Ellas vivían sobre el mar. Un pequeño espacio de tierra, que
de un extremo a otro se podía recorrer en la decima parte de un día, era su
casa. Bueno, su casa es un decir, porque en realidad era una pequeñísima isla
perdida en medio del Océano y, que al parecer a ninguno de los grandes hombres
del mar había llamado la atención. Ellas, es decir las hermanas Grisel y Ana,
vivían sin problemas aparentes en aquel pedacito de mundo al que llamaban Isla
Escarlata. Jamás se preguntaban (salvo en pocas ocasiones) cómo habían llegado
a dar hasta allí; si sus padres habían muerto o estarían tan extraviados como
ellas. Lo único que las conectaba con el mundo eran millones de aves pescadoras
que allí cerca encontraban su comida, además de los aviones que de cuando en
cuando corrían muy altos por el cielo.
El encuentro con las
aves era tan acostumbrado que poco llamaba su atención; pero en el caso de los
aviones, ambas acababan alterándose: caían como embobabas cada vez que sentían
que uno de estos aparatos iba rompiendo el silencio total de la isla. Y si
acaso el avión volaba muy bajito, Grisel, la mayor de las dos hermanas, soltaba
al viento fuertes sollozos y tomaba por los hombros nerviosamente a la pequeña
Anita; la cogía de un brazo y la conducía a la bien protegida casa, que en
realidad no pasaba de ser una rudimentaria cabaña.
—¡A casa, Ana! ¡A casa! —advertía Grisel muy irritada,
mientras los motores de los aviones tronaban en el cielo de Isla Escarlata.
Ana se encogía de hombros. Sólo sabía que su hermana debía
tener razón. ¡Después de todo, era la mayor de las dos! ¡Esos gigantes de metal
en el aire podrían caerse sobre la isla y explotar! Todas las aves los temían,
y ellas rara vez se equivocan. Se escondían en bandadas ante el desesperante
sonido de los aviones ¡Había que tener miedo! Y sin embargo, muy en el fondo de
su corazón, ¡cuánto le agradaban a Anita los ruidos que hacían aquellas
máquinas que venían del cielo!
Ya en casa y protegidas de los aviones, Grisel iniciaba
algunos juegos con Ana, juegos como quién de las dos permanecía más tiempo
caminando sobre las puntas de sus pies; quién tiraba más fuerte de la cuerda y
arrastraba a la que estuviera del otro lado, y otros agitados ejercicios.
¡Había vuelto a la carita de Grisel la risa y la tranquilidad! Y, cuando ya
casi el asunto de los aviones estaba olvidado, Anita apretujaba sus labios,
imitaba con ellos el sonido de los aviones y se ponía a corretear con los brazos
extendidos, como si fueran alas. La pobre Grisel estallaba en un ataque de
nervios.
—¡Basta Ana!, basta. ¡Déjate de hacer tonterías!, ¡No te das
cuenta que a veces te vuelves insoportable!
Y Grisel corría hacia
cualquier lugar a desatar su llanto y recordar lo que había pasado hacía
algunos años. ¿Qué era? Sus recuerdos
eran como una sucesión de fotografías en su cabeza: primero, se acordaba de un
lejano ruido como el que hacían aquellos aviones que Anita apuntaba con su
dedo; luego, recordaba una cabina comandada por un señor rodeado de una gran
cantidad de botones, pantallas y mecanismos complicadísimos; luego, veía que a
su costado había una pareja que rodeaba con sus brazos a ella y a su hermanita
… Y luego, ¡luego, se acordaba de los gritos de terror de ella y de todos, al
ver que se estrellaban contra una isla rocosa en medio del mar! No recordaba
más. Eso hacía que Grisel no soportara
los aviones. Pero terminado ese ataque de sollozos, Grisel era la jovencita de
catorce años, listísima y serena que preparaba la comida todos los días.
¿Y Anita? Ella era feliz con cualquier objeto nuevo que se
asomara en el aire o en el mar. Si, había que obedecer a Grisel: salían juntas
todas las mañanas a recoger unos frutos que crecían en unas palmeras enanas.
Sólo tenían que tomar un palo lo suficientemente grande y ¡Plum! Caían todos
con un sabor dulcísimo, como de higos. Era lo único comestible en ese pedazo de
mundo.
