sábado, 9 de julio de 2011

CHARLY Y EL ÁRBOL: Episodio 1


CHARLY Y EL ÁRBOL.



Charly.

Éranse dos pequeños que vivían en un mismo país, en una misma ciudad, en un mismo barrio y muy cerca de una laguna que tenía por nombre “Chirimoyas”: uno era hijo de un conductor de trenes y una vendedora de flores y el otro…, el otro pequeñín había nacido de una semilla cualquiera; era una planta.

El primero de los dos, es decir, el bebé, llegó al mundo un día en que abundaban las flores. Charo, su madre, aquel día había llenado su florería de dálias, azucenas, tulipanes, claveles pero sobre todo de rosas. La mayoría, eran blancas y rojas. Se celebraba la Independencia y era un buen día para vender flores; a pesar de que la pobre Charo llevaba nueve meses de embarazada. La gente de la ciudad pedía flores en abundancia, sobre todo, las que eran rojas y blancas.

Pero de pronto, a Charo le vinieron los dolores que tienen algunas mujeres cuando están a punto de ser mamás. Tanto fue el malestar, que la pobre Charo se desplomó sobre el suelo, y los numerosos ramos de rosas que estaban sobrepuestos a los dos costados de su tienda, cayeron todos sobre ella.

—¡Ayúdenme, ayúdenme por favor! —pedía auxilio la florista.

Y en la florería, que también era su casa, no había nadie, ni su esposo, el señor Chavarría, que estaría a esas horas conduciendo el tren de la mañana, ni sus dos pequeñas hijas, las gemelas Chéryl y Chantal, que debían de estar oyendo clases en el colegio, ni siquiera “China”, una perra inmensa de color blanco que compartían Chéryl y Chantal y que se encontraría, (como acostumbraba hacer todas las mañanas) husmeando entre las hierbas de la laguna  Chirimoyas, que estaba bastante cerca de la casa. Tuvieron que pasar quince dolorosos minutos para que alguien se asomara a la casa.  Era Chéster, el guardián de aquella laguna con nombre de fruta.

—¡Quién grita allí! —dijo éste un poco atemorizado, mientras Charo, la florista, apenas pudo sacudirse de las rosas que le cayeron encima y que la habían cubierto casi por completo.

—¡Ayúdeme, joven Chéster! —suplicó ella— Voy a tener a mi bebé; ¡consiga un taxi!, ¡un taxi! que  necesito un médico.

—Sí, señora Charo, iré por un taxi ahora mismo.
Pero el desafortunado vigilante no halló un solo auto en la carretera. La calle estaba desierta de vehículos. Pero en cambio, se encontró en el camino con una anciana de aspecto vivaz y de vestimenta muy graciosa; ésta llevaba un ancho sombrero hecho de paja, un vestido largo y moteado con todos los colores posibles de imaginar, una bufanda roja y larga que hacía juego con sus diminutos zapatos rojos y una cartera del mismo color que llevaba consigo, y que era tan vieja como ella.

La vieja mujer, al ver el rostro de Chéster, notó su gran nerviosismo y le habló así:

—¡Qué le ocurre, jovencito! ¿Está buscando algo?

—No señora…., es decir,… es decir sí. Es una urgencia, pero no creo que usted me pueda ayudar —dijo el vigilante, tartamudeando y sin esperanzas al ver la encorvada y delgada silueta de la abuelita.

—Eso dependerá de lo que tenga que hacer. No crea que por ser anciana soy inútil —contestó la mujer de gracioso vestido, moviendo sus frágiles brazos y pequeñas manos.

—Es que… Es que –dudó el vigilante— se trata de una mujer que va a dar a luz.

—¡Caballero!, ¿Acaso no tengo cara de haber sido madre? Conozco ese oficio y sé cómo paren las mujeres a sus bebés. Vamos, lléveme hasta donde está la futura madre.

