Primavera triste
Mucho tiempo había pasado desde que Charly pudo salvar al colibrí. Acababa de terminar Secundaria y tenía pensado estudiar Biología en la universidad. Era un joven pelirrojo de 16 años, de cabellera abundante y crespa. Con los años, había logrado corregir aquello de ser diferente en verano y en invierno.
Cheryl casi terminaba sus estudios de psicología, mientras Chantal hacía lo mismo con los de publicidad. Su padre ya no podía distinguirlas a una de otra. Sólo Charo, su madre, podía darse cuenta de quién era quién. Sí, también Charly, aunque él no necesitaba verlas ni oírlas: sabía su manera de tocar a la puerta, de hacer sonar los zapatos al caminar, de cómo China (quien también las distinguía, oliéndolas) les ladraba al entrar en la casa.
Cheryl casi terminaba sus estudios de psicología, mientras Chantal hacía lo mismo con los de publicidad. Su padre ya no podía distinguirlas a una de otra. Sólo Charo, su madre, podía darse cuenta de quién era quién. Sí, también Charly, aunque él no necesitaba verlas ni oírlas: sabía su manera de tocar a la puerta, de hacer sonar los zapatos al caminar, de cómo China (quien también las distinguía, oliéndolas) les ladraba al entrar en la casa.
—Es Cheryl la que está saliendo de casa, papá —advertía Charly—, ella cierra la puerta con mucho más violencia que Chantal, quien mide hasta los pasos que dará de aquí hasta la esquina.
—¿Cómo puedes saber eso, hijo? —preguntó el señor Chavarría, admirado y a la vez extrañado de que su hijo tuviera conocimientos tan precisos.
—Es algo que se puede conocer si se tiene la paciencia de un árbol —contestó Charly en tono de broma y sonrió.
Y así como Charly había madurado en su comportamiento, en el borde de la laguna, nuestro chirimoyo también mostraba sus nuevos progresos. Daba sombra a muchos seres en sus hojas y era capaz de sobrevivir sin dificultades a cualquier estación del año. Hacía tiempo que había sobrepasado en tamaño a los dos rosales que se trepaban de cuando en cuando en su tallo áspero. Muchas parejas de novios se sentaban en su costado, atraídos por el aroma que emanaban sus flores blancas y púrpuras; su olor se extendía por toda la laguna, incluso por la calle en la que vivía Charly, cosa que le encantaba a la vieja perra “China”, que aunque ya estaba muy vieja y ciega, aún brincaba de un lado para otro. Su olfato le bastaba para distinguir lo que ocurría a uno y a otro borde de la laguna Chirimoyas.
—¡Guau ¡Guau…! —ladraba China interminablemente y rasgaba la puerta
—¡Qué ocurre contigo, perrita! ¿Por qué ladras tanto? —preguntó Charly, un poco preocupado.
China continuó ladrando y corrió hacia el final de la calle donde comenzaba el bosque de la laguna. Charly la siguió, y un ruido bastante desagradable comenzó a oírse. Pero no era ningún animal, sino una gigantesca grúa que se abría paso por los alrededores del bosque de la laguna. Había un gran grupo de gente reunida. ¡Iban a tumbar los árboles más grandes, los olmos del lado derecho de la laguna Chirimoyas!
Chéster, el vigilante, había tratado de impedirlo todo; pero, debido al gran enojo que tuvo al discutir con el conductor de la grúa, le sobrevino un ataque al corazón. Los vecinos lo habían recogido del suelo y llevado al hospital.
El joven Charly, irritado ante lo que estaba pasando en el bosque, echó a correr hasta alcanzar la grúa y ponerse entre ésta y un gigantesco olmo de más de 20 metros, que era el primero que planeaban tumbar.
—¡Qué le pasa, a ese muchacho, está loco! ¡Quítenlo de allí! —dijo el conductor de la grúa.
—¡Nadie me va a quitar, señor! —contestó Charly—. Detenga su grúa ahora mismo.
La orden de derribo de los árboles había sido dada por un tal señor Lucio Manchado, quien decía tener un documento que, según él, lo hacía dueño de la mitad del bosque y que contaba con todo el derecho de hacer lo que desee con ese sector. En este caso, lo que deseaba era derribar todos los árboles del lado derecho de la laguna y construir en el lugar un modernísimo edificio que llevaría el nombre de “Chirimoya’s Hotel”.
—¡Sáquenlo!... ¡Saquen a ese mocoso de allí! —ordenaba el señor Manchado.
Y tres hombres muy grandes se encargaron de contener y retirar a Charly del paso de la grúa. El vehículo avanzó inclementemente, y en un par de vueltas, consiguió tumbar al primero y al segundo de los olmos. También arrasó con tres árboles de plátano, dos sauces y un limonero, que crecían todos al mismo lado de la laguna Chirimoyas. Los rosales y chirimoyos se habían salvado; puesto que ellos eran los vecinos de la otra orilla.
En dos meses, el Chirimoya’s Hotel estaba terminado. Charly había caído enfermo, y a pesar de que hacía mucho sol, no se sentía nada bien. Comenzó a adelgazar mucho y a perder el apetito. Uno y otro doctor, llevados a la casa por el señor Chavarría, atendían al joven, sin dar ninguno con la causa de su inexplicable enfermedad.
Cheryl y Chantal, quienes por ese tiempo habían obtenido becas para especializarse en sus carreras, detuvieron dos meses y una semana su partida a Europa. Y cuando ya estaban casi resignadas a quedarse en casa y a velar por la salud de su adolescente hermanito, Charly pareció mejorar un poco, o por lo menos recuperar en algo el apetito.
Cheryl y Chantal, no habían cambiado mucho; discutían y se examinaban tanto como de niñas; aun cuando ahora se las podía diferenciar un poco más: Cheryl gustaba vestirse con ropas deportivas y odiaba el maquillaje; mientras que su gemela Chantal no podía desprenderse de los tacos y cambiaba una y otra vez el color de su cabello.
Una semana después de que Charly comenzara a comer alimentos sólidos, las hermanas se alistaban para su viaje de estudios a la ciudad de Londres. La familia Chavarría se deshacía en llantos.
—¡Adiós papá, mamá! —lloraba Cheryl una y otra vez en la sala de espera del aeropuerto.
—¡Adiós padres!... ¡Cheryl, no llores así, no es para tanto! —la regañaba Chantal, aparentemente serena. Pero segundos después, rompía a llorar y se abrazaba de sus padres. Chantal era siempre así; trataba de trasmitir tranquilidad, aunque en el fondo ella estuviera muy nerviosa.
—¡Hijitas, hijitas mías! —lloraba el señor Chavarría—. Adiós, nos veremos pronto. Perdonen a su hermanito Charly. No pudo venir, porque aún está muy débil
—¡Adiós mis amores! —decía llorosa Charo—, pronto volveremos a reunirnos, e iremos al bosque de la laguna Chirimoyas,… ¡como antes!
Pero la realidad era distinta en la laguna. El Chirimoya’s Hotel acababa de inaugurarse y lo poco de bosque que aún quedaba, estaba marchito. Los rosales, chirimoyos y otros pocos sobrevivientes, enfermaban cuando las bocinas de los autos de la playa de estacionamiento del edificio, rompían el silencio de la laguna Chirimoyas y la gente del Chirimoya’s Hotel se esmeraba en arrojar todo tipo de desperdicios en sus aguas.
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