—¿Puedo comerlos ya? —decía desesperada Anita, tan
hambrienta que hacía que su hermana nuevamente perdiera la paciencia.
—¡Aun faltan lavarlos, Anita, espera! —le advertía Grisel.
Pero Anita casi nunca
podía esperar. Cuando Grisel no la vigilaba, solía ir más allá de los límites
que su hermana le ponía. Caminaba todo lo que era posible caminar, trepaba lo
trepable; hasta que se desataba un pequeño desastre: picaduras de arañas en su
cuerpo, pinchazos de otros bichos, caídas estrepitosas desde palmeras y hasta
una intoxicación por tanto comer pescado crudo, experiencia pudo ser la última
si no fuera por los conocimientos curativos de su hermana. Pero, lejos de
atemorizarla, Anita se hacía más resuelta a explorar cada rincón que la
rodeaba, y a fijar sus propios límites un poco más allá de lo que el destino
naturalmente le había impuesto.
El norte de Escarlata era el lugar más fértil. La mayoría de
palmeras y otras vegetaciones raquíticas se ubicaban allí; también un curioso
cráter que se llenaba de agua cada vez que llovía. Lo que se acumulaba en el
cráter era la única fuente de agua bebible que ambas tenían; aunque Grisel
había descubierto una forma ingeniosa de desalinizar el agua de mar utilizando
flores de palmeras que absorbían la sal marina. Pero era inviable, debido a la
cantidad de flores que necesitaban por litro de agua. De modo que todos los
días, las hermanas trepaban el cráter del Norte de Escarlata y, no sin un poco
de dificultad, se hacían del agua, que en tinajas se llevaban a la cabaña.
En tres o cuatro viajes tenían toda una semana de agua; sea
para su uso personal, como también para las “lecciones del agua” ¿Qué era esto?
Pues consistía en ver su propio reflejo sobre el líquido de las tinajas.
Siempre era igual; quedaban asombradas ante las propiedades del agua. Nada como
ésta para permitirles la vida, librarse de inmundicias y además conocer sus
propias imágenes sobre la superficie. Por eso, acumulaban en casa recipientes
de todo tamaño y se pasaban todas las tardes, incluso buena parte de las
noches, contemplando sus rostros reflejados sobre el agua. Allí conocían lo que
eran.
Esas mismas lecciones del agua hacían que Ana se inquietara
por saber más acerca del Océano. ¿Acaso no podría ser el mar una especie de
tinaja gigantesca? Para ver el mar, no había mejor lugar que observándolo desde
la región desconocida y pedregosa que estaba al sur de Escarlata, y al extremo
opuesto de la región de las palmeras y el cráter de agua. Grisel le tenía
terror a la región desconocida, y temía que Ana adquiriera la costumbre de
visitarla; porque allí eran comunes los escorpiones y serpientes; pero sobre
todo, porque en ese lugar el sonido de los aviones era todavía más atroz. De
niña Grisel le había prohibido terminantemente ir a ese lugar, sobre todo luego
de que se enterara de que Ana lo hacía por el puro gusto de ver los aviones. En
su primera huida, la hermanita menor se había quebrado la cabeza, mientras
trataba de trepar una colina rocosa, y en otra, exactamente un año después, se
perdió horas y horas en medio del bosque de piedras, al punto que Grisel la dio
por muerta. Cuando su hermanita apareció en la cabaña, tenía la piel tan oscura
como una guinda; el Sol se la había arruinado.
—¡Ana —exclamó Grisel con una rabia espantosa—, si quieres
morirte por lo menos deja una nota antes!
Pero segundos después,
Grisel caía de rodillas a los pies de su hermana menor, rogándole que no
lo vuelva hacer nunca. La curó con una pomada hecha de hojas de una planta que
solo Grisel conocía, y en el espacio de una semana la niña Ana ya había sanado
de casi todas sus quemaduras de sol.
Durante años las advertencias de Grisel fueron palabra
sagrada; pero cuando Ana alcanzó a su hermana en tamaño, las cosas cambiaron.
Sentía nostalgia por las rocas gigantes, por
la caminata diaria de los pelícanos, por el sonido de los aviones que
casi no existían en la región de los cráteres y las palmeras enanas. Así, en
medio de esa curiosidad, un día se encaminó a la región desconocida de
Escarlata.