—¡De acuerdo!, ¡de acuerdo! —contestó el temeroso vigilante, encogiéndose de hombros y lamentándose por tan penoso día.

Y juntos caminaron hasta la florería. Charo, que a duras penas había conseguido ponerse en pie, oyó la voz de Chéster y se alegró; pero luego se sintió desalentada al no oír el motor del taxi que Chéster había acordado traerle para ir al hospital. En seguida supo que estaba acompañado de otra persona; era la voz de una señora bastante mayor. Charo se acercó tambaleando hasta su mostrador. Para entonces sus dolores habían aumentado.

La voz que había oído era la de la anciana, quien al verla se acercó a saludarla:

—Buen día, florista —dijo ésta y le dio un abrazo—. ¡Vaya, qué lindas flores se venden aquí!, pero me ocuparé de ellas en otro momento…

Te duele tu barriguita ¿verdad florista?... Es que tu niño ya está advirtiéndote que está listo para salir… Pero no te preocupes, tienes mucha suerte de que yo haya llegado a tiempo.

—¡Perdóneme, buena señora —contestó Charo un poco enojada y tocándose nuevamente la barriga— pero no estoy de humor para bromas…!  ¡Y usted Chéster!, ¿no habíamos quedado en que traería un taxi? A este paso mi bebito llegará muerto al hospital.

—Pero florista, no seas tan severa con el joven —respondió la anciana con una sonrisa cariñosa—, él me dijo que ibas a tener un bebé y, modestias aparte, no hay persona más acostumbrada a los partos que yo…

La anciana del vestido gracioso, sin embargo, vio lo agitada que estaba Charo y entonces agregó:

—¡Pero no perdamos tiempo! Te llevaremos ahora mismo a la laguna Chirimoyas; allí, como acostumbran desde siempre, tendrás a tu niño.

—¡Nada de laguna Chirimoyas! —contestó molesta la futura madre, y su enojo le provocó más dolor—. ¡Yo necesito ir al hospital!… ¡Un Taxi, un taxi!

—Calma, florista, no es bueno que te enojes ahora —le dijo la viejecilla—, sé que deseas ir al hospital, pero está muy lejos y hoy es fiesta nacional, recuerda. Además, los pocos médicos que están trabajando deben de estar muy ocupados y por lo que veo no hay tiempo que perder. ¡Vamos de una vez a la laguna Chirimoyas que allí nacerá tu hijo!

—¡Otra vez con eso de la laguna! –reclamó Charo muy alterada—. ¡Tráiganme un taxi!...
La florista estaba tan débil que casi cae al piso otra vez, de no ser porque la anciana la sostuvo a tiempo entre sus brazos.

—¡Pronto —ordenó ésta a Chéster—, tráeme unos paños muy calientes, nada más…, nada más será necesario! Llévalos a la laguna, que allí estaremos.

El buen vigilante, desesperado por no encontrar paños, tomó con mucha pena de su caseta una camisa que jamás había usado. Era nueva, es más, aún no la había sacado de su caja, pero fue lo único que en ese momento podía servir como paño. La rompió en varios pedazos, los humedeció todos con el agua caliente de su termo y marchó corriendo hacia la laguna a entregársela a la anciana. Ella, con una inesperada fuerza, había llevado en sus brazos a la florista embarazada hasta la orilla de la laguna.

—Aquí tiene los paños calientes, señora —dijo Chéster, quien hasta ahora no sabía el nombre de la anciana.

 El vigilante, luego de entregarle las telas humedecidas, corrió hasta la florería, que había quedado con las puertas de par en par. No había nadie en ella y había que cuidarla de cualquier ladrón aprovechado.

Charo despertó de su repentino desmayo y se encontró con la laguna Chirimoyas y con la viejecilla a su lado. Ésta le había quitado los zapatos y le pidió que se sumergiera con ella en el agua. Así lo hicieron, aunque Charo seguía muy temerosa.  La anciana mujer la tomó de los hombros y apoyó su ajada mano sobre la barriga de Charo, presionándola y examinándola con el tacto. Entonces, la vieja mujer hizo una exclamación.

