En el Olimpo, el lugar donde vivían los dioses de Grecia,
vivía un bello jovencito que alegraba con su ternura la vida de los dioses más
antiguos, sobre todo del dios Zeus, el dios más importante. El muchacho llevaba
por nombre Cupido, era hijo de la diosa Afrodita y era tan hermoso de rostro
como su madre, la diosa de la belleza y del amor.
Cupido gustaba de jugar con un arco y una flecha que le había
regalado Apolo, el dios de la sabiduría. Desde pequeño se entretenía disparando
una flecha que tenía el poder de enamorar a quien le era arrojada. No dolía,
pero inmediatamente la víctima caía rendida al suelo y despertaba enamorada de
la persona que se le ocurría al juguetón Cupido.
Cierto día, cansado de jugar en el Olimpo, su casa, Cupido,
con unas alas tan bellas como las de un ángel, bajó volando hasta la Tierra.
Allí vio una gran variedad de paisajes desconocidos para él: montañas, bosques,
manantiales y miles de objetos novedosos.
No muy lejos de aquellos paisajes ya nombrados vivía la
muchacha más bella de los reinos de Grecia (o así por lo menos lo decía la
gente). Se llamaba Psique y vivía con su padre, un laborioso hombre que andaba
siempre lejos de casa, y tres hermanastras mayores que ella. Estas hermanastras
no tenían siquiera la mitad de la belleza de la adorable Psique, por lo que es
de entenderse que la odiaran y la trataran como una sirvienta.
—Psique, ¿qué haces allí flojeando? Tráenos agua —decía la
mayor de las hermanastras.
—Sí y hazlo rápido, si no quieres que te encerremos
nuevamente en la habitación oscura —decía la segunda de las hermanastras.
Entonces la obediente Psique, con la carita sonrosada, cogía
un recipiente de barro y marchaba hasta los manantiales. Era ligera al andar
como la más graciosa de las aves y sus piececitos parecían alas dadas por el
mismísimo Zeus.
Cuando llegó al manantial, Cupido la vio y quedó embobado
con la belleza de la joven. Era tan bella como él y quizás más bonita de rostro
que la madre de Cupido, la hermosísima Afrodita. Cupido no pronunció una
palabra y se escondió detrás de una roca para no ser visto por Psique, quien
llenó su cubeta con el agua necesaria y se volvió, tan rápido como llegó, a su
pequeña casa.
Cupido no lo podía creer, no podía creer que afuera del
Olimpo existiera una muchacha tan hermosa y dulce como la que había visto. Casi
ya era de noche cuando voló por los cielos rumbo a su mansión en el Olimpo.
Estaba contentísimo.
Al fin llegó y se encontró con Afrodita, su madre.
—Madre Afrodita, ¿por qué no me habías dicho que allá abajo
en la Tierra vive una muchacha tan bella como nosotros los dioses, tan bella
como tú, madre?
—¿Cómo dices? —se sorprendió Afrodita y se tomó los ojos,
pensando qué decirle a Cupido—. Quizás te la hayas imaginado, hijo. En la
tierra solo existen horribles y deformes criaturas en nada parecidas a
nosotros, los dioses. Anda, descansa, Cupidito, que se te ve cansado. Mañana te
contaré más sobre eso. Ahora yo también debo descansar.
Pero la diosa Afrodita no descansó. Ni bien se aseguró de
que su hijo Cupido estuviera en su habitación, rendido por el sueño, corrió
hasta donde estaba el dios Apolo, aquel que todo lo sabía y adivinaba.
—¡Apolo, dios de la
sabiduría, necesito de tu ayuda! —gritó Afrodita, algo alterada.
—¿Qué te ocurre, mujer? —contestó Apolo, quien bebía ambrosía, el manjar de los
dioses, en una copa de cristal—, ¿no ves que ahora no me es posible atenderte?
—¡Esto es más urgente que beber ambrosía, Apolo! —dijo
ella—. ¡Mi hijo Cupido ha visto en la Tierra una muchachita a la que él cree
como la más bella de todas! ¡Yo necesito saber quién es esa, Apolo! ¡Es tonto
que una mortal sea tan bella como yo, la diosa de la belleza del amor!
—¡Ya se le olvidará la cara de la muchachita, Afrodita!, eso
les pasa a todos los jóvenes —dijo Apolo despreocupado.
