¡Tiempo de Crecer!
Ocho años transcurrieron velozmente, desde aquel día en que Charly vio la primera luz. Tenía un aspecto saludable, y a pesar de no ser el niño más popular de su aula, era muy comunicativo.
Algunos hacían burla de lo esponjosa y enmarañada que era su cabellera, tan roja como las amapolas que vendía su madre en la florería, y decían que todos los animales del mundo podían vivir allí. Pero no era cierto, Charly se lavaba el cabello todos los días y se lo recortaba una vez al mes; sin embargo, al poco tiempo, su pelo estaba tan esponjoso como antes.
Algunos hacían burla de lo esponjosa y enmarañada que era su cabellera, tan roja como las amapolas que vendía su madre en la florería, y decían que todos los animales del mundo podían vivir allí. Pero no era cierto, Charly se lavaba el cabello todos los días y se lo recortaba una vez al mes; sin embargo, al poco tiempo, su pelo estaba tan esponjoso como antes.
Amaba el verano. Era capaz de tomarse todo el día en la azotea de su casa o en algún lugar abierto para recibir el resplandor del Sol. Le bastaban un bloqueador en su piel, unos anteojos y nada más. La playa era uno de sus lugares preferidos.
—¡Ya basta, Charly,… basta de sol! —le dijo Charo, cierta vez, en la playa—. ¡Te puede dañar la piel, hijo!
—Pero mamá —suplicó Charly—, me estoy protegiendo los brazos y el resto del cuerpo, como me lo dijiste. ¡Pero mi cabello…! No puedo evitar la felicidad que me produce el poner mi cabello al sol ¡Es como si me alimentara del Sol por mi cabello!
—¡Me estás preocupando con eso del sol sobre tu cabello, hijo! —le advertía su madre—, cualquiera diría que tienes costumbres de árbol…
Cheryl, al oír esto, explotó en carcajadas.
—¡Lo es, mami —decía Cheryl sin parar de reírse—; mira la forma de su pelo, todo alborotado, como un pequeño árbol!… Aunque nunca he visto un árbol rojo…
—Tú y tus bromas tontas, Cheryl —le contestaba Chantal—, es bonito tener el cabello rojo, no es algo común.
Cuando hacía buen tiempo, también iban a la laguna Chirimoyas, aunque Charly no se alegraba mucho cada vez que Chantal y Cheryl recogían por montones esas deliciosas frutas. Se sentía un poco mejor al lado de los olmos; por lo menos allí no había frutas apreciadas que ellas quisieran arrancar.
—¡Mira, Charly —le indicó Cheryl, una vez que los dos estuvieron sobre un olmo—, allá, al otro lado de la laguna, está tu árbol!
—¿Mi árbol? —preguntó Charly.
—¡Sí, tu árbol! ¡Una viejecilla le dijo a mamá que tú y él nacieron un mismo día!… ¡Ah!,… y le dijo una palabra bastante rara, para que tú te calmaras… Espera, ¿cómo era la palabra?... ¡Ah! ¡Yachimichí!
Bastó que Charly oyera esa extrañísima palabra, para que se inquietara de un momento a otro, y buscara la manera de bajarse del olmo y correr hasta el chirimoyo. Lo rodeaba con sus brazos y recordaba con exactitud su primer día de vida; aquel en que la viejecilla había calmado su propio llanto con aquella palabra rara y encantadora. ¡Ahora lo entendía todo perfectamente!; ese árbol era como su hermano, ¡un hermanito gemelo,… como lo eran Cheryl y Chantal! Aquella vieja mujer los había unido a él y al chirimoyo en el momento en que salió de su boca aquella expresión incomprensible: ¡yachimichí!
Abrazó muy fuerte al chirimoyo y prometió que a partir de ese momento iría a visitarlo todas las veces que pudiera. Desde luego que nadie, ni Charo, ni Cheryl, ni Chantal, entendió la razón por la que Charly abrazaba cariñosamente al árbol y decía que éste era su hermanito.
Se sentía muy feliz de haber conocido alguien tan parecido a él, tanto que los días siguientes del verano los dedicó a leer todo lo referente a los chirimoyos, su historia, sus variedades, su florecimiento y otros detalles. Supo que podían vivir mucho tiempo, casi el mismo que las personas, y que requerían de mucho cuidado, sobre todo en los meses más fríos, donde perdían la mayoría de sus hojas y eran sensibles a enfermedades.
¡Ese verano fue fantástico!; ¡el más bello de los que había vivido Charly hasta entonces!
Pero, a la llegada del invierno, la energía de Charly se apagó un poco; aunque no perdía su ánimo en leer sobre plantas, que era lo que más le apasionaba, se sentía menos vigoroso que en verano. Cuando agosto llegaba, se tenía que abrigar mucho; salía al colegio todo arropado con un sacón negro que llevaba capucha y le llegaba hasta los pies. Luego, al regreso a casa, se entretenía al lado de “China”, la gigantesca y coqueta perra de la familia Chavarría.
—¡China, perrita buena —decía Charly acariciándola y tiritando del frío—, anda y ve cómo está la vida en la laguna Chirimoyas! Luego me cuentas cómo la está pasando mi hermanito, el chirimoyo.
La perra chillaba y bajaba la cabeza, en señal de reverencia. Sus ojos color caramelo se llenaban de un brillo lloroso cuando olía a su amo Charly y se iba corriendo hacia el bosque de la laguna a buscar al chirimoyo, quien tenía el mismo olor que su pequeño amo, ya sea en verano o en invierno.
