El poder de unas semillas
“China”, la perra de veinte años, era la única que parecía en condiciones de visitar al chirimoyo todos los días; oler a su amo Charly y hacer de mensajera para que los dos “hermanos” permanezcan unidos, a pesar de la distancia.
Cierto día, China oyó una voz entre lo poco que restaba de bosque.
La voz que oía “China” no era otra que la de la viejecilla que había llegado hasta la florería de Charo el día en que Charly nació. Habían pasado exactamente 16 años y siete meses y no parecía haber envejecido una sola pizca. Vestía de igual forma, y todas las arrugas de su rostro y cuerpo eran las mismas que había visto Charo el día en que aquella mujer la ayudó en el parto.
—¡Óyeme, perrita —le dijo la anciana—, vas a ayudarme a salvar el bosque… Nos bastará solo con este inofensivo costal que he traído conmigo…
Y la mano de la vieja mujer apuntó hacia un saco lleno de semillas. “China” desconocía lo que la anciana planeaba; pero ya habían trabajado juntas otras veces: por ejemplo, el día en que la viejecilla colocó en el hocico de la perra el nido con el pájaro herido por Paolo, y le escribió a Charly una nota con la palabra “¡yachimichí!”.
Esa misma noche comenzaron a trabajar. “China” cargaría con el saco, y la viejecilla, con un poco de ingenio, planeaba su ingreso en el Chirimoya’s Hotel, tomando la apariencia de una clienta cualquiera.
“No hay otro camino —pensó la anciana—;… tengo que entrar… Después de todo, ese Chirimoya’s Hotel es todo el problema; y no hay mejor manera de resolver los problemas que viéndolos desde adentro… ¡China me ayudará!”.
Cartera en mano, la vieja mujer ingresó en el edificio. Era casi medianoche y el joven recepcionista del hotel, así como los vigilantes de la puerta de ingreso, se asombraron de que una anciana, vestida tan pobremente, entre sin ningún reparo en el Chirimoya’s Hotel.
“China”, con el saco en el hocico, tomó otro camino.
—¡Buenos días, jovencitos!... —dijo la viejecilla— ¡Una habitación simple,… pero con agua caliente!... ¡Ah!, ¡y con vista a la laguna, por favor!...
—¡Señora, creo que se ha equivocado de lugar! —le dijo el joven recepcionista—; el Chirimoya’s Hotel es el más caro de ciudad. Si usted quiere hospedarse, le recomiendo otros lugares que son muy bonitos y baratos. No creo que pueda pagar un día en nuestro lujoso hotel, así trabajase un año completo para hacerlo.
—¡Pues se equivoca jovencito!; sí tengo —respondió ella y sacó de su vieja cartera veinte monedas de oro, tan brillantes que al pobre recepcionista se le desorbitaron los ojos.
Las colocó una por una sobre el mostrador y dijo:
—Con eso está bien por esta noche, ¿verdad?
El joven las tocó una y otra vez. Eran de oro auténtico, lo sabía, pues éste antes había trabajado de ayudante en una joyería.
Ni ella ni “China” durmieron esa noche. La perra había entrado por una de las ventanas de aquel modernísimo edificio. Se encontraron en uno de los pasillos. De inmediato, vaciaron el saco lleno de semillas y las ordenaron en varios grupos.
—¡Ahora a los baños, China —le ordenó la anciana—,… vayamos a los baños!
El plan era el siguiente: llevarían las semillas a los ciento cuarenta y tres baños que tenía el Chirimoya’s Hotel y al gran tanque de agua que se encontraba en la azotea del edificio. Vaciaron las miles de semillas en duchas, lavamanos, bidés, piletas y en todos los lugares donde se depositara algo de agua.
Luego de haber cumplido con la tarea, “China” y la viejecilla, se encontraron en el pasillo y entraron en la habitación que ella había pedido.
—¡Eso es todo, China! —le dijo—. Lo hemos hecho bien…, y eso que no somos más que dos viejas,… tan viejas como el mundo. ¡Ja, ja, ja…! Pero no perdamos tiempo, China; ¡vamos a la ventana que aún nos falta hacer algo!
Cuando estuvieron enfrente de la ventana, la vieja mujer gritó con toda la fuerza de su garganta:
¡Yaaaachiiimichíiiii…!
A la semana siguiente, los huéspedes del Chirimoya’s Hotel se estaban quejando de algunos problemas con el servicio de agua; a las tres semanas, un cliente juraba haber visto brotar una flor por uno de los caños del lavamanos; al mes, el piso del hotel parecía tan verde como una cancha de fútbol y no hubo un solo cliente que quisiera hospedarse allí; al mes y medio, el señor Lucio Manchado mandó fumigar el edificio, pero cuando los fumigadores se disponían a hacerlo, corrieron espantados, pues vieron un olmo de tres metros en medio del salón de recepciones; ¡sus raíces habían levantado el piso y algunas de sus ramas ya alcanzaban las ventanas!
La noticia de que el Chirimoya’s Hotel había sido invadido por los árboles fue muy comentada en los alrededores de la laguna Chirimoyas, pero también en televisión. Chéster, el vigilante, aún en el hospital, dio un brinco mientras en el noticiero mostraban la invasión de los árboles en el Chirimoya’s Hotel; las gemelas Cheryl y Chantal, en Londres, se abrazaron cuando supieron que ya no había necesidad de demoler el Chirimoya’s Hotel, pues ya lo habían hecho los olmos, limoneros, melocotoneros, sauces que crecían trayendo abajo el edificio; y Charly fue el más feliz de todos, cuando el señor Manchado renunciaba a su terreno y pedía perdón a Chéster, un día antes de que al vigilante le dieran de alta en el hospital.
El chirimoyo, el hermano de Charly, también se estremecía de felicidad. Al mes de la desaparición del Chirimoya’s Hotel, volvió a florecer, dando esta vez unos excelentes frutos. Es más, notó que detrás y delante de él, decenas de pequeños chirimoyos comenzaban a crecer con mucha velocidad uno y otro. Los rosales también supieron de nuevos compañeros, y parecían tan jóvenes como el día en que Charo los vio por primera vez.
El joven Charly también tuvo muchos frutos. Comenzó sus estudios de Biología en el año siguiente y se convirtió en todo un experto en el cuidado de los espacios naturales, como el de la laguna Chirimoyas. Al cumplir treinta años, ya era padre de una niña a la que le puso por nombre “Lirio”.
En cuanto a la anciana mujer, nadie ha sabido más de ella. Cuentan algunos, que de cuando en cuando, se escuchaba su voz en la florería de Charo y que les gritaba a las flores “¡Yachimichí!”, y que ésa era la razón por la cual las flores de la florería de Charo vivían meses y a veces años, aún cuando estuvieran fuera del agua.
Cuentan, además, que en una de esas visitas, “China”, la vieja perra de la familia Chavarría, estaba muy enferma; pero la vieja mujer pronunció su palabra mágica y la perra se salvó de la muerte. Pero se la llevó a su lado, para que la ayude a salvar otros lugares donde la naturaleza es aún poderosa y para que existieran en el mundo más niños como Charly, ¡que tengan el alma de un árbol!
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