CHARLY Y EL ÁRBOL.
Charly.
Éranse dos pequeños que vivían en un mismo país, en una
misma ciudad, en un mismo barrio y muy cerca de una laguna que tenía por nombre
“Chirimoyas”: uno era hijo de un conductor de trenes y una vendedora de flores
y el otro…, el otro pequeñín había nacido de una semilla
cualquiera; era una planta.
El primero de los dos, es decir, el bebé, llegó al mundo un
día en que abundaban las flores. Charo, su madre, aquel día había llenado su
florería de dálias, azucenas, tulipanes, claveles pero sobre todo de rosas. La
mayoría, eran blancas y rojas. Se celebraba la Independencia y era un buen día
para vender flores; a pesar de que la pobre Charo llevaba nueve meses de
embarazada. La gente de la ciudad pedía flores en abundancia, sobre todo, las
que eran rojas y blancas.
Pero de pronto, a Charo le vinieron los dolores que tienen
algunas mujeres cuando están a punto de ser mamás. Tanto fue el malestar, que
la pobre Charo se desplomó sobre el suelo, y los numerosos ramos de rosas que
estaban sobrepuestos a los dos costados de su tienda, cayeron todos sobre ella.
—¡Ayúdenme, ayúdenme por favor! —pedía auxilio la florista.
Y en la florería, que también era su casa, no había nadie,
ni su esposo, el señor Chavarría, que estaría a esas horas conduciendo el tren
de la mañana, ni sus dos pequeñas hijas, las gemelas Chéryl y Chantal, que
debían de estar oyendo clases en el colegio, ni siquiera “China”, una perra
inmensa de color blanco que compartían Chéryl y Chantal y que se encontraría,
(como acostumbraba hacer todas las mañanas) husmeando entre las hierbas de la
laguna Chirimoyas, que estaba bastante
cerca de la casa. Tuvieron que pasar quince dolorosos minutos para que alguien
se asomara a la casa. Era Chéster, el
guardián de aquella laguna con nombre de fruta.
—¡Quién grita allí! —dijo éste un poco atemorizado, mientras
Charo, la florista, apenas pudo sacudirse de las rosas que le cayeron encima y
que la habían cubierto casi por completo.
—¡Ayúdeme, joven Chéster! —suplicó ella— Voy a tener a mi
bebé; ¡consiga un taxi!, ¡un taxi! que
necesito un médico.
—Sí, señora Charo, iré por un taxi ahora mismo.
Pero el desafortunado vigilante no halló un solo auto en la
carretera. La calle estaba desierta de vehículos. Pero en cambio, se encontró
en el camino con una anciana de aspecto vivaz y de vestimenta muy graciosa;
ésta llevaba un ancho sombrero hecho de paja, un vestido largo y moteado con
todos los colores posibles de imaginar, una bufanda roja y larga que hacía
juego con sus diminutos zapatos rojos y una cartera del mismo color que llevaba
consigo, y que era tan vieja como ella.
La vieja mujer, al ver el rostro de Chéster, notó su gran
nerviosismo y le habló así:
—¡Qué le ocurre, jovencito! ¿Está buscando algo?
—No señora…., es decir,… es decir sí. Es una urgencia, pero
no creo que usted me pueda ayudar —dijo el vigilante, tartamudeando y sin
esperanzas al ver la encorvada y delgada silueta de la abuelita.
—Eso dependerá de lo que tenga que hacer. No crea que por
ser anciana soy inútil —contestó la mujer de gracioso vestido, moviendo sus
frágiles brazos y pequeñas manos.
—Es que… Es que –dudó el vigilante— se trata de una mujer
que va a dar a luz.
—¡Caballero!, ¿Acaso no tengo cara de haber sido madre?
Conozco ese oficio y sé cómo paren las mujeres a sus bebés. Vamos, lléveme
hasta donde está la futura madre.
—¡De acuerdo!, ¡de acuerdo! —contestó el temeroso vigilante,
encogiéndose de hombros y lamentándose por tan penoso día.
