Prince, el robot pianista
Un Sol esplendoroso apareció por la ventana a la mañana siguiente, iluminando la sonrosada carita de Grétell. Eran las nueve, y la bulla de los pájaros en el jardín la despertó. Miró a todas partes y vio a su nuevo amigo, el celular.
Se vistió con su mejor ropa y se fue al comedor. Su madre servía el desayuno, pero ella debía hacer algo que la apuraba: ir a casa de Jimmy, su mejor amigo, para mostrarle su regalo.
—Grétell –la llamó su mamá-, ya casi está listo el chocolate. Siéntate y espera, o piensas tomarlo frío.
—Lo tomaré contigo, mamá. Espérame cinco minutos; voy a casa de Jimmy, para enseñarle mi regalo de Navidad.
—Está bien, Grétell. Si Jimmy desea, puedes venir con él, pero no te tardes.
—No tardaré, mamá.
Grétell salió a toda velocidad de su casa y tocó el timbre de la casa de Jimmy. Por la rejilla se vieron un par de ojos gigantes. Era Jimmy.
—Hola Grétell. Qué bueno que viniste. Tengo que mostrarte algo que te va a sorprender.
—Lo mismo digo yo, Jimmy. Tengo algo fantástico que mostrarte. ¡Sal rápido de tu casa!
Jimmy abrió su puerta y le mostró una pequeña pero muy moderna bicicleta con la que no tendría que caminar para ir a la escuela a tomar sus clases de natación en vacaciones. Al ver que Grétell no tenía a la mano nada más grande que su bicicleta, lanzó una risa de triunfo y preguntó:
—Grétell, ¿me habías dicho que tenías algo fantástico que mostrarme?
—Pues sí, Jimmy –contestó Grétell y sacó su celular del bolsillo de su vestido. El rojo y pequeño aparato brilló en las pupilas de Jimmy como brillaría una de las joyas que acostumbraba usar su mamá, la señora Carmen. Dejó la bicicleta recostada en la puerta de su casa y le rogó a Grétell que le mostrara el pequeño teléfono.
—Préstame tu celular Grétell, quiero verlo…
—Pero tú tienes tu bicicleta y está bonita y grande ¿no?
—No importa, ¡Dámelo Grétell! ¡Dámelo!
Y mientras Grétell se distraía explorando todos los botones de su teléfono, una mano rápida se lo arrebató por detrás. Era Jimmy, quien luego corrió hacia su bicicleta y la echó andar para que su amiga no la alcanzara.
—¡Pero qué lindo celular tienes, amiga! Me lo prestarás hasta mañana, ¿verdad?! ¡Está lindo, lindo…! ¡Mírame Grétell…, manejo sin manos…!
—¡Oye ten cuidado…, te puedes caer!
Grétell corría detrás de él y Jimmy dobló la esquina y fue por la pista que estaba al lado de aquel arroyo que Grétell había visto con su madre la noche anterior. Recordó lo que su mamá le había dicho, que no era bueno seguir el camino de ese arroyo, pues era una ruta muy peligrosa. Pero Jimmy se esmeraba en tomar ese camino, mientras la bicicleta tambaleaba en la áspera pista y Grétell sudaba, tratando de alcanzar a su caprichoso amigo.
¡Mírame Grétell, manejo sin manos y hasta puedo hacer una llamada con el celular!
—¡¡¡ Cuidado, Jimmy!!! –gritó Grétell
Jimmy perdió el control de la bicicleta y fue a dar a la pista con todo y celular… ¡Plum!
Se acercó Grétell a Jimmy muy preocupada. La caída había sido fuerte y su amigo se había salvado por poco de caer con bicicleta y todo al arroyo.
—¡Jimmy, estás bien!
—Sí, estoy bien Grétell. Sólo me he raspado un poco el brazo. Perdóname por haberte hecho pasar el mal momento. Espero que tu celular no se haya dañado al caer de mis manos.
—¡ Sí, yo también espero que no le haya pasado nada, ¿Pero dónde está? No me digas que le salieron alitas y se fue volando. ¡Vamos Jimmy, no estoy para juegos que me espera mi mamá!
