EL CABALLERO DE LA MANCHA
La casa de don Alonso Quijano
En un lugar lejano que llamaban La Mancha vivía un hombre de
mediana edad, digamos que pasaba los cincuenta años. Se llamaba Alonso y tenía una hacienda no muy
grande que le bastaba para mantenerlo a él y a su joven sobrina. Tenía,
también, una criada que era como su hermana y sus amigos habituales eran un
cura y un barbero. Pero la situación cambiaba mientras iba envejeciendo. Los
libros de caballería —libros que en aquel tiempo estaban muy de moda— lo
distraían de tal forma que al leerlos se olvidaba de barberos, curas y
sobrinas. Lo distrajeron a tal punto que se olvidarían de él mismo, de su vida
real.
—¡Dónde se ha metido vuestro tío, don Alonso! —decía muy
contrariado el Cura a la sobrina del hombre—, hace más de un mes que ni se
asoma la nariz en la capilla.
—¡Ay padre Francisco! —exclamaba suspirando la sobrina—, no
es por haber flaqueado su fe en el Señor.
Mi tío anda muy raro desde que lee esos benditos libros de caballería;
se encierra en la biblioteca y de allí nadie lo saca ¡Pobre de mi tío!
—Lo mismo me dijo el Barbero —respondió al punto el Cura a
la sobrina—, que antes don Alonso acostumbraba ir al monte a cazar jabalíes y
ordenar un buen banquete con ellos, pero ahora, casi no se lo ve. Apropósito de
banquetes, hija ¿no tendrás algún bocado para este pobre ministro del Señor?
Y la criada, que era muy diligente, trajo casi al instante
un suculento potaje hecho de liebre. El Cura, no sin antes lanzar
agradecimientos a Dios y bendiciones a la casa, se sentó a la mesa.
—Me temo que el problema sean esas enfermizas lecturas de
historias de caballería. Es lo único que he oído de sus labios, últimamente
—dijo el cura, sacudiendo la cabeza.
—¡Eso mismo!, —contestó la sobrina—, siento que he perdido a
mi tío por esas historias. Todo el día habla de caballeros. Pero ¿de qué hablan
tales historias, padre Francisco, que han apasionado tanto a mí tío, antes tan
dedicado a su hacienda?
—Cosas que hoy en día ya no existen —afirmaba el cura, sin
decidirse por hablar o seguir comiendo—: de caballeros que provistos de un
caballo, espada y armadura, pretenden acabar con la injusticia, que enfrentan a
gigantes, a monstruos, o a turbas de bandoleros y a todo tipo de seres
indeseables; así tengan que pasárselas en ello todos los días de su vida. Su
única recompensa es que alguna distinguida joven no olvide su nombre…
Y el Cura, después de probar el suculento guisado de liebre,
dio gracias a los presentes y, tomándose su redonda barriga, dijo:
—¡De los placeres que Dios consiente tener, el más
placentero es comer…!
Consoló a la sobrina, prometiéndose que haría lo imposible
para que su tío recuperara la sensatez. Así, con esa promesa dada, tomó su
bastón y, acompañado por ella hasta la puerta, se retiró.
El caballero de la mancha
Sobre una silla no muy amplia pero cómoda y llevándose la
mano izquierda a su sobresaliente mentón, leía don Alonso Quijano una
apasionante novela de caballería. Sus antiguos libros de Filosofía, Ciencias
Naturales y Álgebra yacían olvidados en el último lugar de su biblioteca. Tan
empolvados estaban los pobres libros de ciencias, que si le hubieran podido
hablar a nuestro distraído amigo, le habrían dicho: “oye tú, Alonso, escoge bien,
los caballeros tarde o temprano se mueren, por el contrario, las ciencias somos
para siempre”.
Pero Alonso era feliz con las historias de magos, dragones,
doncellas y héroes invencibles que andaban por cada rincón de la Tierra
vigilando severamente que se hiciera justicia a su paso y castigando a los que
osaran desafiarla. Leía su libro y se estremecía cada vez que el héroe de la
novela vengaba las insolencias de aquellos malhechores que abundaban cuando los
hombres valientes comenzaban a escasear. Gustaba de muchos héroes, pero su
favorito era un tal Amadis de Gaula.
—¡Así, Amadis! —gritaba eufórico Alonso al leer el libro—.
¡Herid a esos sujetos de alma corrompida; acabad de una vez con ellos!
Y cuando su admirado héroe vencía y se imponía sobre el mal
que dominaba en algún pueblo o pequeña ciudad; o una doncella hermosa enaltecía
en sus labios el nombre de su caballero salvador; entonces Alonso gritaba de
alegría. ¡Él también había triunfado!, ¡él también se sentía un Amadis de
Gaula!
“Los caballeros son hombres importantes —se decía— muy
queridos en todos los lugares. Hacen grandes cosas. Pero,… nunca pasan por
aquí; en la Mancha no los he visto. Y si yo fuera…”.
Se detuvo unos pocos segundos y pensó en algo que lo llenó
de regocijo.
—¡Eso mismo! Yo podría ser un caballero. ¡Si no los hay en
la Mancha, tendré que serlo yo!
Dejó el libro, no sin antes memorizar la forma en que se
vestían los caballeros. Buscó en su habitación algo que le pudiera ayudar, pero
no encontró nada útil. No, una armadura o una espada no podría encontrarlas en
su habitación. Deberían de estar en otro lugar; por ejemplo, donde se guarden
las antigüedades de la casa. ¡Sí, ése era el sitió donde las podría encontrar!