“Es triste perderse —pensó ella—, pero sería aún más triste
quedarse sin saber de dónde vienen los aviones.
Y así se echó a andar.
La tarde en la que Ana se escapó para ir a la región
desconocida de Escarlata era muy roja, como la atmósfera de un planeta
inexplorado, y apenas acababa de ponerse un cuarto de la cara del sol en lo
hondo del mar. Siempre al inicio de los atardeceres el cielo se enrojecía en la
isla; pero esta vez el enrojecimiento era desproporcionado. Ana apuró el paso,
pues a esa hora los aviones solían correr en abundancia por el cielo, sobre el
extremo desconocido de la isla; aunque en un espacio de tiempo bastante definido,
hasta que la oscuridad completa borrara del cielo el último claro de la tarde.
Ana tuvo que subir
una empinada colina que era una barrera natural que separaba a Escarlata de su
región desconocida, y al llegar a la cumbre divisó todo. Verdad que era
bastante mejor la vista marina desde allí. Había un camino de piedras, bastante
llamativo por los colores de éstas. Y si se caminaba descalza, como estaba Ana,
se podía sentir la textura y calor de cada piedra que se pisaba; por ejemplo,
las más lisas y negras eran las más abundantes y hermosas, pero también las más
peligrosas. Las blancas y rugosas, por el contrario, eran las indicadas para
caminarlas, tal como lo hacían las aves pescadoras. Más abajo, cerca del mar,
las piedras blancas eran muchísimo más grandes y servían de puentes hasta el
límite con el mar. Todavía Ana había tenido miedo; pero cuando vio la fila de
piedras blancas y sólidas, respiró de alivio. Una de ellas era plana, plana
como una tabla. ¡Qué alegría sintió Anita! Al fin podía realizar su sueño de
bajar hasta al mar.
Caminó hacia la piedra, se sentó en ella y esperó con calma
a que corriera el primero de los aviones. Soñaba con verlos a pocos metros de
su cabeza, conocerlos por dentro y saber qué era lo que los hacía volar. ¡No
comprendía por qué Grisel podía temerles tanto!
Pero los aviones ese
día nunca llegaron.
—¡Es extraño! A estas horas, por los menos uno debiera de
haber volado —se dijo Ana, temiendo que su fatigante tarea hubiera sido en
vano.
Y ya estaba resignada a no verlos, cuando una figura extraña
comenzó a percibirse en altamar. No volaba sobre las aguas, sino que se
deslizaba por ellas. Era un sujeto extraño el que se desplazaba con agilidad
sobre una especie de balsa hecha de troncos huecos. ¿Pero qué era aquello? El
individuo tenía en brazos una gran paleta y con una fuerza y destreza
asombrosas, hacía a un lado las amenazadoras corrientes marinas. En un inicio
Ana lo creyó uno de esos animales raros que de cuando en cuando se asomaban a
la isla; pero no. Los animales se valían únicamente de su cuerpo para
desplazarse sobre el agua.
Cuando lo tuvo más
cerca, descubrió que no era tan raro; al verlo, incluso le recordaba a ella
misma, a su rostro visto en el espejo de agua en las tinajas; y también tenía
algo de Grisel. Se estremeció ante ese pensamiento. “¡Qué cosa rara era esto de
parecerse a otros!”, se dijo. Hasta entonces Ana había creído que Grisel y ella
eran únicas, muy distintas del resto de animales que vivían en Escarlata.
Ahora, aquella visión había de cambiarlo todo.
Pero, a decir verdad,
el individuo no era del todo parecido a ella. ¡He aquí una pequeña diferencia!:
tenía la cara poblada de una rara vellosidad.
Luego de unos instantes de contemplación de sus movimientos,
Ana vio, poco a poco, desaparecer de su vista la balsa con el extraño
individuo. Ya comenzaba a oscurecer. Las aves se guardaban en sus cuevas.
—¿Y si mañana vuelve?
¡De repente, como a mí, le gusta el ruido de los aviones! —se dijo Ana con
ingenuidad.
