EL DÍA EN QUE EL SOL SE ENOJÓ.
Episodio 1.
Dos amigos espaciales
Hubo
un tiempo, bastante lejano, en el que el
Sol y la Tierra, vivieron muy cerca uno
del otro. Aunque el Sol era de mayor edad que la Tierra, los unía una amistad
que venía desde sus primeros años de vida.
Si alguien los hubiera visto en esa época, notaría que de niños, eran bastante parecidos entre sí; los dos tenían un color azul claro, parecido al mar cuando lo vemos desde lejos; pero al pasar el tiempo cambiaron su aspecto: El Sol creció velozmente hasta convertirse en un airoso joven vestido de oro puro, de mucha inteligencia, pero que a veces se encolerizaba demasiado. La Tierra, en cambio creció algo menos y estaba cubierta casi en todos sus lados por una espesa capa de nieve. Ella era, a diferencia de su amigo Sol, muy dulce y risueña. Siempre buscaba la manera de arrancarle una sonrisa al enojadizo Sol.
Si alguien los hubiera visto en esa época, notaría que de niños, eran bastante parecidos entre sí; los dos tenían un color azul claro, parecido al mar cuando lo vemos desde lejos; pero al pasar el tiempo cambiaron su aspecto: El Sol creció velozmente hasta convertirse en un airoso joven vestido de oro puro, de mucha inteligencia, pero que a veces se encolerizaba demasiado. La Tierra, en cambio creció algo menos y estaba cubierta casi en todos sus lados por una espesa capa de nieve. Ella era, a diferencia de su amigo Sol, muy dulce y risueña. Siempre buscaba la manera de arrancarle una sonrisa al enojadizo Sol.
–¿Qué
se siente ser de oro y brillar en el firmamento, amigo Sol? –le
preguntaba la Tierra.
–Supongo
que lo mismo que estar cubierto de hielo, como lo estás tú, es decir nada
especial –contestó el Sol con sequedad.
Sus
conversaciones se oían muy claras, pues no había otro ruido en el espacio que
no fuera el de sus voces. Cierto, existían muchos planetas y estrellas en el
universo, pero estaban tan lejos de ellos que se les veía como escurridizas
lucecitas que se dejaban ver de vez en cuando en el Cielo. Los dos amigos las
veían todos los días, pero nunca se habían topado y menos habían hablado con
esos astros desconocidos.
Cierta
vez, mientras conversaban de su soledad en el espacio y de la posibilidad de
encontrar algún día un tercer amigo o quizás muchos más, la Tierra le preguntó
al Sol:
-Oye,
Sol, ¿no crees que sería fantástico que no estuviéramos solos?
-Pero
no estamos solos, Tierra tontita; observa allá –dijo el Sol en un tono
burlesco, mirando a los astros lejanos que se veían como puntos brillantes en
el espacio.
-Sí,
Sol, pero todas esas estrellas y planetas están muy lejos. Estoy hablando de
amigos de verdad, tipos que nos alegren la vida; que se rían con nosotros
cuando estén contentos o que lloren cuando estén tristes. A ese tipo de
compañía me refiero… ¡Sería lindo!
-Pues
no creo que existan seres así. Todo lo
contrario, he oído decir que allá donde están esos puntos luminosos viven estrellas que son muy crueles; hacen
hechizos a quienes se les cruzan en su camino y hasta los desaparecen.
-Lo
sé, pero creo que sigues sin entenderme –contestó la Tierra, meneándose-, me
refiero a si crees que existan otros seres cerca de nosotros, o entre nosotros,
y que quizás sean tan pequeñitos que ni siquiera los hayamos visto en todo este
tiempo. Quién sabe, si es que prestáramos más atención, ellos se acerquen y
quieran ser nuestros amigos.
-Te
estás volviendo loca, amiga tierra –dijo el Sol-. Yo no he visto nada, ni
siquiera polvo entre nosotros. Creo que estás loca y muy fatigada. Yo opino que
lo mejor es que descansemos un poco.
-Quizás
sí, Sol. Bueno, echemos una pequeña
siesta entonces. Adiós, amigo.
-Adiós,
Tierra–respondió el Sol.
Así,
con esas dudas se durmieron. Se hizo silencio en esa parte del espacio durante
mucho tiempo, nadie sabe cuánto. Pero su sueño, al parecer bastante largo, fue
de pronto interrumpido por un bullicio insoportable. Era como si se oyeran un
conjunto de murmullos de diferentes tonos pero que igualmente alteraban el
sueño de ambos astros. Al fin despertaron.
-¡Qué
está pasando! ¡Qué es esto! –dijo con desconcierto el Sol.
Sentía
una cantidad innumerable de bichos recorriendo su dorado y redondo cuerpo.
-¡Es
de lo que hablábamos antes de dormir, los amigos pequeñitos! –respondió muy
contenta la Tierra, mientras ella notaba que también la recorrían extraños individuos.
El Sol miraba pasmado lo que ocurría.
-Mira,
Sol, ¡no estamos solos, no estamos solos! –añadió la Tierra.
-¡Quién
nos habrá hecho esta broma! –dijo desconfiado el Sol.
-¡Dios!
¡Seguro que fue Dios quien escucho nuestro
deseo! –contestó la Tierra entre la algarabía de las diminutas
criaturas.
Era
una bulla inaguantable. Al poco tiempo, ya no se oían siquiera los refunfuños
del Sol.
-¡Oigan,
ustedes! –llamaba la Tierra con mucha ternura a los individuos que la
recorrían-. ¡Cómo se llaman ustedes! ¡Yo me llamo Tierra! ¿Podemos ser amigos?
¡Díganme algo, por favor!
Eran
miles, quizás millones de seres los que estaban allí corriendo de un lugar a
otro. Pero ninguno oyó a la Tierra que se cansó de hacerles algunas preguntas, como quiénes
eran, de dónde venían quién o quiénes los habían mandado. En medio de tanto
bullicio quizás nadie la oiría; ni siquiera el Sol, quien también era invadido
por otros habitantes que a lo lejos parecían hormigas.
Finalmente,
un pesado sueño cayó sobre los dos astros y se durmieron otra vez. En esta
ocasión el sueño fue más largo, tanto que nunca más se supo de conversaciones
entre estos antiguos amigos del espacio.
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