—¡Ya está naciendo, florista, casi lo tenemos!

—¡Ay, me duele demasiado! —se quejaba Charo con la mitad del cuerpo bajo el agua.

—¡Vamos, madrecita! Sólo falta un poco… Aguanta un poquitín.

—¡No puedo! —contestó extenuada la florista— ¡Lléveme al médico, señora, lléveme al médico, se lo ruego!


Y Charo soltó un quejido tan estremecedor, que muchas aves que posaban sus patitas por la orilla de la laguna, se espantaron y se subieron a las copas de los árboles.

—Ya no hay necesidad, madrecita —dijo la anciana de vestido gracioso, sumergiendo sus brazos aún más en el agua, como tratando de coger algo—. ¡Mira, tu niño; ya nació! ¡Es tu bebé, florista!,...  ¡Es un varoncito bello y sereno como todo lo que hay a nuestro alrededor!
Después de sacarlo del agua, la viejecilla lo tomó por unos segundos en sus brazos y luego se lo entregó a la florista que parecía más repuesta de sus dolores. El bebé, en su instinto infantil se acercó al pecho de la madre y bebió de su leche.

 Charo cargó a su bebé como quién carga un tesoro salido de su vientre y le conversó a la anciana, a quien agradeció su llegada a la florería veinte veces, y otras veinte veces la viejecilla le respondió que todo se debía a la laguna. “Una laguna, madrecita —repetía la anciana— es el mejor lugar para el nacimiento de un niño”.


 Cuando recuperó la noción del tiempo, Charo supo que ya era bastante tarde.

—¡Pero Dios mío! —exclamó de pronto la florista llena de preocupación—. Mi esposo y mis hijas… Me deben de estar esperando. ¡Ya es muy tarde!… ¡Mi casa…! , tengo que regresar a casa.
Hicieron el trayecto de regreso lentamente.
Charo, sin separarse de su bebé, y la anciana sosteniéndola de un brazo, pues Charo todavía estaba débil.

Caminaban Charo con el bebé y la vieja señora alejándose de la laguna. Esta última la tomaba del brazo, ya que ella estaba muy débil. La florista recordaba muy bien el camino, porque lo adornaban dos rosales que hacía una semana había visto. Quiso pasar entre los dos, y ya estaba por hacerlo, cuando la anciana pegó un grito y le ordenó que detuviera su paso.

—¡Detente, florista! —dijo ésta—, ¡cuidado con lo que vayas a pisar!

—¿Que pise qué, señora? —contestó Charo, dejando su pie en el aire.

—Casi pisas aquellas hojitas. ¿Las ves? Acaban de salir de la tierra. Han nacido hoy, al igual que tu niño.

Charo, muy temerosa, apartó su pie y notó un par de hojitas verdes que apenas se asomaban sobre el suelo, juntas no eran más grandes que la uña de su dedo meñique.

Y el bebé de Charo se despertó; abrió sus ojos y explotó en llanto.

—¡Buuuh… Buhhh! —lloró el niño sin un motivo aparente, y como si su propia vida hubiera estado en peligro. La anciana tocó las hojitas con las yemas de sus dedos y después hizo lo mismo con la frente del niño. Luego, le dijo una palabra tan extraña que dejó perpleja a Charo, pero que tranquilizó totalmente al pequeño:

—¡¡Yachimichí!! —dijo la anciana, y el niño al instante dejó de llorar.

—¿Qué ocurrió, señora? —preguntó Charo desconcertada—. ¿Por qué lloró mi niño y luego se tranquilizó de golpe cuando usted dijo eso? ¡No me diga que es usted como esas brujas de los cuentos!

—¿Acaso tengo  cara de bruja, madrecita? —contestó la viejecilla sonriéndose—. Es cierto que ya no soy una jovencita y que mi cara está algo arrugadita, pero no es para tanto, florista.
—Pero, pero —quiso preguntarle Charo.

