lunes, 25 de julio de 2011

EL FANTASMA DE LA ISLA ESCARLATA



Ellas vivían sobre el mar. Un pequeño espacio de tierra, que de un extremo a otro se podía recorrer en la decima parte de un día, era su casa. Bueno, su casa es un decir, porque en realidad era una pequeñísima isla perdida en medio del Océano y, que al parecer a ninguno de los grandes hombres del mar había llamado la atención. Ellas, es decir las hermanas Grisel y Ana, vivían sin problemas aparentes en aquel pedacito de mundo al que llamaban Isla Escarlata. Jamás se preguntaban (salvo en pocas ocasiones) cómo habían llegado a dar hasta allí; si sus padres habían muerto o estarían tan extraviados como ellas. Lo único que las conectaba con el mundo eran millones de aves pescadoras que allí cerca encontraban su comida, además de los aviones que de cuando en cuando corrían muy altos por el cielo.


 El encuentro con las aves era tan acostumbrado que poco llamaba su atención; pero en el caso de los aviones, ambas acababan alterándose: caían como embobabas cada vez que sentían que uno de estos aparatos iba rompiendo el silencio total de la isla. Y si acaso el avión volaba muy bajito, Grisel, la mayor de las dos hermanas, soltaba al viento fuertes sollozos y tomaba por los hombros nerviosamente a la pequeña Anita; la cogía de un brazo y la conducía a la bien protegida casa, que en realidad no pasaba de ser una rudimentaria cabaña.

—¡A casa, Ana! ¡A casa! —advertía Grisel muy irritada, mientras los motores de los aviones tronaban en el cielo de Isla Escarlata.

Ana se encogía de hombros. Sólo sabía que su hermana debía tener razón. ¡Después de todo, era la mayor de las dos! ¡Esos gigantes de metal en el aire podrían caerse sobre la isla y explotar! Todas las aves los temían, y ellas rara vez se equivocan. Se escondían en bandadas ante el desesperante sonido de los aviones ¡Había que tener miedo! Y sin embargo, muy en el fondo de su corazón, ¡cuánto le agradaban a Anita los ruidos que hacían aquellas máquinas que venían del cielo!

Ya en casa y protegidas de los aviones, Grisel iniciaba algunos juegos con Ana, juegos como quién de las dos permanecía más tiempo caminando sobre las puntas de sus pies; quién tiraba más fuerte de la cuerda y arrastraba a la que estuviera del otro lado, y otros agitados ejercicios. ¡Había vuelto a la carita de Grisel la risa y la tranquilidad! Y, cuando ya casi el asunto de los aviones estaba olvidado, Anita apretujaba sus labios, imitaba con ellos el sonido de los aviones y se ponía a corretear con los brazos extendidos, como si fueran alas. La pobre Grisel estallaba en un ataque de nervios.

—¡Basta Ana!, basta. ¡Déjate de hacer tonterías!, ¡No te das cuenta que a veces te vuelves insoportable!

 Y Grisel corría hacia cualquier lugar a desatar su llanto y recordar lo que había pasado hacía algunos años. ¿Qué era?  Sus recuerdos eran como una sucesión de fotografías en su cabeza: primero, se acordaba de un lejano ruido como el que hacían aquellos aviones que Anita apuntaba con su dedo; luego, recordaba una cabina comandada por un señor rodeado de una gran cantidad de botones, pantallas y mecanismos complicadísimos; luego, veía que a su costado había una pareja que rodeaba con sus brazos a ella y a su hermanita … Y luego, ¡luego, se acordaba de los gritos de terror de ella y de todos, al ver que se estrellaban contra una isla rocosa en medio del mar! No recordaba más.  Eso hacía que Grisel no soportara los aviones. Pero terminado ese ataque de sollozos, Grisel era la jovencita de catorce años, listísima y serena que preparaba la comida todos los días.
¿Y Anita? Ella era feliz con cualquier objeto nuevo que se asomara en el aire o en el mar. Si, había que obedecer a Grisel: salían juntas todas las mañanas a recoger unos frutos que crecían en unas palmeras enanas. Sólo tenían que tomar un palo lo suficientemente grande y ¡Plum! Caían todos con un sabor dulcísimo, como de higos. Era lo único comestible en ese pedazo de mundo.