—No es juego, Grétell. Quizás esté en el otro lado de la acera, o quizás… ¡Oh no!
—¿O quizás dónde? ¡Dónde está el celular que me regaló mi madre, Jimmy!
Grétell había perdido la paciencia y la desesperación la dominaba.
—Ha caído al arroyo, Grétell… ¡Mira allá está, se lo lleva la corriente!
—¡Mi celular! ¡Mi celular! ¡Qué has hecho, Jimmy! ¡Es el regalo de mis padres!
La corriente del arroyo avanzaba con gran velocidad y el celular aún flotaba sobre las aguas. Los niños corrieron junto al arroyo a fin de alcanzar el pequeño objeto, pero el arroyo era más rápido que ellos.
—No, no podemos ser más rápidos que la corriente, Jimmy –anotó Grétell—
—¿Pero qué otra cosa podríamos hacer para tratar de alcanzarlo, Grétell?
—¡Ya se! –Gritó ella-, trae tu bicicleta; iremos en ella…
Jimmy regresó hasta la puerta de su casa y tomó la bicicleta. Pedaleó con todas sus fuerzas hasta que alcanzó en el camino a Grétell. Totalmente agotada ella se subió en el asiento de atrás. Sus ojos miraban el arroyo y apenas distinguían un objeto rojo se perdía en el agua torrentosa.
Habían recorrido un gran trecho de la avenida cuando Jimmy dijo:
—¡Mira, Grétell, el arroyo se agranda allá. Parece como si allí acabara el arroyo y comenzará un gran río. Mi mamá una vez me contó que este arroyo es un desvío de un río; el arroyo lo habían hecho los incas para regar sus sembríos; pero nunca le pregunté hasta dónde llegaba…
—¡Es cierto! –contestó Grétell—, esto fue parte de otro río, pero mira allá al fondo, todo se ve azul. La pista da una curva más allá… ¡Estamos cerca del mar, Jimmy! Este arroyo termina su recorrido en el mar
En ese momento se comenzó a escuchar en todo el silencio una suave melodía. Venía sin duda del mar. Parecían los sonidos de una gran caja musical, pero tenía que ser inmensa para que su sonido llegara tan lejos.
A medida que avanzaban la música se oía más clara. El arroyo había llegado a su fin y depositaba sus aguas en el Océano.
—Llegamos al mar, Jimmy. Vamos, acerquémonos.
—Pero yo tengo que volver a casa, Grétell. Mi madre me está esperando. Además no sabemos qué clase de sitio es éste. Nos pueden robar la bicicleta, incluso nos pueden robar a nosotros mismos.
—Yo también tengo miedo de que algunos ladrones nos roben, pero tenemos que rescatar el celular; si no ¿qué le voy a decir a mis padres? Vamos.
Llegaron hasta la unión del arroyo y el mar. La melodía se oía allí aún más fuerte. Entonces Grétell vio algo que jamás olvidaría: era un piano de lata de tamaño mediano que era tocado por un robot, un robot de juguete, pero de gran tamaño. El sonido venía de allí.
Enterraron la bicicleta en la arena para que nadie se la robara y avanzaron hasta donde estaba el robot y el piano. Estaban en medio de la arena, casi en la orilla de mar.
—¿Quien eres tú? –dijo Grétell al robot con algo de temor de que fuera un tipo violento, pero con la confianza de que le respondería.
—Me llaman Prince, el robot pianista. Tengo que tocar este piano todos los días para que no sufran tanto los que viven aquí.
—¿Los que viven aquí? ¿Vive gente aquí? ¿Dónde está? –le preguntó Grétell, mientras Jimmy había enmudecido del temor.
—Bueno, viven, aunque no de la manera en que viven tú y el amigo que está a tu costado, vivimos porque nada puede destruirnos
—¿Destruirse? ¿Y por qué quieren destruirse?
—Fíjate, niña. Nosotros somos juguetes, no estamos hechos de carne sino de cosas que no pueden deshacerse del todo, sólo nos rompemos o infectamos. Y cuando eso nos pasa, también infectamos el lugar en que vivimos.
Jimmy perdió un poco el miedo y observó que a Prince le faltaba una parte de su cuerpo, una pierna.
