Grétell
En un pueblo donde corría un misterioso arroyo de aguas oscuras vivía Grétell: una niña que nunca se cansaba de preguntar y preguntar por cada cosa que sus ojos veían, y se alegraba cada vez que alguien, sobre todo su madre daba respuesta a sus más inesperadas preguntas. Pero una vez que había logrado que su mamá le respondiera, Grétell preguntaba otra vez:
“Mami ¿cómo nacen las plantas? ¿Cómo aparecen las nubes? ¿Por qué la Luna es pálida y el Sol es dorado?”.
Y su madre, la señora Irene, se esforzaba por responder a todas las preguntas de Grétell. Pero había días en que la pobre mamá estaba muy agotada por las labores diarias y sólo le decía a su curiosa hijita: “¡Mañana Grétell…, mañana lo averiguaremos las dos!”.
Todos los días eran especiales para la alegre Grétell, pero no había ninguno como el de la Víspera de Navidad. Aquella fecha sentía que la felicidad completa se detenía en su casa y que se quedaba allí por un buen tiempo. Todo a ella le parecía más bello y grande en Navidad; hasta los cantos chillones de los grillos que a veces no la dejaban oír bien la televisión, le parecían en Nochebuena, una melodía cantada por angelitos invisibles en el jardín de su casa.
Un día Grétell, mientras dormía, escuchó que alguien repetía su nombre muchas veces. Se dio vueltas y vueltas en la cama, y se despertó totalmente. Oyó nuevamente la voz. Era su mamá que la llamaba incansablemente.
-¡Pero si hoy es 24 de de diciembre! ¡Falta poco para Nochebuena! –se dijo-. ¿Qué horas serán?
Vio el reloj y ya eran las tres de la tarde.
Nuevamente oyó la voz de su mamá. Quiso ir de inmediato a su encuentro, pero el sueño de la pequeña Grétell era tan pesado que no conseguía levantarse tan fácilmente.
—¡Grétell -llamó su mamá en voz más alta-, llevo media hora llamándote y no vienes a almorzar!
La niña se tomó de la baranda de la cama, se levantó de un brinco, y con las sandalias a medio poner fue a lavarse las manos y la cara.
Se sentía pesada. No podía creer que fuera tan tarde.
—¿Tanto he dormido? ¿Por qué me habré despertado tan tarde? –se decía mirándose al espejo del baño.
Y su mamá, que escuchaba las preguntas que Grétell se hacía, dejó el almuerzo de la niña servido en la mesa y le dijo:
—Grétell, lo que ocurre es que ayer estabas tan contenta, ayudándome a adornar la casa por Navidad, que no te diste cuenta de lo noche que era. Cuando ya casi amanecía, te cansaste y terminaste rendida en el sofá. No quise despertarte y te llevé en brazos hasta tu cama.
Y Grétell poco a poco fue recordando cómo se había quedado dormida la noche anterior; sus ojos entristecieron al saber que ella se había cansado y su madre no. Se lo preguntó a ella.
—Mami, tú me llevaste a la cama, seguiste trabajando y ni siquiera tuviste un poco de sueño. ¿Por qué tengo que ser tan soñolienta y tú no? –dijo Grétell bajando la cabeza.
—Los niños duermen mucho más, Grétell; porque tienen más cosas que soñar… Pero no te sientas menos por eso Grétell; gracias a tu esfuerzo de anoche la casa ha quedado tan hermosa como la ves.
Grétell entonces no se sintió tan empequeñecida como antes y comió su almuerzo a grandes cucharadas. Muy animada por el día soleado y sobre todo porque faltaban pocas horas para la Navidad, llevó su plato a la cocina para lavarlo. Pero en el camino la distrajo un aroma apetitoso y penetrante que se expandía a toda la casa. Se acercó a la cocina y vio a su papá. Estaba vestido totalmente de blanco; parecía un minucioso científico realizando un importante experimento, pero no, el papá de Grétel estaba cocinando. Era Chef de profesión, el Chef principal de uno de los restaurantes más lujosos de la ciudad.
Grétell le dio un abrazo amoroso y se colgó de su cuello.
—Papi, ¿vienes de trabajar y todavía quieres seguir trabajando?
—Grétell, la cena de Nochebuena para mi familia no es ningún trabajo. Con todo el corazón, deseo que ninguna cena que yo haya preparado antes sea tan sabrosa como la que más tarde probaremos.
—¿Y se puede saber –preguntó Grétell— qué piensas cocinar para Nochebuena, papá?
—Eso es un secreto, señorita…
Grétell y su padre tenían algo en común: ella andaba siempre llena de preguntas y él andaba lleno de secretos. Había días en que papá estaba misterioso y en silencio; pero pasaban tres o cuatro días y… ¡zas!; él aparecía con una torta inmensa entre manos para Grétell, o el jardín de su esposa Irene lucía renovado con las flores más bellas del mundo.
El timbre de la casa sonó e interrumpió la conversación de Grétell y su padre. Mamá fue a abrir. Era la señora Carmen, vecina de la casa de enfrente y madre de Jimmy, el mejor amigo de Grétell.
—Hola Irene –dijo ella al aparecer en la puerta—. Te pido un favorcito. Anda, no puedes decirme que no. ¿Podrías acompañarme al centro de la ciudad a comprar unos cosméticos?
—Pero Carmen, ya está atardeciendo y va a ser Nochebuena. Tengo que ayudar a mi esposo a hacer la cena.
Pero el papá de Grétell, quien al parecer tenía una sorpresa preparada para la familia, deseaba que salieran un rato de la casa para poder llevar a cabo su plan. Le dijo a su esposa:
—¡Mi Irene, la cena no me traerá mucho trabajo. Anda, acompaña a la señora y vean de paso cómo han adornado el centro de la ciudad. Grétell puede ir, también. Vamos, vayan y coman algo, que aún faltan mucho para la cena de Nochebuena.
—¿Pero qué cosas dices, papi? –dijo Grétell con dulzura—, tenemos que ayudarte a hacer la cena…
—La cena es una sorpresa, hija, y no deben verla hasta que esté lista… Las sorpresas no deben verse por adelantado, si no dejan de ser eso, sorpresas…
La avispada niña, comprendiendo que su padre guardaba un secreto, convenció a su mamá de que lo mejor era salir de compras con la señora Carmen. Saludó con un beso a la mamá de Jimmy, y luego de vestirse tan elegantemente como su mamá, las tres se despidieron de papá, prometiendo Grétell y su madre regresar lo
más pronto posible.
más pronto posible.
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