—¿Puedo comerlos ya? —decía desesperada Anita, tan hambrienta que hacía que su hermana nuevamente perdiera la paciencia.

—¡Aun faltan lavarlos, Anita, espera! —le advertía Grisel.

 Pero Anita casi nunca podía esperar. Cuando Grisel no la vigilaba, solía ir más allá de los límites que su hermana le ponía. Caminaba todo lo que era posible caminar, trepaba lo trepable; hasta que se desataba un pequeño desastre: picaduras de arañas en su cuerpo, pinchazos de otros bichos, caídas estrepitosas desde palmeras y hasta una intoxicación por tanto comer pescado crudo, experiencia pudo ser la última si no fuera por los conocimientos curativos de su hermana. Pero, lejos de atemorizarla, Anita se hacía más resuelta a explorar cada rincón que la rodeaba, y a fijar sus propios límites un poco más allá de lo que el destino naturalmente le había impuesto.

El norte de Escarlata era el lugar más fértil. La mayoría de palmeras y otras vegetaciones raquíticas se ubicaban allí; también un curioso cráter que se llenaba de agua cada vez que llovía. Lo que se acumulaba en el cráter era la única fuente de agua bebible que ambas tenían; aunque Grisel había descubierto una forma ingeniosa de desalinizar el agua de mar utilizando flores de palmeras que absorbían la sal marina. Pero era inviable, debido a la cantidad de flores que necesitaban por litro de agua. De modo que todos los días, las hermanas trepaban el cráter del Norte de Escarlata y, no sin un poco de dificultad, se hacían del agua, que en tinajas se llevaban a la cabaña.

En tres o cuatro viajes tenían toda una semana de agua; sea para su uso personal, como también para las “lecciones del agua” ¿Qué era esto? Pues consistía en ver su propio reflejo sobre el líquido de las tinajas. Siempre era igual; quedaban asombradas ante las propiedades del agua. Nada como ésta para permitirles la vida, librarse de inmundicias y además conocer sus propias imágenes sobre la superficie. Por eso, acumulaban en casa recipientes de todo tamaño y se pasaban todas las tardes, incluso buena parte de las noches, contemplando sus rostros reflejados sobre el agua. Allí conocían lo que eran.

Esas mismas lecciones del agua hacían que Ana se inquietara por saber más acerca del Océano. ¿Acaso no podría ser el mar una especie de tinaja gigantesca? Para ver el mar, no había mejor lugar que observándolo desde la región desconocida y pedregosa que estaba al sur de Escarlata, y al extremo opuesto de la región de las palmeras y el cráter de agua. Grisel le tenía terror a la región desconocida, y temía que Ana adquiriera la costumbre de visitarla; porque allí eran comunes los escorpiones y serpientes; pero sobre todo, porque en ese lugar el sonido de los aviones era todavía más atroz. De niña Grisel le había prohibido terminantemente ir a ese lugar, sobre todo luego de que se enterara de que Ana lo hacía por el puro gusto de ver los aviones. En su primera huida, la hermanita menor se había quebrado la cabeza, mientras trataba de trepar una colina rocosa, y en otra, exactamente un año después, se perdió horas y horas en medio del bosque de piedras, al punto que Grisel la dio por muerta. Cuando su hermanita apareció en la cabaña, tenía la piel tan oscura como una guinda; el Sol se la había arruinado.

—¡Ana —exclamó Grisel con una rabia espantosa—, si quieres morirte por lo menos deja una nota antes!

Pero segundos después,  Grisel caía de rodillas a los pies de su hermana menor, rogándole que no lo vuelva hacer nunca. La curó con una pomada hecha de hojas de una planta que solo Grisel conocía, y en el espacio de una semana la niña Ana ya había sanado de casi todas sus quemaduras de sol.

Durante años las advertencias de Grisel fueron palabra sagrada; pero cuando Ana alcanzó a su hermana en tamaño, las cosas cambiaron. Sentía nostalgia por las rocas gigantes, por  la caminata diaria de los pelícanos, por el sonido de los aviones que casi no existían en la región de los cráteres y las palmeras enanas. Así, en medio de esa curiosidad, un día se encaminó a la región desconocida de Escarlata.