—Te falta una pierna, ¿Por qué te falta una pierna? –gritó Jimmy.
El robot se entristeció, Grétell vio que una lágrima cayo de sus ojos, pero ésta se secó y él se quedó en silencio por un buen rato. Luego dijo:
—Yo fui un juguete muy famoso en una época. Todos los niños pedían un Prince para su cumpleaños. Uno de ellos, acompañado de su papá, me compró y desde ese día no paró de jugar un solo momento conmigo. Hasta que el niño, en una mala maniobra, me quebró la pierna. Mi amigo, asustado por haberme roto, me dejó abandonado. La pierna, con el tiempo se perdió, y yo fui a dar al bote de la basura. De allí vengo.
—Lo siento por haberte preguntado eso, lo siento amigo –dijo Jimmy, sintiendo mucha pena por lo que le había ocurrido al robot.
Y Grétell quiso darle un abrazo para consolarlo. Pero el robot horrorizado retrocedió:
—No, no me abraces, niña que estoy infectado.
—¡Cómo! ¿Infectado de qué?
—De todo, cuando a un juguete lo llevan a la basura se mezcla con todos los desperdicios, algunos cuentan con mejor suerte y mueren en una máquina que se encarga de derretir el material con el que están hechos, y de allí nacen otros juguetes, pero la mayoría son echados a lugares inmundos en donde los mordisquean toda clase de bichos.
Jimmy, quien había desayunado, estuvo a punto de vomitar.
—Señor Prince –dijo Grétell—, lo único que queremos es encontrar un teléfono celular que me regalaron mis padres por Navidad.
—Bueno, no sé qué cosa sea un teléfono celular, pero de todos modos los ayudaré a encontrarlo. Vamos dejaré de tocar. No creo que mis amigos sufran tanto, por unos segundos sin oír esta melodía.
—Pero señor Prince, ninguno de los dos sabemos nadar –dijo Grétell-. Nos hundiremos.
—Eso no importa, síganme –respondió el robot pianista muy seguro de sí.
Los llevó hasta un acantilado, en donde estaba encadenado un bote no muy grande, pero al parecer resistente.
—En este bote recorreremos el mar, amigos. El mar en este momento está muy sereno y no tienen que temer.
El viejo e incompleto robot de metal comenzó a remar en busca del pequeño celular de Grétell.
Les conversó un poco a Grétell y a Jimmy para entrar en confianza.
—¿Cómo llegaron hasta aquí, niños? –preguntó Prince—; casi nadie desea toparse con este lugar.
—Mi celular cayó en un arroyo que llega hasta este mar. Está por allá –dijo Grétell señalando el sitio exacto donde desembocaba el arroyo.
—¡Ah!, ese arroyo… Seguro que sus padres les habrán dicho que no deberían venir por este lugar, ¿verdad?
—Sí, mi mamá me dijo que por ese arroyo hay muchos ladrones y personas de mal vivir –contestó Grétell.
—A mí mi madre me contó que el arroyo lo habían hecho los incas y que estaba lleno de muchos fantasmas que hacían toda clase de maldades – contestó Jimmy, creyendo que la explicación de su madre era mejor que la de la mamá de Grétell.
—¡Esas son mentiras! –exclamó el robot con enojo—, es decir, no creo que sus madres les estén mintiendo, pero a ellas también las engañaron con ese cuento. Éste es “el mar del desperdicio”, así lo llamamos quienes vivimos aquí. Todo lo que ya no les sirve a las personas va a parar a este lugar; plásticos, vidrios, papeles, latas oxidadas, petróleo inservible y cosas aún peores. Todo eso llega a este lugar por ese arroyo.
—¿Pero nuestros papás no saben que existe esto? –preguntó Jimmy.
—No, no lo saben, ellos creen en esas leyendas viejas que les han contado, pero no es su culpa. Desde hace mucho tiempo esos cuentos fueron creados porque las personas y animales que venían a vivir por aquí, morían. Pero no morían, por brujería o porque los mataran, sino por la infección traída desde todos los lugares de la Tierra, por la combinación de los desechos que se quedan en este mar.