—¡No, no va ocurrir eso, al menos mientras esa jovencita
esté soltera! ¡Yo conozco a mi hijo y él es capaz de enamorarse de esa despreciable
mortal!... Así que tienes que decírmelo ya, Apolo, ¿cómo se llama esa joven?
Y el dios Apolo, tomó su copa, vio a través de ella y
distinguió la imagen de la jovencita.
—¡Ah, cómo no conocer a esa hermosa muchacha! —dijo Apolo al
ver su imagen a través de su copa—, su nombre es Psique y vive entre los
manantiales que están al Sur de Grecia.
—¡Así que se llama Psique! ¡Cómo la odio! —se enojó
Afrodita—, mañana mismo ordenaré a mi hijo Cupido que dispare una flecha contra
Psique!
—¡Qué! ¿Piensas matar a la muchacha? —se sorprendió Apolo.
—¡No seas tonto, Apolo!
Las flechas de mi hijo Cupido no matan, sino que enamoran a quienes les
cae. Voy a hacer que Cupido diga el nombre de Psique al arrojar una flecha y
así ella se enamore de la bestia más abominable que existe en la Tierra, de un
ser tan feo como un lagarto o una serpiente.
Solo bastará que mi hijo Cupido diga su nombre para que la flecha caiga
sobre ella.
Así lo hizo Afrodita. Le ordenó a Cupido que arrojara una
flecha a la Tierra y que pronunciara el nombre de Psique, y el pobre muchacho
que ignoraba el nombre de aquella hermosa joven, disparó desde el borde de la
gran montaña, sobre la cual estaba sostenido el Olimpo, hacia la Tierra, pero
un viento traicionero hizo que la flecha se desviara hacia su brazo, haciendo
que Cupido cayera rendido por el hechizo de su propia arma y víctima de un
pesado sueño. Así, el esbelto cuerpo del
joven se deslizó por la falda de la gran montaña hacia la Tierra, rodando y
rodando, como si fuera una roca desprendida de un monte hacia tierra firme. Estaba
completamente vencido por un pesado sueño.
Como la montaña era muy alta, Cupido no paraba de rodar una
y otra vez. De ese modo, transcurrió todo el día y comenzó a oscurecer. Rodó
hasta que un golpe seco lo despertó del todo.
Cupido abrió los ojos. Ya casi era noche.
—¿Dónde estoy? ¿Dónde está mi madre Afrodita?
Luego vio a su alrededor y escuchó el sonido de una fuente
de agua, de un manantial.
—¡Un manantial! —se dijo—. Estoy en la Tierra, porque en el
Olimpo no hay manantiales. Y creo que estoy en el mismo manantial que ayer…
Estaba hablando de esto, cuando vio la silueta de una bella
joven que se hizo ver bajo la luz de la Luna. Sí, era la misma joven que él
había visto un día antes. Para no ser visto bajo la luz de la luna, Cupido se
metió en una cueva y desde allí llamó a la muchacha.
—Psst… ¡Oye tú, cómo te llamas!
Y Psique, al oír la voz que le preguntaba, dijo su nombre
sin pensarlo mucho.
—¡Oh, dioses! —susurró Cupido—, pero si se llama Psique la
mujer que debí enamorarla de un ser horrible. Y ahora yo mismo me siento
enamorado de ella. ¡Qué hago! ¡Qué hago!
La bella Psique, de solo oír el susurro de su voz sintió la
misma emoción que Cupido, quien la veía desde la oscuridad. Se le hinchó el
corazón de satisfacción.
—¡Pero qué linda voz tienes! ¡Debes de ser el hijo de un
dios! ¿Por qué no sales de la cueva?
—No, Psique —contestó Cupido—. No puedo, no puedo ser visto
ahora. Regresa a casa y vuelve mañana a la misma hora a recoger agua, que yo
estaré aquí.
Y Psique recogió toda el agua que pudo del manantial y se
volvió muy contenta hacia su casa, donde sus hermanastras la esperaban
impacientes.
—Anágide —dijo Psique a la mayor de sus hermanastras que así
se llamaba—, he oído hoy mientras recogía agua una hermosa voz, parecía la de
un joven que viviera en el Olimpo, del hijo de algún dios.
—¡Ja, ja, ja! Qué chistosa es esta Psique —dijo Anágide—. Un
joven venido del Olimpo le habla a una pobre recogedora de agua… Sigue soñando,
mocosa.
—¡Será un perro el que le habla desde la cueva y ella lo
confunde con un dios, pobrecita! —dijo Elígide, la hermanastra menor,
carcajeándose y burlándose tanto como la otra.