—Pero no hablemos de mí, florista… —interrumpió la abuelita—. Mira, la planta que estuviste a punto de pisar es un chirimoyo; aquí, alrededor de esta laguna, crecían antes cientos de chirimoyos, pero ahora solo quedan unos pocos, porque las  personas tienen la costumbre de podarlos antes de que crezcan bien… Pero algo me dice que esta plantita resistirá mucho.

Seguramente hoy es el primer día que respira el aire de la Tierra, y no pasará mucho tiempo, si se sabe cuidar, para que sea un robusto árbol como el resto de sus compañeros que crecen alrededor de la laguna.

—¿Tan grandes como aquellos dos de allá? —preguntó Charo señalando dos inmensos árboles al otro lado de la laguna.

—No, madrecita, esos son dos olmos. Los chirimoyos no son tan grandes, pero será de todos modos mucho más grande que los dos rosales que ves ahora a sus costados.

Y cuando vio los rosales, Charo recordó algo que había hecho hacía pocos días.

—¡Los rosales! ¡Sí, son los mismos rosales! —exclamó Charo— ¡Pero si yo estuve en medio de estos dos rosales hace una semana exactamente! ¡Sí, fue aquí mismo! Mis hijas Chéryl y Chantal recogían chirimoyas de los árboles y nos detuvimos entre estos dos bellos rosales…Estuvimos aquella vez justamente donde han brotado esas hojitas. ¡Qué extraño!
—Nada es tan extraño, como aparenta ser, madrecita —contestó la anciana—, es posible que…

La anciana iba a decirle algo más, pero Chéster, el vigilante de la laguna, quien venía corriendo, interrumpió la conversación. Éste se acercó a las dos.

—¡Señora Charo —dijo Chéster—, su esposo y sus hijitas están en casa preocupados por su paradero! ¿Les digo que está aquí?

—No es necesario, Chéster –contestó Charo—, ya estoy camino a mi casa.

La anciana calló lo que iba a decir y ambas se despidieron muy emotivamente. Chéster ayudó a Charo a cargar al bebé y a recorrer lo que restaba del camino a casa. Luego de unos pasos, ella volteó para despedirse por última vez de la viejecilla, pero ésta había desaparecido. Sólo se veía el gran bosque que rodeaba a la laguna Chirimoyas y a las aves que solían posarse sobre sus árboles.

Llegaron Charo y Chéster a casa con el niño en brazos. Ni su esposo, el señor Chavarría, ni sus hijas Chantal y Chéryl, podían creerlo. ¡Era el bebé que la familia había estado esperando por nueve meses y ella ahora lo traía tranquilamente! ¿Qué habría pasado? ¡Las mamás no regresan caminando del hospital con su niño recién nacido en brazos!

—¡¡¡Charo!!! —rompió el silencio muy nervioso su esposo, el señor Chavarría—, ¡el bebé ya ha nacido! ¡Ha nacido, Charo! ¿Pero en qué momento nació? ¿Y tú, puedes mantenerte en pie? ¡Es extraordinario! ¿Por qué no me llamaste? ¡Dios mío!…

 Y su esposo le hacía estas preguntas y otras más a Charo, tocando al niño y tocándose él mismo para comprobar que no era un sueño. Sus hijas, las gemelas Chéryl y Chantal, que también estaban bastante nerviosas, corrían a ver a su nuevo hermanito y trataban de dar explicaciones a lo ocurrido, pero cada una a su manera.

—Mamá, la cigüeña te entregó personalmente a nuestro hermanito y no quiso que nosotros lo viéramos primero, ¿verdad? —preguntó Chéryl, la más inquieta de las dos hermanas.

—No seas boba, Chéryl —le dijo Chantal a su hermana gemela y con una voz más grave—, las cigüeñas no existen. El bebé estuvo en su pancita, pero mamá no quiere hablar de eso porque le debió doler mucho que se lo saquen de allí.