De pronto, el bote entró en una zona del mar llena de juguetes de toda clase; parecía una gran juguetería flotante. Algunos estaban casi nuevos, pero otros habían perdido su color y su forma; despedían un olor feo, como a plástico quemado.
—¿Ven eso, amigos? Son todos los juguetes que los niños pierden o que sus padres botan porque les falta alguna parte. Los juguetes nuevos, son los que recién han llegado hasta aquí, pero los deformes son mordisqueados una y otra vez por los peces hambrientos. Pero basta que un animal toque con su boca uno de estos juguetes para que muera. El alma de los peces se mete dentro de estos objetos y por eso mismo los juguetes sufren como si fueran seres vivos.
—¡Qué horrible es lo que nos cuentas, Prince! –dijo Grétell—. Pero ¿eso quiere decir que siempre sufren?
—No, no siempre. Yo tengo que tocarles el piano y la melodía alivia sus dolores.
—Pero tú, ¿por qué no sufres tú, Prince? –preguntó Grétell.
—Yo también sufro, niña. Pero tuve la suerte de ser mordisqueado una sola vez. Me mordió un delfín viejo que se murió apenas rozaron sus dientes con mi cuerpo y…
—¿Y qué?, continúa, Prince… ¿Y qué? –le interrogó, muy ansiosa, Grétell.
Pero Prince no pudo continuar; lagrimeaba. Hasta que se calmó un poco y continuó su relato.
—Y el alma del delfín ahora vive en mí. Y como los delfines son los animales más inteligentes del mar, pude escapar nadando hasta la orilla. Como me falta una pierna, cogí un tronco y lo usé como bastón. Al llegar a la orilla encontré un piano viejo que me pareció demasiado bello para estar abandonado, Cuando toqué el piano noté que las aguas se calmaban y que yo también me sentía más tranquilo.
—Pero entonces este mar sólo se calma con la música del piano –dijo Grétell—. Y ahora que nadie está tocando, ¿qué pasara?
—Bueno, mientras el arroyo llegue sin basura, todo estará bien aquí. Pero, como ustedes saben, lo que más abunda en el mundo es la basura, así que no podemos demorarnos…
Un Sol esplendoroso apareció por la ventana a la mañana siguiente, iluminando la sonrosada carita de Grétell. Eran las nueve, y la bulla de los pájaros en el jardín la despertó. Miró a todas partes y vio a su nuevo amigo, el celular.
Se vistió con su mejor ropa y se fue al comedor. Su madre servía el desayuno, pero ella debía hacer algo que la apuraba: ir a casa de Jimmy, su mejor amigo, para mostrarle su regalo.
—Grétell –la llamó su mamá-, ya casi está listo el chocolate. Siéntate y espera, o piensas tomarlo frío.
—Lo tomaré contigo, mamá. Espérame cinco minutos; voy a casa de Jimmy, para enseñarle mi regalo de Navidad.
—Está bien, Grétell. Si Jimmy desea, puedes venir con él, pero no te tardes.
—No tardaré, mamá.
Grétell salió a toda velocidad de su casa y tocó el timbre de la casa de Jimmy. Por la rejilla se vieron un par de ojos gigantes. Era Jimmy.
—Hola Grétell. Qué bueno que viniste. Tengo que mostrarte algo que te va a sorprender.
—Lo mismo digo yo, Jimmy. Tengo algo fantástico que mostrarte. ¡Sal rápido de tu casa!
Jimmy abrió su puerta y le mostró una pequeña pero muy moderna bicicleta con la que no tendría que caminar para ir a la escuela a tomar sus clases de natación en vacaciones. Al ver que Grétell no tenía a la mano nada más grande que su bicicleta, lanzó una risa de triunfo y preguntó:
—Grétell, ¿me habías dicho que tenías algo fantástico que mostrarme?
—Pues sí, Jimmy –contestó Grétell y sacó su celular del bolsillo de su vestido. El rojo y pequeño aparato brilló en las pupilas de Jimmy como brillaría una de las joyas que acostumbraba usar su mamá, la señora Carmen. Dejó la bicicleta recostada en la puerta de su casa y le rogó a Grétell que le mostrara el pequeño teléfono.