Y juntos caminaron hasta la florería. Charo, que a duras
penas había conseguido ponerse en pie, oyó la voz de Chéster y se alegró; pero
luego se sintió desalentada al no oír el motor del taxi que Chéster había
acordado traerle para ir al hospital. En seguida supo que estaba acompañado de otra
persona; era la voz de una señora bastante mayor. Charo se acercó tambaleando
hasta su mostrador. Para entonces sus dolores habían aumentado.
La voz que había oído era la de la anciana, quien al verla
se acercó a saludarla:
—Buen día, florista —dijo ésta y le dio un abrazo—. ¡Vaya,
qué lindas flores se venden aquí!, pero me ocuparé de ellas en otro momento…
Te duele tu barriguita ¿verdad florista?... Es que tu niño
ya está advirtiéndote que está listo para salir… Pero no te preocupes, tienes
mucha suerte de que yo haya llegado a tiempo.
—¡Perdóneme, buena señora —contestó Charo un poco enojada y
tocándose nuevamente la barriga— pero no estoy de humor para bromas…! ¡Y usted Chéster!, ¿no habíamos quedado en
que traería un taxi? A este paso mi bebito llegará muerto al hospital.
—Pero florista, no seas tan severa con el joven —respondió
la anciana con una sonrisa cariñosa—, él me dijo que ibas a tener un bebé y,
modestias aparte, no hay persona más acostumbrada a los partos que yo…
La anciana del vestido gracioso, sin embargo, vio lo agitada
que estaba Charo y entonces agregó:
—¡Pero no perdamos tiempo! Te llevaremos ahora mismo a la
laguna Chirimoyas; allí, como acostumbran desde siempre, tendrás a tu niño.
—¡Nada de laguna Chirimoyas! —contestó molesta la futura
madre, y su enojo le provocó más dolor—. ¡Yo necesito ir al hospital!… ¡Un
Taxi, un taxi!
—Calma, florista, no es bueno que te enojes ahora —le dijo
la viejecilla—, sé que deseas ir al hospital, pero está muy lejos y hoy es
fiesta nacional, recuerda. Además, los pocos médicos que están trabajando deben
de estar muy ocupados y por lo que veo no hay tiempo que perder. ¡Vamos de una
vez a la laguna Chirimoyas que allí nacerá tu hijo!
—¡Otra vez con eso de la laguna! –reclamó Charo muy
alterada—. ¡Tráiganme un taxi!...
La florista estaba tan débil que casi cae al piso otra vez,
de no ser porque la anciana la sostuvo a tiempo entre sus brazos.
—¡Pronto —ordenó ésta a Chéster—, tráeme unos paños muy
calientes, nada más…, nada más será necesario! Llévalos a la laguna, que allí
estaremos.
El buen vigilante, desesperado por no encontrar paños, tomó
con mucha pena de su caseta una camisa que jamás había usado. Era nueva, es
más, aún no la había sacado de su caja, pero fue lo único que en ese momento
podía servir como paño. La rompió en varios pedazos, los humedeció todos con el
agua caliente de su termo y marchó corriendo hacia la laguna a entregársela a
la anciana. Ella, con una inesperada fuerza, había llevado en sus brazos a la
florista embarazada hasta la orilla de la laguna.
—Aquí tiene los paños calientes, señora —dijo Chéster, quien
hasta ahora no sabía el nombre de la anciana.
El vigilante, luego
de entregarle las telas humedecidas, corrió hasta la florería, que había
quedado con las puertas de par en par. No había nadie en ella y había que
cuidarla de cualquier ladrón aprovechado.
Charo despertó de su repentino desmayo y se encontró con la
laguna Chirimoyas y con la viejecilla a su lado. Ésta le había quitado los
zapatos y le pidió que se sumergiera con ella en el agua. Así lo hicieron,
aunque Charo seguía muy temerosa. La
anciana mujer la tomó de los hombros y apoyó su ajada mano sobre la barriga de
Charo, presionándola y examinándola con el tacto. Entonces, la vieja mujer hizo
una exclamación.