“Es triste perderse —pensó ella—, pero sería aún más triste quedarse sin saber de dónde vienen los aviones.

Y así se echó a andar.

La tarde en la que Ana se escapó para ir a la región desconocida de Escarlata era muy roja, como la atmósfera de un planeta inexplorado, y apenas acababa de ponerse un cuarto de la cara del sol en lo hondo del mar. Siempre al inicio de los atardeceres el cielo se enrojecía en la isla; pero esta vez el enrojecimiento era desproporcionado. Ana apuró el paso, pues a esa hora los aviones solían correr en abundancia por el cielo, sobre el extremo desconocido de la isla; aunque en un espacio de tiempo bastante definido, hasta que la oscuridad completa borrara del cielo el último claro de la tarde.

 Ana tuvo que subir una empinada colina que era una barrera natural que separaba a Escarlata de su región desconocida, y al llegar a la cumbre divisó todo. Verdad que era bastante mejor la vista marina desde allí. Había un camino de piedras, bastante llamativo por los colores de éstas. Y si se caminaba descalza, como estaba Ana, se podía sentir la textura y calor de cada piedra que se pisaba; por ejemplo, las más lisas y negras eran las más abundantes y hermosas, pero también las más peligrosas. Las blancas y rugosas, por el contrario, eran las indicadas para caminarlas, tal como lo hacían las aves pescadoras. Más abajo, cerca del mar, las piedras blancas eran muchísimo más grandes y servían de puentes hasta el límite con el mar. Todavía Ana había tenido miedo; pero cuando vio la fila de piedras blancas y sólidas, respiró de alivio. Una de ellas era plana, plana como una tabla. ¡Qué alegría sintió Anita! Al fin podía realizar su sueño de bajar hasta al mar.

Caminó hacia la piedra, se sentó en ella y esperó con calma a que corriera el primero de los aviones. Soñaba con verlos a pocos metros de su cabeza, conocerlos por dentro y saber qué era lo que los hacía volar. ¡No comprendía por qué Grisel podía temerles tanto!

 Pero los aviones ese día nunca llegaron.

—¡Es extraño! A estas horas, por los menos uno debiera de haber volado —se dijo Ana, temiendo que su fatigante tarea hubiera sido en vano.

Y ya estaba resignada a no verlos, cuando una figura extraña comenzó a percibirse en altamar. No volaba sobre las aguas, sino que se deslizaba por ellas. Era un sujeto extraño el que se desplazaba con agilidad sobre una especie de balsa hecha de troncos huecos. ¿Pero qué era aquello? El individuo tenía en brazos una gran paleta y con una fuerza y destreza asombrosas, hacía a un lado las amenazadoras corrientes marinas. En un inicio Ana lo creyó uno de esos animales raros que de cuando en cuando se asomaban a la isla; pero no. Los animales se valían únicamente de su cuerpo para desplazarse sobre el agua.

 Cuando lo tuvo más cerca, descubrió que no era tan raro; al verlo, incluso le recordaba a ella misma, a su rostro visto en el espejo de agua en las tinajas; y también tenía algo de Grisel. Se estremeció ante ese pensamiento. “¡Qué cosa rara era esto de parecerse a otros!”, se dijo. Hasta entonces Ana había creído que Grisel y ella eran únicas, muy distintas del resto de animales que vivían en Escarlata. Ahora, aquella visión había de cambiarlo todo.

 Pero, a decir verdad, el individuo no era del todo parecido a ella. ¡He aquí una pequeña diferencia!: tenía la cara poblada de una rara vellosidad.

Luego de unos instantes de contemplación de sus movimientos, Ana vio, poco a poco, desaparecer de su vista la balsa con el extraño individuo. Ya comenzaba a oscurecer. Las aves se guardaban en sus cuevas.

—¿Y si  mañana vuelve? ¡De repente, como a mí, le gusta el ruido de los aviones! —se dijo Ana con ingenuidad.