—Préstame tu celular Grétell, quiero verlo…
—Pero tú tienes tu bicicleta y está bonita y grande ¿no?
—No importa, ¡Dámelo Grétell! ¡Dámelo!
Y mientras Grétell se distraía explorando todos los botones de su teléfono, una mano rápida se lo arrebató por detrás. Era Jimmy, quien luego corrió hacia su bicicleta y la echó andar para que su amiga no la alcanzara.
—¡Pero qué lindo celular tienes, amiga! Me lo prestarás hasta mañana, ¿verdad?! ¡Está lindo, lindo…! ¡Mírame Grétell…, manejo sin manos…!
—¡Oye ten cuidado…, te puedes caer!
Grétell corría detrás de él y Jimmy dobló la esquina y fue por la pista que estaba al lado de aquel arroyo que Grétell había visto con su madre la noche anterior. Recordó lo que su mamá le había dicho, que no era bueno seguir el camino de ese arroyo, pues era una ruta muy peligrosa. Pero Jimmy se esmeraba en tomar ese camino, mientras la bicicleta tambaleaba en la áspera pista y Grétell sudaba, tratando de alcanzar a su caprichoso amigo.
¡Mírame Grétell, manejo sin manos y hasta puedo hacer una llamada con el celular!
—¡¡¡ Cuidado, Jimmy!!! –gritó Grétell
Jimmy perdió el control de la bicicleta y fue a dar a la pista con todo y celular… ¡Plum!
Se acercó Grétell a Jimmy muy preocupada. La caída había sido fuerte y su amigo se había salvado por poco de caer con bicicleta y todo al arroyo.
—¡Jimmy, estás bien!
—¡ Sí, yo también espero que no le haya pasado nada, ¿Pero dónde está? No me digas que le salieron alitas y se fue volando. ¡Vamos Jimmy, no estoy para juegos que me espera mi mamá!
—No es juego, Grétell. Quizás esté en el otro lado de la acera, o quizás… ¡Oh no!
—¿O quizás dónde? ¡Dónde está el celular que me regaló mi madre, Jimmy!
Grétell había perdido la paciencia y la desesperación la dominaba.
—Ha caído al arroyo, Grétell… ¡Mira allá está, se lo lleva la corriente!
—¡Mi celular! ¡Mi celular! ¡Qué has hecho, Jimmy! ¡Es el regalo de mis padres!
La corriente del arroyo avanzaba con gran velocidad y el celular aún flotaba sobre las aguas. Los niños corrieron junto al arroyo a fin de alcanzar el pequeño objeto, pero el arroyo era más rápido que ellos.
—No, no podemos ser más rápidos que la corriente, Jimmy –anotó Grétell—
—¿Pero qué otra cosa podríamos hacer para tratar de alcanzarlo, Grétell?
—¡Ya se! –Gritó ella-, trae tu bicicleta; iremos en ella…
Jimmy regresó hasta la puerta de su casa y tomó la bicicleta. Pedaleó con todas sus fuerzas hasta que alcanzó en el camino a Grétell. Totalmente agotada ella se subió en el asiento de atrás. Sus ojos miraban el arroyo y apenas distinguían un objeto rojo se perdía en el agua torrentosa.
Habían recorrido un gran trecho de la avenida cuando Jimmy dijo:
—¡Mira, Grétell, el arroyo se agranda allá. Parece como si allí acabara el arroyo y comenzará un gran río. Mi mamá una vez me contó que este arroyo es un desvío de un río; el arroyo lo habían hecho los incas para regar sus sembríos; pero nunca le pregunté hasta dónde llegaba…
—¡Es cierto! –contestó Grétell—, esto fue parte de otro río, pero mira allá al fondo, todo se ve azul. La pista da una curva más allá… ¡Estamos cerca del mar, Jimmy! Este arroyo termina su recorrido en el mar
En ese momento se comenzó a escuchar en todo el silencio una suave melodía. Venía sin duda del mar. Parecían los sonidos de una gran caja musical, pero tenía que ser inmensa para que su sonido llegara tan lejos.