Pero los aviones ya no le interesaban a Anita. Buscó la
manera de ingeniárselas para salir de casa a esa misma hora, cuando el sol
sobre el mar estuviera hundido en su cuarta parte; porque estaba segura de que
a esa hora lo vería nuevamente. Le dijo a su hermana que marcharía a recoger
frutos de palmeras y que volvería antes de que atardezca totalmente. Grisel le
creyó, porque Anita tenía tiempo de ser una hermana sumamente dócil.
—¡Corre, Anita. Pero ya sabes, nada de acercarse a los
aviones ¡Te lo suplicó! —le señaló Grisel.
Y Ana trataba de hacerse creer para sí misma que iría a la
región pedregosa, únicamente para ver los aviones. Sin embargo, a esas alturas
lo único que le inquietaba era volver a toparse con el sujeto de la balsa. El
segundo viaje fue más sencillo, se sabía de memoria el camino que debía seguir
y cómo subir la colina hasta llegar al pedregal. Bajaba despacito la pendiente
de piedras negras y blancas, y al llegar al fin de la isla, se apoyaba en la
inmensa piedra blanca y aplanada que había descubierto el primer día.
La balsa se hizo ver
en la lejanía con notable puntualidad. Esta vez se desplazaba en sentido
contrario al de la ocasión anterior, y fue mucho más favorecida por el viento.
Se acercó algo más a la costa, tanto que Ana, por una extraña razón, comenzaba
a tambalearse sobre la roca. Era como si el individuo estuviera provisto de un
imán imaginario que la atraía a acercársele, incluso la impulsaba a saltar al
mar. La pobre Anita, entonces, recordaba los sermones de su hermana Grisel, y
se quedaba muy quieta; aun cuando el hecho de saber que nada podía hacer, más
que verlo aparecer y esfumarse en el horizonte todos los días, hacía que sus
ojos enrojecieran tanto como el cielo de esas tardes agonizantes.
El día veinte desde su primera salida al sur de Escarlata,
lo vio mucho más cerca que en los anteriores. Vestía de forma bastante extraña.
Éste no usaba vestidos floreados y largos, como ella y su hermana, sino ropas
menos coloridas y más ceñidas a su cuerpo. Parecía un hijo de ese mar que
tantas veces había visto; aunque la vellosidad en el rostro estropeara un poco
su aspecto. Ese día, aquella fuerza magnética que siempre ejercía el sujeto de
la balsa, fue mayor, al punto que Ana comenzó a perder el control sobre su
cuerpo y sobre todo de sus pies. Estos
la dejaron caer en el agua y a caminar en ella.
—¡Hacia dónde me estoy moviendo!, me voy a ahogar así! —se
dijo Anita, y sin embargo ella no se hundía, a pesar de que la profundidad del
agua ya estaba al doble de su altura.
Sin que ella pudiera explicárselo, comenzó a caminar un gran
trecho a través del mar y en dirección al viajero, quien con un brillo metálico
en los ojos y batiendo las aguas con el remo que sujetaban sus brazos hacia
adelante, daba la sensación de que avanzaba hacia la costa. Mientras más lo
creía cerca, más perdía Ana el control de sí misma. Su cuerpo se sumergía en el
agua sin hundirse del todo, de manera tal que avanzaba con increíble facilidad
hacia el Océano; sus pasos cortaban el agua y avanzaban con una desenvoltura
sorprendente, sorteando peces con sus piernas y haciendo de sus brazos el mejor
remo.
Pero ocurría algo
extrañísimo; pese a su gran avance, no conseguía acercarse un solo centímetro
al individuo. Éste aparecía tan lejano como cuando Ana se había arrojado sobre
las aguas. ¡Y vaya si se había adentrado mucho en el mar! Cuando ella notó
aquello, ya era mucho lo que había dejado atrás. Escarlata estaba tan lejana
como la mañana del día siguiente.
“¡Qué me ha pasado —pensó—, cómo he podido llegar hasta
aquí!”.
Al asomarse la noche y desaparecer la confusión de su mente
por aquel extraño individuo, decidió volverse a la costa; con la esperanza
puesta en que Grisel no se hubiera percatado de su ausencia. Pero el regreso no
era sencillo. Aquel mar sobre el que había podido introducirse con facilidad,
ahora se empeñaba en castigar su delgado cuerpo. Y ella que no sabía de nadar,
sólo la desesperación por llegar a como dé lugar, la ayudó a subsistir, aun
cuando la oscuridad era casi completa, a no ser de una que otra pálida estrella
en el firmamento. ¡Qué le diría a su hermana! ¡Cómo explicarle a Grisel que una
criatura del mar la había arrastrado hasta una trampa!