Pero al anochecer siguiente Cupido y Psique se encontraron
de nuevo, y esta vez se sentían aun más enamorados el uno del otro. Cupido le
contaba bellas historias de lugares fantásticos y Psique lo escuchaba
atentamente. Pero una vez terminadas todas de ser contadas ella lo interrumpió:
—Muchacho de voz hermosa, ¿cuándo podré ver tu rostro y tu
cuerpo? ¿Por qué no salimos de la cueva para verte a la luz de la luna y así
mis hermanastras dejen de pensar que es mi imaginación?
—No soy tu imaginación, Psique —contestó Cupido—. Cree en
mí; soy tan bello como tú; pero yo quiero que me ames no por mi imagen sino por
la felicidad que te trae el estar juntos.
—¡Tienes razón, muchacho de la voz hermosa. Eso les diré a
mis hermanastras cuando se burlen de mí, y te prometo que no volveré a
insistirte en querer conocer tu rostro; me lo mostrarás cuando tú lo desees.
Y con esos pensamientos Psique se volvió a su casa. Les dijo
a sus hermanastras que para saber que alguien es bello no era necesario verle a
la cara. Pero ellas se burlaron nuevamente.
—¡Qué chica más tonta! Dejarse llevar por eso de que no es
importante ver a alguien para saber si es bello o es horrible —dijo la
hermanastra Anágide.
—Debe de ser feísimo para que diga semejante cosa; quizás no
tenga dientes y tenga una verruga en la nariz tan grande como su cara —dijo
Elígide—; es más, para que te convenzas de que tan horrible es y de que somos
buenas contigo, te daremos un consejo. Esta noche, además de una cubeta
llevarás una antorcha. Con ella, entrarás en la cueva… y listo, comprobarás que
se trata de un monstruo.
La pobre Psique comenzó a dudar. Le parecía lógico lo que le
decían sus hermanatras. ¿Por qué el joven de la voz hermosa tenía que ocultarle
su apariencia? A la noche siguiente encendió una antorcha y se fue con ella
hasta la cueva de su amado muchacho de la voz hermosa.
Entró a paso lento hasta la cueva para no ser descubierta.
No escuchó su voz, por lo que se extrañó. Cuando entró totalmente en la cueva
vio a un hermoso joven de castaños y ondeados cabellos acostado sobre una roca.
Era la criatura más bella que psique jamás había visto sobre la Tierra. ¡Era el
muchacho de la hermosa voz, y estaba dormido!
Pero el resplandor de la antorcha despertó a Cupido allí
mismo. Y el joven encontró a su amada con la antorcha en la mano y la miró
lleno de cólera. Entonces le dijo:
—¡Psique!, mi amada Psique; has roto la promesa que nos
hicimos y has cogido una antorcha para ver mi rostro, cuando yo te había
hablado de lo bello que era…¡Pues ahora no me volverás a ver, tonta muchacha!
No has sabido obedecer las promesas del amor.
Y herido por la tristeza que le produjo la desconfianza de
su amada, se fue para no volver más, como se lo advirtió.
La partida de su amado joven de la hermosa voz dejó a la
bella Psique llena de tristeza y hecha un mar de lágrimas quiso seguirlo. Pero
era imposible, porque ella no podía volar. Sus crueles hermanastras carcajeaban
de lo sola que se encontraba la bella Psique, y se decían entre ellas:
—¡Qué boba es esta chiquilla! ¿Acaso creía que un joven tan
bello como ese se fijaría en ella?
Pero Psique no paró de buscarlo. Preguntó a uno y a otro
dónde estaba el Olimpo, porque allá le había dicho Cupido que él vivía. Todos
lanzaban una carcajada por respuesta, pues la única manera de llegar al Olimpo
era por medio de un largo y peligroso camino alrededor de una montaña muy alta.
Solo los hombres más fuertes y hábiles de la Tierra habían conseguido llegar
caminando al Olimpo.
Caminó y caminó bosques, valles, cruzó ríos, atravesó
pantanos pero no vio una sola montaña tan alta como le decían algunos que era
la del Olimpo. Pero cuando ya parecía vencida por el cansancio, vio algo que la
asombró por completo. Era un gigante de un solo ojo y tan grande como una
torre. A este tipo de gigantes en Grecia lo llamaban Cíclopes, y este cíclope
se llamaba Arges.