A medida que avanzaban la música se oía más clara. El arroyo había llegado a su fin y depositaba sus aguas en el Océano.
—Llegamos al mar, Jimmy. Vamos, acerquémonos.
—Pero yo tengo que volver a casa, Grétell. Mi madre me está esperando. Además no sabemos qué clase de sitio es éste. Nos pueden robar la bicicleta, incluso nos pueden robar a nosotros mismos.
—Yo también tengo miedo de que algunos ladrones nos roben, pero tenemos que rescatar el celular; si no ¿qué le voy a decir a mis padres? Vamos.
Llegaron hasta la unión del arroyo y el mar. La melodía se oía allí aún más fuerte. Entonces Grétell vio algo que jamás olvidaría: era un piano de lata de tamaño mediano que era tocado por un robot, un robot de juguete, pero de gran tamaño. El sonido venía de allí.
Enterraron la bicicleta en la arena para que nadie se la robara y avanzaron hasta donde estaba el robot y el piano. Estaban en medio de la arena, casi en la orilla de mar.
—¿Quien eres tú? –dijo Grétell al robot con algo de temor de que fuera un tipo violento, pero con la confianza de que le respondería.
—Me llaman Prince, el robot pianista. Tengo que tocar este piano todos los días para que no sufran tanto los que viven aquí.
—¿Los que viven aquí? ¿Vive gente aquí? ¿Dónde está? –le preguntó Grétell, mientras Jimmy había enmudecido del temor.
—Bueno, viven, aunque no de la manera en que viven tú y el amigo que está a tu costado, vivimos porque nada puede destruirnos
—¿Destruirse? ¿Y por qué quieren destruirse?
—Fíjate, niña. Nosotros somos juguetes, no estamos hechos de carne sino de cosas que no pueden deshacerse del todo, sólo nos rompemos o infectamos. Y cuando eso nos pasa, también infectamos el lugar en que vivimos.
Jimmy perdió un poco el miedo y observó que a Prince le faltaba una parte de su cuerpo, una pierna.
—Te falta una pierna, ¿Por qué te falta una pierna? –gritó Jimmy.
El robot se entristeció, Grétell vio que una lágrima cayo de sus ojos, pero ésta se secó y él se quedó en silencio por un buen rato. Luego dijo:
—Yo fui un juguete muy famoso en una época. Todos los niños pedían un Prince para su cumpleaños. Uno de ellos, acompañado de su papá, me compró y desde ese día no paró de jugar un solo momento conmigo. Hasta que el niño, en una mala maniobra, me quebró la pierna. Mi amigo, asustado por haberme roto, me dejó abandonado. La pierna, con el tiempo se perdió, y yo fui a dar al bote de la basura. De allí vengo.
—Lo siento por haberte preguntado eso, lo siento amigo –dijo Jimmy, sintiendo mucha pena por lo que le había ocurrido al robot.
Y Grétell quiso darle un abrazo para consolarlo. Pero el robot horrorizado retrocedió:
—No, no me abraces, niña que estoy infectado.
—¡Cómo! ¿Infectado de qué?
—De todo, cuando a un juguete lo llevan a la basura se mezcla con todos los desperdicios, algunos cuentan con mejor suerte y mueren en una máquina que se encarga de derretir el material con el que están hechos, y de allí nacen otros juguetes, pero la mayoría son echados a lugares inmundos en donde los mordisquean toda clase de bichos.
Jimmy, quien había desayunado, estuvo a punto de vomitar.
—Señor Prince –dijo Grétell—, lo único que queremos es encontrar un teléfono celular que me regalaron mis padres por Navidad.
—Bueno, no sé qué cosa sea un teléfono celular, pero de todos modos los ayudaré a encontrarlo. Vamos dejaré de tocar. No creo que mis amigos sufran tanto, por unos segundos sin oír esta melodía.
—Pero señor Prince, ninguno de los dos sabemos nadar –dijo Grétell-. Nos hundiremos.
—Eso no importa, síganme –respondió el robot pianista muy seguro de sí.
Los llevó hasta un acantilado, en donde estaba encadenado un bote no muy grande, pero al parecer resistente.