—Nada de eso, niñas —contestó Charo—, el bebé llegó al mundo sin que tuviera casi ningún dolor. Una señora muy vieja, pero bastante buena, me llevó hasta la laguna Chirimoyas, hizo que me metiera en ésta y allí traje a la vida a su hermanito.

—¡Pero qué cosas dices, Charo! —exclamó sonriendo el señor Chavarría—. Nadie puede dar a luz en una laguna. Para eso están los hospitales. Bromeas ¿verdad?

 —Es como te lo cuento, amorcito. El vigilante vino a la florería con aquella anciana. No había un solo auto y ella me atendió de emergencia. Créelo por favor… Es como yo te digo.

—Mi amor —insistió su esposo—, tienes una excelente imaginación, lo sé, pero no es un buen momento para historias… Creo que te hace falta un descanso.

La florista, entonces, se enojó con su esposo y decidió no hablarle más del tema. Se volvió hasta la cuna del bebé y dejó ver en su espalda unas pajitas de color verde claro que se le habían pegado en la laguna Chirimoyas. Entonces el señor Chavarría se dio cuenta de lo equivocado que estaba y dio un abrazo fuerte que alcanzó para ella y para el niño.

—Mi Charito, perdóname por dudar de tus palabras en un inicio —le dijo apenado—… Pero entonces, ¡dónde está la viejecita que te ayudó a tener a nuestro bebé!

—No lo sé, amor, se esfumó como una nube. Lo último que me dijo fue que cerca de una laguna es el mejor lugar en el que puede nacer una criatura.

El señor Chavarría cargó a su hijo recién nacido y lo llenó de besos. Sus hijas lo rodearon y todos se sentaron a la mesa.

—¡Qué lindo está nuestro hermanito, mami! …Pero hay que ponerle nombre. Un nombre bonito…, bonito como el mío —exclamó Chantal.

—Tu nombre está pasado de moda, Chantal —le contestó su hermana—, el bebito necesita un nombre más moderno.

—¡Tranquilas niñas! —les ordenó su madre—. A su papá y a mí se nos ha ocurrido una bonita idea. Vamos a escoger el nombre los cuatro.

Pensaremos cada uno en cinco nombres distintos y los escribiremos en cinco hojas de papel. Luego, los doblaremos y el papelito que salga elegido tendrá el nombre del bebé.

Las niñas, ambas de 8 años, se entusiasmaron con la idea. Escribieron, al igual que sus padres, en diferentes hojas los más curiosos nombres para el bebé. Todas las letras del abecedario fueron usadas. Chéryl fue la última en doblar y entregar sus hojas. Así se completaron los veinte papelitos que fueron puestos en la mesa.

—Bueno, ahora revolveremos los papeles —dijo Charo tomándolos entre sus delgadísimas manos— para que se puedan escoger cualquiera de ellos.
—¡Yo escojo, yo voy a escoger! Yo nunca hago trampas —dijo Chéryl.

—No, Chéryl —replicó Chantal—, tú no harás trampas pero yo soy la que  siempre cumplo con mis deberes en la casa.

—¡Calma, niñas! —insistió Charo—. Ni ustedes ni, su padre, ni yo escogeremos el papel: lo hará el bebé mismo. Lo acercaré a la mesa y verán cómo toma uno de ellos.

Así fue. La madre acercó los papelitos doblados y los puso a unos centímetros de sus bracitos. El niño los miró con atención, y su manita derecha, aún torpe por la falta de costumbre, botó casi todos los papeles de la mesa hacia el suelo. En ella sólo se mantuvo uno. Lo agarró y quiso metérselo en la boca, como si fuera alguna golosina. Pero su madre le quitó el papel con delicadeza y lo desdobló. El papel que había elegido el bebé tenía el nombre “Charly” y así fue como se lo llamó para toda la vida.

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