Comenzaba a aclarar
el cielo, cuando Ana pudo, al fin, ver a la distancia, el lado más
sobresaliente dela isla. La costa aún estaba lejos, pero el hecho de verla le
devolvió la calma que había perdido toda la noche. Ya no le palpitaba el
corazón tan fuerte, como en un comienzo, y pudo encontrar piso, mientras
trataba de chapotear. Los últimos metros hasta la orilla fueron más fáciles de
lo esperado, hasta que finalmente, estiró los brazos y pudo sostenerse de una
roca lo bastante grande, como para subir a la isla. ¡Estaba salva!
Ya sobre el suelo de la isla, corrió hacia la cabaña a ver a
Grisel. Su hermana mayor debía de estar molestísima. Ella no se comería el
cuento de que mientras recogía frutos se había extraviado de la ruta para
volver a casa. Sin embargo, al llegar a la cabaña no hubo necesidad de dar
explicaciones; pues Grisel sencillamente había desaparecido.
Ana tuvo un horrible
presentimiento. Fue a buscarla al norte de Escarlata, es decir, donde estaban
el cráter y las palmeras enanas; pero no hubo una sola señal de su presencia
allí. Recordó los temores de su hermana a los aviones, de manera que la buscó
también en todas las cuevas de la isla, todas estaban vacías. La respiración de
Ana se hacía más pesada a medida que la mañana avanzaba, y se repetía para sí
misma: “¡Tiene que aparecer, ella nunca va tan lejos!”. Sin embargo, al cabo de
tres horas, las esperanzas de Anita se vencieron y se refugió de puro cansancio
y sin fuerzas para pensar, en el pedregal al que siempre acudía por las tardes.
Al bajar hasta la última piedra que daba al mar, sería
testigo de un espectáculo ciertamente aterrador: sobre las aguas flotaban un
par de zapatos marrones y viejos y también un retazo de vestido moteado. Era
parte de la ropa de Grisel, que —cosa que resultaba aun más extraña— nunca se
había aventurado a acercarse al mar. Una nube de confusión se apoderó de Ana.
—¡He buscado mal! —se dijo—,Grisel sabe que no es correcto
venir hasta aquí.
Y en un acto de desesperación, volvió a recorrer de punta a
punta la isla. Trepó todas las palmeras, buscó en los alrededores del cráter y
en toda la extensión de Escarlata. Finalmente, marchó a la cabaña. Pero el
sentido común le dijo que no había más que buscar, que los zapatos de Grisel y
ese pedazo de vestido significaban que se había ahogado, o peor aún, que algún
ser misterioso del mar la había devorado.
—¡Ella me ha buscado hasta aquí y se ha ahogado!… —exclamó
Ana sin terminar la frase, porque se echó a volcar un llanto violento e
irrefrenable.
Se culpó de la desaparición de Grisel. De haberla obedecido,
Grisel estaría con ella en la cabaña y no buscándola hasta exponer su propia
vida. También culpaba a los aviones. Sin embargo, no era sino uno quien la
había distraído en esos últimos días: sí, aquel sujeto de la balsa. ¿No era
aquél quien la había encantado, atrayéndola a lo hondo del mar? ¡Qué clase de
demonio era ése! ¿No sería acaso ese mismo sujeto el que habría causado su
muerte? Todos estos oscuros pensamientos corrían por la cabeza de Ana.
—¡Hoy lo enfrentaré —se dijo—. Iré al pedregal y vengaré a
Griselita!
Fue inútil, esperó que el sol enrojezca y que estuviera en
su cuarta parte puesto sobre el mar; pero el viajero nunca apareció. Entonces
Ana se convenció de que todo había sido producto de su imaginación, que aquel
individuo era un engaño de sus ojos, y que el verdadero culpable era quien la
había llamado a ese diario encuentro con aquel fantasma, es decir el propio
Sol. Maldijo el sol que teñía la isla de rojo todos los días, al atardecer.