—¿Adónde vas pequeña muchacha? — le preguntó Arges, quien
caminaba sin rumbo en busca de comida.
—¡Eh! ¿Yo? —no supo qué decir Psique—… voy arriba. Sí, tengo que ir arriba, a lo alto de una
montaña a la que llaman Olimpo, pero me dicen que el camino es peligroso.
Quiero ver a mi amado muchacho de la voz hermosa, a Cupido.
—¿Cupido has dicho?
Él es el jovencito que tiene el poder de hacer enamorar a los hombres y
a los dioses… Lo que daría porque Cupido
pudiera hacer que Doris, la mujer que amo, se enamore de mí.
—¡ Oye Cíclope, tengo una idea! —exclamó Psique luego de
pensar un poco—, ¡yo convenzo a Cupido para que lance a Doris la flecha del
amor por ti y tú me llevas hasta lo más alto de la montaña del Olimpo, donde
viven mi amado y el resto de los dioses!
El enamoradizo Cíclope aceptó el trato y la llevó en la
palma de su mano, en la cual ella se recostó. La mano del gigante no era el
lugar más cómodo del mundo, pero se sentía contenta de que su viaje fuera tan
sencillo.
En cuestión de segundos, Arges, el Cíclope, encontró la
montaña del Olimpo y se tomó aún menos tiempo para llevarla hasta lo más alto.
Solo tuvo que extender su brazo, extender su mano y dejar a la bella Psique en
la puerta principal del Palacio de los dioses.
Y el cíclope, cumplida su misión se retiró y deseó suerte a
la bella joven.
La puerta estaba extrañamente abierta y los salones lucían
los más finos objetos hechos para uso de los dioses. Psique tomó el camino de
un pasillo, que al parecer estaba solitario, pero al final de este se topó con
una hermosa mujer de cabello muy largo y con ojos del color del mar. Era nada
menos que la diosa Afrodita.
—¿Quién eres tú? —preguntó ella, bastante celosa de la
belleza de Psique.
—¡Soy Psique, señorita diosa del Olimpo —dijo la joven
ingenuamente—, debo buscar a mi amado Cupido. ¿Me podría ayudar a buscarlo?
Al escuchar el nombre de Psique, Afrodita ardió en cólera,
pues era aquella la joven de la que en todas partes se hablaba que era tan
bella o más que la propia diosa del amor. Pero Afrodita tuvo un perverso plan.
Puso su mejor cara posible y le habló a la joven con una amabilidad falsa.
—Cupido se encuentra muy molesto contigo, Psique. Yo soy
Afrodita, su madre y él me ha dicho que la única manera en que quizás podría
perdonarte algún día es obedeciéndome en todo a mí, o sea, convirtiéndote en mi
sierva.
—Si eso desea mi amado muchacho de la voz hermosa, yo lo
haré —contestó Psique—. Dígame qué puedo hacer por usted, pues lo que más deseo
en la vida es tener el perdón de Cupido.
Todo era mentira. Cupido se había enojado con Psique, pero
en el fondo la seguía amando tanto como antes. La extrañaba y pensaba día y
noche en perdonarla y vivir con ella por siempre.
—Bueno, Psique —ordenó Afrodita—; Cupido me ha dicho que
friegues los pisos del Palacio, que siembres rosas azules en todo el jardín del
Olimpo, que tejas con hilos de oro un tapiz para todas las habitaciones…Ah, y
que alimentes a un par de dragones que te mostraré después. Claro, eso es solo
por hoy día.
Tanto era el amor de Psique que todo lo pudo hacer. Y Cupido
no se enteró de la presencia de su amada en el Olimpo, sino cuando la vio que
se disponía a acercarse a dos dragones para alimentarlos con una bandeja con
racimos de uva.
—¡Pero si es mi amada Psique! —se dijo Cupido—. ¡Mi madre la
tiene como su esclava y esas bestias la van a matar! ¡Tengo que hacer algo!
Y arrojó flechas a los dragones, para que en lugar de furia
contra la indefensa Psique, se enamorara el dragón macho del dragón hembra y al
revés.
De allí en adelante, Cupido la protegería de los peligros a
los que la exponía Afrodita; pues su envidiosa madre quería atemorizar a
Psique, para que ella se llene de miedo o se canse y huya a la Tierra, dejando
libre a Cupido. Pero Psique además de hermosa, era una valiente jovencita.