Pero los aviones ya no le interesaban a Anita. Buscó la manera de ingeniárselas para salir de casa a esa misma hora, cuando el sol sobre el mar estuviera hundido en su cuarta parte; porque estaba segura de que a esa hora lo vería nuevamente. Le dijo a su hermana que marcharía a recoger frutos de palmeras y que volvería antes de que atardezca totalmente. Grisel le creyó, porque Anita tenía tiempo de ser una hermana sumamente dócil.

—¡Corre, Anita. Pero ya sabes, nada de acercarse a los aviones ¡Te lo suplicó! —le señaló Grisel.

Y Ana trataba de hacerse creer para sí misma que iría a la región pedregosa, únicamente para ver los aviones. Sin embargo, a esas alturas lo único que le inquietaba era volver a toparse con el sujeto de la balsa. El segundo viaje fue más sencillo, se sabía de memoria el camino que debía seguir y cómo subir la colina hasta llegar al pedregal. Bajaba despacito la pendiente de piedras negras y blancas, y al llegar al fin de la isla, se apoyaba en la inmensa piedra blanca y aplanada que había descubierto el primer día.

 La balsa se hizo ver en la lejanía con notable puntualidad. Esta vez se desplazaba en sentido contrario al de la ocasión anterior, y fue mucho más favorecida por el viento. Se acercó algo más a la costa, tanto que Ana, por una extraña razón, comenzaba a tambalearse sobre la roca. Era como si el individuo estuviera provisto de un imán imaginario que la atraía a acercársele, incluso la impulsaba a saltar al mar. La pobre Anita, entonces, recordaba los sermones de su hermana Grisel, y se quedaba muy quieta; aun cuando el hecho de saber que nada podía hacer, más que verlo aparecer y esfumarse en el horizonte todos los días, hacía que sus ojos enrojecieran tanto como el cielo de esas tardes agonizantes.

El día veinte desde su primera salida al sur de Escarlata, lo vio mucho más cerca que en los anteriores. Vestía de forma bastante extraña. Éste no usaba vestidos floreados y largos, como ella y su hermana, sino ropas menos coloridas y más ceñidas a su cuerpo. Parecía un hijo de ese mar que tantas veces había visto; aunque la vellosidad en el rostro estropeara un poco su aspecto. Ese día, aquella fuerza magnética que siempre ejercía el sujeto de la balsa, fue mayor, al punto que Ana comenzó a perder el control sobre su cuerpo y sobre todo de sus pies. Estos  la dejaron caer en el agua y a caminar en ella.

—¡Hacia dónde me estoy moviendo!, me voy a ahogar así! —se dijo Anita, y sin embargo ella no se hundía, a pesar de que la profundidad del agua ya estaba al doble de su altura.

Sin que ella pudiera explicárselo, comenzó a caminar un gran trecho a través del mar y en dirección al viajero, quien con un brillo metálico en los ojos y batiendo las aguas con el remo que sujetaban sus brazos hacia adelante, daba la sensación de que avanzaba hacia la costa. Mientras más lo creía cerca, más perdía Ana el control de sí misma. Su cuerpo se sumergía en el agua sin hundirse del todo, de manera tal que avanzaba con increíble facilidad hacia el Océano; sus pasos cortaban el agua y avanzaban con una desenvoltura sorprendente, sorteando peces con sus piernas y haciendo de sus brazos el mejor remo.

  Pero ocurría algo extrañísimo; pese a su gran avance, no conseguía acercarse un solo centímetro al individuo. Éste aparecía tan lejano como cuando Ana se había arrojado sobre las aguas. ¡Y vaya si se había adentrado mucho en el mar! Cuando ella notó aquello, ya era mucho lo que había dejado atrás. Escarlata estaba tan lejana como la mañana del día siguiente.

“¡Qué me ha pasado —pensó—, cómo he podido llegar hasta aquí!”.

Al asomarse la noche y desaparecer la confusión de su mente por aquel extraño individuo, decidió volverse a la costa; con la esperanza puesta en que Grisel no se hubiera percatado de su ausencia. Pero el regreso no era sencillo. Aquel mar sobre el que había podido introducirse con facilidad, ahora se empeñaba en castigar su delgado cuerpo. Y ella que no sabía de nadar, sólo la desesperación por llegar a como dé lugar, la ayudó a subsistir, aun cuando la oscuridad era casi completa, a no ser de una que otra pálida estrella en el firmamento. ¡Qué le diría a su hermana! ¡Cómo explicarle a Grisel que una criatura del mar la había arrastrado hasta una trampa!