Pero nuestro compañero de la laguna Chirimoyas, también había crecido. Sus tres metros de estatura lo decían todo. La perra, al llegar hasta él, ponía las patitas sobre su tronco. Había otros muy parecidos a él, desde luego; pero China reconocía al verdadero por el aroma particular que tenía. El chirimoyo no podía hablarle; pero sus hojas, un poco maltratadas por el invierno, se abrían como haciéndole una interrogación a la vieja perra. Y el pequeño árbol hubiera deseado ser humano un minuto, para decirle “¿Por qué me hueles, amiga?”. Los dos rosales del costado también le eran amigables, pero el chirimoyo captaba toda la atención de “China”. El arbolito parecía haber aprendido acerca de todo lo que existía alrededor de él; conocía las estaciones, la mañana y la noche, sabía contar los días del calendario con cada una de sus hojas; se había hecho amigo del resto de árboles y a la llegada del verano, se cubría de abundantes hojas que servían de guarida a algunos pájaros.
Casi a la llegada del siguiente verano, el chirimoyo supo que así como no todas las hierbas de la laguna eran buenas; no todos sus visitantes eran amigables. Sucedió que dos niños, llamados Jerry y Paolo, jugaban alrededor del bosque de la laguna Chirimoyas. Pero su intención no era disfrutar del paisaje, sino cazar indefensos pájaros que luego conservaban secos y lucían entre sus desalmados compañeros de colegio.
—¡Vamos, Jerry, bájate ese de pico largo, o será que te tiembla la mano! —decía Paolo, quien parecía mucho más acostumbrado a ese tipo de maldades.
—¡Yo no tiemblo por nada, Paolo! —respondió Jerry fingiendo indiferencia—, sólo que ese pájaro se anda moviendo… Además se ve bastante tonto. Busquemos uno más grande y gordo.
—No, Jerry. ¡Quiero que te tumbes ése!... —ordenó Paolo—… O será que acaso tienes pena por ese animalejo. ¡Tienes pena…, qué tonto eres! Los hombres no debemos tener pena. Eso está bien para las niñas. ¡Dame esa honda, zonzo, que yo te enseñaré cómo se mata a los pájaros!
Paolo comprobó su buena puntería y el pájaro cayó contra el suelo. Jerry se tapó los ojos. Se sentía arrepentido de haber acompañado a Paolo a cazar aquellos inofensivos animales. Pero su temor a que el otro niño lo tome por débil pudo más.
El Chirimoyo, que lo había visto todo, se sintió impotente de no tener brazos. Cuánto hubiera deseado tener un par de brazos y piernas, para arrebatarle la honda a Paolo y darle un severo castigo. ¿Y Jerry? —pensaba el árbol—, ¿por qué obedecía a ese perverso niño? ¿Para ser muy hombre había que matar pájaros? ¡Qué tonto sonaba eso!
El Chirimoyo no pudo más, y de su tronco brotó un líquido tan negro como el petróleo. ¡Estaba llorando! Era la primera vez que le pasaba eso. No fue algo agradable para él, pero ¿qué podía hacer?
—Óyeme Jerry —dijo Paolo, viendo que el tronco del árbol se ennegrecía— está bien que no quieras que mate a tus queridos pájaros, pero no tienes por qué empapar el tronco de ese árbol con ese líquido mugriento.
—¿Cuál líquido? Yo no he hecho nada —respondió Jerry—. Mira las ramas, cómo gotean. Además mis manos están secas… ¡Mira!…
Ese líquido no era otra cosa que las lágrimas del chirimoyo. Paolo, al ver cómo brotaba la sustancia de las ramas del árbol, salió corriendo totalmente espantado, dejando el pájaro herido sobre la hierba. Jerry corrió tras él.
Mientras esto ocurría, Charly en su casa se encontraba muy afligido. Era como si sintiera que la vida de alguien corriera peligro. ¡No había comido nada en toda la mañana!
—Charly, ¿qué te ocurre? —le preguntó Charo—. Hemos preparado pastel de acelga, tu preferido.
—Debe de estar pensando en alguna niña de su colegio —afirmó la risueña Cheryl—. Dejen tranquilo a ese niño enamorado…
—No creo —contestó Chantal a su hermana—, a esa edad no se enamora nadie.
—Ya, no molesten a Charly —dijo su padre, el señor Chavarría—. Quizás sea un asunto de colegio.
Y “China”, que había estado rondando el bosque del lago Chirimoyas, trajo hasta la habitación de Charly una especie de canasta pequeña prendida de su hocico. No, no era una canasta. Era un nido de pájaro. Tenía pegado a éste un papel con una palabra escrita: “¡Yachimichí!”.
Charly lo leyó en voz alta y, casi al punto, se escuchó un ruido:
—¡Cuic Cuic! —sonaba adentro del nido, y de él brotó un pájaro.
—¡Estás vivo! ¡Estás vivo, amigo! —exclamó Charly, emocionado.
China sacudió la cabeza, como intentando decir que sí.
Sí, era el mismo pájaro que el perverso Paolo había herido con su honda. Pero ¿Cómo había conseguido “China” traerlo en su propio nido? ¿De quién era el papel con aquella palabra? Todo eso era algo sumamente extraño.
Charly ocupó toda la tarde en curar al pájaro. Descubrió que no se trataba de un ave cualquiera, sino de un colibrí gigante. No se veían estas aves todos los días. La curó y la puso a un costado de su jardín hasta que se recuperase por completo.
De inmediato, el chirimoyo de la laguna dejó de llorar. Y hubo mucha paz en los siguientes días, meses y años en los alrededores de la laguna Chirimoyas. Charly cenó con sus padres y hermanas. Tenía mucha hambre, pero a nadie le contó lo que había pasado con el colibrí gigante.
Al día siguiente, Charly hizo un viaje a la Sierra, en el tren que conducía su padre. ¡Estaba feliz, porque allá hacía mucho sol!
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