Esa misma tarde tomó
la decisión de encerrarse en la cabaña, la cual solo abandonaría por las noches
para recoger alimentos, casi a tientas, y aprovisionarse de la suficiente agua,
para su uso propio y para las “lecciones del agua”, que de allí en adelante fue
lo único que le interesó. Toda la alegría desapareció del rostro de Ana, quien
se volvió malhumorada, pesimista e irritable, sobre todo al anochecer, cada vez
que tenía que salir de la cabaña.
Muchas fueron las
mañanas que transcurrieron desconocidas por Ana. Ese sol que la había
acompañado hasta los primeros años de su adolescencia, ahora la desconocía.
“¡Me volveré vampiro!”, se decía, haciéndose una broma cruel, y luego se echaba
a llorar, pues recordaba que también Grisel perdía la paciencia y se
desesperaba de saber que el mundo se le hacía cada vez más pequeño y desierto
mientras crecía.
Así, en tinieblas, se pasó casi un año entero.
Sucedió en cierta ocasión que la mañana se le hizo tan larga
que le pareció que el sol se había detenido muchos días en su diario tránsito
por el cielo, como si el astro tratara nuevamente de jugarle una mala pasada.
Miró el pequeño reloj de arena que Grisel había construido para las dos; y supo
que en esa larga espera habían transcurrido más de tres días completos. ¡Se
estremeció! Era como si el sol estuviera esperando que ella rompa su absurda
rutina nocturna.
—¡Qué es lo que pasa afuera que no termina de atardecer! —se
dijo y miró por un diminuto agujero que tenía la puerta de madera tosca, justo
debajo del cerrojo, y vio la isla más roja que nunca. Exactamente como el
primer día en que desobedeció a su hermana.
Era en vano la espera de Ana a que llegara la noche. La
tarde la estaba invitando a salir. Abrió su puerta, de a pocos, y aquella luz
que no veía desde hacía casi un año le cegaba los ojos. Con las manos en el
rostro y caminando sin saber hacia dónde iba, salió de casa. Había caminado un
gran trecho, cuando sus manos dejaron ver gradualmente las cosas a su vista.
¡Estaba al final de la región del cráter y las palmeras, exactamente donde
terminaba aquel grupo de árboles graciosos y comenzaba el mar! Allí el camino
era plano y nada pedregoso, como en el otro extremo de la isla; todo era arena.
Lo único que llamaba la atención era una piedra gigantesca, solitaria y llena
de musgo.
Ana se destapó los ojos definitivamente, corrió hasta la
roca. La encontró llena de dibujos y garabatos incomprensibles para un hombre
común; pero que ella podía entender muy bien. Aquélla era la forma que usaban
para comunicarse Ana y Grisel.
—¡Es ella,… es mi hermana! —gritó asombrada y leyó lo
escrito.
“¡Perdóname Anita —leía Ana—, me ganó el miedo a los aviones
y tuve que arrimarme al otro lado de la isla! Si ves una balsa con alguien
dando vueltas alrededor de Escarlata, no temas, que solo se trata de un
espíritu,… ¡el viajero es el espíritu de nuestro padre!, nuestro padre que nos
vigila desde el día en que el avión en que volábamos, cayó en esta parte del
mundo! ¡Ahora lo recuerdo! Y si no me ves aquí es porque he ido a dar un paseo
con él alrededor del mar”.
Ana no lo podría creer. Sobre todo, porque había visto parte
de la vestimenta de Grisel al otro lado de Escarlata. Pero esperó hasta la
tarde. Esta vez se quedó en el extremo contrario de la isla, y entonces, al
comenzar a oscurecer el cielo, observó en lo lejano un objeto bastante conocido.
Era la misma balsa con el viajero. Y algo más, el individuo llevaba en su balsa
a Grisel. Ana no pudo creer lo que estaba viendo hasta que la embarcación se
acercó del todo a aquella costa. Aquel extremo de la isla era el paradero
diario del extraño hombre de la balsa, ¡de su padre!
Ana, con mucho, miedo, subió a la embarcación. Se abrazó muy
fuerte con Grisel, pero temía al hombre de la vellosidad en el rostro. Le era
extraño.
—¡Es papá, hermanita!¡Es papá!—dijo con mucha emoción
Grisel—. ¡Abrázalo y quiérelo!