  Comenzaba a aclarar el cielo, cuando Ana pudo, al fin, ver a la distancia, el lado más sobresaliente dela isla. La costa aún estaba lejos, pero el hecho de verla le devolvió la calma que había perdido toda la noche. Ya no le palpitaba el corazón tan fuerte, como en un comienzo, y pudo encontrar piso, mientras trataba de chapotear. Los últimos metros hasta la orilla fueron más fáciles de lo esperado, hasta que finalmente, estiró los brazos y pudo sostenerse de una roca lo bastante grande, como para subir a la isla. ¡Estaba salva!

Ya sobre el suelo de la isla, corrió hacia la cabaña a ver a Grisel. Su hermana mayor debía de estar molestísima. Ella no se comería el cuento de que mientras recogía frutos se había extraviado de la ruta para volver a casa. Sin embargo, al llegar a la cabaña no hubo necesidad de dar explicaciones; pues Grisel sencillamente había desaparecido.

 Ana tuvo un horrible presentimiento. Fue a buscarla al norte de Escarlata, es decir, donde estaban el cráter y las palmeras enanas; pero no hubo una sola señal de su presencia allí. Recordó los temores de su hermana a los aviones, de manera que la buscó también en todas las cuevas de la isla, todas estaban vacías. La respiración de Ana se hacía más pesada a medida que la mañana avanzaba, y se repetía para sí misma: “¡Tiene que aparecer, ella nunca va tan lejos!”. Sin embargo, al cabo de tres horas, las esperanzas de Anita se vencieron y se refugió de puro cansancio y sin fuerzas para pensar, en el pedregal al que siempre acudía por las tardes.

Al bajar hasta la última piedra que daba al mar, sería testigo de un espectáculo ciertamente aterrador: sobre las aguas flotaban un par de zapatos marrones y viejos y también un retazo de vestido moteado. Era parte de la ropa de Grisel, que —cosa que resultaba aun más extraña— nunca se había aventurado a acercarse al mar. Una nube de confusión se apoderó de Ana.

—¡He buscado mal! —se dijo—,Grisel sabe que no es correcto venir hasta aquí.

Y en un acto de desesperación, volvió a recorrer de punta a punta la isla. Trepó todas las palmeras, buscó en los alrededores del cráter y en toda la extensión de Escarlata. Finalmente, marchó a la cabaña. Pero el sentido común le dijo que no había más que buscar, que los zapatos de Grisel y ese pedazo de vestido significaban que se había ahogado, o peor aún, que algún ser misterioso del mar la había devorado.

—¡Ella me ha buscado hasta aquí y se ha ahogado!… —exclamó Ana sin terminar la frase, porque se echó a volcar un llanto violento e irrefrenable.

Se culpó de la desaparición de Grisel. De haberla obedecido, Grisel estaría con ella en la cabaña y no buscándola hasta exponer su propia vida. También culpaba a los aviones. Sin embargo, no era sino uno quien la había distraído en esos últimos días: sí, aquel sujeto de la balsa. ¿No era aquél quien la había encantado, atrayéndola a lo hondo del mar? ¡Qué clase de demonio era ése! ¿No sería acaso ese mismo sujeto el que habría causado su muerte? Todos estos oscuros pensamientos corrían por la cabeza de Ana.

—¡Hoy lo enfrentaré —se dijo—. Iré al pedregal y vengaré a Griselita!

Fue inútil, esperó que el sol enrojezca y que estuviera en su cuarta parte puesto sobre el mar; pero el viajero nunca apareció. Entonces Ana se convenció de que todo había sido producto de su imaginación, que aquel individuo era un engaño de sus ojos, y que el verdadero culpable era quien la había llamado a ese diario encuentro con aquel fantasma, es decir el propio Sol. Maldijo el sol que teñía la isla de rojo todos los días, al atardecer.

