sábado, 9 de julio de 2011

CHARLY Y EL ÁRBOL: Episodio 3




Un árbol y un niño.


Los dos pequeños tuvieron un crecimiento muy lleno de emociones: El niño dormía al comienzo casi todo el día, y sólo se lo veía despierto muy temprano, cuando tenía hambre o deseaba que lo cambiaran de ropa.

 De igual manera, el chirimoyo entre la hierba de las orillas de la laguna, pasaba las tardes y las noches recogido entre sus hojas, pero parecía tomar vida cuando caía el rocío de la mañana o un dedicado jardinero (aunque a veces lo hacía Chéster) dispersaba generosamente agua hacia todos los vegetales. Entonces, las hojitas de la recién aparecida planta se volvían aun más verdes que la hierba que yacía a su alrededor.

Los rosales, vecinos del pequeño chirimoyo, lo superaban enormemente en tamaño a éste. Se lo veía tan pequeño en comparación a ellos, pero a la vez más atendido por la luz y el calor del Sol. Los rayos caían directamente sobre sus hojas, ahuyentando así con su calor a los pájaros.

 Mientras esto pasaba, exactamente el mismo día y a las mismas horas, Charly era nutrido del pecho de su madre. Era el único que no podía alimentarse por su propia cuenta en la familia.

 Tanto dependía de Charo en esos primeros días que Chéryl y Chantal, algo celosas, se preguntaban por qué su madre ya no jugaba tanto con ellas.

—Calma, jugaremos niñas —las alentaba su madre—. Pero su hermanito no puede quedarse con hambre.

—¿Pero iremos a la laguna Chirimoyas, mamita? —preguntaba Chéryl.

—Sí, pero no cogeremos ninguna fruta —fue la respuesta de su mamá.

—¡Ay! Si Charly fuera tan alto como nosotras, podría treparse a un árbol, ¿verdad? —preguntaba Chantal.
—Pero pronto las alcanzará y las pasará, si sigue alimentándose como lo hace —afirmó Charo, la florista.

 Así, dos meses pasaron, y el chirimoyo había superado ya los cuarenta centímetros. Los pájaros ya no le eran una amenaza, pero debía soportar algo peor; su primer invierno. Sus hojitas comenzaron a caerse y algunas a teñirse de un color amarillento pálido. Por supuesto que no era el único en sufrirlo, los rosales que vivían a sus costados no florecían desde hacía dos semanas, y los dos olmos que estaban en la otra orilla habían perdido tantas hojas que las aves se marchaban a otros sitios más cálidos.

Un domingo de invierno, Chéryl tuvo antojos de comer Chirimoyas, además hacía días que no daban un paseo con mamá. De modo que las tres acordaron visitar la laguna Chirimoyas.

—Mamá, el agua de la laguna está superhelada —señaló Chéryl cuando ya habían llegado y ésta había metido sus brazos y manos en el agua, mojándose el vestido.

—¡Chéryl! —la reprendió su madre—, estamos en invierno. No metas la mano allí.

Sí, hacía demasiado frío aquel día de invierno. Había sido una mala idea ir ese día a la laguna. Todos sus animales se habían marchado a otros refugios y las plantas perdían muchas hojas. Los árboles lucían sus cuerpos esqueléticos que nadie, ni siquiera la inquieta Chéryl, quería trepar. El panorama de la laguna Chirimoyas se mostraba desolador.

—¡Mamá, mira! —señaló Chantal—, ¿esa planta no es el chirimoyo que la señora vieja te dijo que no pisaras?

—Oh sí, hija —respondió su madre—. Ha crecido mucho desde entonces, pero ha perdido casi todas sus hojas, parece una ramita seca.

En ese instante, se oyó un estornudo del pequeño Charly, a quien Charo también había llevado consigo. Luego le sobrevino otro estornudo y después otro y otro más. Pronto, su ánimo empeoro y el niño comenzó a llorar. Charo le tocó las mejillas y todo su rostro estaba ardiendo.

—¡Este niño tiene fiebre!... Vamos, niñas, de regreso a casa… —ordenó Charo a sus gemelas. Al llegar a casa y cambiarle la ropa, Charo notó que el cuerpo de Charly estaba lleno de unas extrañas manchas rojizas. Por la tarde, Charo lo llevó al médico y supo que tenía varicela.

—Mami, Charly se pondrá bien mañana ¿verdad? —preguntó con bastante temor Chéryl.

—¡Si se enferma más será tu culpa, Chéryl! —le reclamaba Chantal—. Tú fuiste la que insististe en ese paseo en la laguna; será sólo tu culpa.

—¡Cálmense, niñas! —las serenó su padre—, sólo se trata de una enfermedad pasajera. No hay de qué alarmarse…

Y las tomó a una y a otra en sus brazos.

Afuera, en la laguna Chirimoyas, el frío se extendía. El viento llegaba hasta las aguas y hacía tambalear todo, hasta a los inmensos olmos. La pobre planta de chirimoya sobrevivía a la ferocidad del viento tan sólo con la elasticidad de su tronco. Algunas de sus hojas, vueltas amarillas, se habían caído; pero otras, se mantenían arrugadas y recogidas a su tallo. ¡El chirimoyo estaba enfermo! Para colmo de males, el jardinero se había marchado de la ciudad. Desde ese día, el mismo Chéster, el vigilante, se hizo cargo del cuidado del pequeño bosque que rodeaba a la laguna Chirimoyas.

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