El hombre de la
balsa, o mejor dicho, el espíritu, tomó el remo y las llevó por todo el
contorno de la isla. Hasta que llegaron a la orilla que daba a la región
rocosa. Grisel dijo decenas de veces la palabra “Papá”, pero Ana no comprendía
nada. De pronto, ésta última la
interrumpió:
—¡Qué cosa es Papá, Grisel! —dijo, mirando al espíritu—, yo
solo te conozco y quiero a ti, Griselita. No me pidas que quiera a ese extraño
ser venido del mar.
—¡No lo llames extraño ser, por favor —hablaba Grisel
tropezándose con su llanto—… Mira, en ese lugar rocoso de la isla; allí se
estrelló el avión en que íbamos él, Mamá, Tú y yo.
El espíritu disminuyó la fuerza de su remo y miró con dolor
a Ana. Movió los labios, pero de él no pudo brotar ningún sonido. Habían
llegado a la parte del mar que limitaba con la región desconocida de la isla,
aunque se mantuvieron a una prudente distancia de la costa.
—¡Pero si ése es el lugar en donde casi me ahogué por culpa
de este tipo! —contestó Ana llena de rabia—. ¡Ni siquiera se acercó a recogerme
del agua!
El espíritu entristeció al oír las duras palabras de Anita,
pero confiaba en que Grisel lograría convencerla de que los hechos no eran lo
que aparentaban ser.
—¡Ay hermanita! —se quejó Grisel—. Papá deseaba alcanzarte,
pero él ya no es humano como nosotras, sino un espíritu del mar. Los espíritus
del mar no pueden acercarse al lugar donde perdieron la vida, y en ese lugar,
exactamente allí, él dejo de existir. Ahora es un fantasma… Si no me crees,
trata de tocarlo.
Ana, con mucho miedo en un inicio, palpó las manos del
fantasma, luego su cara. Era como si tocara el propio aire. En cambio, sí vio
el esfuerzo del espíritu que intentaba tocarla con un brazo, mientras seguía
remando. Ella, dudando un poco, abrazó el espacio de aire que el fantasma
abarcaba. De él brotó una tímida y muda sonrisa.
—¡Así está bien, hermanita mía! —se alegró Grisel—, él es
nuestro papá, de él y Mamá nacimos tú y yo. Todos tenemos mamás y papás, Anita.
Ellos son como los árboles y nosotros…, nosotros somos lo que nace de las
semillas de los árboles.
—¡Papá!... ¡Nunca supe lo que era eso, pero estoy contenta
de saber que, además de Grisel, otras personas, en otro lugar y en otro tiempo,
me quisieron! —dijo Ana, rodeando el cuello del fantasma con sus brazos.
Y el rostro de Ana volvió a cobrar la vivacidad de otros
tiempos.
Dieron los tres, muchas vueltas alrededor de la isla.
Mientras el espíritu echaba remos, Grisel le explicó por qué había encontrado
sus zapatos y un pedazo de vestido en el lado rocoso de Isla Escarlata.
—¡Perdóname, hermanita! —hizo memoria Grisel—. Eso sucedió
el día en que escapé con Papá. Yo traté de avisarte que estaba bien, y
desobedeciendo a Papá, salté al mar. Casi no cuento la historia. Pero él,
tomándome del vestido, me rescató. ¿Verdad Papá?
El fantasma del padre dijo sí con la cabeza.
—¡Ya ves! ¡Tenemos un Papá hermoso, Anita! —exclamó Grisel.
Y cuando Grisel terminó de hacer este halago, el espíritu
desapareció de la balsa, sin dejar una sola huella de su presencia. Ellas
mismas tuvieron que remar hasta la orilla.
Los días que siguieron a los de aquella experiencia fueron
normales. Grisel y Ana ya eran por
entonces dos agraciadas mujeres; sin embargo, conservaban aún aquella alegría
infantil que las caracterizaba. Hasta
que, cierta vez, la mayor de las hermanas, tuvo un sueño: que en lo profundo
del cráter del que recogían agua potable, vivía una mujer que esperaba ser
visitada por sus hijas. Al día siguiente, Grisel y Ana emprendieron, muy
cuidadosamente la tarea de visitarla.
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