—¡Ya está naciendo, florista, casi lo tenemos!
—¡Ay, me duele demasiado! —se quejaba Charo con la mitad del
cuerpo bajo el agua.
—¡Vamos, madrecita! Sólo falta un poco… Aguanta un poquitín.
—¡No puedo! —contestó extenuada la florista— ¡Lléveme al
médico, señora, lléveme al médico, se lo ruego!
Y Charo soltó un quejido tan estremecedor, que muchas aves
que posaban sus patitas por la orilla de la laguna, se espantaron y se subieron
a las copas de los árboles.
—Ya no hay necesidad, madrecita —dijo la anciana de vestido
gracioso, sumergiendo sus brazos aún más en el agua, como tratando de coger
algo—. ¡Mira, tu niño; ya nació! ¡Es tu bebé, florista!,... ¡Es un varoncito bello y sereno como todo lo
que hay a nuestro alrededor!
Después de sacarlo del agua, la viejecilla lo tomó por unos
segundos en sus brazos y luego se lo entregó a la florista que parecía más
repuesta de sus dolores. El bebé, en su instinto infantil se acercó al pecho de
la madre y bebió de su leche.
Charo cargó a su bebé
como quién carga un tesoro salido de su vientre y le conversó a la anciana, a
quien agradeció su llegada a la florería veinte veces, y otras veinte veces la
viejecilla le respondió que todo se debía a la laguna. “Una laguna, madrecita
—repetía la anciana— es el mejor lugar para el nacimiento de un niño”.
Cuando recuperó la
noción del tiempo, Charo supo que ya era bastante tarde.
—¡Pero Dios mío! —exclamó de pronto la florista llena de
preocupación—. Mi esposo y mis hijas… Me deben de estar esperando. ¡Ya es muy
tarde!… ¡Mi casa…! , tengo que regresar a casa.
Hicieron el trayecto de regreso lentamente.
Charo, sin separarse de su bebé, y la anciana sosteniéndola
de un brazo, pues Charo todavía estaba débil.
Caminaban Charo con el bebé y la vieja señora alejándose de
la laguna. Esta última la tomaba del brazo, ya que ella estaba muy débil. La
florista recordaba muy bien el camino, porque lo adornaban dos rosales que
hacía una semana había visto. Quiso pasar entre los dos, y ya estaba por
hacerlo, cuando la anciana pegó un grito y le ordenó que detuviera su paso.
—¡Detente, florista! —dijo ésta—, ¡cuidado con lo que vayas
a pisar!
—¿Que pise qué, señora? —contestó Charo, dejando su pie en
el aire.
—Casi pisas aquellas hojitas. ¿Las ves? Acaban de salir de
la tierra. Han nacido hoy, al igual que tu niño.
Charo, muy temerosa, apartó su pie y notó un par de hojitas
verdes que apenas se asomaban sobre el suelo, juntas no eran más grandes que la
uña de su dedo meñique.
Y el bebé de Charo se despertó; abrió sus ojos y explotó en
llanto.
—¡Buuuh… Buhhh! —lloró el niño sin un motivo aparente, y
como si su propia vida hubiera estado en peligro. La anciana tocó las hojitas
con las yemas de sus dedos y después hizo lo mismo con la frente del niño.
Luego, le dijo una palabra tan extraña que dejó perpleja a Charo, pero que
tranquilizó totalmente al pequeño:
—¡¡Yachimichí!! —dijo la anciana, y el niño al instante dejó
de llorar.
—¿Qué ocurrió, señora? —preguntó Charo desconcertada—. ¿Por
qué lloró mi niño y luego se tranquilizó de golpe cuando usted dijo eso? ¡No me
diga que es usted como esas brujas de los cuentos!
—¿Acaso tengo cara de
bruja, madrecita? —contestó la viejecilla sonriéndose—. Es cierto que ya no soy
una jovencita y que mi cara está algo arrugadita, pero no es para tanto,
florista.
