con la cama, y creí notar que la cabeza de Balzani había ro¬dado sobre la almohada. Me quedé quieto, mirándolo de costado. Y una du¬da horrible me invadió de golpe, levantándome el pelo.
-¡Durero! -lo llamé en voz baja. Durero se acercó y nos inclinamos sobre él: ¡no había duda! Durero lo tocó despacio en el brazo.
¡Balzani! -¡Balzani!
Nos incorporamos lívidos, mirándonos: ¡pero estaba muerto! Nuestra primera sensación fue un miedo, hasta el fondo, de criatura asustada, como si algo hubiera estado jugando fúnebremente con nosotros. ¡Muerto, a pesar de lo anterior! Pasamos la noche como nos fue posible, pero seguros uno y otro, cuando dejamos de hablar, de que estábamos pensando en aquel absurdo de lógica. Una vez establecido el fenómeno -pues no teníamos duda de que Balzani había vivido sin po¬der hacerlo- ¡cómo era posible que hubiera muerto! Lo absurdamente ilógico era aquí, no la sobrevida de Balzani, sino su muerte. El solo hecho de haber vivido un momento en esa imposible condición fisiológica, suponía su milagrosa existencia, exenta, por 1o tanto, de la muerte normal en las demás personas. Apenas traspasado el límite más allá del cual toda vida humana es imposible, su propia vida debía hallarse en condiciones tan grandes de vitalidad como siempre, puesto que ya en lo milagroso es tan fácil vivir sin vida un minuto como mil años, y Balza¬ni había vivido dos horas.
La evidencia sea acaso mayor suponiendo que una bala de cañón le hubiera llevado la cabeza. Si en pos de esto hubiera vivido un minuto, un solo minuto, su vida extraordinaria entraba en seguida en lo normal: hallándose así fuera de las leyes, ¿qué le impedía vivir eternamente? Para el efecto, nuestro caso era el mismo, pues no le quedaba una gota de sangre. Se comprenderá entonces la abominable perversión de lógica que mató definitivamente a Balzani.
Ahora que después de once años escribo solo estos recuerdos -Duero murió el año pasado, de viruela- viene aquella inconsecuencia de lógica a torturarme de nuevo. Pero Balzani, nuestro amigo menor, ¿vivió en realidad? ¿Es cierta su prodigiosa existencia? Mas en uno u otro caso, ¿no es exactamente lo mismo?






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