Se fue a buscar al antiguo cuarto de sus bisabuelos que
ahora usaban para guardar pinturas deterioradas, muebles sin usar y otros
artículos que la familia se había dispuesto a echar a la basura. Buscó por un
lado y por otro y no encontró nada. Había pasado una hora hurgando allí y lo
único sorprendente que encontró fue una araña casi del tamaño de una palma de
una mano mediana. Entonces se dio cuenta de que le faltaba rebuscar en un
último lugar, un baúl que estaba arrinconado en la esquina de esa pieza y
tapado con muchas ropas viejas.
—¡El baúl —exclamó Alonso—; es lo único que me falta. Habrá
que quitar todo lo que tiene encima.
Al cabo de cinco minutos, había sacado todo lo que había en
el baúl. Lo abrió y encontró allí todo tipo de vejestorios: cartas, un reloj de
arena, monedas de plata de Francia, alfombras echadas a perder; hasta que
encontró lo que buscaba: una armadura de hierro. No estaba en las mejores
condiciones, pero era cuestión de pulirla un poco. También encontró una espada
en estado un poco más conservado que la armadura. Ante su hallazgo, se fue contento
a su cuarto. Se probó la armadura y le sentaba bien. Se comparó con las ilustraciones que había en
el libro de Amadis. No había mucha diferencia, sólo que le faltaba un caballo y
estar en el campo de batalla.
“¡Con esto sí que parezco un verdadero caballero!”, se dijo
y preparó su armadura para que lo proteja de las duras disputas que no
tardarían en llegar.
Pero un caballero sin caballo era como una casa sin techo.
Era necesario un caballo. Tenía seis en su pequeña hacienda, pero sólo a uno lo
veía adecuado. Se dirigió a la caballeriza.
Claro que sus caballos no eran la gran cosa; pues eran
todos igual de flacos. Pero a Alonso,
uno le pareció el más adecuado. Su sobrina lo llamaba ‘Rocín’.
—¡Oh hermoso caballo! —dijo Alonso—, es una pena que tengas
un nombre tan feo. ¿Qué cosa es Rocín? ¿Llamaría así un caballero andante a su
esbelto amigo que lo lleva en su lomo? ¡No y No!… El caballo de Amadis, por
ejemplo, se llama ‘Rutilante’. En cambio, tú tienes el nombre de un caballo
común y corriente.
Alonso se puso a pensar un poco más, hasta que una luz se
encendió en su rostro.
—¡Rocinante! —dijo al fin—. Ése será tu nombre de ahora…,
suena bien y a nadie se le ha ocurrido antes. Vamos Rocinante, debo de
ensillarte y arreglarte como un caballo digno de tu propósito.
Mientras ensillaba su caballo, pensó en que tampoco su
propio nombre era bueno.
—¡Cualquier mortal se llama Alonso —se dijo—, hasta un
criador de puercos! Es preciso que haga lo mismo que con mi caballo. Tampoco mi
apellido es bueno; hay muchos que se apellidan Quijano, pero al menos suena
mejor que Alonso.
Se sentó en una piedra grande, que su sobrina usaba como
asiento cuando estaba allí. Pasó poco menos de una hora y entonces gritó:
—¡Claro!, puedo cambiar un poco el apellido Quijano, por
ejemplo ‘Quijón’, o mejor ‘Quijote’.
¡Sí, Quijote está perfecto! ¡Soy desde ahora el caballero Quijote! ¡el Quijote,
es un apelativo de caballero.
Pero después cayó en la cuenta que decir ‘el Quijote’ a
secas, sonaba muy simple y de que los héroes de los relatos usaban nombres del
lugar de donde Venían: don Rodrigo de Valencia, don Víctor de Toledo, don
Amadis de Gaula. Absolutamente todos mencionaban su lugar de procedencia. Pensó
un poco más y concluyó en esto:
—¡Sí, el lugar de procedencia!... ¡Amadis es del pueblo de
Gaula, y yo…! ¡Pues yo soy de la Mancha!… ¡Sí, soy Quijote y de la Mancha!,…
¡don Quijote de la Mancha!
Y repitió su nuevo nombre casi cien veces: con su maltratada
armadura puesta y la espada ya pulida por él mismo de una manera esmerada,
ensilló a Rocinante. Estaba muy feliz, contentísimo de ser el Caballero de la
Mancha, un pueblo escaso de valientes, pero que desde hoy tendría un
representante a la altura de los grandes caballeros justicieros de todas las
tierras del Señor.
Salió a todo galope
de su hacienda y marchó a buscar la gloria en algún pueblo cercano o lejano.
¡Bah!, eso que importaba; podía recorrer el mundo entero y no sentirse fatigado
o asaltado por el hambre, el frío o el calor. Además, había leído en las
novelas de caballería que todos los héroes tenían doncellas que bendecían sus
hazañas y que los esperaban en algún lugar lejano del mundo, una vez que la
justicia se haya impuesto sobre la maldad definitivamente. Cuando se alzara con
el triunfo total sobre sus siniestros enemigos, nuestro caballero, don Quijote
de la Mancha, podría al fin besar la mano de su doncella; una mano tan blanca
como los copos de nieve que caen en la Mancha en los inviernos; tan pura como
el agua de los manantiales que brotan de las entrañas de la Tierra; y tan
dulce, que su nombre no podría ser otro sino Dulcinea…
“¡Sí, Dulcinea —se dijo—, y vive en el Toboso, aquel lugar
increíblemente bello que conocí de niño!”.
TRABAJO ESCRITO PARA EDITORIAL ARSAM EN 2011. © TODOS LOS DERECHOS DE AUTOR RESERVADOS.ADQUIERE LA VERSIÓN COMPLETA E ILUSTRADA DE ESTA OBRA.
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