—Pero, pero —quiso preguntarle Charo.
—Pero no hablemos de mí, florista… —interrumpió la
abuelita—. Mira, la planta que estuviste a punto de pisar es un chirimoyo;
aquí, alrededor de esta laguna, crecían antes cientos de chirimoyos, pero ahora
solo quedan unos pocos, porque las
personas tienen la costumbre de podarlos antes de que crezcan bien… Pero
algo me dice que esta plantita resistirá mucho.
Seguramente hoy es el primer día que respira el aire de la
Tierra, y no pasará mucho tiempo, si se sabe cuidar, para que sea un robusto
árbol como el resto de sus compañeros que crecen alrededor de la laguna.
—¿Tan grandes como aquellos dos de allá? —preguntó Charo
señalando dos inmensos árboles al otro lado de la laguna.
—No, madrecita, esos son dos olmos. Los chirimoyos no son
tan grandes, pero será de todos modos mucho más grande que los dos rosales que
ves ahora a sus costados.
Y cuando vio los rosales, Charo recordó algo que había hecho
hacía pocos días.
—¡Los rosales! ¡Sí, son los mismos rosales! —exclamó Charo—
¡Pero si yo estuve en medio de estos dos rosales hace una semana exactamente!
¡Sí, fue aquí mismo! Mis hijas Chéryl y Chantal recogían chirimoyas de los
árboles y nos detuvimos entre estos dos bellos rosales…Estuvimos aquella vez
justamente donde han brotado esas hojitas. ¡Qué extraño!
—Nada es tan extraño, como aparenta ser, madrecita —contestó
la anciana—, es posible que…
La anciana iba a decirle algo más, pero Chéster, el
vigilante de la laguna, quien venía corriendo, interrumpió la conversación.
Éste se acercó a las dos.
—¡Señora Charo —dijo Chéster—, su esposo y sus hijitas están
en casa preocupados por su paradero! ¿Les digo que está aquí?
—No es necesario, Chéster –contestó Charo—, ya estoy camino
a mi casa.
La anciana calló lo que iba a decir y ambas se despidieron
muy emotivamente. Chéster ayudó a Charo a cargar al bebé y a recorrer lo que
restaba del camino a casa. Luego de unos pasos, ella volteó para despedirse por
última vez de la viejecilla, pero ésta había desaparecido. Sólo se veía el gran
bosque que rodeaba a la laguna Chirimoyas y a las aves que solían posarse sobre
sus árboles.
Llegaron Charo y Chéster a casa con el niño en brazos. Ni su
esposo, el señor Chavarría, ni sus hijas Chantal y Chéryl, podían creerlo. ¡Era
el bebé que la familia había estado esperando por nueve meses y ella ahora lo
traía tranquilamente! ¿Qué habría pasado? ¡Las mamás no regresan caminando del
hospital con su niño recién nacido en brazos!
—¡¡¡Charo!!! —rompió el silencio muy nervioso su esposo, el
señor Chavarría—, ¡el bebé ya ha nacido! ¡Ha nacido, Charo! ¿Pero en qué
momento nació? ¿Y tú, puedes mantenerte en pie? ¡Es extraordinario! ¿Por qué no
me llamaste? ¡Dios mío!…
Y su esposo le hacía
estas preguntas y otras más a Charo, tocando al niño y tocándose él mismo para
comprobar que no era un sueño. Sus hijas, las gemelas Chéryl y Chantal, que
también estaban bastante nerviosas, corrían a ver a su nuevo hermanito y
trataban de dar explicaciones a lo ocurrido, pero cada una a su manera.
—Mamá, la cigüeña te entregó personalmente a nuestro hermanito
y no quiso que nosotros lo viéramos primero, ¿verdad? —preguntó Chéryl, la más
inquieta de las dos hermanas.
—No seas boba, Chéryl —le dijo Chantal a su hermana gemela y
con una voz más grave—, las cigüeñas no existen. El bebé estuvo en su pancita,
pero mamá no quiere hablar de eso porque le debió doler mucho que se lo saquen
de allí.