—¡Ya has pasado más de una semana en el Olimpo, Psique! —decía
Afrodita—, pero mi hijo Cupido tiene una nueva misión para ti. Tienes que hacer
un viaje, un viaje al infierno y traerme de allí una caja con unas joyas que no
pudo entregarme una chica llamada Perséfone, pues un espíritu subterráneo se la
llevó al infierno antes de que me hiciera ese regalo... Si no cumples eso,
Cupido te odiará por el resto de tus días.
—¿Y si lo consigo, Cupido me perdonará? —preguntó Psique.
—Me dijo que lo tendrá en cuenta —respondió Afrodita para
animarla a que haga ese viaje.
A pesar de que estaba muy asustada, Psique bajó hasta el
temible infierno, ayudada una vez más por Arges, el cíclope.
—El infierno es un lugar muy sombrío, jovencita —dijo el
cíclope— y es casi imposible salir cuando se entra.
—No importa lo difícil que sea, cíclope —respondió ella—, si
consigo la caja que me pidió Afrodita, quizás Cupido me perdone esta vez.
—¡Qué grande es tu amor que se atreve a tantas cosas,
muchachita! —dijo admirado Arges, el cíclope, y le deseó suerte.
Todo el deseo que tenía de volver a ver a su amado Cupido
hizo que Psique se llenara de fuerza y valor, logrando que Perséfone, la joven
que vivía prisionera en el infierno, se apiade del llanto de Psique y le dé la
caja que le había pedido Afrodita.
Salió temblando del
infierno y subió a la Tierra. Pero apenas había alcanzado la superficie, cayó
desmayada, de tanto miedo que había sentido.
Y Cupido, que se
había dado cuenta de todo lo que Psique había tenido que vivir y cansado de la maldad que le tenía su propia
madre a su amada, conmovido, bajó del
Olimpo y con un beso la despertó.
Ella al abrir los ojos y sin poder creer que estaba viendo a
su amado muchacho de la voz hermosa, escuchó que éste le dijo:
—Mi amada Psique, de ahora en adelante no te pasará nada
malo nunca más.
Entonces Cupido la cargó en su espalda y extendió sus alas
para volar con ella hacia el Olimpo. En cuestión de segundos ya estaban
sobrevolando las alturas rumbo al Palacio de los dioses.
Pero ella recordó lo mucho que la había ayudado el cíclope
Arges y se le vino a la memoria la promesa que le hizo.
—¡Cupido, amor mío —le dijo ella mientras volaban—. ¿Te
puedo pedir un favor?
—Lo que desees, mi hermosa Psique —contestó él.
—Hay un cíclope que me ayudó mucho para llegar al Olimpo y
para descender a los infiernos; se llama Arges y vive enamorado de una joven
llamada Doris. ¡Pronuncia, Cupido, el nombre de la muchacha y arroja una de tus
flechas a la Tierra, para que así Doris se enamore de Arges.
Y tal como se lo pidió, Cupido al mismo tiempo que
pronunciaba el nombre de Doris, arrojó una de sus flechas. Cuentan que la
flecha fue a dar a la propia Doris, quien ese mismo día le declaró su amor al
simpático cíclope.
Luego de llegar al Olimpo, Cupido se dirigió a los dioses para
que ayuden a liberar a su amada de los castigos de Afrodita.
—No seas injusta Afrodita —le dijo Zeus—. Acepta que puede
existir una joven tan hermosa como tú; eso no te quita nada a ti. Además harás
feliz a tu hijo que la ama.
—¡Tienes razón, Zeus —respondió Afrodita—, ahora me doy
cuenta de lo mala que he sido impidiendo que mi hijo sea feliz al lado de esa
muchacha!
Así, la propia
afrodita, en recompensa por todo el amor mostrado por Psique a su hijo, sugirió
a todos los dioses que se le otorgara a Psique el don de la divinidad,
convirtiéndola en una hermosa diosa. Todos aceptaron.
Con esta gran noticia, Cupido llevó a su amada al Olimpo,
que a partir de ese momento se convertiría en su morada, donde viviría como
toda una diosa.
Allí se quedarían juntos para siempre.
Finalmente, Cupido solicitó en matrimonio a Psique ante
todos los dioses, ella aceptó encantada, perdonando antes a la diosa Afrodita,
la cual conmovida le dio un fuerte abrazo.
Tiempo después, Cupido y Psique juraron su amor ante Zeus,
el dios de los dioses, quien los casó en una hermosa ceremonia, señal de que
estarían juntos para siempre.
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