—En este bote recorreremos el mar, amigos. El mar en este momento está muy sereno y no tienen que temer.
El viejo e incompleto robot de metal comenzó a remar en busca del pequeño celular de Grétell.
Les conversó un poco a Grétell y a Jimmy para entrar en confianza.
—¿Cómo llegaron hasta aquí, niños? –preguntó Prince—; casi nadie desea toparse con este lugar.
—Mi celular cayó en un arroyo que llega hasta este mar. Está por allá –dijo Grétell señalando el sitio exacto donde desembocaba el arroyo.
—¡Ah!, ese arroyo… Seguro que sus padres les habrán dicho que no deberían venir por este lugar, ¿verdad?
—Sí, mi mamá me dijo que por ese arroyo hay muchos ladrones y personas de mal vivir –contestó Grétell.
—A mí mi madre me contó que el arroyo lo habían hecho los incas y que estaba lleno de muchos fantasmas que hacían toda clase de maldades – contestó Jimmy, creyendo que la explicación de su madre era mejor que la de la mamá de Grétell.
—¡Esas son mentiras! –exclamó el robot con enojo—, es decir, no creo que sus madres les estén mintiendo, pero a ellas también las engañaron con ese cuento. Éste es “el mar del desperdicio”, así lo llamamos quienes vivimos aquí. Todo lo que ya no les sirve a las personas va a parar a este lugar; plásticos, vidrios, papeles, latas oxidadas, petróleo inservible y cosas aún peores. Todo eso llega a este lugar por ese arroyo.
—¿Pero nuestros papás no saben que existe esto? –preguntó Jimmy.
—No, no lo saben, ellos creen en esas leyendas viejas que les han contado, pero no es su culpa. Desde hace mucho tiempo esos cuentos fueron creados porque las personas y animales que venían a vivir por aquí, morían. Pero no morían, por brujería o porque los mataran, sino por la infección traída desde todos los lugares de la Tierra, por la combinación de los desechos que se quedan en este mar.
De pronto, el bote entró en una zona del mar llena de juguetes de toda clase; parecía una gran juguetería flotante. Algunos estaban casi nuevos, pero otros habían perdido su color y su forma; despedían un olor feo, como a plástico quemado.
—¿Ven eso, amigos? Son todos los juguetes que los niños pierden o que sus padres botan porque les falta alguna parte. Los juguetes nuevos, son los que recién han llegado hasta aquí, pero los deformes son mordisqueados una y otra vez por los peces hambrientos. Pero basta que un animal toque con su boca uno de estos juguetes para que muera. El alma de los peces se mete dentro de estos objetos y por eso mismo los juguetes sufren como si fueran seres vivos.
—¡Qué horrible es lo que nos cuentas, Prince! –dijo Grétell—. Pero ¿eso quiere decir que siempre sufren?
—No, no siempre. Yo tengo que tocarles el piano y la melodía alivia sus dolores.
—Pero tú, ¿por qué no sufres tú, Prince? –preguntó Grétell.
—Yo también sufro, niña. Pero tuve la suerte de ser mordisqueado una sola vez. Me mordió un delfín viejo que se murió apenas rozaron sus dientes con mi cuerpo y…
—¿Y qué?, continúa, Prince… ¿Y qué? –le interrogó, muy ansiosa, Grétell.
Pero Prince no pudo continuar; lagrimeaba. Hasta que se calmó un poco y continuó su relato.
—Y el alma del delfín ahora vive en mí. Y como los delfines son los animales más inteligentes del mar, pude escapar nadando hasta la orilla. Como me falta una pierna, cogí un tronco y lo usé como bastón. Al llegar a la orilla encontré un piano viejo que me pareció demasiado bello para estar abandonado, Cuando toqué el piano noté que las aguas se calmaban y que yo también me sentía más tranquilo.
—Pero entonces este mar sólo se calma con la música del piano –dijo Grétell—. Y ahora que nadie está tocando, ¿qué pasara?
—Bueno, mientras el arroyo llegue sin basura, todo estará bien aquí. Pero, como ustedes saben, lo que más abunda en el mundo es la basura, así que no podemos demorarnos…
No hay comentarios:
Publicar un comentario