 Esa misma tarde tomó la decisión de encerrarse en la cabaña, la cual solo abandonaría por las noches para recoger alimentos, casi a tientas, y aprovisionarse de la suficiente agua, para su uso propio y para las “lecciones del agua”, que de allí en adelante fue lo único que le interesó. Toda la alegría desapareció del rostro de Ana, quien se volvió malhumorada, pesimista e irritable, sobre todo al anochecer, cada vez que tenía que salir de la cabaña.

 Muchas fueron las mañanas que transcurrieron desconocidas por Ana. Ese sol que la había acompañado hasta los primeros años de su adolescencia, ahora la desconocía. “¡Me volveré vampiro!”, se decía, haciéndose una broma cruel, y luego se echaba a llorar, pues recordaba que también Grisel perdía la paciencia y se desesperaba de saber que el mundo se le hacía cada vez más pequeño y desierto mientras crecía.

Así, en tinieblas, se pasó casi un año entero.

Sucedió en cierta ocasión que la mañana se le hizo tan larga que le pareció que el sol se había detenido muchos días en su diario tránsito por el cielo, como si el astro tratara nuevamente de jugarle una mala pasada. Miró el pequeño reloj de arena que Grisel había construido para las dos; y supo que en esa larga espera habían transcurrido más de tres días completos. ¡Se estremeció! Era como si el sol estuviera esperando que ella rompa su absurda rutina nocturna.

—¡Qué es lo que pasa afuera que no termina de atardecer! —se dijo y miró por un diminuto agujero que tenía la puerta de madera tosca, justo debajo del cerrojo, y vio la isla más roja que nunca. Exactamente como el primer día en que desobedeció a su hermana.

Era en vano la espera de Ana a que llegara la noche. La tarde la estaba invitando a salir. Abrió su puerta, de a pocos, y aquella luz que no veía desde hacía casi un año le cegaba los ojos. Con las manos en el rostro y caminando sin saber hacia dónde iba, salió de casa. Había caminado un gran trecho, cuando sus manos dejaron ver gradualmente las cosas a su vista. ¡Estaba al final de la región del cráter y las palmeras, exactamente donde terminaba aquel grupo de árboles graciosos y comenzaba el mar! Allí el camino era plano y nada pedregoso, como en el otro extremo de la isla; todo era arena. Lo único que llamaba la atención era una piedra gigantesca, solitaria y llena de musgo.

Ana se destapó los ojos definitivamente, corrió hasta la roca. La encontró llena de dibujos y garabatos incomprensibles para un hombre común; pero que ella podía entender muy bien. Aquélla era la forma que usaban para comunicarse Ana y Grisel.

—¡Es ella,… es mi hermana! —gritó asombrada y leyó lo escrito.

“¡Perdóname Anita —leía Ana—, me ganó el miedo a los aviones y tuve que arrimarme al otro lado de la isla! Si ves una balsa con alguien dando vueltas alrededor de Escarlata, no temas, que solo se trata de un espíritu,… ¡el viajero es el espíritu de nuestro padre!, nuestro padre que nos vigila desde el día en que el avión en que volábamos, cayó en esta parte del mundo! ¡Ahora lo recuerdo! Y si no me ves aquí es porque he ido a dar un paseo con él alrededor del mar”.

Ana no lo podría creer. Sobre todo, porque había visto parte de la vestimenta de Grisel al otro lado de Escarlata. Pero esperó hasta la tarde. Esta vez se quedó en el extremo contrario de la isla, y entonces, al comenzar a oscurecer el cielo, observó en lo lejano un objeto bastante conocido. Era la misma balsa con el viajero. Y algo más, el individuo llevaba en su balsa a Grisel. Ana no pudo creer lo que estaba viendo hasta que la embarcación se acercó del todo a aquella costa. Aquel extremo de la isla era el paradero diario del extraño hombre de la balsa, ¡de su padre!

Ana, con mucho, miedo, subió a la embarcación. Se abrazó muy fuerte con Grisel, pero temía al hombre de la vellosidad en el rostro. Le era extraño.

—¡Es papá, hermanita!¡Es papá!—dijo con mucha emoción Grisel—. ¡Abrázalo y quiérelo!