—Nada de eso, niñas —contestó Charo—, el bebé llegó al mundo
sin que tuviera casi ningún dolor. Una señora muy vieja, pero bastante buena,
me llevó hasta la laguna Chirimoyas, hizo que me metiera en ésta y allí traje a
la vida a su hermanito.
—¡Pero qué cosas dices, Charo! —exclamó sonriendo el señor
Chavarría—. Nadie puede dar a luz en una laguna. Para eso están los hospitales.
Bromeas ¿verdad?
—Es como te lo
cuento, amorcito. El vigilante vino a la florería con aquella anciana. No había
un solo auto y ella me atendió de emergencia. Créelo por favor… Es como yo te
digo.
—Mi amor —insistió su esposo—, tienes una excelente
imaginación, lo sé, pero no es un buen momento para historias… Creo que te hace
falta un descanso.
La florista, entonces, se enojó con su esposo y decidió no
hablarle más del tema. Se volvió hasta la cuna del bebé y dejó ver en su
espalda unas pajitas de color verde claro que se le habían pegado en la laguna
Chirimoyas. Entonces el señor Chavarría se dio cuenta de lo equivocado que
estaba y dio un abrazo fuerte que alcanzó para ella y para el niño.
—Mi Charito, perdóname por dudar de tus palabras en un
inicio —le dijo apenado—… Pero entonces, ¡dónde está la viejecita que te ayudó
a tener a nuestro bebé!
—No lo sé, amor, se esfumó como una nube. Lo último que me dijo
fue que cerca de una laguna es el mejor lugar en el que puede nacer una
criatura.
El señor Chavarría cargó a su hijo recién nacido y lo llenó
de besos. Sus hijas lo rodearon y todos se sentaron a la mesa.
—¡Qué lindo está nuestro hermanito, mami! …Pero hay que
ponerle nombre. Un nombre bonito…, bonito como el mío —exclamó Chantal.
—Tu nombre está pasado de moda, Chantal —le contestó su
hermana—, el bebito necesita un nombre más moderno.
—¡Tranquilas niñas! —les ordenó su madre—. A su papá y a mí
se nos ha ocurrido una bonita idea. Vamos a escoger el nombre los cuatro.
Pensaremos cada uno en cinco nombres distintos y los
escribiremos en cinco hojas de papel. Luego, los doblaremos y el papelito que
salga elegido tendrá el nombre del bebé.
Las niñas, ambas de 8 años, se entusiasmaron con la idea.
Escribieron, al igual que sus padres, en diferentes hojas los más curiosos
nombres para el bebé. Todas las letras del abecedario fueron usadas. Chéryl fue
la última en doblar y entregar sus hojas. Así se completaron los veinte
papelitos que fueron puestos en la mesa.
—Bueno, ahora revolveremos los papeles —dijo Charo
tomándolos entre sus delgadísimas manos— para que se puedan escoger cualquiera
de ellos.
—¡Yo escojo, yo voy a escoger! Yo nunca hago trampas —dijo
Chéryl.
—No, Chéryl —replicó Chantal—, tú no harás trampas pero yo
soy la que siempre cumplo con mis
deberes en la casa.
—¡Calma, niñas! —insistió Charo—. Ni ustedes ni, su padre,
ni yo escogeremos el papel: lo hará el bebé mismo. Lo acercaré a la mesa y
verán cómo toma uno de ellos.
Así fue. La madre acercó los papelitos doblados y los puso a
unos centímetros de sus bracitos. El niño los miró con atención, y su manita
derecha, aún torpe por la falta de costumbre, botó casi todos los papeles de la
mesa hacia el suelo. En ella sólo se mantuvo uno. Lo agarró y quiso metérselo
en la boca, como si fuera alguna golosina. Pero su madre le quitó el papel con
delicadeza y lo desdobló. El papel que había elegido el bebé tenía el nombre
“Charly” y así fue como se lo llamó para toda la vida.
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