 El hombre de la balsa, o mejor dicho, el espíritu, tomó el remo y las llevó por todo el contorno de la isla. Hasta que llegaron a la orilla que daba a la región rocosa. Grisel dijo decenas de veces la palabra “Papá”, pero Ana no comprendía nada.  De pronto, ésta última la interrumpió:

—¡Qué cosa es Papá, Grisel! —dijo, mirando al espíritu—, yo solo te conozco y quiero a ti, Griselita. No me pidas que quiera a ese extraño ser venido del mar.

—¡No lo llames extraño ser, por favor —hablaba Grisel tropezándose con su llanto—… Mira, en ese lugar rocoso de la isla; allí se estrelló el avión en que íbamos él, Mamá, Tú y yo.

El espíritu disminuyó la fuerza de su remo y miró con dolor a Ana. Movió los labios, pero de él no pudo brotar ningún sonido. Habían llegado a la parte del mar que limitaba con la región desconocida de la isla, aunque se mantuvieron a una prudente distancia de la costa.

—¡Pero si ése es el lugar en donde casi me ahogué por culpa de este tipo! —contestó Ana llena de rabia—. ¡Ni siquiera se acercó a recogerme del agua!

El espíritu entristeció al oír las duras palabras de Anita, pero confiaba en que Grisel lograría convencerla de que los hechos no eran lo que aparentaban ser.

—¡Ay hermanita! —se quejó Grisel—. Papá deseaba alcanzarte, pero él ya no es humano como nosotras, sino un espíritu del mar. Los espíritus del mar no pueden acercarse al lugar donde perdieron la vida, y en ese lugar, exactamente allí, él dejo de existir. Ahora es un fantasma… Si no me crees, trata de tocarlo.

Ana, con mucho miedo en un inicio, palpó las manos del fantasma, luego su cara. Era como si tocara el propio aire. En cambio, sí vio el esfuerzo del espíritu que intentaba tocarla con un brazo, mientras seguía remando. Ella, dudando un poco, abrazó el espacio de aire que el fantasma abarcaba. De él brotó una tímida y muda sonrisa.

—¡Así está bien, hermanita mía! —se alegró Grisel—, él es nuestro papá, de él y Mamá nacimos tú y yo. Todos tenemos mamás y papás, Anita. Ellos son como los árboles y nosotros…, nosotros somos lo que nace de las semillas de los árboles.

—¡Papá!... ¡Nunca supe lo que era eso, pero estoy contenta de saber que, además de Grisel, otras personas, en otro lugar y en otro tiempo, me quisieron! —dijo Ana, rodeando el cuello del fantasma con sus brazos.

Y el rostro de Ana volvió a cobrar la vivacidad de otros tiempos.

Dieron los tres, muchas vueltas alrededor de la isla. Mientras el espíritu echaba remos, Grisel le explicó por qué había encontrado sus zapatos y un pedazo de vestido en el lado rocoso de Isla Escarlata.

—¡Perdóname, hermanita! —hizo memoria Grisel—. Eso sucedió el día en que escapé con Papá. Yo traté de avisarte que estaba bien, y desobedeciendo a Papá, salté al mar. Casi no cuento la historia. Pero él, tomándome del vestido, me rescató. ¿Verdad Papá?
El fantasma del padre dijo sí con la cabeza.

—¡Ya ves! ¡Tenemos un Papá hermoso, Anita! —exclamó Grisel.

Y cuando Grisel terminó de hacer este halago, el espíritu desapareció de la balsa, sin dejar una sola huella de su presencia. Ellas mismas tuvieron que remar hasta la orilla.

Los días que siguieron a los de aquella experiencia fueron normales.  Grisel y Ana ya eran por entonces dos agraciadas mujeres; sin embargo, conservaban aún aquella alegría infantil que las caracterizaba.  Hasta que, cierta vez, la mayor de las hermanas, tuvo un sueño: que en lo profundo del cráter del que recogían agua potable, vivía una mujer que esperaba ser visitada por sus hijas. Al día siguiente, Grisel y Ana emprendieron, muy cuidadosamente la tarea de visitarla.


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